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Las ideas francesas en el siglo XVIII

No es posible imaginarse un contraste más grande que el que se presenta entre Hume y Montesquieu. Hume vive imbuido del espíritu de su propia época, mientras que apenas nos sorprende que Montesquieu, a pesar de ser muy leído, tuviera poca influencia. Aparte de Vico, al que seguramente no había leído, los escritores a los que más se asemeja son Durkheim y Weber. Charles-Louis de Secondat, Baron de la Brède et de Montesquieu (1689-1755) fue un anglófilo aristócrata francés que captó en un momento de iluminación, no muy distinto de aquel en que Descartes fundó la filosofía moderna, la gran verdad de que las sociedades no son meras colecciones de individuos y las instituciones sociales no son medios para los fines psicológicos de tales individuos. De esta manera se apartó del utilitarismo y el individualismo de su siglo. Su móvil consecuente fue práctico: deseaba comprender la sociedad con el fin de crear una ciencia de gobierno aplicada mediante la cual se pudiera mejorar la condición humana.

¿Qué crea las diferentes formas de vida social? «Los hombres son gobernados por muchos factores: el clima, la religión, el derecho, los preceptos del gobierno, los ejemplos del pasado, las costumbres, los hábitos; y de la combinación de tales influencias surge un espíritu general». El legislador debe estudiar la sociedad particular para la que legisla porque las sociedades difieren notablemente. La totalidad de las relaciones que el legislador debe tener en cuenta constituye «el espíritu de las leyes», frase que Montesquieu empleó como título de su obra principal.

Montesquieu considera que el individuo aislado de Hobbes no es sólo un mito, sino un mito gratuito y engañoso. Si contemplamos las sociedades a que pertenecen los individuos descubrimos que ejemplifican tipos de sistema muy distintos. Los fines, necesidades y valores de un individuo dependerán de la naturaleza del sistema social al que pertenece. Pero las instituciones sociales y todo el marco de reglas legales, habituales y morales, no son dispositivos destinados a lograr fines exteriores a sí mismos e inherentes a la psicología del individuo. Tales instituciones y reglas proporcionan más bien el fondo necesario sobre el cual sólo pueden hacerse inteligibles los fines y necesidades del individuo. Esta posición es cercana a la de Aristóteles, y Montesquieu es un pensador aristotélico en muchos sentidos. Pero pone de relieve explícitamente, en una forma que no aparece en Aristóteles, el medio social en que la política y la moral tienen que ser colocadas. Es el primer moralista con perspectiva sociológica. (Vico lo precede como sociólogo, pero no es un moralista en el mismo sentido).

Las clases de sociedades enumeradas por Montesquieu son tres: la despótica, la monárquica y la republicana. Cada clase tiene su forma particular de salud y sus indisposiciones características. Cada una está señalada por un rasgo distintivo dominante: el despotismo por el temor, la monarquía por el honor y la república por la virtud. Las propias preferencias morales de Montesquieu emergen de dos maneras: implícitamente en el tono de su voz que descubre una moderada admiración por la república, una aprobación de la monarquía y un auténtico disgusto por el despotismo, y explícitamente en su repudio al intento de establecer preceptos morales válidos para todos los tiempos y lugares. «Cuando Moctezuma insistió en que la religión de los españoles era buena para éstos y la mexicana era buena para su propio país, lo que dijo no era absurdo.»52 Cada sociedad tiene sus propias normas y sus propias formas de justificación. Pero de aquí no se sigue que toda forma de justificación que intente proporcionar normas de tipo supracultural esté condenada al fracaso; y por eso Montesquieu pudo, sin caer en la inconsistencia, atacar una variedad de puntos de vista morales considerándolos como mal fundamentados.

Más aún: Montesquieu combinó su relativismo con una creencia en ciertas normas eternas, y quizá parezca más difícil a esta altura de la argumentación absolverlo del cargo de inconsistencia. Según Montesquieu, tenemos, por lo menos, un concepto de justicia que podemos formular con independencia de cualquier sistema legal existente y a la luz del cual podemos criticar todos estos sistemas. Podemos considerar que las leyes positivas son justas en mayor o menor grado. ¿Cómo puede creer Montesquieu a la vez que toda sociedad tiene sus propias normas y que a pesar de ello hay normas eternas que permiten criticar a aquéllas?

Si interpretamos a Montesquieu en el sentido de que meramente afirma que hay ciertas condiciones necesarias que todo código positivo de leyes o reglas debe satisfacer para que sea llamado justo, entonces no se produce ninguna inconsistencia si afirma que lo considerado como justo tiene que variar de acuerdo con las sociedades. Aunque las mismas condiciones necesarias deban ser satisfechas en todas las sociedades, la satisfacción de estas condiciones quizá no sea suficiente en ninguna sociedad para caracterizar un acto, un plan de acción o una regla como justa. Así, Montesquieu podría querer decir, por ejemplo, que en toda sociedad —si ha de ser considerada como justa— es necesario que la ley determine el mismo castigo para el mismo tipo de ofensa; pero las ofensas que son castigadas pueden variar indefinidamente según la sociedad. Pero si bien esto es quizás una parte de lo que Montesquieu quería decir, en realidad parece ir más lejos, ya que está dispuesto a hablar de un estado de naturaleza en que la conducta humana pudiera ser gobernada simplemente por las reglas de la justicia natural. Y si las reglas de la justicia natural han de ser suficientes para gobernar la conducta, deben tener entonces de hecho todas las características de un código positivo con la excepción de que han sido establecidas por vía divina. Pero en ese caso, ¿qué sucede con el relativismo? ¿Qué sucede con la tesis de que toda sociedad debe ser juzgada según sus propios términos?

No hay una respuesta clara en Montesquieu. Simplemente es inconsistente. A veces parece compartir la posición de que no hay un punto de vista exterior o trascendente al de una sociedad dada. A veces —lo que es más interesante aún— parece convertir a la libertad política en un criterio para juzgar a las sociedades. Sus tres tipos básicos de sociedad son: el despotismo, la república y la monarquía. En un estado despótico, la única ley es el mandato del gobernante; por eso no hay una tradición legal ni un sistema establecido. El principio del gobierno es el temor, es decir, el temor a las consecuencias de la desobediencia. La religión o la costumbre asume la parte que correspondería a un sistema legal establecido en la dirección de la conducta. En un Estado republicano el móvil para la obediencia a la ley es el sentimiento de virtud cívica. Un gobierno republicano tiene que dar pasos positivos para educar a sus ciudadanos en tal sentimiento, y las exigencias dirigidas a los ciudadanos serán elevadas. Serán menores en la monarquía donde las invocaciones se dirigen al sentimiento del honor y a las recompensas de la posición. Una monarquía es una sociedad jerárquica, y los valores de los súbditos son los valores del rango y la posición social. Es evidente que esta parte de la teoría de Montesquieu es relativista. Las preguntas: «¿Cuál es el curso de acción más honorable?» y «¿cuál es el curso de acción prudente y menos peligroso?», aparecen como interpretaciones rivales de la pregunta: «¿Cuál es el mejor curso de acción?», y no hay lugar para la pregunta: «¿Cuál es el mejor móvil: el temor, la virtud o el honor?». Cada uno es el mejor adaptado a su propio tipo de sociedad.

El relativismo de Montesquieu se contrapone agudamente a la ética absolutista de la mayor parte de los escritores de la Ilustración francesa. Estos no estaban por cierto de acuerdo entre sí. Quizás Helvecio se encuentre en un extremo y Diderot en el otro. Claude-Adrien Helvecio (1715-1771) provocó un escándalo tan grande con su materialismo psicológico que fue obligado a abandonar el servicio real francés. Según Helvecio, el razonamiento, lo mismo que la percepción, consiste únicamente en una cadena de sensaciones. Hay sensaciones dolorosas, agradables y neutrales. Todos desean el propio placer y nada más. Cualquier otro aparente objeto del deseo no es más que un medio para el placer. Algunos hombres sufren ante el dolor y se complacen ante el placer de los demás. Manifiestan lo que llamamos benevolencia. Los términos morales se emplean para elegir tipos de sensibilidad que son universalmente aprobados como útiles y agradables. Las aparentes disputas y desacuerdos sobre cuestiones morales serían eliminados por completo si se eliminara la confusión en torno de la definición de los términos morales. Tales confusiones sólo pueden suprimirse mediante la discusión libre. ¿Dónde es posible la discusión libre? Sólo en Inglaterra y a duras penas en Francia.

En este punto de la controversia encontramos una de las paradojas más típicas de la Ilustración. Por un lado, Helvecio defiende una psicología completamente determinista. Por el otro, cree en la casi ilimitada posibilidad de transformar a la naturaleza humana si el despotismo político y el oscurantismo eclesiástico no evitaran una reforma radical del sistema educativo. Pues al condicionar al niño a una edad suficientemente temprana podemos hacer que sienta placer en la benevolencia y en el altruismo. Cuando primero describe a la benevolencia, Helvecio considera el placer que algunos hombres sienten al complacer a los demás, como si fuera un mero hecho; ahora se expresa como si todos deben sentir ese placer. El placer personal del agente ha dejado de ser secretamente el único criterio de la acción.

La complejidad del pensamiento de Denis Diderot (1713-1784), quien publicó la Enciclopedia en unión con d’Alembert, basta para ubicarlo, dentro de la Ilustración, en el polo opuesto de Helvecio. Como Montesquieu, Diderot cree en leyes morales eternas, y lo mismo que Montesquieu, también tiene conciencia de las variaciones morales entre las sociedades. En su Suplemento al viaje de Bougainville compara las instituciones polinesias con las europeas, y la comparación favorece en gran parte a las primeras. Pero su conclusión no es que debemos reemplazar inmediatamente el catolicismo y la monogamia por sus alternativas polinesias, porque este tipo de innovación drástica desorganizará la sociedad y multiplicará la infelicidad. Insiste en el reemplazo gradual de instituciones que frustran el impulso y el deseo por instituciones que permitan su expresión. Diderot es casi el único escritor de la Ilustración que puede advertir siempre numerosos aspectos en cada cuestión. En Le neveu de Rameau presenta un diálogo con el sobrino del compositor, quien representa todos los impulsos que una sociedad respetable necesariamente desaprueba, pero a causa de los cuales ésta se convierte luego en víctima en formas más o menos encubiertas. Así, Diderot da un enorme paso adelante. Platón y los cristianos consideraron malos a ciertos deseos humanos básicos y los colocaron bajo una prohibición, pero ¿qué sucede, entonces, con ellos? Si no se les proporciona una salida legítima, ¿no equivale esta prohibición a la prescripción de una salida ilegítima? Y en ese caso, ¿no se genera el mal a partir de lo supuestamente bueno? La argumentación de Diderot no es convincente, pero ataca la visión cristiana —y especialmente protestante— del hombre en su punto más vulnerable.

Si el mal de la naturaleza humana puede ser atribuido a causas específicas, ¿qué sucede con el dogma del pecado original? Si las causas específicas del mal incluyen la propagación de dogmas como el dogma del pecado original, ¿qué sucede con toda la empresa teológica? Éste es el problema planteado en forma más sistemática por Rousseau. Sin embargo, Rousseau no puede ser considerado simplemente como uno más de los escritores de la Ilustración, en parte porque se colocó deliberadamente en contra del rumbo general de la Ilustración, y en parte porque se revela como un filósofo de la moral incomparablemente superior a cualquier otro autor del siglo XVI con excepción de Hume y Kant. La mejor manera de poner de manifiesto la importancia de Rousseau es considerar las diferentes actitudes frente a la libertad asumidas por él y los escritores típicos de la Ilustración. Para Montesquieu, Voltaire y Helvecio por igual, los ideales de libertad política se encarnan en la Revolución inglesa de 1688. La libertad significa la libertad para los lores «whigs» y para intelectuales como ellos: pero para aquellos a quienes Voltaire llama «el populacho» la obediencia está todavía a la orden del día. Así, en relación con el único punto en que estaban predispuestos a convertirse en innovadores morales, los escritores de la Ilustración adoptaron una posición que en esencia era arbitraria, y que aceptaba el statu quo como un todo, aunque lo cuestionara en parte, especialmente donde afectaba a sus propios intereses. No sorprende que estos supuestos radicales buscaran tan ansiosamente y aceptaran relacionarse con sus protectores reales: Diderot con Catalina de Rusia y Voltaire con Federico de Prusia. En lo que respecta a los problemas morales en general, la’ crítica social de la Ilustración no hace más que señalar que los hombres se comportan irracionalmente, y la receta para el mejoramiento social indica que en adelante los hombres deberían comportarse racionalmente. Pero más allá de las panaceas de la libre discusión y la educación se ofrecen pocas respuestas al problema de por qué los hombres son irracionales y al de qué tendrían que hacer para llegar a ser racionales. Se siente un alivio al pasar de esta mediocridad a la pasión de Rousseau.

Se ha atribuido diversamente a Jean-Jacques Rousseau el surgimiento del romanticismo, Ja decadencia de Occidente y —lo que es más admisible— la Revolución Francesa. Circula el relato —posiblemente apócrifo— de que Thomas Carlyle cenaba una vez con un hombre de negocios, que se cansó de la locuacidad de Carlyle y se dirigió a él para reprocharle: «¡Ideas, señor Carlyle, nada más que ideas!». A lo que Carlyle replicó: «Hubo una vez un hombre llamado Rousseau que escribió un libro que no contenía nada más que ideas. La segunda edición fue encuadernada con la piel de los que se rieron de la primera». ¿Qué tuvo, entonces, tanta influencia en lo que dijo Rousseau?

El sencillo y poderoso concepto fundamental de Rousseau es el de una naturaleza humana que está cubierta y distorsionada por las instituciones políticas y sociales existentes, pero cuyos auténticos deseos y necesidades nos proporcionan una base para la moral y una medida de la corrupción de las instituciones sociales. Su noción de la naturaleza humana es mucho más sofisticada que la de otros autores que han invocado una naturaleza humana original, pues no niega que la naturaleza humana tiene una historia, y que puede —como sucede frecuentemente— transformarse para dar lugar a nuevos deseos y móviles. La historia del hombre comienza en el estado de naturaleza, pero la visión de Rousseau sobre el estado de naturaleza es muy distinta de la de Hobbes. En primer lugar, no es presocial. Los impulsos naturales e irreflexivos del hombre no son los del engrandecimiento personal; el hombre natural es impulsado por el amor a sí mismo, pero el amor a sí mismo no se contrapone a los sentimientos de simpatía y compasión. Rousseau observó que hasta algunos animales acuden en ayuda de otros. En segundo lugar, el medio natural limita los deseos humanos. Rousseau tiene plena conciencia de lo que Hobbes parece ignorar: que los deseos humanos se despiertan ante la presencia de los objetos del deseo, y al hombre natural se le presentan pocos objetos deseables. «Los únicos bienes que reconoce en el mundo son el alimento, una mujer y el sueño, y los únicos males que teme son el dolor y el hambre». En tercer lugar, lo mismo que Hobbes, Rousseau cree que en el estado de naturaleza aún no se efectúan ciertas distinciones morales. Puesto que todavía no hay propiedad, los conceptos de justicia e injusticia no tienen sentido. Pero de aquí no se deduce que, para Rousseau, los predicados morales no tengan aún aplicación. Al seguir los impulsos de la necesidad y de la simpatía ocasional, el hombre natural es bueno y no malo. La doctrina cristiana del pecado original es tan falsa como la doctrina de Hobbes sobre la naturaleza.

Tras el estado de naturaleza viene la vida social. La experiencia de las ventajas de la empresa cooperativa, la institución de la propiedad, las habilidades en la agricultura y en el trabajo de los metales, conducen en conjunto a formas complejas de organización social aunque no haya todavía instituciones políticas. La institución de la propiedad y el crecimiento de la riqueza llevan a la desigualdad, a la opresión, a la esclavitud y, en consecuencia, al robo y a otros crímenes. Como es posible hablar debidamente de lo que es mío o tuyo, comienzan a tener aplicación los conceptos de justicia e injusticia. Pero el desarrollo de las distinciones morales corre paralelo con un crecimiento de la depravación moral. Los males surgidos de esta depravación producen un intenso deseo de instituciones políticas y legales. Estas instituciones nacen de un contrato social.

Al igual que algunos teóricos anteriores del contrato, Rousseau no consideró que narraba un acontecimiento histórico. Afirma explícitamente que está comprometido con un área de investigación en que no se dispone de hechos. Por lo tanto, elabora una hipótesis para explicar el estado presente del hombre y la sociedad, pero esta hipótesis no puede elevarse al nivel de un hecho histórico. Su explicación tiene, en efecto, la forma de una explicación funcional que muestra cómo ciertos rasgos de la vida social sirven a ciertos fines. En el caso de las instituciones políticas desea establecer un contraste entre los fines que podrían servir (y que estaban destinados a servir originalmente en la exposición del contrato) y los fines que realmente sirven. Según Rousseau, el Estado fue introducido originalmente como un instrumento legislador y ejecutor de las leyes que, al proporcionar una justicia imparcial, rectificaría los desórdenes producidos por la desigualdad social. Se podría hacer que sirviera nuevamente a estos fines, pero de hecho ha sido convertido en un instrumento del despotismo y de la desigualdad. En el estado de sociedad previo al contrato se necesitaban dirigentes que se dedicaran a evitar el abuso del poder; pero, en realidad, esos jefes han establecido, y han utilizado las leyes para establecer un estado de cosas en que los poderosos y propietarios pudieron no sólo oprimir al pobre, sino invocar la autoridad legítima para sustentar su opresión.

Ésta es la exposición sobre el origen de la desigualdad contenida en un trabajo que Rousseau presentó en un concurso organizado por la Academia de Dijon, y que no ganó el premio pero fue publicado en 1758. En esa época ya tenía cuarenta y seis años. Cuatro años más tarde publicó el Contrato social y Emilio. A consecuencia de ello tuvo que abandonar Francia. Durante su exilio se refugió junto a Hume, que se comportó generosamente con un huésped de temperamento intolerable. Rousseau era un paranoico e hipocondríaco de la peor especie, del tipo que realmente padece persecuciones y está constantemente enfermo y que, por lo tanto, puede justificar ante sí mismo las irracionalidades con las que se enajena a sus amigos. Pero su torturada sensibilidad y su trabajada introspección dieron frutos no sólo en una descripción de las emociones humanas superior a la de cualquier otro escritor del siglo XVIII, sino también en un análisis más sutil.

Con posterioridad a Hobbes había quedado planteado el problema psicológico: «¿Por qué los hombres deben actuar de otra forma que no sea en función de su propio provecho inmediato?». Tanto en los escritores franceses como ingleses, las soluciones tienden a dividirse en dos grupos. O se afirma la existencia de una fuente independiente de altruismo en la naturaleza humana, o se sostiene que el altruismo es un mero amor a sí mismo encubierto. La primera solución depende de una psicología a priori hecha a medida para resolver el problema; y la segunda, como ya se ha visto al examinar a Hobbes, es claramente falsa.

Rousseau termina por disolver más bien que resolver el problema porque advierte que las nociones de interés propio y egoísmo no tienen el carácter simple y elemental que les asignaron Hobbes y sus sucesores. Esto se debe a dos razones, y ambas se encuentran en Rousseau. La primera es que el hombre que es capaz de considerar las alternativas de tener en cuenta su propio interés o de tener en cuenta el de los demás debe (aunque se decida por sus propios intereses) tener ya una relación de simpatía con los demás, al menos en un grado tal que el interés de éstos pueda presentársele como una alternativa. La criatura recién nacida no es egoísta porque no se enfrenta a las alternativas del altruismo y el egoísmo. Incluso el psicópata no es egoísta. Ni el psicópata ni la criatura han llegado al punto en que el egoísmo es posible. La segunda razón es que en la persecución de las metas humanas más características es imposible separar una parte que responda a nuestros propios intereses y una parte dedicada a las necesidades de los demás. Hobbes describe a los hombres como si fueran seres sociales sólo de modo contingente a través de un contacto social accidental. Al menos en la Investigación, Hume considera que los hombres poseen una fuente de simpatía por los demás con independencia de sus propias metas. Rousseau estima que lo que los hombres buscan para sí es una cierta clase de vida vivida en un cierto tipo de relación con los demás. El verdadero amor a sí mismo, nuestra pasión primitiva, proporciona la noción de una relación recíproca del sí mismo con los otros, y de ese modo una base para la apreciación de la justicia. Las virtudes más complejas se desarrollan gradualmente a medida que se educan los sentimientos morales más simples. Las simplicidades morales del corazón constituyen una guía segura.

Sin embargo, cuando consideramos estas simplicidades descubrimos un agudo contraste entre lo que ordenan y lo que es ordenado por la moralidad que han producido las instituciones existentes. La reforma de esas instituciones constituye, por lo tanto, la condición previa de una sistemática reforma moral. La civilización produce continuamente nuevos deseos y necesidades, y estas nuevas metas son sobre todo adquisitivas ya que se relacionan con la propiedad y el poder. Los hombres se vuelven egoístas a través de la multiplicación de los intereses privados en una sociedad adquisitiva. La tarea del reformador social, por lo tanto, consiste en establecer instituciones en que la primitiva preocupación por las necesidades de los demás sea restablecida en la forma de una preocupación por el bien común. Los hombres tienen que aprender cómo en las comunidades avanzadas no pueden actuar como individuos particulares, como hombres, sino más bien como ciudadanos.

Los detalles particulares del ordenamiento político que propone Rousseau apenas vienen al caso, pero lo que importa es su concepción de la política como la expresión, a través de instituciones, de una auténtica voluntad común, «la voluntad general», que contrapone a «la voluntad de todos», que es, por así decirlo, la suma de las voluntades individuales. Esto no es, sin embargo, una cuestión política ajena a la moral. «La sociedad tiene que ser estudiada en el individuo, y el individuo en la sociedad; los que quieren separar a la política de la moral nunca comprenderán a ninguna de las dos». ¿Qué significa esto? Como lo haría notar más adelante Kant, Rousseau comprendió que no puedo contestar a la pregunta: «¿Qué debo hacer?» hasta que haya contestado a la pregunta: «¿Quién soy yo?». Pero toda respuesta a esta pregunta especificará —lo que no fue comprendido por Kant— mi lugar en un nexo de relaciones sociales, y es dentro de éstas y de las posibilidades que ponen a nuestra disposición donde se descubren los fines a la luz de los cuales pueden criticarse las acciones. Pero si considero, lo mismo que Rousseau, que el orden social al que pertenezco realmente está corrompido y es corruptor, tendré que descubrir los fines de la acción moral no implícitos en las formas de actividad social ya compartidas con mis semejantes, sino en una forma de vida social que no existe aún pero que podría llevarse a la existencia. ¿Qué autoridad tiene sobre mí esta forma de vida social aún no existente para proporcionarme normas? La respuesta de Rousseau indica que será considerada como un orden justo por el corazón no corrompido. Si Rousseau dijera entonces —como a veces parece suceder— que el corazón sólo se aleja de la corrupción en un orden social justo, caería en un círculo lógicamente vicioso. Pero en realidad Rousseau, especialmente en Le vicaire savoyard, parece insistir en que una verdadera conciencia siempre es accesible. Si la consultamos, todavía podemos extraviarnos intelectualmente, pero no moralmente. Por eso, cuando la conciencia se institucionaliza en la forma de asambleas deliberativas cuya preocupación por el bien común y las normas de justicia las convierte en expresiones de la voluntad general, sigue siendo verdad que «la voluntad general siempre tiene razón y promueve el beneficio público, pero no se deduce que las deliberaciones del pueblo sean siempre igualmente correctas. Nuestra voluntad tiende siempre a nuestro propio bien, pero no siempre vemos lo que es ese bien; el pueblo nunca se corrompe, pero frecuentemente es engañado y en tales ocasiones sólo parece querer lo que es malo53».

Lo más claro en este pasaje es que Rousseau da por supuesto que hay un único bien común, que los deseos y necesidades de todos los ciudadanos coinciden en este bien, y que no hay agrupamientos sociales irreconciliables dentro de la sociedad. En cuanto a la naturaleza de este bien común, en el peor de los casos podemos calcular mal. Pero ¿por qué se multiplican, entonces, los intereses particulares? ¿Por qué se descuida el bien común? La brillante, aunque primitiva, apreciación sociológica de Rousseau sobre la naturaleza divisiva de la sociedad moderna apenas es coherente con sus aseveraciones en otras partes con respecto al poder y a la universalidad del sentimiento moral. Este dilema no es privativo de Rousseau. Si puedo liberar a la sociedad de la corrupción mediante un llamado a principios morales universalmente válidos de los que deben dar testimonio o todos los corazones, o todas las mentes, o ambos a la vez, entonces, ¿cómo pudo corromperse la sociedad en primer lugar? Este dilema solamente puede evitarse negando la posibilidad de abolir la corrupción de la sociedad o insistiendo en que la sociedad no es homogénea y en que los principios morales que se invocan expresan los deseos y necesidades de algunos pero no de otros, y en que al apelar a esos principios, sólo se puede esperar la coincidencia de aquellos cuyos deseos y necesidades son del tipo pertinente.

El segundo camino fue seguido por Marx, que habló con aprobación del «simple sentido moral de Rousseau», y el primer camino por los conservadores que reaccionaron ante la Revolución Francesa. De acuerdo con éstos, todos los corazones humanos a la vez están corrompidos y tienen conciencia de una ley que los juzga. El corazón puro no puede contraponerse al orden social impuro, porque la impureza sólo se encuentra en el orden social porque está primero en el corazón, y está en todos los corazones. La doctrina del pecado original —callada en Burke, a toda voz en de Maistre— es la réplica del conservadorismo a Rousseau. Hay un modelo recurrente en la historia de Occidente desde el siglo XVIII en adelante en que todo fracaso de importancia en la lucha de la humanidad por el mejoramiento y liberación de sí misma es recibido como una nueva demostración del dogma del pecado original. El tono cambia: un Reinhold Niebuhr sobre el fracaso de la Revolución Rusa es muy diferente de un de Maistre sobre el fracaso de la Revolución Francesa. Pero el capital dogmático en el negocio es el mismo. Una de las virtudes cardinales de Rousseau es haber pedido una explicación de los males específicos de la vida humana, y haber abierto así el camino para que la esperanza sociológica reemplace a la desesperación teológica. Sin embargo, Rousseau mismo era pesimista: el descubrimiento de las condiciones que constituyen el requisito empírico previo para la reforma social puede conducir por sí mismo al pesimismo. Y al especificar las condiciones climáticas, económicas y sociales previas a la democracia se ve obligado a llegar a la conclusión de que sólo un pueblo en Europa está capacitado para ella: los corsos.