Hegel y Marx
Causaría una cierta satisfacción convertir a Hegel en la culminación de la historia de la ética: en parte, porque Hegel mismo consideró que la historia de la filosofía terminaba con él; y con más razón aún, porque todas las posiciones fundamentales habían sido asumidas ya para la época de Hegel. Después de Hegel reaparecen con nuevas formas y con nuevas variaciones, pero su reaparición es un testimonio de la imposibilidad de una innovación fundamental. El joven Hegel se planteó un problema que ya había aparecido en la pregunta: «¿Por qué los modernos germanos (o los europeos en general) no son como los antiguos griegos?». Su respuesta es que el individuo y el Estado se separaron a causa del surgimiento del cristianismo, de modo que el individuo observa criterios trascendentes y no los que están contenidos en la práctica de su propia comunidad política. (El cristianismo separa al hombre cuyo destino es eterno del ciudadano; su Dios es el gobernante del mundo, no la deidad del hogar o de la ciudad). La ética griega presuponía la estructura compartida de la πόλις, y los consiguientes deseos y metas comunes. Las comunidades modernas (siglo XVIII) son colecciones de individuos. Hegel escribe generalmente como si la πόλις griega fuera más armoniosa de lo que era en realidad: a menudo Ignora la existencia de los esclavos. Pero lo mismo ocurre con Platón y Aristóteles. Pero si bien la visión hegeliana de la armonía griega es exagerada, le proporciona las claves —y claves de tipo histórico— para la caracterización del individualismo. Hegel es el primer autor que comprende que no hay una única cuestión moral permanente. Toda su filosofía es un intento de mostrar que la historia de la filosofía se encuentra en el corazón de la filosofía. Y piensa así porque cree que la filosofía esclarece y articula los mismos conceptos que están implícitos en el pensamiento y la práctica ordinarios. Puesto que éstos tienen una historia, la filosofía debe ser también una disciplina histórica. Es verdad que Hegel, especialmente en sus últimos escritos, frecuentemente trata a los conceptos como si fueran entidades intemporales independientes de los cambios del mundo. Pero aun aquí hay generalmente una cláusula salvadora que pone en claro que ésta es sólo una manera de hablar.
Si, por consiguiente, la historia de la ética constituye para Hegel la clave para la comprensión de la ética, la filosofía hegeliana debe recorrer el terreno ya examinado en estos ensayos y algo más. Así lo hace, y en una diversidad de modos. Las explicaciones de la moralidad y su historia ofrecidas en la Fenomenología del espíritu y en la Filosofía del derecho no son de ninguna manera idénticas. Además, por lo menos en la Fenomenología, Hegel recorre el mismo terreno más de una vez en diferentes formas. Intentaré, por lo tanto, delinear la visión general de Hegel sobre la historia de la moralidad; luego, observar lo que es esclarecedor en sus cambios de opinión, y, finalmente, criticar la propia solución de Hegel.
Hegel considera que las formas más elementales de la vida humana son esencialmente no reflexivas. El individuo se encuentra absorbido por una sociedad cerrada en que representa su papel habitual. En una sociedad semejante no pueden plantearse las preguntas: «¿Qué he de hacer?», «¿cómo he de vivir?». La posibilidad de estas preguntas aparece a medida que tomo conciencia, a través de mis relaciones con los demás, de mi posición como una persona independiente de los papeles que desempeño. A medida que la sociedad se vuelve más compleja, a medida que aumentan las alternativas en lo que se refiere a las formas de vida, también se multiplican las opciones. Pero al elegir no puedo desestimar los criterios de la práctica social contemporánea. Los escritores de los siglos XVII y XVIII, lo mismo que los sofistas griegos antes que ellos, se expresan como si el individuo dotado de pasiones psicológicamente determinadas entra en la vida social con fines y metas ya dados. Para Hegel, esto constituye una gran ilusión. Las pasiones y los fines que tiene el individuo dependen del tipo de estructura social en que se encuentra. Los deseos son despertados y especificados por los objetos que se presentan ante ellos. Los objetos del deseo, y especialmente de los deseos de vivir de una manera o de otra, no pueden ser los mismos en todas las sociedades. Pero no ocurre necesariamente que los deseos generados por una forma determinada de vida social encuentran satisfacción dentro de esa forma. La realización de los fines de la práctica social contemporánea puede, en efecto, destruir la misma forma de vida que llevó a la existencia el deseo de esos fines. La crítica reflexiva de fines y medios puede tener consecuencias impensadas.
A la luz de estas consideraciones, Hegel describe a la sociedad evolucionada en términos de una sucesión de formas de vida, cada una de las cuales se transforma en la siguiente por una transición natural. No se sugiere en la Fenomenología —y hay, por cierto, una negación de ello— que los períodos históricos reales deban seguir rigurosamente este modelo. Más bien se sugiere que en la medida en que siguen este modelo su historia exhibe la lógica de estas transiciones hegelianas. Hay dos secuencias particulares que cualquier interpretación de Hegel debe tomar en cuenta seriamente. La primera no tiene que ver específicamente con la moralidad sino con la naturaleza del marco dentro del que surgen las cuestiones morales. También es una excelente introducción a las propias actitudes fundamentales de Hegel.
La autoconciencia de los individuos se realiza en sus roles sociales, y la relación entre el señor y el siervo ocupa una posición central. Al comienzo de esta relación, el señor se considera sólo a sí mismo como una persona plenamente autoconsciente, y trata de reducir al siervo al nivel de cosa o mero instrumento. Pero a medida que se desarrolla la relación, también el señor padece una deformación y en una forma más radical que el esclavo. Pues la relación se define en términos de la relación de ambos con las cosas materiales. Éstas proporcionan trabajo al siervo y meros gozos pasajeros al señor. El siervo se encuentra, por cierto, deformado, pues sus metas están tan limitadas por las metas y mandatos del señor que no puede hacer más que afirmarse en la forma más simple posible; pero el señor, en cuanto se ve a sí mismo como señor, no puede encontrar en el siervo ninguna respuesta mediante la cual pudiera a su vez descubrirse a sí mismo como una persona plenamente desarrollada. Se ha negado a sí mismo el tipo de relación en que la autoconciencia se desarrolla por ser objeto de la consideración de los otros, es decir, al verse «reflejada» en los demás, mientras que el siervo puede ver en el señor algo que, por lo menos, quiere llegar a ser. Pero para ambos es verdad que el desarrollo de la autoconciencia se ve fatalmente limitado por la relación señor-siervo.
Hegel se ocupa luego de tres soluciones falsas al problema planteado por esa relación. Y al hacerlo, vuelve su pensamiento a la Roma imperial y a las actitudes engendradas en una sociedad realmente dominada por el motivo señor-siervo, no sólo en la institución misma de la esclavitud, sino en la relación del César con sus súbditos y en toda la organización de superiores e inferiores. La primera solución falsa es el estoicismo: la aceptación de la necesidad y la identificación de cada uno con la razón universal del cosmos, cualquiera que sea el propio rango o relación. El emperador y el esclavo se consideran por igual ciudadanos del mundo. Pero esto significa ocultar la verdadera relación y no transformarla. Es tratar de eliminar la realidad de la servidumbre invocando la idea de la libertad. Lo mismo sucede con el escepticismo, un sistema de pensamiento que duda de todas las creencias y distinciones recibidas e implantadas por quienes son los amos, pero que tiene que existir en un individuo que sigue viviendo en ese mismo mundo de creencias y distinciones recibidas. Así, el escéptico siempre tiene dos actitudes mentales, una reservada a sus reflexiones académicas en la que desafía la ideología dominante, y otra para el contacto diario con la realidad social en la que se adapta a ella. El dilema de no poder apartarse de un mundo social que deforma a un mismo tiempo la relación con los otros y la propia personalidad recibe finalmente una expresión social en la forma de vida que Hegel llama la conciencia infeliz.
Esta es la época del cristianismo católico. En ella, la miseria esencial de la naturaleza desprovista de libertad y por ello deformada de la vida humana, y la conciencia de la posibilidad, y por cierto de la necesidad de superar esta situación, se representan bajo la forma de un contraste entre el mundo caído de la humanidad y la perfección de lo divino. El ideal se ve como algo trascendente que existe afuera y aparte de la vida humana. En la doctrina de la expiación se representa en forma simbólica la reconciliación del hombre tal como es con el ideal. Pero la realidad simbolizada queda oculta para aquellos que se quedan dentro del simbolismo y lo confunden con la realidad. Los cruzados tratan de encontrar el ideal en la acción militante, pero en lugar del ideal encuentran una tumba. Las órdenes monásticas tratan de encontrar el ideal en el ascetismo, y al hacerlo se convierten en las víctimas de la misma preocupación por la carne y la finitud de la que tratan de escapar. La solución reside en ver que el cristianismo simboliza muy adecuadamente la condición humana, pero que el cristianismo entendido como verdad literal no es la cura, sino parte de la enfermedad. ¿Qué condición? ¿Qué cura? ¿Qué enfermedad?
Se podría empezar nuevamente a partir de la relación señor-siervo; pero es importante advertir que ella sólo proporciona a Hegel un caso especial de un rasgo más general de la vida y el pensamiento humanos. Este rasgo es lo que Hegel llama «lo negativo». Este concepto puede ser explicado de la siguiente manera. Si queremos comprender un concepto o explicar una creencia, debemos ubicarlos primero en el sistema del que forman parte. Este sistema se manifiesta a la vez en un modo característico de vida y en formas características de actividad teórica. La relación entre la forma de vida y la actividad teórica no será siempre la misma, pero hasta cierto punto la actividad teórica articulará los conceptos y las creencias implícitas en la forma de vida. (Hegel anticipa así la ulterior manera de tratar la religión en las sociedades más primitivas por parte de los antropólogos sociales, y también las consideraciones de Weber sobre el protestantismo y el capitalismo). Cuanto más consciente se vuelve el agente de la forma de vida que lo envuelve como un todo —como una forma de vida—, tanto más adquirirá bienes que se encuentran fuera y más allá de esa forma de vida y cuya obtención exige que ésta sea trascendida. La forma de vida se muestra ahora como limitadora del agente, que deberá luchar contra esas limitaciones y superarlas. Lo que era un horizonte se convierte en una barrera. Pero en cuanto tal desempeña un papel positivo porque define los obstáculos cuya superación constituye la realización contemporánea de la libertad. Pues la libertad está en el centro de la vida característicamente humana. Hegel no se está oponiendo aquí a Aristóteles o a Kant, quienes consideran al hombre como esencialmente racional. Pero cree que la racionalidad humana tiene una historia, y que su historia es la crítica en la vida y en el pensamiento de las limitaciones de cada una de sus propias formas históricas específicas. Aquí reside toda la originalidad de Hegel: en «lo negativo», en los factores restrictivos, en el papel del horizonte y del obstáculo. Así surge el precepto metodológico hegeliano con respecto a cualquier época: «Comprender su vida y su pensamiento en función de sus metas y objetivos, y comprender sus metas y objetivos mediante el descubrimiento de lo que los hombres consideraron como obstáculos en su camino». Así se habrá comprendido su concepto de libertad, aun cuando no hayan empleado al respecto la palabra libertad.
Hegel no entiende por libertad ni una propiedad poseída (Kant) por todos los hombres o a disposición (los estoicos) de ellos, sin importar lo que hicieran, ni un estado específico de la vida social (J. S. Mill). Lo que la libertad es en cada tiempo y lugar se define por las limitaciones específicas y las metas características de ese tiempo y lugar. Así, es correcto decir en sentido hegeliano que los niveladores, los colonos americanos, John Brown en Harpers Ferry y los actuales bantúes de Sudáfrica, claman todos por su libertad, aun cuando lo que reclaman es sustancialmente diferente en cada caso. Para expresarlo de otra manera: lo que decimos al hablar de los hombres desprovistos de libertad siempre es relativo a un cuadro normativo implícito de la vida humana por medio del cual establecemos lo que es la servidumbre.
Y esto es verdad no sólo con respecto a las sociedades, sino también con respecto a los individuos. El concepto hegeliano de libertad tiene importancia por igual para el problema de la libertad política y para el problema filosófico tradicional del libre albedrío.
Ya hemos encontrado aspectos de este problema en Aristóteles y los estoicos, en Hobbes y Kant. Según Hobbes y Hume, ser libre es no estar constreñido por factores externos, es decir, por ataduras o amenazas: las acciones de los libres y no libres son susceptibles por igual de una explicación causal en términos de factores suficientes para producir sus acciones. Así, Hobbes y Hume insisten en que todas las acciones humanas están determinadas, pero que sin embargo algunas son libres. Las dudas con respecto a esta explicación surgen no tanto de alguna creencia en el sentido de que ser libre es no estar sometido a una causalidad, cuanto del hecho de que en ciertos casos el descubrimiento de una explicación causal de las acciones nos lleva a dejar de culpar al agente y a considerarlo como no responsable de sus acciones. Por lo tanto, parece haber alguna conexión entre la libertad de las acciones y la ausencia de ciertas causas. Lo que se necesita aquí es una extensión del tipo de investigación de palabras como voluntario y deliberado que se encuentra en Aristóteles a otras expresiones implicadas. Satisfacer esta necesidad ha sido una parte de la contribución original de la filosofía analítica en el siglo XX. Lo que Hegel señala con provecho es que las normas de lo voluntario no son necesariamente las mismas en todas las sociedades: varían los factores cuyo control podemos exigir a un agente. Esto resulta claro en el caso de los individuos: la posibilidad de acusar a alguien de algo frecuentemente depende del grado en que conoce los factores comprometidos y del grado en que se puede esperar que los conozca. Así, la extensión de la razón es siempre una extensión del área en que se puede ejercer la responsabilidad, y la libertad no puede extenderse sin un aumento de la comprensión. Por eso Hegel enlaza la libertad con la razón.
Al leer a Hegel, frecuentemente es difícil saber con seguridad hasta dónde cree que nos ofrece verdades conceptuales a priori, hasta dónde nos ofrece generalizaciones empíricas en gran escala, y hasta dónde está indicando lo que son más bien características que conexiones universales entre conceptos. La dialéctica lógica de Hegel se ocupa específicamente de esto último, pero las oscuridades de su lenguaje pueden provocar dudas en el lector con respecto a muchas cuestiones. Así, Hegel quizás haya caído en la trampa de su propia oscuridad cuando llegó cada vez más a la conclusión de que la historia es un inevitable progreso de la libertad hacia formas más elevadas, y de que la culminación de este progreso se encuentra en el Estado prusiano y en la propia filosofía de Hegel. Pero esta posterior identificación desgraciadamente ha desacreditado dos aseveraciones claves de Hegel sobre la libertad.
La primera señala que el concepto de libertad es tal que una vez presentado nadie puede negar sus pretensiones. Esto queda testimoniado por la forma en que teóricos conservadores insisten en que no son enemigos de la libertad y en que sólo ofrecen una interpretación diferente. Es esclarecedor el hecho de que las diferencias entre teóricos conservadores y radicales generalmente terminan por fundarse en pretensiones distintas y opuestas sobre las metas y deseos de algún grupo social. (Ésta es la fuente del mito conservador sobre los agitadores, hombres que pretenden ser los voceros de lo que de otra manera sería —y lo es en el fondo de los corazones— un grupo extremadamente satisfecho). Según Hegel, la razón por la que nadie puede negar los reclamos de la libertad es que cada uno la busca para sí mismo, y la busca para sí mismo como un bien. O sea: los méritos que asigna a la libertad son tales que debe ser un bien para todos y no sólo para sí mismo.
Además, Hegel pone de relieve mejor que cualquier otro la conexión entre la libertad y otras virtudes. En la Filosofía de la historia, la relación señor-siervo se ejemplifica en diferentes tipos de reinos —oriental, griego y romano—, y en la exposición de la lucha entre patricios y plebeyos en la antigua Roma se nos muestra cómo degeneran las virtudes de ambos partidos de modo tal que el poder y la ambición dominan la escena. En forma más general, la actitud de Hegel con respectó a las cualidades que consideramos virtuosas es mucho más compleja que, por ejemplo, la de Aristóteles. Hegel comparte muchas de las evaluaciones de Aristóteles: admite que ciertas disposiciones son virtudes en cualquier sociedad. No es, por cierto, totalmente relativista. Pero, a diferencia de Aristóteles, se da cuenta con agudeza de que las circunstancias alteran a las virtudes: un precepto o cualidad que es admirable en una sociedad puede ser empleado para la opresión en otra. La valentía puede convertirse en una desesperación absurda. Compárense las últimas actitudes de los héroes de las sagas de Islandia —por ejemplo, de Gisli el Soursop— con las últimas actitudes de la juventud hitlerista en 1945. La generosidad puede convertirse en debilidad. La benevolencia puede ser un instrumento de la tiranía. A esto se puede presentar una serie de objeciones, Un aristotélico puede insistir en que esto no puede ser así por definición; lo que no es realizado en el tiempo y lugar justos, para o por la persona justa, no puede presentarse como benevolencia, generosidad o valentía. La doctrina del justo medio muestra que es así. Pero esto es demasiado fácil. El crítico puede emplear por cierto los criterios aristotélicos después del suceso; pero el agente que está actuando con el único criterio que tiene exhibe valentía o benevolencia, como él las conoce. En este caso la respuesta será que no conoce lo suficiente. Pero aunque esto quizá sea así, sería ridículo decir, por lo tanto, que lo que los jóvenes nazis exhibieron no era valentía o lealtad, sino una mera impostura. La lección es más bien que, para cierta gente en algunas circunstancias, las virtudes mismas pueden ser debilidades y no potencias. Un kantiano replicaría que somos recompensados por nuestros móviles e intenciones. A lo cual la respuesta hegeliana indica que los móviles e intenciones se transforman también en diferentes circunstancias. Hasta la «buena voluntad» kantiana puede corromperse. El kantiano puede buscar otra vez una defensa definicional. Si está corrupta, no se trata de la buena voluntad. Pero una vez más esto no servirá. Pues los móviles de un agente pueden ejemplificar la buena voluntad según todos los criterios disponibles, y ser, sin embargo, instrumentos de corrupción.
Esto se revela muy claramente en los bosquejos de Hegel sobre las diversas formas morales de la «falsa conciencia». Hegel entiende por falsa conciencia un esquema conceptual que a la vez ilumina y engaña; así, los esquemas conceptuales de una sociedad, individualista son genuinamente iluminadores en cuanto revelan auténticos rasgos de esa sociedad y de sus formas típicas de actividad teórica, pero engañan en cuanto ocultan las limitaciones del individualismo, en parte al representar como rasgos universales y necesarios de la vida moral elementos que son sólo propios del individualismo.
La primera de estas doctrinas individualistas es el tipo de hedonismo en que el principio dominante es la búsqueda de la propia felicidad. El problema que plantea es que, en la medida en que cada persona persigue su propia satisfacción, se encuentra evaluada por los otros en función de su papel en la búsqueda por parte de éstos de su propia felicidad. Ayuda a crear una situación general en que la intersección de las diversas búsquedas de fines privados produce una serie de crisis dramáticas y en que cada persona se convierte en «el destino» de la otra. Las fuerzas impersonales de la discordia parecen dominar, lo que conduce a la desilusión y a la aceptación del hecho de que la vida es gobernada por necesidades impersonales. Esta aceptación se convierte luego en una especie de nobleza interior. El individuo es un tipo particular de héroe romántico que sigue su camino a través de un mundo que desdeña. En realidad, es una especie de hedonista magnánimo cuya doctrina, lo mismo que la de sus predecesores, conduce a choques anárquicos. Ahora no busca placeres, sino que sigue los dictados de un corazón noble. Pero al hacerlo descubre que los demás son seres impersonales y sin corazón. En el próximo estadio del autodesarrollo del individualismo el individuo se opone a la realidad social externa que se ha revelado como enemiga. En nombre de la Virtud se alza en armas contra el Mundo. El Mundo debe ser derrotado por la Virtud en forma tan completa que apenas exista como adversario. Y una vez que el Mundo ya no es el enemigo, la Virtud llegar a ser Virtud en el Mundo, es decir, la Virtud que cumple con el deber mundano que se encuentra a nuestro alcance. Ésta es la fase de la dialéctica individualista que Hegel denomina «el reino espiritual del animal y el engaño, o la cosa misma».
En esta fase, el agente cumple con su deber en su esfera inmediata sin preguntarse por el contexto dentro del que actúa o los efectos más lejanos de sus acciones. Acepta deliberadamente una visión limitada de sus acciones y sus responsabilidades. No tiene que ocuparse del porqué. (Vive en un zoológico espiritual donde los animales están todos en jaulas separadas). Se jacta de no preocuparse más que por sus asuntos. Es la consecuencia de todos los buenos burócratas, de esos técnicos especialistas como Eichmann que se jactaban de haber cumplido meramente con sus funciones al disponer que se proporcionaran tantos transportes entre el punto X y el punto Y. No era asunto de su incumbencia el que fuera un cargamento de ovejas o de judíos, y el que los puntos X e Y fueran la granja y el matadero, o el ghetto y la cámara de gas. La caracterización de Hegel se aplica también, por supuesto, a cualquier otra esfera en que la cosa misma sea considerada como un absoluto. El profesor J. N. Findlay55 ha puesto de relieve cómo ilumina el culto al saber «puro» en que la preocupación por la sola verdad es empleada para ocultar el tipo de rivalidad interesada y competitiva que domina la vida académica.
Lo peor es que en su devoción por la cosa misma, la razón individual se presenta ahora como legisladora moral: la tarea que se tiene por delante es el deber. Primero nos presenta imperativos y luego —como ya hemos observado al examinar a Kant— nos ofrece la prueba de una universalidad consistente consigo misma. No es irrelevante señalar aquí que el mismo Eichmann sostuvo que había sido educado sobre la base moral del imperativo categórico.
El elemento común a todas estas doctrinas es que constituyen intentos del individuo con el fin de proveer su propia moralidad y de reclamar al mismo tiempo una genuina universalidad para ella. Como tales, todas son contraproducentes. Pues lo que justifica nuestras elecciones morales es, en parte, el hecho de que los criterios que gobiernan nuestras opciones no son elegidos. Por lo tanto: si me decido por mí mismo, si determino una serie de metas, en el mejor de los casos sólo puedo ofrecer una falsificación de la moralidad. ¿Dónde encuentro, entonces, los criterios? En la práctica social establecida de una comunidad bien organizada. Aquí se me proponen criterios que puedo convertir en propios en el sentido de que puedo encuadrar mis elecciones y acciones dentro de ellos, y de que su autoridad no se deriva de mi elección sino del modo en que no pueden dejar de ser considerados normativos en una comunidad semejante. Así, la posición final de Hegel es que la vida moral sólo puede tener lugar dentro de una comunidad determinada, y que en tal comunidad se revelará el carácter indispensable de ciertos valores. Con ello adopta una posición distinta del subjetivismo y el objetivismo del siglo XVIII y sus posteriores herederos. La elección entre valores se encuentra abierta desde el punto de vista del individuo aislado, pero no para el individuo integrado en su sociedad. Vistos desde el interior de ella —sociedad semejante—, ciertos valores se imponen como imperativos al individuo; vistos desde afuera parecen ser el objeto de una elección arbitraria. Platón y Aristóteles consideraron el bien como objetivo e imperativo porque se expresaron dentro de la sociedad de la πόλις. El individualista del siglo XVIII considera el bien como la expresión de sus sentimientos o el mandato de su razón individual, porque escribe, por así decirlo, desde fuera del marco social. La sociedad se le presenta como una suma de individuos. Pero ¿qué puede ocupar el lugar de la πόλις para el hombre moderno? Hegel se vuelve menos convincente en su respuesta a esta pregunta.
Las nociones hegelianas de razón y libertad son esencialmente críticas: se usan para señalar la insuficiencia de cualquier orden social y conceptual dado. Pero en la culminación de su sistema, Hegel se expresa como si representaran ideales que, de hecho, pueden alcanzarse, es decir, como si fueran especificaciones de una filosofía ideal, y finalmente verdadera y racional, y de un orden social ideal y finalmente satisfactorio. Lo Absoluto habrá entrado en escena con ellos. Se habrá alcanzado la reconciliación final de Dios y el hombre, tal como se encuentra simbolizada en la doctrina cristiana del fin de los tiempos. Y Hegel, al parecer, cree en ello después de la Fenomenología. En la Lógica se expresa como si sus pensamientos fueran los pensamientos de Dios. Su filosofía madura implica, por cierto, que él y el rey Federico Guillermo son partes de la encarnación contemporánea de lo Absoluto.
Los argumentos con que Hegel llega a su conclusión son excepcionalmente malos. Pero su conclusión no es tan absurda y despreciable como a veces se la representa. Quienes oyen decir que Hegel exaltó el Estado —y en ese sentido el Estado prusiano— piensan que Hegel fue, por lo tanto, un precursor del totalitarismo. Pero la forma de Estado que Hegel exalta es la monarquía constitucional moderada, y su elogio al Estado prusiano se apoya en la creencia (no del todo correcta) de que el Estado prusiano de su época era una monarquía semejante. Hegel puede ser llamado con justicia un conservador; pero en la medida en que elogia el Estado, lo hace porque, en su opinión, el Estado encarna realmente ciertos valores sociales y morales.
Supóngase, sin embargo, que uno prescindiera de lo Absoluto hegeliano y continuara siendo, por lo demás, un hegeliano. ¿A qué conclusión se llegaría con respecto a la moral? En primer lugar, quizás a la conclusión desarrollada por los jóvenes hegelianos o hegelianos de izquierda de que la comunidad libre y racional que será la versión moderna de la πόλις no existe aún y tiene que ser llevada a la existencia. Pero ¿cómo? La propia creencia madura de Hegel fue que toda la historia humana ejemplificaba el autodesarrollo de la Idea absoluta en un progreso a través de su autoenajenación hasta la reconciliación final consigo misma. Este espectáculo cósmico es un drama que da sentido a cada episodio histórico aislado. Lo Absoluto —que no debe identificarse con ninguna parte finita del proceso histórico— alcanza su propia realización en el desarrollo del todo. El Hegel maduro considera a lo Absoluto y su progreso en la historia más y más en la forma en que los cristianos han considerado las nociones de Dios y su providencia, y observa cada vez menos sus advertencias anteriores contra el peligro de interpretar literalmente al cristianismo y de confundir el símbolo con el concepto. Así, trata a toda la historia como si manifestara algún tipo de necesidad lógica y exhibiera un desarrollo en que una etapa no puede sino dar lugar a la siguiente. Y como las conexiones entre las etapas son lógicas, ya que son ejemplificaciones del movimiento de la Idea, es natural interpretar a Hegel como si afirmara que el progreso racional del hombre en la historia es esencialmente un progreso en el pensamiento. Una época reemplaza a otra porque el pensamiento es más exhaustivo y racional. Se deduce que el progreso histórico depende del progreso del pensamiento. Esta conclusión fue conservada por los jóvenes hegelianos mucho después de haber abandonado la creencia en lo Absoluto. Consideraron, en efecto, que su tarea consistía en purificar al hegelianismo de sus elementos religiosos y metafísicos mediante un filosofar superior al del mismo Hegel. Así también, en la esfera política, lo que importaba era el éxito de su actividad teórica. Por lo tanto, se dedicaron a la critica de la religión y de las instituciones políticas. Entre sus obras, la racionalista Vida de Jesús, de D. F. Strauss, alcanzó una importancia duradera en la historia de la crítica del Nuevo Testamento. Pero el recuerdo más perdurable que tenemos de ellos es el reclutamiento del joven Carlos Marx.
El punto de partida de Marx es el del primer Hegel. Su propio deseo de criticar a los herederos de Hegel, fueran de la izquierda o de la derecha, lo llevó más adelante a poner de relieve los contrastes entre él mismo y Hegel; y los posteriores marxistas han tenido otras razones para suprimir los aspectos hegelianos de Marx. Pero esto ha conducido a una falsificación de Marx, cuyo concepto central es el de libertad, y de libertad en el sentido hegeliano. Hegel había escrito sobre la idea de libertad que «esta misma idea es la realidad de los hombres; no algo que tienen como hombres, sino algo que son». Marx señaló que «la libertad es en tal grado la esencia del hombre que aun sus enemigos se dan cuenta de ello… Ningún hombre combate la libertad; a lo sumo, combate la libertad de los demás56».
Lo mismo que Hegel, Marx concibe la libertad en términos de la superación de las limitaciones y constricciones de un orden social mediante la creación de otro orden social menos limitado. A diferencia de Hegel, no considera que esas limitaciones y constricciones sean las de un esquema conceptual dado. Lo que constituye un orden social, lo que constituye a la vez sus posibilidades y limitaciones, es la forma dominante de trabajo por la que se produce su sostén material. Las formas de trabajo varían con las formas de tecnología; y la división del trabajo y la consiguiente división entre amos y trabajadores establecen una separación en la sociedad humana y el surgimiento de las clases y los conflictos entre ellas. Los esquemas conceptuales con que los hombres captan su propia sociedad tienen un doble papel: en parte revelan la naturaleza de esa actividad y en parte ocultan su verdadero carácter. Así, la crítica de los conceptos y la lucha por la transformación de la sociedad necesariamente van de la mano, aunque la relación entre estas dos tareas variará según los diferentes períodos.
Este reemplazo del autodesarrollo hegeliano de la Idea absoluta por la historia económica y social de las clases conduce a una transformación de la visión hegeliana sobre el individualismo. Según Hegel, los diversos esquemas conceptuales individualistas son a la vez realizaciones y obstáculos para ulteriores realizaciones, es decir, estadios en el desarrollo de la conciencia humana sobre la moralidad que revelan a su vez sus limitaciones particulares. Así, son considerados también por Marx. Pero sólo pueden comprenderse si se los interpreta en el contexto de la sociedad burguesa.
La esencia de la sociedad burguesa es la innovación técnica en interés de la acumulación de capital. Se destruyen los vínculos de la sociedad feudal, se desencadena un espíritu de empresa y el poder del hombre sobre la naturaleza se extiende indefinidamente. Por eso el concepto de la libertad del individuo, liberado para entrar en una economía de mercado libre, es fundamental en la vida social burguesa. Pero las libertades de que goza el individuo en la sociedad que Hegel llamó civil y Marx burguesa, son en parte ilusorias; pues las formas económicas y sociales de esa misma sociedad aprisionan al individuo libre en un conjunto de relaciones que anulan su libertad civil y legal e impiden su desarrollo. En todas las sociedades, la naturaleza del trabajo humano y la organización social han dado por resultado una incapacidad del hombre para comprenderse a sí mismo y sus posibilidades, excepto en formas distorsionadas. Los hombres se ven dominados por poderes y fuerzas impersonales, que de hecho son sus formas de vida social, es decir, los frutos de sus propias acciones a los que se ha dotado de una falsa objetividad y de una existencia independiente. Igualmente, se ven a sí mismos como agentes libres en áreas de su vida en que las formas económicas y sociales dictan de hecho los papeles que desempeñan. Estas ilusiones paralelas e inevitables constituyen la enajenación del hombre, o sea, la pérdida de la aprehensión de su propia naturaleza. En la sociedad burguesa, la enajenación se manifiesta en las instituciones de la propiedad privada, que a su vez agrava las enajenaciones. Los filósofos morales individualistas participan a la vez de las características liberadoras y constrictivas de la sociedad burguesa. Manifiestan tanto el auténtico avance en la liberación humana que ella representa como su forma específica de enajenación humana.
Para Marx en sus primeros escritos sistemáticos, la oposición fundamental en la sociedad burguesa se presenta entre lo que la filosofía burguesa y la economía política revelan acerca de las posibilidades humanas y lo que el estudio empírico de la sociedad burguesa revela acerca de la actividad humana contemporánea. La libertad es destruida por la economía burguesa, y las necesidades humanas que la industria burguesa no llega a satisfacer son elementos de juicio contrarios a esa economía y a esa industria; pero esto no es una mera invocación al ideal en contra de la realidad. Pues las metas de la libertad y la necesidad humanas son las metas implícitas en la lucha de la clase obrera en la sociedad burguesa. Pero las metas tienen que ser determinadas en términos del establecimiento de una nueva forma de sociedad en que la división de clases —y con ella, la sociedad burguesa— sea abolida. O sea: en la sociedad burguesa hay al menos dos grupos sociales constituidos por la clase dominante y la clase dominada. Cada una tiene sus propias metas y formas de vida fundamentales. Se infiere que los preceptos morales pueden tener un papel dentro de la vida social de cada clase, pero no hay normas independientes y trascendentes que se encuentren por encima de los problemas que dividen a las clases. Muchos preceptos semejantes aparecerán, por cierto, en las moralidades de cada clase, simplemente en virtud de que cada clase es un grupo humano, pero no servirán para determinar las relaciones entre las clases.
Una vez delineados estos antecedentes, creo que se comprenden como totalmente compatibles consigo mismas las actitudes de Marx en diversas ocasiones con respecto a la formulación de juicios morales. Marx creyó, por una parte, que en los asuntos relacionados con el conflicto entre las clases sociales, la invocación a los juicios morales no sólo carecía de sentido sino que era positivamente engañosa. Así, trató de eliminar los llamados a la justicia para la clase obrera de los documentos de la primera Internacional. Pues ¿a quiénes se dirigían estos llamados? Presumiblemente a los responsables de la explotación; pero ellos actuaban de acuerdo con las normas de su dase, y, aunque puedan encontrarse filantrópicos moralistas individuales entre la burguesía, la filantropía no puede alterar la estructura de clases. Sin embargo, se puede usar un lenguaje moralmente valorativo, por lo menos en dos sentidos. Puede usárselo simplemente en el curso de una descripción de acciones e instituciones: ningún lenguaje adecuadamente descriptivo de la esclavitud podría dejar de condenar a cualquiera que tenga ciertas actitudes y metas. O puede usárselo explícitamente para condenar, invocando no un tribunal independiente y ajeno a las clases, sino los términos en que los opositores mismos han elegido ser juzgados. Así, Marx, rechaza en el Manifiesto los cargos dirigidos contra el comunismo por los críticos burgueses, sosteniendo que han sido condenados por sus propias premisas y no por las del marxismo.
Podemos expresar de otra forma la actitud de Marx hacia la moralidad. El uso del vocabulario moral siempre presupone una forma compartida de orden social. El llamado a los principios morales en contra de un estado de cosas existente es siempre un llamado dentro de los límites de esa forma social, y para formular un llamado en contra de esa forma social debemos encontrar un vocabulario que no presupone su existencia. Un vocabulario semejante se encuentra bajo la forma de la expresión de deseas y necesidades que no pueden satisfacerse en la sociedad existente y que exigen un nuevo orden social.
Así, Marx dirige un llamado a los deseos y necesidades de la clase obrera en contra del orden social de la sociedad burguesa. Pero nunca plantea dos preguntas que son decisivas para su propia doctrina. La primera se refiere al papel de la moralidad dentro del movimiento de la clase obrera. Puesto que considera que la creación de la clase obrera ha sido determinada económicamente por el desarrollo del capitalismo, y que las necesidades del capitalismo obligarán a la clase obrera a oponerse conscientemente a este sistema, nunca examina el problema de los principios de acción que darán forma al movimiento de la clase obrera. Esta omisión forma parte de una laguna más general en su argumentación. Marx es bastante preciso con respecto a la naturaleza de la decadencia del capitalismo; y aunque sus afirmaciones sobre los detalles de la economía socialista sean dispersas, podemos considerar que se ajustan a su propio punto de vista. Pero no es explícito con respecto a la naturaleza de la transición del capitalismo al comunismo. Por eso nos quedamos en la incertidumbre sobre la forma en que Marx cree posible que una sociedad presa de los errores del individualismo moral puede llegar a darse cuenta de ellos y trascenderlos.
La segunda gran omisión de Marx se refiere a la moralidad en la sociedad socialista y comunista. Por lo menos en un pasaje se expresa como si el comunismo fuera una encarnación del reino kantiano de los fines. Pero en el mejor de los casos no pasa de las alusiones en lo que se refiere a este tema. La consecuencia de estas dos omisiones relacionadas es que Marx dejó un lugar para que los posteriores marxistas efectuaran interpolaciones en este punto. Lo que no pudo haber previsto es el carácter de las interpolaciones. Bernstein, el marxista revisionista, que no creía en el advenimiento del socialismo en un futuro cercano, trató de buscar un fundamento kantiano para las actividades del movimiento obrero. Kautsky advirtió que la invocación al imperativo categórico se convertía, en manos de Bernstein, precisamente en el tipo de invocación a una moralidad superior a las clases y a la sociedad que Marx condenaba. Sin embargo, lo que él ofrecía en lugar de ésta no era más que un crudo utilitarismo. Esto expuso al marxismo posterior a una debilidad que sólo puede ponerse de manifiesto tras haber examinado el utilitarismo.