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Nuevos valores

Hobbes y Spinoza dieron a sus contemporáneos la impresión de inmoderados innovadores. Ambos recibieron el mote de «ateos», que se empleó en la Europa del siglo XVIII casi con tanta precisión como se emplea el mote «comunista» en la América del siglo XX. Spinoza fue expulsado de la sinagoga, y Hobbes fue atacado por el clero anglicano. Y justamente porque se encontraban tan lejos de sus contemporáneos, sólo dan expresión en una forma relativamente indirecta a los dilemas comunes y compartidos de su sociedad. Pero las preguntas que plantean y los valores que manifiestan —por diferentes que sean— pronto se convierten en preguntas y valores que moldean toda una forma de la vida social. Y de diversas maneras, las cuestiones filosóficas y las cuestiones prácticas comienzan a relacionarse más estrechamente. Esa diversidad se debe a los diferentes contextos que las distintas circunstancias sociales proporcionan a la relación. En Francia, por ejemplo, al analizar los conceptos del orden político y social existentes, los de soberanía, derecho, propiedad y otros semejantes, la filosofía se convierte en una crítica de ellos, y así en un instrumento para la crítica del orden establecido. En Inglaterra, en cambio, al analizar los conceptos del orden existente, la filosofía frecuentemente les proporciona una justificación. Las diferencias entre Francia e Inglaterra se explican en parte por el hecho de que el orden social inglés ofrece a muchos escritores franceses del siglo XVIII un modelo en función del cual pueden criticar su propia sociedad; mientras que en Inglaterra no existe todavía un modelo semejante, aunque la Revolución Francesa permitiría a Francia devolver la atención a fines del siglo.

Sin embargo, se pueden señalar en Inglaterra las etapas por las que un esquema moral se transformó en uno muy distinto. Podemos emplear esta historia para explicar parcialmente cómo la crítica filosófica puede tener relaciones muy distintas con el cambio social en diferentes períodos. Puede haber sociedades en que se emplean diversos criterios para justificar y explicar las normas morales, sociales y políticas. ¿Obedecemos a las reglas admitidas y tendemos a los ideales admitidos porque Dios los autoriza? O bien, ¿porque los prescribe un soberano con autoridad legítima? O bien, ¿porque obedecerlos es de hecho un medio para formas de vida más satisfactorias? O bien, ¿porque en caso contrario seremos castigados o dañados por los que detentan el poder? A un nivel práctico quizá sea innecesario e irrelevante decidir entre estas alternativas. Si las normas que se consideran finalmente justificadas parecen estar igualmente justificadas con independencia de los criterios empleados al juzgarlas, los argumentos relacionados con la forma adecuada de justificar nuestras normas tendrán, al parecer, un alcance puramente teórico, y serán importantes para agudizar los ingenios en las escuelas, pero irrelevantes para la acción en el campo o en el mercado.

El cambio social, sin embargo, puede sacar a la teoría de las escuelas y llevarla no sólo al mercado sino también al campo de batalla. Considérese lo que puede suceder en un orden social en que se separan lo sagrado y lo secular, la Iglesia y el Estado, el rey y el parlamento, o los ricos y los pobres. Los criterios que daban las mismas respuestas a las preguntas: «¿Qué normas debo aceptar?» y «¿qué debo hacer?», proporcionan ahora diversas respuestas derivadas de una nueva lucha entre criterios rivales. Ya no se identifican más lo que Dios ordena o se supone que ordena, lo que tiene tras si la sanción del poder, lo que recibe el respaldo de la autoridad legítima, y lo que parece llevar a la satisfacción de los deseos y necesidades contemporáneos. Que el argumento ya no es el mismo que antes puede quedar disimulado por el hecho de que los partidarios de los diferentes criterios intentarán con toda naturalidad eliminar a sus rivales del terreno del debate mediante una redefinición que trate de mostrar, con Hobbes, que la autoridad legítima no es más que el poder victorioso; o, con los puritanos, que el mandato de Dios es lo que reconoceríamos como satisfacción de nuestros deseos o necesidades si no estuviéramos tan completamente corrompidos por obra del pecado; o, con los realistas, que la obediencia a la autoridad legítima del rey equivale a un mandato de Dios. No obstante, podemos advertir que los criterios se han separado, y al reconocer esto, nos damos cuenta de la importancia de las preguntas que son a la vez morales y filosóficas.

¿Qué clase de fundamento es lógicamente adecuado para las reglas morales? ¿Qué clase de garantía requieren? Hasta ahora, hemos encontrado, por lo menos, tres respuestas fundamentales en la historia la ética. La primera indica que forman parte de un estilo de vida humana en que nuestros deseos y disposiciones se moldean y educan para el reconocimiento y búsqueda de ciertos bienes (Platón y Aristóteles).

Para la segunda, las reglas morales participan de un conjunto de mandamientos divinos en relación con los cuales la obediencia es recompensada y la desobediencia es castigada (cristianismo). Y la tercera respuesta indica que las reglas morales están destinadas a señalar qué acciones satisfarán en mayor grado nuestros deseos actuales (los sofistas y Hobbes). Cada una de estas respuestas determina una moralidad distinta, y cada una de ellas determina una forma y una categoría lógica distinta para los juicios morales. Para la primera, el concepto clave es «bueno», usado funcionalmente, y los juicios claves son que ciertas cosas, sectores o personas son buenos, es decir, bien adecuados para ciertos papeles o funciones en el cuadro subyacente de la vida social, que esta visión siempre tiene que suponer. Para la segunda, el concepto clave se expresa por «tú debes» y los juicios claves expresan consecuencias de recompensa y castigo. Para la tercera, los conceptos claves son los de medios en relación con un fin dado y los de nuestros deseos tal como son, y los juicios claves tienen una forma correspondiente. Es sin duda obvio, y ya se ha puesto de relieve, que es posible variar y combinar en todo sentido estas tres soluciones. La síntesis tomista de lo griego y lo cristiano es la más importante. Pero ¿cómo nos decidimos por una de ellas? Es evidente que el establecimiento de una forma lógica como la forma del juicio moral, y la eliminación de las restantes como ilegítimas, sería un procedimiento arbitrario e ilegítimo en sí mismo. Pero podemos ocuparnos de la teoría de la naturaleza humana y el universo presupuesta en cada una de esas perspectivas. Así, la superioridad de la visión griega —por lo menos, en su forma aristotélica— frente a cualquiera de sus rivales resulta evidente, al menos en dos aspectos en relación con el cristianismo, y al menos en uno con respecto a la visión de «las acciones cuyas consecuencias serán las más deseables». Comencemos por la segunda. Es indudable que muchos deseos, tal como se manifiestan, necesitan de crítica y corrección. Decir que las reglas morales están destinadas a aumentar el placer y a disminuir el dolor implica olvidar que el placer que proporcionó a los cristianos medievales y a los alemanes modernos la persecución de los judíos quizás haya superado el dolor causado a los judíos y justifique, por lo tanto, la persecución. El no haber examinado los méritos de este argumento quizá sea moralmente favorable para los que defendieron esta posición, pero intelectualmente significa que han ignorado a la vez la posibilidad de transformar la naturaleza humana y los medios disponibles para criticarla en los ideales que están implícitos no sólo en los sueños heroicos privados de los individuos, sino en la forma misma en que pueden representarse las acciones en una sociedad dada. Pues no tenemos que considerar a la vida ideal de Aristóteles, al ideal de un santo cristiano o a los ideales de la caballería como intenciones privadas: son los ideales implícitos en la forma de vida de los caballeros griegos, en la de la Iglesia cristiana en su medio pagano, o en la de las instituciones de la caballería y la guerra. Separar a estos ideales del medio social es quitarles su contenido significativo; fue Carlos Marx el que observó que no todo orden económico es igualmente compatible con la caballería errante. Pero dentro de su medio social natural, estos ideales pueden ser usados para criticar no sólo las acciones, sino las metas y deseos reales.

El cristianismo comparte con el punto de vista aristotélico la ventaja de no considerar a nuestros deseos existentes como dados, y encarna un ideal moral que es ajeno a los dos puntos de vista restantes: el ideal que se manifiesta al decir que de una manera u otra todos los hombres son iguales ante Dios. La línea divisoria catre todas las moralidades que son moralidades para un grupo y todas las moralidades que son moralidades para los hombres como tales, ha sido trazada históricamente por el cristianismo. Esta doctrina en su forma secular, como una exigencia de mínimos derechos iguales para todos los hombres y, por lo tanto, de un mínimo de libertad, es la principal realización del cristianismo en el siglo XVII, y se expresa fundamentalmente en el manifiesto de los cavadores y en ciertas reclamaciones de algunos niveladores. Los movimientos de izquierda en el ejército parlamentario en la guerra civil inglesa expresan por primera vez conceptos seculares de libertad e igualdad que rompen con todas las formas tradicionales de jerarquía social. Antes de examinar estos nuevos conceptos debemos considerar lo que sucedió con el cristianismo.

Las más grandes debilidades morales del cristianismo son dos: en primer lugar, la no desleída amplitud de sus compromisos metafísicos; y en segundo lugar, el hecho de que tiene que afirmar que el sentido y el propósito de esta vida y este mundo han de encontrarse finalmente en otro mundo. Mientras los hombres consideren que una insatisfacción es inherente a esta vida, es probable que se interesen por las afirmaciones del cristianismo; pero en la medida en que encuentren proyectos y propósitos adecuados, es probable que ese interés disminuya. Y con la expansión vital que se hace posible mediante el crecimiento económico, las religiones ultramundanas sufren, en efecto, un desgaste universal. Pero lo que es más importante es que la creencia en un Dios de cualquier especie se convierte cada vez más en un formalismo, si es que no se la abandona realmente. Se produce paralelamente un proceso de critica intelectual de las creencias religiosas y un proceso de abandono social.

Desde el punto Je vista intelectual, primero los deístas y luego los escépticos cuestionan la posibilidad de los milagros, la verdad de las narraciones históricas sobre las que pretende descansar el cristianismo, las pruebas tradicionales de la existencia de Dios, y la intolerancia de la moralidad eclesiástica. Desde el punto de vista social, lo que era una moralidad religiosa se convierte cada vez más en una forma y marco religioso que oculta o decora meramente ideales y objetivos puramente seculares. Como cuestión histórica, la culminación de este proceso en el siglo XVIII constituye una victoria para la moralidad cuyo linaje incluye a Hobbes y a los sofistas.

En los siglos XVII y XVIII, en Inglaterra y en Nueva Inglaterra, el puritanismo se convierte, de una crítica del orden establecido en nombre del rey Jesús, en un apoyo a las nuevas actividades económicas de las clases medias. Al final de este proceso emerge un hombre económico plenamente realizado, y en el transcurso, la naturaleza humana aparece como algo dado y la necesidad humana o lo que sirve para satisfacerla, como una simple y única norma de acción. La utilidad y el provecho son considerados como nociones claras y lúcidas que no requieren ninguna justificación ulterior. Este proceso puede verse muy claramente ejemplificado en los escritos de Defoe, que tenía una conciencia poco usual de sí mismo y también de la naturaleza de la época. Advierte que el cristianismo del período del «Commonwealth» se ha desvanecido: «… no se encontrará un fervor semejante por la religión cristiana en nuestros días y quizá tampoco en ninguna otra región del mundo, hasta que en el cielo suenen las trompetas, y las gloriosas legiones desciendan con el propósito de propagar la obra y reducir a todo el mundo a la obediencia al rey Jesús; un tiempo que según algunos no está lejos, pero acerca del cual no he oído nada, ni una sola palabra, en mis viajes e iluminaciones34». Además, todos los héroes de Defoe son impulsados por los valores de la contabilidad a doble entrada, y a los sentimientos humanos sólo se les permite entrar por los intersticios dejados por el espíritu de ganancia. Como lo expresa Moll Flanders, «con dinero en el bolsillo se está en casa en cualquier lado». Crusoe vende como esclavo por sesenta piezas al pequeño moro sin el cual no hubiera escapado de la esclavitud y al que había decidido «amar por siempre» (con una promesa, según admite, por parte del comprador de liberar al esclavo después de diez años, siempre y cuando, desde luego, se haya convertido al cristianismo). Las esposas de los colonos en The Farther Adventures of Robinson Crusoe son evaluadas completamente en términos económicos. Con frecuencia es verdad en relación con los personajes de Defoe que «el gozo está subordinado al capital, y el individuo que goza al individuo que capitaliza». Marx, que escribió estas palabras sobre la naturaleza humana capitalista, hubiera apreciado la conclusión de Defoe de que la utilidad es «el placer más grande, estimado con justicia por todos los hombres buenos como el fin más noble y verdadero de la vida, en el que los hombres se acercan más al carácter de nuestro amado salvador, quien se dio a la práctica del bien».

La afirmación de los valores económicos y la absorción por ellos de los valores religiosos sólo constituye un aspecto de la cuestión. Ya he mencionado la creciente importancia del concepto de «individuo». El individuo entra ahora en escena con una venganza. Robinson Crusoe se convierte en la biblia de una generación que incluye a Rousseau y a Adam Smith. La novela, con su énfasis en la experiencia individual y su valor, está a punto de surgir como la forma literaria dominante. La vida social se convierte fundamentalmente en un terreno para las luchas y conflictos entre las voluntades individuales. El primer predecesor de todos estos individuos quizá sea el Satán de Milton, que convirtió a Blake al partido del diablo y ha sido considerado como el primer whig. El lema de Satán, Non serviam, indica no sólo una rebelión personal contra Dios, sino una rebelión contra el concepto de una jerarquía estatuida e inmutable. La complejidad y el interés de Satán residen en el hecho de que tiene que rechazar esta jerarquía y a la vez no puede hacerlo. La única alternativa en relación con la servidumbre es la monarquía, pero la monarquía implica la jerarquía que la rebelión rechaza. Tom Jones, el descendiente espiritual de Satán, se ve atrapado igualmente en el mismo dilema. Conquista finalmente a su Sofía porque una combinación de cualidad personal y pura buena suerte le permite abrirse camino. Pero al fin y al cabo, si ha de tener realmente a su Sofía, tiene que mostrar que proviene de una buena familia, es decir, que él también pertenece en verdad por derecho a la clase de los propietarios de tierras. Los valores de la jerarquía social tradicional sólo se objetan a medias.

Así, encontramos una forma de la vida social en que un orden tradicional es atacado por formas innovadoras en que la libertad y la propiedad son las caras de una misma moneda. Abrirse camino es abrirse camino económicamente, al menos en primera instancia. Pero el símbolo del éxito sigue siendo la aceptación por parte de los que ya se encuentran en la cima del orden de cosas establecido. Sin embargo, esta misma movilidad en la sociedad y este mismo encuentro entre dos órdenes da lugar a preguntas radicales. Quizá las utópicas reclamaciones de libertad efectuadas por los cavadores y niveladores hayan caído en la libertad del puritano y del menos puritano mercader. Pero siguen siendo un fantasma que ronda al siglo XVIII. Hume se horroriza ante la sugestión de un derecho que entregue la propiedad a los más capaces de hacer uso de ella, o a los hombres en cuanto hombres. «Tan grande es la incertidumbre del mérito, tanto por su oscuridad natural como por la presunción propia de cada individuo, que si la humanidad llegara a poner en práctica una ley semejante, ninguna regla determinada de conducta podría derivarse de ella, y la disolución total de la sociedad sería el resultado inmediato. Los fanáticos pueden suponer que el dominio se funda en la grada y que sólo los santos heredan la tierra; pero el magistrado civil coloca con justicia a estos sublimes teóricos al mismo nivel que los ladrones comunes, y les enseña con la disciplina más severa que una regla que especulativamente quizá parezca ser más ventajosa para la sociedad, puede sin embargo ser completamente perniciosa y destructiva en la práctica. La historia nos enseña que hubo fanáticos religiosos de este tipo en Inglaterra durante la guerra civil… Los niveladores que reclamaban una distribución equitativa de la propiedad fueron una especie de fanáticos políticos, que surgieron de la especie religiosa y respondieron más abiertamente a sus pretensiones…»35.

¿Quiénes fueron, entonces, los niveladores y los cavadores? Y ¿por qué señalan un punto decisivo en la historia de la moralidad y acarrean consecuencias para la ética filosófica? ¿Cuál es la doctrina de la libertad que a comienzos del siglo XVIII se perdió por algún tiempo o se transformó? Es la doctrina de que todo hombre tiene derecho natural a ciertas libertades por el simple hecho de ser hombre. Los «cavadores» [Diggers] y los «niveladores» [Levellers] dieron diferentes interpretaciones a esta doctrina en el nivel económico: los cavadores eran partidarios de una comunidad de bienes y especialmente de la propiedad común de la tierra, mientras que los niveladores creían en la propiedad privada. Los mismos niveladores dieron en distintos momentos una expresión diferente e inconsistente a esta creencia en un nivel político. A veces pidieron el sufragio universal para los hombres, pero otras veces estuvieron dispuestos a excluir a los siervos y a los mendigos (que en el siglo XVII probablemente constituían más de la mitad de la población masculina de Inglaterra). Detrás de sus reclamaciones específicas estaba siempre la doctrina expresada por el coronel Thomas Rainborough en los debates de Putney: «Realmente creo que el más pobre que se encuentra en Inglaterra tiene una vida para vivirla como el más grande; y, por lo tanto, creo en verdad que es evidente que todo hombre que ha de vivir bajo un gobierno debe primero colocarse por su propio consentimiento bajo ese gobierno.»36 Rainborough hizo estas afirmaciones en un debate entre representantes de los niveladores que integraban el ejército cromwelliano, y Cromwell, Ireton y otros jefes en Putney Heath en octubre de 1647. Se trataba de un debate sobre la posición política que el ejército debía tomar para la solución de los problemas después de la derrota del rey. Ireton y Cromwell querían concesiones limitadas de propiedad; Rainborough y otros replicaron que en tal caso los pobres que pelearon en el ejército parlamentario no obtendrían nada a cambio de sus sufrimientos. En lugar de reemplazar la tiranía por la libertad habrían cambiado la tiranía por la tiranía. Si hubieran sabido esto en un principio, no hubieran peleado nunca. La posición defendida por Rainborough en Putney en 1647 había sido expresada un año antes en términos teóricos por Richard Overton en su An Arrow Against All Tyrants. «A todo individuo en la naturaleza le es dada una propiedad (property) natural por naturaleza, la que no ha de ser invadida o usurpada por nadie. Así como cada uno es un sí mismo, también tiene su pertenencia (propriety) personal. De lo contrario, no sería un si mismo. Por ello nadie puede atreverse a despojarlo de ella sin cometer una afrenta y violación manifiesta de los principios mismos de la naturaleza, y de las reglas de equidad y de justicia entre los hombres. Mi norma y la tuya no puede ser sino ésta: Ningún hombre tiene poder sobre mis derechos y libertades, ni tampoco yo sobre los otros hombres. No puedo ser sino un individuo, gozar de mí mismo y de mi pertenencia personal, y no puedo establecerme más allá de mí mismo y atreverme a algo más. Al proceder así me convierto en usurpador e invasor de los derechos de otro hombre sobre el que no tengo derechos.»37

Así se introdujo en el mundo moderno la doctrina de los derechos naturales en su forma revolucionaria. La naturaleza de Overton es muy diferente de la de Hobbes: los principios de la naturaleza me impiden invadir el dominio de los demás en la misma medida en que me autorizan a resistir a quienes invaden mi dominio. ¿Qué es mi dominio, el «sí mismo» y la «pertenencia personal»? Esta última palabra es la predecesora inmediata de propiedad, pero no es la misma palabra. Overton entendió, lo mismo que Locke más adelante, que sólo puedo actuar como persona en la medida en que dispongo de un mínimo control sobre las cosas. Mi cuchillo, mi martillo o mi pluma quizá no son tan necesarios como mi mano, pero lo son en una forma comparable. Pero ¿de dónde obtiene este «sí mismo» sus derechos? El ataque al concepto de derecho natural normalmente asume la siguiente forma: Un derecho sólo puede ser reclamado o ejercido en virtud de un papel que autoriza a cierto grupo de personas a reclamar o ejercer ese derecho. Tales reglas se hacen comprensibles cuando se manifiestan en algún sistema de derecho positivo, puesto en vigencia por alguna legislatura soberana. Pero fuera del derecho positivo ordinario, la noción de derecho sólo parece tener sentido si se supone la existencia de un legislador divino que ha establecido un sistema de leyes para el universo. Sin embargo, Ja pretensión de que hay derechos naturales no descansa en una invocación a la ley divina, y tampoco descansa —ex hypothesi no puede hacerlo— en una invocación al derecho positivo. Pues el sistema legal particular no concede a algún individuo o clase dentro de la comunidad los derechos que él o ellos están autorizados a tener. Por eso se afirma que los pretendidos «derechos naturales» no satisfacen las mínimas condiciones necesarias para el derecho a existir y a ser reconocidos. Esta clase de critica llega, por lo tanto, a la conclusión de que a la doctrina de los derechos naturales le es inherente una confusión o de que no es más que una forma de expresar el principio moral de que todos los hombres deben tener ciertos derechos reconocidos y protegidos por el derecho positivo y sus sanciones. La segunda alternativa es sin duda errónea. Cuando los hombres invocan la doctrina de los derechos naturales nunca afirman meramente que deben gozar de ciertos derechos, sino que siempre tratan de dar un fundamento a su posición. Si esta crítica es correcta, debemos llegar, al parecer, a la conclusión de que la afirmación de los derechos naturales no tiene sentido. Pero ¿es correcta?

Si alguien me hace una reclamación y no invoca el derecho positivo para justificar su reclamación o no puede hacerlo, puedo preguntarle en virtud de qué la efectúa. Daría una explicación suficiente si pudiera establecer, en primer lugar, que yo había aceptado explícita o tácitamente su derecho mediante un contrato o promesa de la forma «si haces esto, entonces haré aquello», y, en segundo lugar, que él había realizado por su parte lo que estaba especificado en el contrato. O sea: todos los que desean formular una reclamación contra mí pueden hacerlo de derecho si pueden demostrar que he aceptado una cierta obligación contractual y que han cumplido todo lo que había sido estipulado en el contrato en cuestión. A partir de este argumento podemos volver una vez más a la doctrina de los derechos naturales.

La esencia de la afirmación de los derechos naturales es que nadie tiene un derecho frente a mí a menos que pueda citar algún contrato, mi consentimiento a él, y su cumplimiento de las obligaciones establecidas. Afirmar que tengo un derecho en una cuestión determinada equivale a decir que nadie puede interferir legítimamente conmigo a menos que pueda establecer un derecho específico contra mí en ese sentido. Así, la función de la doctrina del derecho natural es establecer las condiciones a las que debe adecuarse cualquiera que quiera sentar un derecho contra mí. Y «cualquiera» incluye aquí al Estado. Se infiere que cualquier Estado que reclame un derecho frente a mí, es decir, una autoridad legítima sobre mí —y mi propiedad— debe probar la existencia de un contrato, cuya forma ya hemos delineado, mi consentimiento a él, y el desempeño que el Estado ha tenido por su parte ante este contrato. Esta conclusión aparentemente trivial arroja mucha luz sobre la teoría política del siglo XVII y épocas posteriores. Explica por qué el contrato social es necesario para cualquiera que desee defender la legitimidad del poder estatal. Hobbes había comprendido mal el papel del contrato. No puede sustentar o explicar la vida social como tal, porque los contratos presuponen, como ya he señalado, la existencia de la vida social y por cierto de un grado bastante alto de civilización. Pero cualquier pretensión de legitimidad debe estar apoyada por alguna doctrina del contrato social. Esta pretensión es decisiva para el poder estatal en el siglo XVII. En la Edad Media, la legitimidad de la autoridad suprema, el príncipe soberano, se enlaza con todas las demás relaciones de obligación y deber que vinculan a superiores e inferiores. Estos lazos se aflojan fatalmente en el siglo XVII. Los hombres se enfrentan entre sí en un terreno en que el vínculo monetario de la economía de mercado libre y el poder del Estado centralizador han contribuido conjuntamente a destruir los lazos sociales sobre los que se fundaban las pretensiones tradicionales de legitimidad. ¿Cómo se podía legitimar el nuevo orden y especialmente el poder soberano? Las exigencias de un reconocimiento sobre la base del derecho divino y la autoridad de las Escrituras fracasan a causa de su arbitrariedad. Así, el Estado tiene que recaer en una invocación explícita o implícita al contrato social. Pero inmediatamente surgen dos cuestiones. La misma pretensión del Estado implica y posibilita un derecho prepolítico (y tal es la fuerza de natural) del individuo sobre el que se hace sentir la autoridad en el sentido de que haya un contrato al que preste su consentimiento y en relación con el Estado cumpla con su parte. Por supuesto, normalmente no hay un contrato semejante porque no hay tal consentimiento. Los individuos no tienen la oportunidad de expresar su consentimiento o su disentimiento. Así, la doctrina de los derechos naturales se convierte en una doctrina clave de la libertad, en cuanto muestra que la mayor parte de las pretensiones de la mayoría de los estados de ejercer una autoridad legítima sobre nosotros son y tienen que ser infundadas. Es evidente que esto acarrea consecuencias radicales en la moral y la política. Por eso se debe un gran paso adelante en la filosofía moral y política a pensadores muy olvidados como Rainborough, Winstanley el cavador, y Overton y otros niveladores. El olvido se debe a las diversas formas en que la doctrina se transformó durante las generaciones siguientes. Moralmente, como ya he explicado, los derechos del individuo se vincularon cada vez más con el derecho a la libertad en una economía de mercado. Políticamente, la doctrina de Locke desplazó a la de los pensadores mencionados. La doctrina de Locke es tan importante para la moral como para la política, y por eso debemos ocuparnos ahora de ella.