De Kierkegaard a Nietzsche
El individuo kantiano encuentra la prueba de sus máximas en la prueba objetiva del imperativo categórico, y el individuo hegeliano encuentra sus criterios en las normas de una sociedad libre y racional. La doctrina fundamental de Sören Kierkegaard indica que no sólo no hay pruebas objetivas genuinas en la moralidad, sino que las doctrinas que afirman su existencia funcionan como medios para ocultar el hecho de que nuestras normas morales son, y sólo pueden ser elegidas. El individuo se da a sí mismo sus preceptos morales en un sentido mucho más fuerte que el individuo kantiano, pues la única justificación y autoridad que tienen proviene del hecho de que él ha elegido expresarlos.
Kierkegaard nació en Copenhague en 1813. La forma radical de cristianismo protestante que abrazó y su rechazo de las doctrinas de Hegel surgen de la misma fuente: el papel fundamental que asigna al acto de elección. Pero los criterios pertinentes carecen de justificación objetiva no sólo en la moral sino en todas las esferas que conciernen a la existencia humana. Una justificación semejante puede tener lugar en la matemática y en las ciencias naturales; pero, por lo demás, la argumentación racional no puede hacer otra cosa que presentamos alternativas entre las cuales debemos efectuar nuestras propias elecciones. Algunos de los propios escritos de Kierkegaard asumen la forma de una presentación semejante y emplean diversos artificios literarios, como el uso de seudónimos, para ocultar el hecho de que es un mismo hombre el que está exponiendo las pretensiones rivales de posiciones contrastantes y antagónicas. Pero esto no es un mero irracionalismo y una exaltación arbitraria de una elección arbitraria, pues Kierkegaard cree que las mismas consideraciones racionales nos indican que en última instancia la elección del individuo debe ser soberana.
Supóngase que uno cree que la propia posición moral puede ser racionalmente justificada, es decir, que es una conclusión que puede inferirse en forma válida de ciertas premisas. Estas premisas deben ser justificadas a su vez, y si la justificación consiste en derivarlas de conclusiones basadas en premisas más fundamentales, surgirá el mismo problema. Pero la cadena de razonamientos debe tener un fin, y debemos llegar a un punto en el que simplemente elegimos atenernos a ciertas premisas. En este punto la decisión ha reemplazado al razonamiento; y en todos los razonamientos sobre la existencia humana habrá un punto semejante. Kierkegaard aplica esta argumentación a las cuestiones morales en una de sus primeras obras: O lo uno o lo otro.
Kierkegaard contrapone aquí dos formas de vida a las que denomina «ética» y «estética». La vida estética es la del hombre cuya única meta es la propia satisfacción. El dolor y el hastío son aquellas realidades que debe evitar. El amor romántico, que existe sólo para satisfacer la pasión del momento y vuela siempre hacia nuevas satisfacciones, es su relación sexual característica. El matrimonio, con sus deberes ineludibles y de toda la vida, caracteriza a lo ético, que es la esfera de las obligaciones y reglas que no admiten excepciones. Los argumentos favorables al modo ético de vida se ponen en boca del juez Wilhelm y los favorables al modo estético se toman ostensiblemente de las memorias de «A», una figura más joven y anónima. Los dos argumentos no pueden cotejarse, pues el juez Wilhelm emplea criterios éticos para juzgar entre lo ético y lo estético, mientras que «A» emplea criterios estéticos. La argumentación de cada uno depende de una elección previa, y la elección previa determina lo que será la conclusión de cada razonamiento. Y el lector debe elegir también. Pero el lector atento bien puede comenzar aquí a tener por lo menos dos tipos de dudas.
La primera surge de la naturaleza de la presentación de Kierkegaard. Pues si bien Kierkegaard pretende ser neutral entre las dos posiciones, no se puede dudar acerca de cuál favorece. Describe lo estético como un estado de permanente y siempre renovada insatisfacción, de un viajar con esperanza para no llegar. Lo ético aparece, por lo contrario, como el reino de la tranquila satisfacción en la obligación cumplida, es decir, de la tarea limitada y bien realizada. La misma negación de partidismo que hace Kierkegaard tiene un efecto partidista en favor de lo ético. Pero ¿no será esto más que un defecto en la presentación literaria? ¿No pudo haber ofrecido Kierkegaard una exposición auténticamente neutral de los dos puntos de vista?
Sólo si suponemos que es posible dirigirse a un individuo desprovisto de deseos, metas y necesidades con anterioridad a la presentación de las dos causas. Como tal, el individuo sería un hombre carente casi por completo de características. Las adquiere sólo a través de sus elecciones, Pero ¿quién es este «yo» que elige? Y para un ser semejante ¿qué puede depender en todo caso de la elección en un sentido más bien que en otro? Kierkegaard no ofrece una respuesta a estas preguntas, en parte porque trata a «el individuo» como una categoría última y en parte porque comprende la existencia real del individuo como lo que es el individuo «delante de Dios». Para Kierkegaard, lo ético es sólo un prólogo a lo religioso, y lo religioso se opone necesariamente a la razón humana. Uno de los errores fundamentales de Hegel, según Kierkegaard, fue el intento de presentar la religión en términos racionales. Desde un punto de vista auténticamente cristiano, el cristianismo debe ser visto como si proporcionara la verdad a una razón que no la posee y que con anterioridad a la revelación cristiana es ajena a la verdad. Por eso el cristianismo aparece necesariamente como paradójico e irracional desde el punto de vista de una razón humana que se basta a sí misma. La fe cristiana no depende de razonamientos sino de una elección, tanto por las razones más generales citadas por Kierkegaard, y que ya he mencionado, como por estas razones especiales. Las objeciones escépticas al cristianismo no se fundan en realidad en la duda intelectual, sino que surgen de «la insubordinación, la renuencia a obedecer, la rebelión contra toda autoridad». Por eso la decisión importante es realizar o no lo que Dios ordena en la revelación de sí mismo.
Kierkegaard apela al ejemplo de Abraham e Isaac. Dios ordena a Abraham el sacrificio de su hijo. Este mandato es contrario no sólo a la inclinación sino también al deber. Desde el punto de vista ético, lo que Dios ordena es simplemente un asesinato. Así, se produce una ruptura entre la más elevada conciencia meramente humana y la intrusión divina de lo aparentemente escandaloso y absurdo. Es importante hacer notar que no hay ninguna insinuación en Kierkegaard del punto de vista asumido por algunos críticos del Antiguo Testamento en el sentido de que la función de esta narración era predicar la abolición del sacrificio humano y educar a los hebreos en la creencia de que un sacrificio semejante era, en efecto, un asesinato y no lo que Dios quería. La noción de una revelación progresiva y siempre adecuada a aquellos a quienes se dirige —aunque siempre algo superior al nivel moral de éstos— es ajena a Kierkegaard.
Kierkegaard se ubica, entonces, en un extremo del desarrollo del cristianismo y del desarrollo del individualismo. En lo que se refiere al primero, expone uno de los cuernos del dilema que se había venido planteando al cristianismo desde el renacimiento de Aristóteles en la Edad Media. O el cristianismo acepta los términos de la razón secular y desarrolla sus argumentos de acuerdo con ellos, o insiste en ser juzgado solamente según sus propios criterios. La primera alternativa conduce, como Kierkegaard lo advirtió en los escritos de Hegel, a la reducción del cristianismo a algo ajeno a si mismo; la segunda hace que el cristianismo sea cada vez más cerrado en sí mismo e ininteligible. Los teólogos que se dan cuenta de ello se han asombrado ante el candor de Kierkegaard. Pero el tipo de cristianismo de Kierkegaard es en cierto sentido la contrapartida natural de su individualismo. Pues sólo cuando escribe desde dentro de una posición cristiana, Kierkegaard puede encontrar razones para contestar la pregunta: «¿Cómo he de vivir?» en una forma más bien que en otra. Se podría sospechar que la necesidad de contar con una respuesta a esta pregunta es una de las fuentes inconfesadas de su cristianismo. Según Kierkegaard, las elecciones efectuadas por el individuo que se enfrenta a las alternativas de lo ético y lo estético, o de lo ético y lo religioso, carecen de criterios. Pero si esto es realmente así, ¿cómo podría ser acertada la elección en un sentido y no en otro? Sin embargo, todo el sentido de esas elecciones, y de la angustia implicada en ellas, es la posibilidad de elegir equivocadamente. El marco conceptual de Kierkegaard imposibilita esta afirmación, aunque a veces el mismo Kierkegaard es lo suficientemente inconsistente como para usar este tipo de lenguaje. Se mueve incómodamente entre la expresión desde el interior de un orden en que la voluntad de Dios proporciona criterios para la acción, y la expresión de un individuo solitario ajeno a todos los criterios.
Entre los temas kierkegaardianos, por lo menos uno, el de la irracionalidad del cristianismo, reaparece en las extrañas e irónicas páginas de la Historia de la filosofía y la religión en Alemania de Heinrich Heine. Pero aquí, la ininteligibilidad e inaceptabilidad del cristianismo se toman en serio: «¿Puedes oír el tañido de la campana? Arrodíllate porque están trayendo los sacramentos a un Dios moribundo». Heine escribe en 1832 y enlaza el pasado intelectual de Alemania con la profecía de una futura catástrofe. La argumentación tiene dos caras. Por un lado, se ha producido una continua secularización de la vida alemana. El catolicismo supera al paganismo nórdico, pero a costa de asimilar gran parte de éste. Lutero crea una nueva conciencia alemana, en parte a través de la Biblia alemana; pero convierte a Alemania en presa de la espiritualidad protestante. Spinoza, Wolff, Kant y Hegel secularizan finalmente a la religión y reemplazan lo sobrenatural con lo natural. Pero todo esto aconteció solamente en el reino de las ideas. Heine dice burlonamente: «Me parece que un pueblo metódico como el nuestro debe empezar por la reforma, y ocuparse luego de los sistemas filosóficos, y sólo después de la consumación de éstos puede pasar a la revolución política. Considero que esta secuencia es muy racional. Las cabezas que han servido primero para las especulaciones de la filosofía pueden ser cortadas después por la revolución para cualquier finalidad que desee; pero la filosofía no hubiera podido utilizar las cabezas cortadas por una revolución que la precediera.»57 En realidad, estos cambios intelectuales sólo han tocado la superficie de la vida. El cristianismo es el único obstáculo que se opone al viejo paganismo de los alemanes; y la filosofía crítica, en especial la filosofía kantiana, lo ha destruido. «El cristianismo —y éste es su mérito más legítimo— dominó hasta cierto punto el brutal fervor guerrero de los alemanes, pero no pudo extinguirlo por completo; y cuando la cruz, ese talismán subsistente, caiga en pedazos, entonces surgirá nuevamente la ferocidad de los viejos combatientes… Se representará en Alemania un drama con respecto al cual la Revolución Francesa parecerá un idilio inocente.»58
La profecía se hizo verdad cien años más tarde. ¿Qué importancia tiene en la historia de la filosofía? Como veremos en el próximo capítulo, los filósofos morales ingleses del siglo XIX se encontraban esencialmente a gusto en su sociedad. Esto no quiere decir que fueran conformistas pasivos. Tanto utilitaristas como idealistas se ubicaron a sí mismos al menos entre los reformadores moderados. Pero los criterios de reforma que propusieron eran tales que les permitían tener la esperanza de lograr un eco entre sus compatriotas. Esto no sucedió con los filósofos alemanes. Como ocurrió con Hegel en su ancianidad, o con sus seguidores de derecha, los filósofos alemanes proporcionaron una justificación del statu quo; o bien se encontraron fuera de las instituciones académicas, y eran evitados por su condición de críticos. Así, los filósofos morales alemanes del siglo XIX no pueden considerar que su tarea consiste en el mero análisis de lo que ya está presente en el ordenamiento de la conciencia moral; porque consideran lo moral como algo que están obligados a condenar. Igualmente, por el otro lado, la moralidad ordinaria encuentra sus fuentes en el racionalismo romántico o en los ideales de la burocracia prusiana, y exige una hostilidad al intelecto puramente crítico. Por eso los grandes filósofos morales del siglo XIX son todos alemanes antialemanes que elaboran sistemas contrarios al statu quo moral. Heine es el precursor, pero los grandes nombres son los de Schopenhauer y Nietzsche.
Schopenhauer ofrece un agudo contraste con Hegel y Kierkegaard. Frente a la idea hegeliana de que cada parte del universo tiene sentido en la medida en que se encuentra en relación con el todo racional sistemático, y el énfasis kierkegaardiano en el valor del individuo, Schopenhauer considera que el universo carece de sentido y que el individuo no tiene valor. Admiraba a Platón y a Kant porque no trataron de encontrar un orden racional en lo meramente fenoménico, mientras que odiaba y despreciaba a Hegel a quien consideraba un contemporizador. Pensaba que los filósofos académicos profesionales estaban dedicados en general a proporcionar un consuelo metafísico a cambio de una retribución monetaria. «Los griegos los llamaron sofistas, y los modernos los llaman profesores de filosofía». Pero este desprecio por Hegel tiene que considerarse a la luz del hecho de que intentó rivalizar con Hegel como conferenciante en Berlín colocando sus propias conferencias a la misma hora que las de Hegel con el resultado de que éstas siguieron teniendo concurrencia y las de él no.
¿Cuál es el mensaje de Schopenhauer? El mundo es la expresión de un esfuerzo ciego o Voluntad. Conocemos nuestra propia naturaleza interior como Voluntad en la experiencia directa. El pensamiento no es más que una de las formas o disfraces exteriores asumidos por la Voluntad. La vida es ciega, cruel, sin sentido; pero ocultamos este hecho en la actividad teórica, y en nuestras acciones nos asimos a la vida a través de los extremos del dolor y el sufrimiento. El mundo natural ofrece un testimonio de la continua reproducción de las especies, y de la continua destrucción del individuo. Las formas siguen siendo las mismas, pero los individuos que las ejemplifican perecen continuamente. (Esto nos da un indicio de la relación de Schopenhauer con Platón y Kant). Así, la experiencia atestigua la forma en que el mundo está penetrado de dolor y destrucción; mientras que la religión y la filosofía tratan de elaborar justificaciones del universo con el fin de mostrar que el dolor y la destrucción ya no tienen la última palabra. Pero al hacerlo, ellas mismas testimonian la fuerza de la Voluntad cósmica, que tiene como meta la continuación de la existencia en cualesquiera condiciones. Schopenhauer da una explicación de la religión en términos de la expresión humana de este deseo por la continuación de la existencia. Si tuviéramos una certeza total de nuestra supervivencia después de la muerte, o de nuestra extinción con la muerte, la religión no tendría una función que cumplir. Además, no es sólo en nuestro anhelo de seguir existiendo donde nos exhibimos como manifestaciones de la Voluntad. También lo hacemos en la forma en que nos dedicamos a la perduración de la especie: la pasión sexual supera todos nuestros impulsos destinados a evitar el sufrimiento y la responsabilidad. Y sin embargo, los placeres del amor apasionado son momentáneos y evanescentes, si se los compara con los problemas que acarrean. Podemos racionalizar nuestra búsqueda de diversos fines y pretender que encontramos el bien al lograrlos; pero la verdad es que somos lo que somos en virtud de los esfuerzos ciegos de la Voluntad, y nuestro pensamiento no puede alterar nada con respecto a nosotros.
Schopenhauer acepta esto con tanta seriedad que trata toda nuestra personalidad como dada desde el comienzo. Somos esencialmente Voluntad, y una Voluntad inalterable. Ninguna experiencia, reflexión o aprendizaje puede alterar lo que somos. Nuestro carácter es fijo y nuestros móviles están determinados. Se deduce que la moralidad y la filosofía moral tradicionales están fundadas en un error: el error de suponer que los preceptos morales pueden alterar la conducta, ya la propia o la de los demás. ¿Qué puede hacer, entonces, la filosofía moral? Puede explicar las valoraciones morales que efectuamos de hecho por un análisis de la naturaleza humana.
Si llevamos a cabo un análisis semejante descubrimos tres móviles básicos en la naturaleza humana. El primero es nuestro viejo amigo, el interés egoísta. Schopenhauer tiene poco de original que decir al respecto. El segundo, sin embargo, es el resultado de una aguda observación. Se trata de la malicia. No causamos daño a los demás solamente con el fin de beneficiarnos. Y cuando los demás sufren desgracias, nuestro placer ante sus desgracias no se enlaza con consideraciones relativas a nuestro propio interés. Es puro placer: «Pues el hombre es el único animal que causa daño a los demás sin otro propósito que el de causarlo. Otros animales nunca lo hacen excepto para satisfacer su hambre o en el furor del combate». El espantoso testimonio de la vida humana, del sufrimiento y la imposición del dolor, sólo se mitiga cuando aparece el tercer móvil: la simpatía o compasión. Sentir compasión es colocarse imaginativamente en el lugar del que sufre y alterar en forma adecuada las propias acciones, ya desistiendo de lo que hubiera causado dolor o dedicándose a su alivio. Pero el hecho de manifestar compasión tiene aun otro significado.
En un momento de compasión extinguimos la propia voluntad. Cesamos de esforzarnos por nuestra propia existencia, nos aliviamos de la carga de la individualidad, y dejamos de ser juguetes de la Voluntad. La contemplación de las obras de arte nos ofrece el mismo alivio. Y en la vida de Cristo o de Buda encontramos una sistemática disciplina del yo y un ejercicio de la compasión en que la mismidad y el esfuerzo se acercan a la meta de la extinción final. Así, el mensaje de Schopenhauer termina por ser una incitación a regresar a las fuentes de la enseñanza budista.
Una primera reacción ante Schopenhauer quizá sea siempre la observación del contraste entre el brillo de sus observaciones sobre la naturaleza humana (que van mucho más allá de lo que ha sido insinuado) y la arbitraria construcción sistemática en que han sido encerradas. Schopenhauer sobresale entre los filósofos por su insistencia en el carácter dominante del dolor y el sufrimiento en la vida humana hasta el presente. Pero su pesimismo general es tan oscuro como sorprendente. Como cree que estos males surgen de la existencia en cuanto tal, no es capaz de dar una explicación precisa de ellos en su contexto histórico: el mal infecta por igual a todas las épocas y estados de cosas, a todas las sociedades y a todos los proyectos. Pero proporciona un correctivo importante al fácil optimista liberal de gran parte de la vida del siglo XIX, y los que reaccionaron contra este optimismo encontraron en Schopenhauer gérmenes que influirían sobre ellos. Así ocurrió, sin duda, con Nietzsche.
Nietzsche se encuentra en el punto en que todas las influencias contradictorias del siglo XIX están llamadas a manifestarse. Tenía demasiada conciencia de ello y buscó el aislamiento. Parte de lo que admiraba en Schopenhauer era su habilidad para desechar ambiciones académicas y conformistas. La soledad de su carácter corre paralela con su resistencia al espíritu de la época. Sintió una intensa aversión por la cruda política imperialista del Imperio alemán de 1871. Odiaba al pangermanismo en todas sus formas, y especialmente en sus aspectos raciales y antisemitas. Pero sentía igualmente aversión por el socialismo moderno, al que consideraba como una nueva encarnación de los valores cristianos que más despreciaba. Según Nietzsche, el cristianismo se encuentra en el corazón de los males modernos. ¿Por qué? Porque el cristianismo ha conducido a una desvalorización sistemática de este mundo en favor de un mundo próximo, y así a una falsa espiritualidad. Ante todo, porque el cristianismo ha encamado valores que resultan destructivos para todos los valores morales, incluso los propios. Nietzsche considera que está escribiendo en una época de vado moral. Tiene tres tareas: mostrar las causas históricas y psicológicas de este vacío; desenmascarar falsos candidatos para desempeñar el papel de la nueva moralidad, y, finalmente, trascender las limitadones de todos los sistemas de moralidad existentes hasta el momento e introducir proféticamente —a través de una «transmutación de los valores»— una nueva forma de vida.
Los males presentes tienen su raíz histórica en la victoria del cristianismo sobre los griegos. En su Genealogía de la moral, Nietzsche comienza por atacar a los «psicólogos ingleses» que han sostenido que la palabra bueno se aplicó en primer lugar a las acciones altruistas porque éstas eran socialmente útiles. (Nietzsche parece referirse a toda la tradición utilitaria y a Herbert Spencer, y escribe: «Me dicen que esos hombres no son más que ranas viejas y obtusas»). En realidad —replica—, la oposición entre el egoísmo y el altruismo no es primitiva, porque en los primeros usos de bueno no se plantea. Bueno fue la palabra empleada por «las personas nobles, poderosas, magnánimas y de alta posición»; sus primeros usos fueron «en contraposidón a todo lo que era bajo, ruin y plebeyo». Como se vio al examinar la historia de «άυαθος» en griego, Nietzsche está fundamentalmente en lo cierto. Tiene razón, también, cuando refiere cómo la palabra bueno se emplea a su debido tiempo en unión con criterios transformados; pero en lugar de las complejidades reales de la historia griega y hebrea coloca un agudo contraste entre el aristócrata griego original y «el judío». El judío sustituye la moralidad aristocrática de la afirmación de sí mismo por la moralidad servil de la envidia. El cristiano exalta finalmente las virtudes de los débiles, los humildes, los pobres, los oprimidos; no por amor a éstos, sino por un escondido rencor y odio al poder, al orgullo de la vida, y a la afirmación de sí mismo. Con respecto a Jesús, Nietzsche parece haber adoptado una actitud ambivalente; pero con respecto a Pablo o Lutero se siente libre para desencadenar su ira. «La fe fue en todo tiempo, por ejemplo en Lutero, sólo una excusa, un pretexto, una pantalla detrás de la cual juegan los instintos, esto es, una astuta ceguera en relación con la dominación de ciertos instintos.»59
Pero ahora Dios ha muerto. Ha desaparecido la justificación de la tradicional moral de’ los esclavos. Y todos los intentos contemporáneos de reemplazar al cristianismo son, de una manera u otra, formas de autoengaño. La ética kantiana pretende dar el apoyo de una ley universal a las actitudes morales del individualista. «Kant quería demostrar en una forma que confundiera al “hombre común” que éste tenía razón». Pero la acusación de Nietzsche es que Kant presupone lo que se dedica a probar. Da por supuesto que estamos autorizados a formular juicios morales e investiga las condiciones para que esto sea así. Nunca se pregunta, como lo hace Nietzsche, si estamos autorizados a ello. La respuesta de Nietzsche señala que al tratar de obligar a los otros mediante juicios morales universales, pretendemos hablar en nombre de la razón práctica pura; pero de hecho usamos estos juicios como un arma contra aquellos con respecto a los cuales estamos celosos. Los utilitaristas también son atacados con fundamentos tomados de la psicología. «El hombre no busca la felicidad, sólo el inglés lo hace.»60 La meta humana fundamental no es la felicidad sino la voluntad de poder. Intérpretes que sienten simpatía por esta última noción, han insistido en que Nietzsche no se refiere al poder sobre los otros, y en que vio la expresión ideal del poder en el tipo de personalidad en que las limitaciones del amor a sí mismo han sido superadas, pero que, sin embargo, se afirma a sí misma. Cuando no se permite la expresión de la voluntad de poder, y ésta se mantiene oculta y reprimida, se convierte en un impulso contra los otros e invoca ideales en nombre de los cuales se puede llevar a cabo una opresión semejante. Pero los ejemplos presentados por Nietzsche sobre el tipo de personalidad que él estimaba, son muy dudosos. En lo que condena está mucho más justificado. Aborrece el enervado ascetismo del Pársifal cristiano-romántico de Wagner; hasta César Borgia es más sano que eso. (Salud y enfermedad son palabras claves en Nietzsche). Napoleón es una síntesis de lo humano y lo brutal. Se admira mucho a Julio César y a Spinoza.
Y en una frase muy vivida y reveladora, Nietzsche se refiere a su ideal como «el César romano con alma de Cristo». Sin embargo, ¿se obtiene de lo anterior un cuadro claro del Superhombre (una mala, pero hasta ahora inevitable traducción de Übermensch, «el hombre que trasciende»)?
La acusación convencional contra Nietzsche ha sido la de que fue un precursor del nazismo, el profeta de la «bestia rubia» de la posterior glorificación antisemita. La respuesta convencional se ha escindido en dos partes. La primera, que es inatacable, señala que si bien era un crítico del judaísmo como religión y como moralidad, era igualmente un crítico del cristianismo, y que atacó en los términos más francos al racismo y sobre todo al racismo alemán (pensaba que los esclavos eran en su totalidad superiores a los alemanes, y prefería sobre todo a los polacos). La segunda indica que el Superhombre es un personaje que carece moralmente de ambigüedad y que es digno de alabanza. Pero la dificultad es la de saber precisamente qué contenido tenía para Nietzsche la noción de Superhombre. La multiplicación de las reservas hace que todo sea más oscuro. Lo que nos preocupa con respecto a Nietzsche quizá se parezca a lo que nos preocupa en el caso de Kant.
Ya hemos mencionado la crítica de Hegel a Kant, es decir, que el agente moral consciente, dominado por la forma del imperativo categórico, puede en realidad hacer lo que quiere siempre y cuando lo haga con conciencia. Lo que parecía una guía restrictiva para la conducta, de hecho carece de restricciones. Lo mismo ocurre —y con mayor crudeza— con la noción de Superhombre. ¿Qué puede hacerse en nombre de la voluntad de poder? En términos de fines del siglo XIX, ¿cómo se manifiesta la superioridad del ser humano superior? Nietzsche fue flagrantemente mal interpretado por su hermana, que fue nacionalista, antisemita y finalmente nazi. Pero se debe insistir en el hecho de que tanto la violencia del lenguaje de Nietzsche como la vacuidad de su ideal, proporcionaron un andamiaje para las construcciones de Frau Förster-Nietzsche. Hay una profunda irresponsabilidad histórica en Nietzsche. La explicación reside en parte en el hecho de que creyó que la masa de los hombres no podía de todos modos ser redimida. «No dejes que Zaratustra hable al pueblo… Para atraer a muchos alejándolos del rebaño, para esto vine».
Así, al finalizar el siglo XIX, vemos cómo el más perspicaz de los moralistas alemanes da la espalda a su propia sociedad. No sería absurdo tratar de comprender esta actitud a la luz de una sociedad que estaba a punto de dar la espalda a toda la tradición humana de la moralidad. Thomas Mann dijo una vez que el artista es como un sismógrafo porque en su obra se registran temblores aún no observados. Los filósofos alemanes del siglo XIX señalan temblores que están muy por debajo de la superficie de su sociedad: señalan una futura catástrofe.