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Las ideas británicas en el siglo XVIII

Los Dos tratados sobre el gobierno, de John Locke, se publicaron en 1690 con el propósito confesado de justificar la rebelión y revolución whig de 1688, que había llevado a Guillermo de Orange al trono inglés. Locke quería defender el nuevo régimen mostrando que la rebelión de los partidarios de Guillermo contra el rey Jacobo había sido legítima, mientras que la rebelión de los jacobitas contra el rey Guillermo en 1689 y después serla ilegítima. Así, Locke plantea una vez más las preguntas de Hobbes: «¿En qué consiste la autoridad legítima del soberano?», y «¿cuándo, si es que alguna vez, se justifica la rebelión?». Locke comienza, lo mismo que Hobbes, con un cuadro del estado de naturaleza. Pero el estado de naturaleza de Locke de hecho no es ni presocial ni premoral. Los hombres viven en familia y en un orden social establecido. Tienen propiedad y gozan de ella. Efectúan reclamaciones entre si y admiten las pretensiones de los demás. Pero su vida tiene defectos. Todo ser racional tiene conciencia de la ley de la naturaleza; pero la influencia del interés y la falta de atención hace que los hombres la apliquen con más rigor en el caso de los demás que en el de sí mismos, y los crímenes cometidos pueden quedar impunes por falta de una autoridad adecuada. No hay un árbitro imparcial que decida en las disputas entre los hombres, y por eso cada una de ellas tenderá a un estado de guerra entre las partes. Todas estas consideraciones hacen deseable la entrega de la autoridad a un poder civil en que se pueda confiar. De ahí el contrato. La finalidad del contrato es crear una autoridad adecuada para salvaguardar nuestros derechos naturales, y, según Locke, el más importante de los derechos es el de propiedad. Locke parte de una posición que no se diferencia mucho de la de Overton. La persona de un hombre y su propiedad están tan estrechamente vinculadas que su derecho natural a la libertad debe extenderse de una a otra. ¿A qué propiedad tengo derecho? A la que he creado con mi trabajo. Un hombre no puede adquirir toda la propiedad de la que puede hacer uso gracias a su trabajo. Debemos recordar que se está hablando aquí de los derechos de un hombre en estado de naturaleza anterior a las leyes de la sociedad civil. Locke supone un estado de cosas en que la tierra carece de límites y la transferencia de propiedad aún no ha sido instituida. ¿Puede existir un estado de cosas semejante? «En el comienzo todo el mundo era América y aún más que ahora, porque no se conocía en ningún lado una cosa como el dinero.»38

¿Cuál es el efecto del contrato? Los hombres ceden a los poderes legislativo y ejecutivo la autoridad para sancionar y poner en vigencia las leyes que protegerán sus derechos naturales. Al hacer esto, a la vez transfieren esa autoridad y la limitan; porque si la autoridad civil no protege los derechos naturales, deja de ser una autoridad legítima. La garantía de que protegerá tales derechos se encuentra en la estipulación de que las únicas leyes válidas son las sancionadas por el voto mayoritario. Locke es el predecesor de la democracia liberal en este aspecto de su pensamiento. Pero precisamente este aspecto de su pensamiento plantea una dificultad. Las leyes están destinadas a la protección de la propiedad. ¿Quiénes son los poseedores de la propiedad? Aunque Locke sostiene que un hombre no podría enajenar de sí mismo el derecho a la libertad de su persona (cuya expresión legal incluye medidas tales como el habeas corpus), sí acepta que la propiedad es enajenable. El derecho inicial de un hombre se extiende sólo a la propiedad que su trabajo ha creado; pero con la riqueza así obtenida puede adquirir la propiedad de los otros y también sirvientes. Si adquiere sirvientes, el trabajo de éstos crea propiedad para él. Por lo tanto, una gran desigualdad en la propiedad es consistente con la doctrina de Locke sobre un derecho natural a la propiedad. No es sólo esto, sino que. Locke parece haberse dado cuenta del hecho de que más de la mitad de la población de Inglaterra carecía efectivamente de propiedad. ¿Cómo puede, entonces, reconciliar su idea del derecho de la mayoría a gobernar con su idea del derecho natural de propiedad? ¿No cae en la dificultad que se ha alegado en contra de los niveladores? Se ha dicho que si se hubiera aceptado el tipo de concesión que ellos defendían, la mayoría de los votantes hubieran decidido, en efecto, abolir incluso libertades civiles y religiosas como las que existían bajo el Parlamento y bajo Cromwell, y hubieran votado por la restauración de la monarquía. Así, y en contra de Locke, ¿no se podría sostener que la entrega del poder a la mayoría equivaldría a la entrega del poder a los muchos cuyo interés se encuentra en la abolición del derecho de los pocos a la propiedad que han adquirido? Locke no plantea en ningún lado en forma explícita esta pregunta, y la razón de ello quizá sea que da por supuesta una pregunta negativa. Y puede hacerlo porque supone que lo que la mayoría hará y aceptará es un gobierno oligárquico controlado por los propietarios y, en especial, por los grandes propietarios. ¿A qué se debe esta suposición? La respuesta quizá se encuentre en su doctrina del consentimiento tácito.

Locke escribe que «todo hombre que tenga alguna posesión o usufructo, o alguna parte de los dominios de un gobierno, otorga en esa forma su consentimiento tácito, y en la misma medida está obligado a obedecer las leyes de ese gobierno durante el usufructo, al igual que todos los demás, sea que se trate de una posesión de tierra, de él y sus herederos para siempre, o de un albergue por sólo una semana, o de un mero viajar libremente por la carretera; porque, en efecto, alcanza a la existencia de cualquiera dentro de los territorios de ese gobierno39». Así se deduce que el gitano errante ha dado su consentimiento a la autoridad del gobierno, que puede por consiguiente incorporarlo legítimamente a sus fuerzas armadas. La doctrina de Locke es importante porque es la doctrina de todo Estado moderno que pretende ser democrático, pero que —como todo Estado— desea constreñir a sus ciudadanos. Aun si los ciudadanas no han sido consultados y no tienen medios para expresar su opinión sobre un tema dado, se sostiene que han consentido tácitamente a las acciones de los gobiernos. Además, se puede ver por qué los Estados democráticos modernos no tienen otra alternativa que recurrir a una doctrina semejante. Como la oligarquía «whig» de Locke, no pueden sino fundar su legitimidad sobre el consentimiento popular, y, lo mismo que en aquélla, la mayoría de sus ciudadanos no tienen una verdadera oportunidad para participar en el proceso político, excepto en la forma más pasiva. Se deduce o bien que la autoridad reclamada por el gobierno de estos Estados no es auténtica, y que los individuos no están obligados, por lo tanto, a reconocerla, o bien que está legitimada por algún tipo de consentimiento tácito por parte de aquéllos. Para que esta última alternativa tenga validez, la doctrina del consentimiento tácito debe tener sentido, y desafortunadamente —para el Estado— no lo tiene. Pues las mínimas condiciones para que la palabra consentimiento tenga una aplicación significativa incluyen al menos que el hombre cuyo consentimiento se alega haya manifestado de alguna manera dicho consentimiento y que haya indicado en algún momento su comprensión de aquello en lo que ha consentido. Pero la doctrina del consentimiento tácito no satisface ninguna de estas condiciones.

La propia doctrina de Locke también se sostiene o cae juntamente con su particular versión del argumento de que los derechos naturales derivan de una ley moral que es captada por la razón. En el Ensayo sobre el entendimiento humano sostiene que aunque nuestras ideas morales derivan de la experiencia sensible, las relaciones entre estas ideas son tales que «la moralidad puede ser demostrada, lo mismo que la matemática». Las proposiciones de la moral pueden ser captadas como verdades indudables mediante un mero examen de los términos que contienen y las ideas expresadas por esos términos. ¿Cuáles son los términos morales claves? Bueno es lo que causa placer o disminuye el dolor; malo es lo que causa dolor o disminuye el placer. El bien moral es la adecuación de nuestras acciones a una ley cuyas sanciones son las recompensas del placer y los castigos del dolor. Hay tres clases de leyes: la divina, la civil y aquellas convenciones tácitamente establecidas con un criterio de consentimiento muy distinto del que aparece en el Tratado (pues ahora el consentimiento a «la ley de la opinión o reputación» se manifiesta por una aprobación activa de lo que la ley ordena o prohíbe).

Locke tiene predecesores y sucesores ingleses en este punto de vista de que los juicios morales se fundan sobre un examen racional de los conceptos morales. Lo característico de Locke es la forma en que bueno y malo se definen en términos de placer y dolor sin el abandono de esta visión semiplatónica de los conceptos morales. La alusión a Platón es importante: la idea de una semejanza entre los juicios morales y matemáticos se encuentra en los inmediatos predecesores de Locke, los platónicos de Cambridge, un grupo de metafísicos y moralistas anglicanos que incluía a Benjamín Whichcote y a Henry More. More había sostenido en su Enchiridion Ethicum (1688) que los veintitrés principios morales fundamentales que enumera son verdades morales evidentes por sí mismas. Al examinarlos quizá nos veamos tentados de llegar a la conclusión de que la semejanza entre las verdades morales y matemáticas consiste en el hecho de que las pretendidas verdades morales resultan ser meras tautologías, cuando más definiciones de términos morales claves más bien que juicios que hacen uso de ellos. La primera de las verdades de More, por ejemplo, es que «bueno es lo que es complaciente, agradable y adecuado para una vida perceptiva o algún grado de esta vida, y lo que está asociado a la conservación del perceptor». La intención ha sido claramente la de dar una definición. Pero los filósofos ingleses que desde los platónicos de Cambridge en adelante sostuvieron que las distinciones morales se derivan de la razón en una forma similar a la de las distinciones matemáticas, no pueden ser caracterizados adecuadamente sólo en términos de una confusión entre el papel de las definiciones y el de los juicios morales sustanciales. Frecuentemente cayeron en esta confusión; pero combinaron con ella una posición mucho más admisible, cuyo auténtico predecesor es por cierto Platón. Es la doctrina de que la condición de la captación de un concepto moral es la captación de los criterios de su aplicación correcta, y de que estos criterios carecen de ambigüedad y bastan para determinar la verdad de cualquier juicio moral. Sobre esta doctrina deben decirse dos cosas. En primer lugar, hace que los juicios morales se asemejen a los juicios empíricos tanto como hace que se asemejen a los matemáticos; si he captado los conceptos expresado en la palabra rojo, he captado los criterios para aplicar correctamente a un objeto la denominación de rojo. Los mismos platónicos de Cambridge podrían haber establecido esto, porque estaban igualmente ansiosos por resaltar el elemento a priori del conocimiento empírico. En segundo lugar, vale la pena observar que si este punto de vista es correcto, cuando dos hombres emiten un juicio distinto acerca de una cuestión moral siempre debe darse el caso de que por lo menos uno no ha llegado a captar el concepto pertinente y por eso no ha llegado a emplear correctamente la expresión moral pertinente. Pero esto parece por cierto ser un error. Cualquier explicación adecuada de los conceptos morales debe incluir una explicación más plausible del desacuerdo moral que ésta.

Sin embargo, éste no fue el motivo por el que los racionalistas éticos fueron atacados por sus contemporáneos. Anthony Ashley, el conde de Shaftesbury y discípulo de Locke, sostuvo que las distinciones morales no se efectúan por medio de la razón, sino por medio de un sentimiento moral. «Tan pronto como se advierte la acción, tan pronto como se disciernen los afectos y pasiones humanas (y la mayor parte se discierne tan pronto como se siente), inmediatamente un ojo interior distingue y ve lo bello y bien formado, lo afable y admirable, aparte de lo deformado, lo vil, lo odioso o lo despreciable. Si estas distinciones tienen su fundamento en la naturaleza, ¿cómo es posible entonces no reconocer que el discernimiento mismo es natural y proveniente de la sola naturaleza?»40. Así, un juicio moral es la expresión de una respuesta del sentimiento a una propiedad de la acción, lo mismo que —de acuerdo con el punto de vista de Shaftesbury— un juicio estético es la expresión de una respuesta semejante a las propiedades de las formas y figuras. Pero ¿cuáles son las propiedades de las acciones que provocan una respuesta favorable más bien que una desfavorable? El hombre virtuoso es aquel que ha armonizado sus propias inclinaciones y afectos en una forma tal que las pone también en armonía con las inclinaciones y afectos de sus semejantes. La armonía es la gran propiedad moral. Entre lo que me satisface y lo que es bueno para los demás no hay ningún conflicto. La tendencia natural del hombre es hacia la benevolencia. Para Shaftesbury, esto parece ser un simple hecho contingente. Y en cuanto tal es cuestionada por Bemard de Mandeville.

En The Grumbling Hive, or Knaves Turned Honest y en The Fable of the Bees, or Private Vices Public Benefits, Mandeville ataca las dos proposiciones centrales de Shaftesbury: la de que la propensión natural del hombre es actuar en una forma altruista, y la de que el altruismo y la benevolencia ocasionan un beneficio social. En realidad, según Mandeville, el resorte de la acción es el propio interés egoísta y privado, y el bien público de la sociedad es el resultado de la indiferencia del individuo frente a todo bien que no sea el suyo. Es una feliz casualidad que la búsqueda del gozo y el lujo promueva Ja empresa económica, y que la promoción de la empresa económica eleve el nivel de la prosperidad general. Si los hombres fueran en realidad virtuosos en la forma en que lo supone Shaftesbury, la vida social no avanzarla en absoluto. La noción de que la virtud privada es un bien público se deriva de las pretensiones de virtud privada efectuadas por aquellos que desean ocultar sus intenciones egoístas detrás de profesiones morales con el fin de engrandecerse con más éxito.

Mandeville plantea así el segundo gran problema de la filosofía moral inglesa del siglo XVIII. Si los juicios morales son una expresión del sentimiento, ¿cómo pueden ser algo más que la expresión de un interés personal? Si la acción moral se funda en el sentimiento, ¿qué sentimientos proporcionan los resortes de la benevolencia? Desde Mandeville en adelante, los filósofos se dividen no sólo con respecto al problema de la oposición entre el sentimiento moral y la razón, sino también —aunque a veces implícitamente más que explícitamente— sobre la forma correcta de responderle. Francis Hutcheson, el más grande de los teóricos del sentimiento moral entre Shaftesbury y Hume, simplemente eludió la dificultad. El sentimiento moral es el que percibe aquellas propiedades que despiertan las respuestas del sentimiento moral (también hay un sentimiento estético, que mantiene con la belleza la misma relación que el sentimiento moral con la virtud). Las propiedades que suscitan una respuesta grata y aprobadora son las de la benevolencia. No aprobamos las acciones en sí mismas, sino las acciones como manifestaciones de los rasgos del carácter, y nuestra aprobación parece consistir simplemente en la suscitación de la respuesta adecuada. Pero ¿por qué damos nuestra aprobación a la benevolencia y no al interés personal? Hutcheson no responde a esta pregunta y se limita a decir que lo hacemos. Igualmente, cuando se refiere a la benevolencia como la totalidad de la virtud, su punto de vista descansa sobre una mera aseveración. Vale la pena observar que en su explicación de la elección Hutcheson nunca se coloca en el lugar del agente. Se expresa como un observador puramente exterior, y así tendría que hacerlo cualquiera que participara de sus puntos de vista. En el transcurso de esta exposición aparece por vez primera en la historia de la ética una frase famosa. Hutcheson afirma que «la mejor nación es la que proporciona la felicidad más grande al mayor número, y la peor es la que ocasiona miseria en forma semejante41», y así se convierte en el padre del utilitarismo.

La razón por la que no podemos esperar en Shaftesbury o en Hutcheson una respuesta adecuada a Mandeville es bastante clara. Ambos asemejan la ética a la estética, y ambos se preocupan más bien por describir la naturaleza de nuestra respuesta a las acciones virtuosas que por clarificar la forma en que los juicios pueden ofrecernos razones para actuar de una manera y no de otra. Ambos se expresan más bien desde la perspectiva del crítico de la acción que desde la del agente. Por lo tanto, ninguno está obligado a proporcionarnos una explicación de cómo el razonamiento puede ser práctico, o una teoría adecuada de los móviles. Aunque estos defectos son suplidos de alguna manera por los dos más grandes moralistas ingleses del siglo XVIII, éstos desgraciadamente dividieron, por así decirlo, los problemas entre ellos y por eso no solucionaron ninguno. Butler aborda el problema del razonamiento moral, pero nunca se pregunta —o más bien se pregunta y responde en la forma más esquemática e insatisfactoria— cómo puede pesar este tipo de argumentación en los agentes humanos. Hume trata de ofrecer una adecuada explicación de los móviles, pero se ocupa en forma inapropiada del razonamiento moral. Tampoco se pueden suplir las mutuas deficiencias mediante una reunión de ambos, ya que lo que cada uno ofrece queda distorsionado por lo que omite.

Joseph Butler (1692-1752), obispo de Durham, negó por lo menos dos de las posiciones centrales de Hutcheson. Parte de una posición más cercana a la de Shaftesbury, y sostiene que tenemos una variedad de «apetitos, pasiones y afectos». La benevolencia es un mero afecto, entre otros, que debe ocupar la posición que merece pero nada más. Considerarla como la totalidad de la virtud, al modo de Hutcheson, no es sólo un error, sino un error pernicioso. Lleva a considerar el criterio de la promoción de la futura felicidad de la humanidad como el criterio por el que se deben juzgar mis acciones actuales. El uso de este criterio autorizaría cualquier tipo de crimen o injusticia, siempre y cuando pareciera probable que con ello se promueve a largo plazo la felicidad del mayor número. Esta objeción de Butler se divide realmente en dos partes. Cree que no podemos estar de hecho lo suficientemente seguros con respecto a las consecuencias de nuestras acciones como para justificar las acciones presentes por sus consecuencias futuras, y cree que el carácter moral de las acciones es y debe ser independiente de las consecuencias. Un utilitarista bien podría replicar a la primera de estas aseveraciones indicando que el criterio de la mayor felicidad sólo tiene aplicación en la medida en que se pueden predecir verdaderamente las consecuencias. El debate entre él y Butler se convierte entonces en la discusión fáctica sobre la mayor o menor confianza que puede asignarse a la predicción de las consecuencias. Por lo tanto, el punto esencial de la controversia se encuentra en la segunda aseveración de Butler. ¿Hay acciones que deben realizarse o prohibirse con independencia de sus posibles consecuencias?

La explícita respuesta de Butler a esta pregunta forma parte de la totalidad de su doctrina. El error cometido por filósofos tan distintos como Mandeville y Hutcheson es la suposición de que la benevolencia y el amor a sí mismo se oponen. El amor a sí mismo es el deseo de la propia felicidad, pero la naturaleza humana tiene una constitución tal que parte de nuestra felicidad se deriva de la satisfacción de nuestro deseo de ser benevolentes con los demás. Una tolerancia excesiva con respecto a los apetitos incompatibles con la benevolencia nos conduciría de hecho a la infelicidad y serla una negación del amor a sí mismo. Sin embargo, los hombres se abandonan a semejantes pasiones y afectos «para caer en un daño y en una ruina conocidos, y en contradicción directa con su interés real y manifiesto y los llamados más fuertes del amor a sí mismo». ¿Cómo evitarnos un daño y ruina semejantes? Por medio de la reflexión racional: necesitamos que nos guíe un amor a sí mismo «sereno» y «razonable». Pero ¿cómo razona el amor a sí mismo razonable?

«Hay un principio superior de reflexión o conciencia en cada hombre, que distingue entre los principios internos de su corazón, lo mismo que entre sus acciones externas42». El amor a sí mismo razonable consiste en gobernar nuestras acciones de acuerdo con una jerarquía de principios que define a la naturaleza humana y en que consiste su bien. No hay ningún choque entre el deber y el interés, ya que el cumplimiento de las acciones que debemos realizar y la abstención de las acciones prohibidas asegurará nuestra felicidad. Pero ¿cómo sabes qué acciones se ordenan y prohíben? Aquí el argumento se vuelve completamente oscuro a causa de su circularidad. Debo realizar las acciones que satisfacen mi naturaleza de ser moral y racional; mi naturaleza de ser moral y racional se define con referencia a mi adhesión a ciertos principios, y estos principios exigen obediencia porque las acciones que ordenan satisfacen de hecho mi naturaleza de ser moral y racional.

¿Qué sucede si no realizo estas acciones? ¿Sostiene Butler, como cuestión de hecho, que siempre seré infeliz en caso de ser inmoral? Indudablemente seré infeliz si tengo una razón moral bien instruida. Pero quizá no me vea perturbado si de hecho no llego a reconocer la autoridad de una conciencia auténtica. Aunque Butler considera que esto sería más bien una excepción que la regla, puede resultar que el deber y el interés no coincidan exactamente en lo que a la vida en este mundo presente se refiere. La providencia de Dios asegura esta coincidencia en el mundo futuro; pero aunque esto sea así, en lo que se refiere al presente, mi deber y mi felicidad no coinciden necesariamente. Por lo tanto, la satisfacción de mi naturaleza de ser razonable y moral no coincide exactamente con mi felicidad en sentido filosófico. ¿Cómo se manifiesta, entonces, el criterio del deber? A esta altura, Butler no advierte la circularidad del argumento porque pasa de la argumentación a la retórica. La retórica es magnífica, pero sigue siendo retórica. «Si tuviera tanta fuerza —dice aludiendo a la conciencia— como razón, si tuviera tanto poder como autoridad manifiesta, gobernaría al mundo en forma absoluta43».

El aspecto valioso de Butler es haber reavivado la noción griega del razonamiento moral determinado por premisas que aluden a lo que satisface o no nuestra naturaleza de animales racionales. El aspecto defectuoso reside en la omisión de toda justificación para la forma en que presenta nuestra naturaleza. Este defecto se remonta, por lo menos, a dos fuentes: la teología de Butler y su individualismo. La teología es perniciosa porque le permite recurrir al mundo eterno para compensar el desequilibrio entre el deber y el interés en el mundo temporal. El individualismo se manifiesta en su exposición de la naturaleza humana, que se expresa en términos de la conciencia de sí del individuo singular. Compárese con Aristóteles, cuya teoría de la naturaleza humana y de lo que ha de satisfacerla presupone cierto tipo de marco social. O bien, si pensamos en Platón, cuya explicación de la justicia como un estado interno en que el principio racional gobierna el apetito parece ser similar a la de Butler, debemos recordar que la justicia del estado interno se relaciona con una forma de vida en una sociedad dada. Una comparación con Platón y Aristóteles sugiere por cierto un diagnóstico general de las dificultades de la filosofía moral inglesa del siglo XVIII.

La sociedad europea tradicional heredó de los griegos y del cristianismo un vocabulario moral en el que juzgar una acción como buena era considerarla como la acción de un hombre bueno, y juzgar a un hombre como bueno era considerar que manifestaba ciertas disposiciones (virtudes) que le permitían desempeñar cierto tipo de papel en cierto tipo de vida social. La aceptación de este tipo de vida social como norma por la que se juzgan las acciones no se establece dentro del sistema moral, sino que constituye el presupuesto de todos los juicios morales. La vida social real siempre se apartó mucho de las normas, pero no tanto como para impedir que fuera considerada como un reflejo imperfecto de éstas. Pero la ruptura de las formas tradicionales de la vida social que se produjo con el surgimiento del individualismo, generado parcialmente por el protestantismo y el capitalismo, hizo que la realidad de la vida social divergiera tanto de las normas implicadas en el vocabulario tradicional, que todos los vínculos entre el deber y la felicidad se disolvieran gradualmente. Esto tuvo por consecuencia una redefinición de los términos morales. La felicidad ya no se define en términos de las satisfacciones que se comprenden a la luz de los criterios que gobiernan una forma de la vida social, sino en términos de la psicología individual. Puesto que una psicología semejante no existe aún, tiene que ser inventada. De ahí que se encuentre en todo filósofo moral del siglo XVIII un aparato de apetitos, pasiones, inclinaciones y principios. Pero a pesar de toda esta construcción psicológica, la felicidad sigue siendo un término clave difícil para la filosofía moral, aunque sólo sea porque con demasiada frecuencia lo que evidentemente nos haría felices coincide con lo que evidentemente no debemos hacer. Por consiguiente, hay una inestabilidad en la historia de la discusión moral que se manifiesta en una oscilación entre el intento de definir la moralidad en términos de las consecuencias que conducen a la felicidad y el intento de definirla en términos que nada tienen que ver con las consecuencias o la felicidad. En la medida en que la teología sobrevive como una fuerza social influyente puede ser invocada para unir la virtud y la felicidad en un mundo distinto de éste. Pero la teología se convierte cada vez más en la víctima de su medio.

En un escritor como Butler, la invocación a la providencia divina es razonablemente sofisticada. En figuras menores como Abraham Tucker o el archidiácono William Paley, Dios ha sido transformado claramente de un objeto de reverencia y veneración en un dispositivo para cubrir vacíos en la argumentación filosófica que no pueden ser llenados de otra manera. Pero la misma crudeza de sus puntos de vista contribuye a aclarar el problema. Tucker, en The Light of Nature Pursued, sostuvo, en primer lugar, que los hombres siempre se limitan a buscar satisfacciones privadas, y, en segundo lugar, que la regla moral básica es que todos debemos trabajar por el bien de todos los hombres para aumentar la cantidad de satisfacción en el universo, sea nuestra o de los demás. Su tarea fundamental, por lo tanto, consiste en mostrar cómo hombres constituidos de acuerdo con su primera conclusión pueden aceptar su segunda conclusión como regla de vida.

La solución de Tucker indica que si trabajo en una forma tal que aumento la felicidad de todos los hombres, entonces Dios ha asegurado, en efecto, que toda la felicidad que ha existido, existe y existirá, está depositada, como lo dice Tucker, en el «banco del universo». Dios ha dividido esta felicidad en partes iguales —iguales porque la corrupción original hace que todos carezcamos por igual de méritos— para ser asignadas en razón de una por persona. Me hago merecedor de mi parte al trabajar por el aumento del capital común. Al aumentar este capital aumenta también mi propia parte. Soy, en efecto, un accionista en una empresa cósmica anónima de la que Dios es el gerente no remunerado.

Es importante este modo de considerar la felicidad como si fuera cuantitativa lo mismo que el dinero. También lo es su manera de tratar la teología como si estuviera destinada meramente a proporcionar una información adicional que el inversor prudente, en aras de su propia felicidad, tomará en cuenta al proyectar sus acciones. En ambos aspectos fue imitado por Paley, quien cree que el reinado de la moralidad ha sido provisto por la voluntad divina y que el móvil de la moralidad es nuestra propia felicidad, y muy especialmente nuestra felicidad eterna. El hecho decisivo en relación con Paley y con Tucker es que ambos se comprometen lógicamente con la idea de que si Dios no existe, no habría ninguna razón valedera para dejar de ser completamente egoísta. No señalan tanto una distinción entre la virtud y el vicio sino que más bien la eliminan. Lo que normalmente llamamos vicio o egoísmo resulta ser un mero egoísmo a corto plazo, imprudente y mal calculado, frente a un prudente egoísmo a largo plazo.

Los apologistas religiosos señalan con tanta frecuencia que la religión es un fundamento necesario para la moralidad que vale la pena insistir en el alivio que uno debe experimentar al apartarse de los estrechos y mezquinos escritos de clérigos como Paley y Tucker (aunque no Butler, por supuesto) y pasar a ocuparse de las agudas y generosas observaciones de un escritor irreligioso y escéptico que tendría que ser considerado como el más grande de todos los moralistas ingleses si no hubiese sido escocés. David Hume tenía un carácter atractivo poco común en un filósofo de la moral. «En general —escribe Adam Smith después de su muerte en 1776—, siempre lo he considerado, durante su vida y después de su muerte, como lo más cercano a la idea de un hombre perfectamente sabio y virtuoso que quizás admita la naturaleza de la debilidad humana». Él dijo de sí mismo que era «un hombre de índole apacible; con dominio sobre mi carácter; de humor alegre, abierto y social; capaz de relacionarme con los demás; poco dispuesto a la enemistad, y de gran moderación en todas mis pasiones. Aun mi amor a la fama literaria, mi pasión dominante, nunca enturbió mi humor, a pesar de mis frecuentes desengaños». Sus dos desengaños principales fueron la fría acogida que recibieron las dos obras que contienen su filosofía moral. En 1738, el Tratado sobre la naturaleza humana «salió muerto de nacimiento de la imprenta»; en 1752, la Investigación sobre los principios de la moral «entró inadvertida en el mundo».

Hume se inició bajo la influencia de Hutcheson; pero si bien sigue a Hutcheson en su rechazo de la ética racionalista, los argumentos con los que desarrolla su propia posición son originales y mucho más poderosos que los de Hutcheson. Según Hume, los juicios morales no pueden ser juicios de razón porque la razón nunca puede impulsarnos a la acción, mientras que todo el sentido y finalidad del empleo de juicios morales es guiar nuestras acciones. La razón se ocupa de las relaciones entre las ideas, como en la matemática, o de cuestiones de hecho, y en ninguno de los dos casos puede incitarnos a actuar. No nos vemos impulsados a actuar porque la situación sea tal o cual, sino por las perspectivas de placer o dolor que ofrece lo que es o será la situación. Las perspectivas de placer y dolor excitan las pasiones y no la razón. La razón puede informar a las pasiones sobre la existencia del objeto que buscan y sobre los medios más económicos y efectivos de alcanzarlo, pero no puede juzgarlas o criticarlas. Se infiere sin paradoja alguna que «no es contrario a la razón preferir la destrucción de todo el mundo al rasguño de mi dedo». La razón no puede pronunciarse de ninguna manera entre las pasiones. «La razón es y sólo debe ser la esclava de las pasiones, y no puede aspirar a ninguna otra función que la de servir y obedecerlas.»44

No podemos descubrir el fundamento para la aprobación o desaprobación moral en ninguna de las distinciones o relaciones que puede captar la razón. Considérese el incesto en los animales o el efecto de un vástago que destruye al roble original. No juzgamos estos casos del mismo modo que juzgamos el incesto en los seres humanos o el parricidio. ¿Por qué? No porque los animales o el árbol carezcan de razón para darse cuenta de que lo que hacen está mal. Si la función de la razón es discernir que lo que se hace está mal, lo que se hace debe estar mal con independencia de nuestro discernimiento de que es así. Pero de ninguna manera consideramos capaces de virtud y vicio a árboles y animales. Por lo tanto: puesto que nuestra captación racional de las relaciones entre árboles y animales no difiere de nuestra captación racional de las relaciones entre los seres humanos, el juicio moral no puede fundarse sobre la captación racional. «La moralidad, por consiguiente, pertenece más bien a la esfera del sentimiento que a la del juicio.»45 «Tómese cualquier acción reconocida como viciosa: por ejemplo, el asesinato premeditado. Examínesela desde todos los ángulos y véase sí es posible encontrar ese hecho o existencia real que se denomina vicio. De cualquier forma que se la considere sólo se advierten ciertas pasiones, móviles, voliciones y pensamientos. No hay ningún otro hecho en la situación. El vicio se nos escapa por completo en la medida en que nos limitamos a considerar el objeto. No se lo puede encontrar hasta que se dirige la reflexión al propio interior y se encuentra un sentimiento de desaprobación que surge en uno mismo con respecto a la acción. Aquí hay una realidad, pero se trata de un objeto del sentimiento y no de la razón. Se encuentra en uno mismo y no en el objeto.»46 «Tener conciencia de la virtud no es más que sentir una particular satisfacción ante la contemplación de una persona. El sentimiento mismo constituye nuestra alabanza o admiración47».

¿Quiénes son aquí los blancos de Hume? No son sólo los filósofos racionalistas como Malebranche, Montesquieu y Wollaston, aunque éstos no son descuidados. En una famosa nota a pie de página se llama la atención sobre William Wollaston, el autor deísta de The Religion of Nature Delineated (1722). Wollaston fue el autor de la ingeniosa, pero perversa teoría de que la distinción que la razón capta entre la virtud y el vicio no es más que la distinción entre lo verdadero y lo falso. Toda maldad es una especie de mentira, y la mentira es la afirmación o representación de lo que es falso. La afirmación de que algo está mal es, simplemente, la afirmación de que es una mentira. El robo es malo porque implica representar lo que pertenece a otra persona como propio al considerarlo como si perteneciera a uno mismo. El adulterio es malo porque al tratar a la esposa de otro como si fuera la propia se la representa como si fuera la propia. Hume destruye esta teoría en una forma espléndida. En primer lugar, señala que convierte la maldad del adulterio en la falsa impresión que da de las propias relaciones matrimoniales, y por eso acarrea la consecuencia de que el adulterio no es malo siempre y cuando se cometa sin ser observado. Y en segundo lugar, Hume indica que la teoría impide, en caso de ser verdadera, explicar por qué la mentira es mala. Pues la noción de maldad ya ha sido explicada en términos de la noción de mentira. En todo caso, Wollaston confundió la mentira (que implica la intención de engañar) con la simple afirmación de lo que de hecho es falso. Pero Hume se preocupa por establecer un tipo de argumentación que tenga una aplicación más general. Quiere demostrar que las conclusiones morales no pueden basarse en nada que la razón pueda establecer, y que es lógicamente imposible que alguna auténtica o pretendida verdad fáctica pueda proporcionar una base para la moralidad. Así, se dedica a refutar una ética con base teológica tanto como el racionalismo.

Cuando Hume se estaba muriendo fue visitado por su amigo, el piadoso y lascivo Boswell, que estaba ansioso por ver el arrepentimiento del gran escéptico en su lecho de muerte. Hume decepcionó a Boswell al permanecer inmune a los consuelos del teísmo o la inmortalidad, pero éste ha dejado un espléndido relato de su conversación. «Le pregunté si no había sido Religioso cuando era joven. Contestó que sí y que había leído el Whole Duty of Man y redactado un resumen del catálogo de vicios que aparecía al final del libro con el fin de examinarse de acuerdo con él, omitiendo el robo y el asesinato y otros vicios frente a los que no se le presentaba ninguna opción, ya que no estaba inclinado a cometerlos».

El Whole Duty of Man fue una obra de devoción popular del siglo XVII, escrita probablemente por el teólogo realista Allestree. Está lleno de razonamientos en que las premisas son fácticas, en el sentido de que Dios ha hecho algo o nos ha dado algo; y las conclusiones son morales, en el sentido de que, por lo tanto, debemos realizar algún deber particular. Así se sostiene que «si alguien se aflige por algo que puedo proporcionarle, esa aflicción suya me coloca en la obligación de satisfacerlo, y esto con respecto a toda suerte de acontecimientos. Ahora bien, el fundamento de que sea una obligación es que Dios me ha dado capacidades no sólo para su propio uso, sino para el mejoramiento y beneficio de los demás48». Hume resume su oposición a tales argumentos en un famoso pasaje: «No puedo dejar de añadir a estos razonamientos una observación que quizá se considere de alguna importancia. En todos los sistemas de moralidad que he encontrado hasta ahora siempre he observado que el autor procede por algún tiempo según la forma ordinaria de razonar y establece la existencia de Dios o hace observaciones sobre los asuntos humanos. Pero de repente me sorprendo al ver que en lugar de es y no es, las cópulas usuales de las proposiciones, no doy con ninguna proposición que no esté conectada con un debes o no debes. Este cambio es imperceptible; pero tiene, sin embargo, consecuencias extremas. Como este debes o no debes expresa una nueva relación o afirmación es necesario que sea observado y explicado, y que al mismo tiempo se ofrezca una razón para lo que parece totalmente inconcebible, es decir, cómo esta nueva relación puede deducirse de otras que son completamente distintas de ella. Pero como los autores comúnmente no toman esta precaución, me atrevo a recomendarla a los lectores y estoy persuadido de que este pequeño cuidado podría destruir todos los sistemas vulgares de la moralidad y dejarnos ver que la distinción entre la virtud y el vicio no se funda meramente en las relaciones entre los objetos, ni es percibida por la razón.»49

¿Cómo quiso Hume que se entendiera este pasaje? Ha sido interpretado casi universalmente como si afirmara la existencia de dos clases de afirmaciones —fácticas y morales— cuya relación es tal que ningún conjunto de premisas fácticas puede implicar una conclusión moral. Esto se ha considerado como un caso especial de la verdad lógica más general de que ningún conjunto de premisas fácticas puede implicar una conclusión valorativa. ¿Cómo definen moral y valorativo los autores que suponen no sólo que éste ha sido el sentido de Hume sino también que se trata de un descubrimiento decisivo sobre la lógica del discurso moral? No pueden definir ni moral ni valorativo mediante la noción de no ser implicado por premisas fácticas. Si lo hicieran, no podrían considerar el pretendido descubrimiento de que las conclusiones morales no pueden estar implicadas en premisas fácticas más que como una tautología del tipo más insignificante. Tampoco es plausible definir moral, e incluso valorativo, en términos de su función de guiar o no guiar la acción, si la definición ha de permitimos contraponer estos términos a fáctico. Es evidente que aseveraciones puramente fácticas como «la casa se está incendiando» o «ese hongo que usted está por comer es venenoso», son capaces de guiar la acción. ¿Cómo ha de entenderse, entonces, la posición de ellos? Quizá de la siguiente manera.

La expresión «tú debes» ofrece aspectos muy complejos. Difiere del modo imperativo de los verbos a los que se aplica por lo menos de dos maneras que se relacionan. La primera y fundamental es que el uso de debes implicó originalmente la capacidad del hablante para sustentar su debes con una razón, mientras que el uso del simple imperativo no contiene ni contenía una implicación semejante. Las razones que pueden emplearse para sustentar un debes son de distinto tipo: «Tú debes hacer eso si quieres alcanzar tal y cual cosa»; o «tú debes porque eres un jefe (tutor, sereno)», etcétera. Como el debes del «tú debes» se apoya en razones siempre tiene un campo de aplicación que va más allá de la persona a la que se dirige inmediatamente, es decir, se aplica a toda la clase de personas con respecto a las cuales tiene vigencia la razón implicada o afirmada (la clase de los que quieren lograr tal y cual cosa y la clase de los jefes en los dos ejemplos). Ésta es la segunda diferencia entre debes y los imperativos.

En esta situación original, lo que distinguió al debes moral de otros usos fue el tipo de razón implicado o dado en apoyo del mandato. Dentro de la clase pertinente de razones había varias especies: por ejemplo, «tú debes hacer esto si quieres vivir de acuerdo con este ideal» (ser un hombre magnánimo, un perfecto caballero medieval o uno de los santos) y «tú debes hacer esto si quieres cumplir tu función de…». Pero a medida que los ideales compartidos y las funciones aceptadas desaparecen en la era del individualismo, los mandatos tienen una sustentación cada vez menor. El fin de este proceso es la aparición de un «tú debes…» no sustentado en razones, que anuncia el vacío de las reglas morales tradicionales en lo que se refiere a los fines, y que se dirige a una clase ilimitada de personas. Para este debes se reclama el título de el deber ser moral. Tiene dos propiedades: nos dice lo que tenemos que hacer como si fuera un imperativo, y se dirige a cualquiera que esté en las circunstancias pertinentes. Si se responde a este uso de «tú debes» preguntando: «¿Por qué debo?», la única contestación posible en última instancia es: «Simplemente debes», aunque pueda haber una forma inmediata de réplica en que algún mandato particular se deduce de un principio general que contiene el mismo debes.

Es evidente que este debes no puede ser deducido de ningún es; y como probablemente apareció por vez primera en el siglo XVIII, quizá sea el debes al que se refiere Hume. Una lectura atenta del pasaje no nos aclara si Hume afirma que el paso del ser al deber ser exige un gran cuidado o si señala que de hecho es lógicamente imposible. O sea: no resulta claro si llega a la conclusión de que la mayor parte de los tránsitos del ser al deber ser han sido falaces, o si infiere que un paso semejante ha de ser necesariamente falaz. Algún apoyo muy limitado para preferir la primera interpretación a la segunda quizá pueda extraerse del hecho de que en la propia filosofía moral de Hume se efectúa claramente el tránsito del ser al deber ser. Pero no debe darse demasiada importancia a esto, ya que Hume es un autor notablemente incoherente. Sin embargo, ¿cómo realiza Hume este paso?

Como ya hemos visto, Hume sostiene que cuando llamamos virtuosa o viciosa a una acción estamos diciendo que despierta en nosotros un cierto sentimiento o que nos complace de cierta manera. ¿De qué manera? Hume deja sin responder esta pregunta. Pasa a explicar por qué tenemos las reglas morales que tenemos y por qué juzgamos virtuoso a esto más bien que a aquello. Los términos básicos de esta explicación son la utilidad y la simpatía. Considérese, por ejemplo, la explicación que da Hume de la justicia en el Tratado. Comienza preguntando por qué aceptamos y obedecemos reglas que frecuentemente nos convendría violar. Niega que estemos constituidos por naturaleza en una forma tal que tengamos una preocupación natural por el interés público más bien que por el privado. «Puede afirmarse que no hay tal pasión en las mentes humanas como el amor a la humanidad, meramente en cuanto tal, con independencia de las cualidades personales, de los servicios, o de la relación con uno mismo.»50 Si el interés privado nos lleva a burlarnos de las reglas y no tenemos ninguna preocupación natural por el interés público, ¿cómo surgen las reglas? En razón de que es un hecho que sin reglas de justicia no habría propiedad estable y, sin duda, dejaría de haber propiedad, ha sido creada una virtud artificial: la de someterse a las reglas de la justicia. Manifestamos esta virtud quizá no tanto porque tengamos conciencia de los beneficios que derivan de nuestra observación de las reglas sino porque tenemos conciencia del daño que sufriremos si otros las transgreden. El beneficio a largo plazo proveniente de la insistencia en el cumplimiento estricto de las reglas siempre supera el beneficio a corto plazo que se obtiene al violarlas en una ocasión particular.

En la Investigación, la naturaleza humana aparece menos interesada en sí misma. «Parece también que en nuestra aprobación general del carácter y los modales, la tendencia útil de los intereses sociales no nos impulsa por alguna consideración del interés propio, sino que tiene una influencia mucho más amplia y universal. Parece que una tendencia al bien público y a la promoción de la paz, la armonía y el orden en la sociedad siempre nos coloca —al afectar los principios benevolentes de nuestra disposición— del dado de las virtudes sociales.»51 Pero lo que resulta claro es que Hume elabora un cuadro alterado de la naturaleza humana ante la necesidad de proporcionar el mismo tipo de explicación y justificación de las reglas morales. Estamos constituidos de tal manera que tenemos ciertos deseos y necesidades, y éstos se ven favorecidos por el mantenimiento de las reglas morales. De ahí su explicación y justificación. En una explicación semejante comenzamos por cierto con un es y terminamos con un debes.

Hume es moralmente un conservador en la mayor parte de sus consideraciones. Su punto de vista escéptico sobre la religión lo llevó a atacar la prohibición del suicidio pero en general es un vocero del statu quo moral. La falta de castidad en las mujeres es más inmoral que en los hombres, porque puede producir una confusión sobre los herederos y poner en peligro los derechos de propiedad. La obligación natural de comportarse rectamente no es tan fuerte entre los príncipes en sus transacciones políticas como entre los individuos particulares en sus transacciones sociales, ya que la ventaja que puede obtenerse al obedecer a las reglas es mucho más grande entre los individuos de un Estado que entre los soberanos que están a la cabeza de los Estados. Confesadamente, Hume se dedica sobre todo a explicar por qué tenemos las reglas que tenemos y no a una tarea de crítica. Aquí precisamente reside su debilidad.

Hume considera dadas las reglas morales, en parte porque considera dada la naturaleza humana. Aunque historiador, fue esencialmente un pensador ahistórico. Los sentimientos, los afectos, las pasiones no son problemáticos y no pueden criticarse. Simplemente tenemos los sentimientos que tenemos. «Una pasión es una existencia original». Pero los deseos, emociones, etcétera, no son meros sucesos: no son sensaciones. Pueden, en grados diversos, ser modificados, criticados, rechazados, desarrollados, etcétera. Esta situación no es examinada seriamente ni por Hume ni por sus sucesores.

Richard Price, un ministro de la secta de los unitarios, fue quizás el más importante de los sucesores inmediatos de Hume. Price sostiene en su Review of the Principal Questions and Difficulties of Morals (1757) que las distinciones morales tienen un fundamento intelectual en la forma en que lo indicaron los racionalistas, y que la captación de los primeros principios de la moral no responde a un razonamiento sino a la comprensión de la evidencia propia que poseen. Debes, y otros términos morales semejantes, no pueden explicarse en función de un estado del sentimiento, en parte porque siempre puedo preguntar: «¿Debo tener este sentimiento?». Si se me pide que justifique mis juicios, sólo puedo evitar una viciosa regresión al infinito si admito que hay algunas acciones que se aprueban en última instancia, y para cuya justificación no puede darse ninguna razón. Si se me pide que explique el concepto de deber u obligación, sólo puedo responder que su significado es evidente para cualquier ser racional. Los conceptos básicos de bien y mal son «ideas simples» no susceptibles de un análisis ulterior.

Después de Hume, el único otro moralista digno de nota es su amigo el economista Adam Smith. Lo mismo que Hume, Smith invoca la simpatía como fundamento de la moral. Hace uso de una imagen que también aparece en Hume: el imaginario espectador imparcial de nuestras acciones que proporciona la norma por la cual han de ser juzgadas. Smith disiente con Hume sobre la cuestión de la utilidad. Cuando aprobamos moralmente la conducta de un hombre lo hacemos primordialmente porque es adecuada o apropiada y no porque sea útil. El discernimiento de la propiedad en nuestras propias acciones es la guía para la conducta correcta; o, más bien, debemos preguntar si el espectador imaginario consideraría apropiadas nuestras acciones. Así salvamos las parcialidades del amor a sí mismo. Los detalles de la exposición de Smith están llenos de interés. Su tesis central nos deja con la dificultad que encontramos en escritores anteriores. Dada la explicación psicológica de la naturaleza humana que ha sido propuesta, ¿por qué debemos asumir la actitud que tomamos con respecto a los preceptos morales? Si necesitamos preceptos morales para corregir el amor a sí mismo, ¿cuál es la naturaleza de esta necesidad presente en nosotros?

Toda la dificultad surge de la forma en que la exposición se presenta en dos etapas. En primer lugar, se caracteriza la naturaleza humana, y las reglas morales se introducen como un apéndice y han de ser explicadas como expresiones de la naturaleza ya especificada o medios para su satisfacción. Pero la naturaleza humana que se especifica es una naturaleza humana individualista, indócil a las reglas morales.

Y en todo caso, ¿no nos encontramos de vuelta con una nueva forma del error cometido por los sofistas y Hobbes? ¿Podemos realmente caracterizar a los individuos con independencia y anterioridad a su adhesión a ciertas reglas?

Los sucesores de Hume y Adam Smith en la filosofía escocesa tienen poco que decirnos. Thomas Reid fue un racionalista dentro del espíritu de Price. James Beattie, Dugald Stewart y Thomas Brown pertenecen a la clase de críticos de Hume atacados por Kant a causa de sus incomprensiones epistemológicas de aquél. En otras partes, en efecto, hemos de encontrar las más altas realizaciones del siglo XVIII en ética. Pero la esterilidad de los sucesores de Hume no es accidental. Habían heredado un conjunto de problemas insolubles. No es sorprendente que hayan afirmado, como Stewart, la existencia de percepciones morales evidentes por sí mismas; o señalado, como Brown, que Dios ha creado nuevas emociones en forma tal que aprobamos lo que es más prudente aprobar. Semejantes invocaciones a la evidencia, contenidas en todos sus argumentos, constituyen, en el mejor de los casos, estrategias defensivas para cualquier posición moral que sea considerada parte del sentido común. Y puesto qué el sentido común no es más que una amalgama de claridades y confusiones pasadas, es improbable que los defensores del sentido común nos iluminen.