Lutero, Maquiavelo, Hobbes y Spinoza
Maquiavelo y Lutero son autores moralmente influyentes, que rara vez son examinados en los libros de filosofía moral. Esto constituye una pérdida, porque es a menudo en libros de escritores como éstos, más bien que en los de escritores más formalmente filosóficos, donde descubrimos conceptos que los filósofos consideran como los objetos dados de su examen en el curso de la elaboración. Maquiavelo y Lutero fueron autores muy en boga entre los Victorianos. Hegel y Carlisle, Marx y Edward Caird, todos reconocieron en ellos a los maestros de su propia sociedad, y en esto tenían razón. Maquiavelo y Lutero señalan de diversas maneras la ruptura con la sociedad jerárquica y sintetizante de la Edad Media, y los movimientos característicos hacia el mundo moderno. En ambos escritores aparece una figura que está ausente en las teorías morales en los períodos dominados por Platón y Aristóteles: la figura del «individuo».
Tanto en Maquiavelo como en Lutero, desde muy distintos puntos de vista, la comunidad y su vida ya no constituyen el terreno en el que transcurre la vida moral. Para Lutero, la comunidad es la mera puesta en escena de un drama eterno de salvación; los asuntos seculares están bajo el gobierno de príncipes y magistrados, a los que debemos obedecer. Pero nuestra salvación depende de algo más distinto de lo que pertenece al César. La estructura de la ética de Lutero se comprende mejor en la siguiente forma. Las únicas reglas morales verdaderas son los mandamientos divinos, y los mandamientos divinos se comprenden en una perspectiva occamista, es decir, no tienen otro fundamento o justificación ulterior que el de ser preceptos de Dios. La obediencia a tales reglas morales no puede equivaler a una satisfacción de nuestros deseos, porque nuestros deseos participan de la total corrupción de nuestra naturaleza. Así, hay un antagonismo natural entre lo que queremos y lo que Dios nos ordena realizar. La razón y la voluntad humanas no pueden hacer lo que Dios ordena porque se encuentran esclavizados por el pecado; por eso tenemos que actuar contra la razón y contra nuestra voluntad natural. Pero eso sólo puede hacerse por medio de la gracia. No nos salvamos por las obras, porque ninguna de éstas es buena en ningún sentido. Todas resultan de un deseo pecaminoso.
No podríamos estar más lejos de Aristóteles, «aquel bufón que ha descarriado a la Iglesia», según palabras de Lutero. La verdadera transformación del individuo es íntegramente interior; lo que importa es estar delante de Dios en temor y temblor como un pecador absuelto. De aquí no se sigue que no haya acciones que Dios ordene y otras que prohíba; pero lo que viene al caso no es la acción realizada o sin hacer, sino la fe que movió al agente. Sin embargo, hay muchas acciones que no pueden ser el fruto de la fe, y entre ellas se encuentran los intentos de cambiar los poderes existentes en la estructura social. La exigencia luterana de que nos ocupemos de la fe y no de las obras está acompañada por prohibiciones dirigidas contra ciertos tipos de obras. Lutero condenó la insurrección campesina y propugnó la masacre en manos de sus príncipes de los campesinos que se habían rebelado contra la autoridad legal. La única libertad que exige es la libertad para predicar el Evangelio; y todo lo que importa acaece en la transformación psicológica del creyente.
Aunque Lutero tuvo precursores católicos medievales en muchos temas doctrinarios particulares, no fue superado —y se vanaglorió de ello— en su defensa de los derechos absolutos de la autoridad secular. En esto reside su importancia para la historia de la teoría moral. La entrega del mundo secular a sus propios dispositivos se hace más fácil con su doctrina del pecado y de la justificación. Si en cada acción a la vez somos totalmente pecadores y nos encontramos completamente salvados y justificados por Cristo, la naturaleza de una acción como opuesta a otra no tiene importancia. Suponer que una acción puede ser mejor que otra es seguir todavía el modelo de la ley, de cuyas ataduras nos ha liberado Cristo. Lutero preguntó una vez a Catalina, su mujer, si ella era una santa, y cuando ella replicó: «¿Cómo, santa una pecadora tan grande como yo?», la reprochó explicando que todos los justificados por la fe en Cristo eran igualmente santos. En una perspectiva semejante es natural que la palabra mérito sea expurgada del vocabulario teológico, porque resulta imposible plantear el problema del mérito de una acción frente a otra.
La ley de Dios llega a ser, por lo tanto, sólo un modelo frente al cual nos juzgamos culpables y necesitados de redención, y los mandamientos de Dios se convierten en una serie de órdenes arbitrarias frente a las cuales toda exigencia de justificación natural es a la vez insensata e impía. Bueno y justo se definen en función de lo que Dios ordena, y el carácter tautológico de «es justo obedecer a Dios» y «Dios es bueno» no se considera como un defecto, sino como una contribución a la mayor gloria de Dios. «Dios es todopoderoso» sigue siendo, por supuesto, una proposición sintética; lo que Dios puede hacer es todo lo que puede hacer el hombre más poderoso y mucho más. Así, Dios no sólo es una omnipotencia, sino una omnipotencia arbitraria. Tomás de Aquino casi había logrado civilizar a Jehová convirtiéndolo en un aristotélico; Lutero lo transforma para siempre en un padre despótico. Y en este punto las semejanzas entre Lutero y Calvino son más importantes que las diferencias.
En primer lugar, Calvino también presenta un Dios acerca de cuya bondad no podemos juzgar, y cuyos mandamientos no podemos interpretar como destinados a conducirnos al τέλος al que apuntan nuestros deseos. Con Calvino, al igual que con Lutero, debemos tener la esperanza de la gracia para que seamos justificados y perdonados por nuestra incapacidad para obedecer a los mandatos arbitrarios de un déspota cósmico. En segundo lugar, aun en los casos en que, al parecer, Calvino se contrapone más a Lutero en su tratamiento del reino de lo secular, hay una identidad interior. Lutero tomó la actitud de San Pablo frente a los burócratas del imperio romano como modelo para su propia actitud frente al elector de Sajonia, y Calvino imitó la actitud de los profetas frente a los reyes de Israel y Judea en sus tratos con los magistrados de Ginebra. Si bien la teocracia de Calvino establece la soberanía del clero sobre los príncipes, sanciona la autonomía de la actividad secular en todos los niveles en que la moral y la práctica religiosa no entran directamente en conflicto con ella. Siempre que el sexo se circunscriba a los límites del matrimonio y la asistencia a la Iglesia sea obligatoria los domingos, la actividad política y económica puede llevarse a cabo sin ser obstaculizada por ningún tipo de sanciones. Sólo la más obviamente afrentosa es condenada, y la historia del calvinismo es la historia de la progresiva realización de la autonomía de lo económico. Como Calvino, Lutero escindió la moralidad: por una parte, hay mandamientos absolutamente incuestionables, que son, en lo que se refiere a los deseos y a la razón humanos, arbitrarios y ajenos a todo contexto, y, por la otra, hay reglas que se justifican a sí mismas en el orden político y económico.
«El individuo» es el súbdito de ambos reinos, y es un individuo precisamente porque se lo define en contraposición a Dios que lo crea y en contraposición al orden político y económico al que está subordinado. «Por primera vez —según escribe J. N. Figgis al referirse al periodo inmediatamente posterior a la Reforma— el individuo absoluto se opone al Estado absoluto.»27 El Estado se diferencia de la sociedad; en la Edad Media los lazos sociales y los lazos políticos mantienen una unidad, tal como la tuvieron para los griegos, aun cuando la unidad del feudalismo y la unidad de la πόλις fueron muy distintas. Un hombre sólo se relaciona con el Estado como súbdito, y no a través de una trama de relaciones sociales que enlaza en formas muy diversas a los inferiores con los superiores. Un hombre se relaciona con el orden económico sólo en cuanto tiene el poder legal de establecer contratos, y no a través de una posición definida en un conjunto de asociaciones y gremios vinculados. El proceso social de transición desde esta posición al contrato es lento y accidentado, y nunca tiene lugar de una vez para siempre. Una y otra vez diferentes sectores de la comunidad experimentan el choque de la disolución de los lazos patriarcales; una y otra vez se agudiza la conciencia del mercado libre y el Estado absoluto. Pero en cada caso surge una nueva identidad para el agente moral.
En las sociedades tradicionales, e incluso en la πόλις griega o bajo el feudalismo, un hombre se define en función de un conjunto de descripciones establecidas mediante las cuales se sitúa e identifica en relación con los demás hombres. Un motivo por el que puede conducir fácilmente a error hablar de una brecha lógica entre el hecho y el valor es que sugiere que en toda sociedad es igualmente cierto que podemos establecer primero los hechos de orden social y luego, como una tarea secundaria y lógicamente independiente, indagar cómo debe comportarse uno en esta sociedad. Pero esto sólo podría ser verdad con respecto a todas las sociedades si necesariamente se diera el caso de poder describir un orden social sin recurrir a los conceptos de deber y obligación, mientras que, de hecho, en muchas sociedades no podemos establecer una mínima identificación social de un individuo (como hijo de un jefe, como villano, o como miembro de tal o cual clase o familia), y mucho menos de la totalidad de su papel social, sin especificar que tiene tales o cuales obligaciones o deberes. A esto se responderá que en una sociedad tal la asignación de ciertos deberes a un hombre sólo puede ser un hecho vinculado con esa sociedad. No nos compromete a decir que el hombre debe cumplirlos. Pero esto puede conducir otra vez fácilmente a error. Implica la posibilidad de decir, por ejemplo: «No es verdad que el hijo de un jefe tenga que hacer tal y cual cosa»; pero en el lenguaje de la tribu esto es simplemente un enunciado valorativo falso, y en el lenguaje que usamos para describir la tribu es simplemente un enunciado descriptivo falso. Lo que es verdad, por supuesto, es que podemos caracterizar la vida de la tribu sin aceptar sus valores; pero esto implica no que podamos examinar, con independencia de su repertorio de descripciones sociales, la forma en que uno debe comportarse en este tipo de sociedad, sino más bien la posibilidad de plantear siempre una pregunta adicional con respecto al carácter bueno o malo de la continuación de este tipo de sociedad. Lo que a menudo no puede hacerse es caracterizar su vida social en sus términos fácticos y escapar a sus valoraciones.
Hay, por supuesto, muchas sociedades en las cuales el lenguaje de la descripción fáctica es tal que evita esta forma de compromiso con las valoraciones, y la transición de las formas tradicionales de la sociedad precapitalista en Europa occidental a la sociedad individualista y mercantil de los primeros tiempos del capitalismo es una transición de este tipo. Por consiguiente, no es sólo el caso de que el aristotelismo cristiano de Tomás de Aquino y el fideísmo cristiano de Lutero se basan en esquemas metafísicos excluyentes y competitivos, sino también de que proporcionan un análisis y una captación de diferentes vocabularios morales. Particularmente en el caso de Lutero, el análisis implícito en su predicación es casualmente eficaz; Lutero da un sentido a la experiencia moral de sus oyentes y, al hacerlo, conduce a la aceptación del marco en el que esa experiencia llega a ser interpretada en formas luteranas típicas. El rasgo crucial de la nueva experiencia es la experiencia de un individuo que está solo ante Dios. Cuando Lutero quiere explicar lo que es un individuo indica que al morir cada uno es el que muere y nadie más puede ocupar su lugar. Despojado de sus atributos sociales, abstraído —como un moribundo— de sus relaciones sociales, así se encuentra continuamente el individuo delante de Dios.
Así, el individuo no encuentra formulados ya, al menos en parte, sus compromisos valorativos mediante la mera respuesta a la pregunta por su propia identidad social. Su identidad sólo es ahora la del portador de un nombre dado que responde en forma contingente a ciertas descripciones (pelirrojo o de ojos azules, trabajador o comerciante), y tiene que hacer su propia elección entre posibilidades en pugna. De su situación fáctica tal como puede describirla en su nuevo vocabulario social no se infiere absolutamente nada acerca de lo que debe hacer. Todo viene a depender de su propia elección individual. Por otra parte, la preeminencia de la elección individual no sólo es una consecuencia de su vocabulario social, sino de las teorías derivadas de la teología.
En la ética aristotélica, como en las moralidades menos explícitas de las sociedades tradicionales, las necesidades y deseos humanos, entendidos de diversas maneras, proporcionan los criterios para juzgar las acciones de los hombres. La exposición aristotélica del silogismo práctico constituye aquí un modelo. La premisa mayor tiene siempre la forma: alguien desea algo (o lo necesita o se beneficiaría con ello). El razonamiento práctico comienza en este punto. Pero los hechos correspondientes a las necesidades y deseos humanos ya no pueden proporcionar en el siglo XVI un criterio para las elecciones del agente moral, o una premisa mayor para su razonamiento, al menos si toma en serio la acusación conjunta de luteranos y calvinistas de que sus deseos son totalmente depravados. Aun la teología popular de la Contrarreforma adopta una posición mucho más negra con respecto a la naturaleza humana que la de Tomás de Aquino. Como todos los deseos están corrompidos (aunque, como siempre, el sexo generalmente recibe la peor parte, y la rebelión política es su único cercano competidor), la elección queda abierta. El individuo tiene que elegir entre la salvación y la condenación, entre el beneficio y la privación, es decir, entre las múltiples formas conflictivas de conducta que reclaman su atención.
Tres conceptos fundamentales de alcance moral emergen, por lo tanto, del período de la Reforma: reglas morales a la vez incondicionales en sus exigencias y desprovistas de toda justificación racional; la soberanía del agente moral en sus elecciones, y la existencia de un reino de poder secular con normas y justificaciones propias. Tampoco es sorprendente que los nuevos conceptos sobre las reglas y el agente adopten un nuevo aspecto al ser colocados en este contexto secular. Además, el poder secular ya ha encontrado su propio Lutero en la figura de Maquiavelo, quien, lo mismo que aquél, tiene sus precursores medievales. Dentro del contexto del derecho natural, los teólogos medievales habían sostenido a menudo que ciertos fines políticos justificaban medios que normalmente no eran permitidos: la remoción de los tiranos por medio del asesinato es un ejemplo común. Powicke ha explicado cómo, desde Federico II y Felipe el Magnánimo en adelante, «el próximo paso consistió en identificar la ley natural de la necesidad con los impulsos naturales de una comunidad política, sus derechos a las fronteras naturales y a la afirmación de sí misma, y aun en identificar la necesidad no con la ley natural, sino con los dictados de la historia». Esta tendencia, en lo que se refiere a la Realpolitik, ya estaba adecuadamente expresada en el estado medieval, y el estado moderno simplemente ha empeorado esta Realpolitik por ser más poderoso. Maquiavelo es su primer teórico.
Se han hecho grandes esfuerzos para mostrar que, en contra de los dramaturgos isabelinos y a pesar de su notoria admiración por César Borgia, Maquiavelo no era un hombre malo. Esto se debe en parte a que la suya era evidentemente una personalidad atractiva, y existe la creencia difundida, aunque incorrecta, de que por alguna razón no se puede ser a la vez malo y atractivo. Pero con más importancia se debe a que las preferencias privadas y personales de Maquiavelo eran favorables por cierto a la democracia (en su acepción de la palabra, esto es: un poder dilatado y limitado, con la participación conjunta de pequeños señores y grandes comerciantes y la natural exclusión de los siervos y de quienes carecían de propiedad), a la generosidad, a la honestidad y a la sinceridad. Pero no debemos confundimos. Según Maquiavelo, los fines de la vida política y social están dados. Consisten en la obtención y conservación del poder, y en el mantenimento del orden político y la prosperidad general; estos últimos, en parte al menos, porque quien no los mantenga no subsistirá en el poder. Las reglas morales son reglas técnicas en relación con los medios para estos fines. Además, han de ser usadas dando por sentado que todos los hombres son en alguna medida corruptos. Podemos violar nuestras promesas y acuerdos en cualquier momento si eso conviene a nuestros intereses, ya que se supone que, como todos los hombres son malvados, aquellos con los que hemos establecido un contrato pueden en cualquier momento violarlo si sacan provecho de ello. Los hombres no deben actuar como piensan que deben hacerlo en una forma abstracta, sino como actúan los otros hombres. Como los otros hombres son influidos hasta cierto punto por la generosidad, la clemencia, y cosas semejantes, habrá lugar para ellas. Pero aun así, ocupan un lugar sólo como medios bien calculados para los fines del poder.
La ética de Maquiavelo es la primera, por lo menos desde algunos sofistas, en que las acciones se juzgan no como acciones, sino solamente en virtud de sus consecuencias. Por consiguiente, defiende la idea de que las consecuencias son calculables, y El príncipe y los Discursos sobre Tito Livio están dedicados en su mayor parte a ello. El estudio de la historia produce generalizaciones empíricas de las que podemos extraer máximas causales. Estas máximas es emplean para influir en otra gente. Aquí, nuevamente, Maquiavelo es a la vez un heredero de los sofistas y un precursor de escritores modernos. Debemos comprender nuestras valoraciones más bien como medios para influir en otra gente que como respuesta a la pregunta: «¿Qué he de hacer?». Se infiere también que Maquiavelo considera que la conducta humana está gobernada por leyes, y por leyes de las que los agentes mismos generalmente no son conscientes. Según Maquiavelo, es posible tener una visión muy simple de estas leyes, ya que se inclina a considerar la naturaleza humana, y sus móviles y aspiraciones, como intemporales e inmutables. Generalizaciones obtenidas de los antiguos romanos pueden aplicarse sin dificultades a la Florencia del siglo XVI. Sin embargo, «el individuo» aparece en una forma tan pura en Maquiavelo como en Lutero. Aparece así porque la sociedad no es sólo el terreno en que actúa sino también una materia prima potencial, sometida a leyes pero maleable, y destinada a moldearse de acuerdo con sus propios fines. El individuo no está constreñido por ningún vínculo social. Sus propios fines —no sólo los del poder, sino también los de la gloria y la reputación— constituyen para él los únicos criterios, aparte de los criterios técnicos del arte de gobernar. Así, encontramos por primera vez en Maquiavelo lo que llegará a ser un problema familiar: la combinación de una defensa de la soberanía del individuo en sus elecciones y metas con la opinión de que la conducta humana está gobernada por leyes inmutables. Es verdad que Maquiavelo distingue entre aquellos a quienes considera en calidad de gobernantes o gobernantes potenciales y aquellos a quienes considera en calidad de gobernados. Pero no tiene conciencia de contradicción.
Aunque presta un acatamiento verbal a la distinción entre ética y política, pone de manifiesto la irrelevancia de establecerla con demasiada precisión. Una distinción semejante depende de la existencia de una separación de tal tipo entre la vida pública y privada, qué cada uno pueda decidir lo que le conviene hacer sin preguntarse en qué orden político le es indispensable vivir, o porque considere a éste como un contexto dado e inalterable para la acción privada, o porque lo juzgue irrelevante por alguna otra razón. Maquiavelo se asemeja a Platón cuando pone en claro las ocasiones en que la ética y la política se unifican. Desde su época en adelante se abre cada vez más la posibilidad de que más y más gente participe en la alteración o modificación de las instituciones políticas, y por eso el orden político es cada vez con menor frecuencia un contexto dado e inalterable.
Finalmente, Maquiavelo nos ofrece una lección no sólo en sus enseñanzas explícitas sino por su ejemplo. En los períodos en que el orden social es relativamente estable, todas las cuestiones morales pueden plantearse dentro del contexto de las normas compartidas por la comunidad; en los períodos de inestabilidad, en cambio, las normas mismas son cuestionadas y sometidas a prueba ante los criterios representados por las necesidades humanas. Aunque vivieron la decadencia de la πόλις, Platón y Aristóteles dieron más por sentadas las formas e instituciones de aquélla, que Maquiavelo las formas e instituciones de la ciudad-estado italiana. Maquiavelo tiene más conciencia de las amenazas exteriores a Florencia por parte de las grandes potencias que la que tuvo alguna vez Aristóteles de la amenaza de Macedonia a Atenas. Al vivir en una época de cambio, Maquiavelo comprendió el carácter transitorio de los órdenes políticos, y esto es lo que en cierto sentido hace sorprendente su invocación a la permanencia de la naturaleza humana. Pues la contrapartida de una creencia en el carácter transitorio de los órdenes políticos y sociales podría fácilmente no haber sido una creencia en una naturaleza humana intemporal con necesidades permanentes frente a la que estos órdenes pueden ser juzgados y en función de la cual pueden ser explicados.
Es evidente ahora que, después de la época de Lutero y Maquiavelo, debemos esperar el surgimiento de algún tipo de teoría moral y política en la que el individuo es la última unidad social; el poder, la última preocupación; Dios, un ser cada vez más irrelevante pero todavía inexpugnable, y una naturaleza humana prepolítica, presocial e intemporal, el trasfondo de las formas sociales cambiantes. Hobbes satisface plenamente esta expectativa.
«Se encontraba en la biblioteca de un caballero y los Elementos de Euclides estaban abiertos en el libro I. Leyó una proposición y exclamó (de vez en cuando profería alguna exclamación para dar énfasis a sus afirmaciones): “¡Diablos! ¡Esto es imposible!”. Entonces, leyó la demostración, que lo remitió a otra proposición, la que fue leída por él. Ésta lo remitió a otra, la que también leyó. Et sic deinceps (y así sucesivamente) hasta que se convenció de la demostración de esa verdad. Esto le hizo amar la geometría28». El escritor es John Aubrey, el personaje es Thomas Hobbes, y el año en que sucedió el episodio aludido es 1629. Hobbes ya tenía 41 años. Su base intelectual hasta esa fecha estaba simbolizada por su rechazo de Aristóteles y su traducción de Tucídides. El Aristóteles que se rechaza es el de la escolástica tardía y decadente. La queja contra Aristóteles es que confunde la investigación del significado de las palabras con la investigación de las cosas designadas por las palabras. Y junto con esta queja, Hobbes rechaza toda la epistemología aristotélica de la materia y la forma, y la esencia y la existencia. Al hacerlo, cree evitar la oscuridad y limitarse a un universo compuesto solamente por individuos concretos, palabras y los cuerpos que ellas designan. Sin embargo, la propia investigación de Hobbes asume de hecho —y necesariamente— la forma de una indagación conceptual, porque desea descubrir las nociones de rectitud, justicia, soberanía y poder. Encuentra un modelo no aristotélico para sus investigaciones en los Elementos de Euclides. El impulso para ellas fue el que lo condujo a Tucídides.
La Historia de la guerra del Peloponeso de Tucídides fue escrita como las obras de Maquiavelo, con la convicción de que la historia puede ser instructiva. Describe la caída de Atenas a causa de los errores de la democracia ateniense. La moraleja es la corrosividad política de la democracia: el villano Cleón es el corrosivo, el arquetipo de los hombres envidiosos y ambiciosos. La Inglaterra del 1620 estaba llena de hombres envidiosos y ambiciosos. Y eso no es sorprendente, porque la gran revolución en los precios que había comenzado en el siglo anterior había destruido los modelos económicos tradicionales del terrateniente inglés. Las fortunas se hacían y deshacían; la importancia de los individuos crecía con el empleo hábil del dinero; las relaciones entre la pequeña y alta clase media, y entre los grandes nobles y sus dependientes menores, estaban en constante cambio. Inglaterra se encontraba a la vera de una economía de mercado en que los lazos feudales y aristocráticos corrían el peligro de ser desplazados por los vínculos monetarios. El poder estatal expresado en la corona estaba en una relación nueva e incierta con sus súbditos. El impuesto constituyó, dentro de los vínculos monetarios, el punto en que chocaron lo que la corona consideraba como deberes tradicionales y lo que los súbditos consideraban como derechos tradicionales. (Siempre causa sosiego el pensamiento de que el contador dedicado a réditos y a la búsqueda de una escapatoria legal para sus clientes comerciales es un descendiente espiritual de Pym y Hampden). Hobbes prevé un peligro en la reclamación de derechos contra la corona y traduce a Tucídides como una solemne advertencia contra la amenaza a la soberanía representada por facciones rivales y en pugna. Traduce al admirador de Pisístrato y Pericles con el espíritu de un súbdito leal a los reyes Estuardo.
Sin embargo, Hobbes se aparta completamente de los modos tradicionales en la forma de su intervención en las disputas entre el soberano y sus súbditos. En la sociedad jerárquica de una Inglaterra anterior, las lealtades personales, sociales y políticas, se entremezclan y apoyan unas a otras. Los derechos y deberes se definen dentro de un sistema que, aunque complejo, es único. La justificación de cualquier movimiento particular dentro del juego feudal consiste en aludir a la posición de los actores o a las reglas del juego. Lo que las revoluciones económicas, y particularmente, en Inglaterra, la revolución de los precios en los siglos XVI y XVII ocasionan, es la ruptura de estos lazos. La mayoría de los hitos sociales tradicionales subsisten; lo que se cuestiona es su interrelación. Todavía se cree en Dios, y el sacerdote todavía se encuentra en su parroquia. Pero se puede cuestionar en forma más radical el vínculo que une al sacerdote con Dios. Todos los elementos de la sociedad feudal están presentes: los siervos y demás hombres sin propiedad, la pequeña clase media, la nobleza, el rey; lo que se pone en cuestión es su modo de interrelacionarse. La época está madura para teorías sobre la autoridad, y las dos fuentes más populares para las teorías son las Escrituras y la historia. La doctrina del derecho divino de los reyes, con su modelo del rey David, rivaliza en la justificación bíblica con las doctrinas presbiterianas de la eclesiocracia disfrazada de teocracia. La invocación al precedente histórico se emplea para apuntalar tanto la doctrina del derecho divino como la doctrina de que el soberano depende de los lores y los comunes. Hobbes no invoca ninguna de las dos fuentes. Rompe con toda la discusión al apelar a un nuevo método, tomado de Galileo que le permitirá no sólo comprender los elementos de la vida social sino estimar el valor de las invocaciones a la historia o a la Escritura.
El método consiste en la resolución de cualquier situación compleja en sus elementos simples y lógicamente primitivos, y en la posterior utilización de estos elementos simples para mostrar cómo la situación compleja puede ser reconstruida. Así se habrá mostrado cómo la situación se construye de hecho. Éste es el método empleado, según Hobbes, por Galileo en el estudio de la naturaleza física. En el caso de la naturaleza física, por supuesto, la reconstrucción teórica de la complejidad a partir de la simplicidad no tiene ninguna función moral; pero en el caso de la sociedad humana, la rectificación de nuestra comprensión puede acarrear una rectificación de la forma en que concebimos nuestro puesto en la sociedad y, por lo tanto, de las creencias sobre la forma en que debemos vivir.
Cuando la sociedad se resuelve en sus elementos simples, ¿qué encontramos? Una colección de individuos, cada uno de los cuales constituye un sistema cuyo fin es la conservación de sí mismo. Los móviles humanos fundamentales son el deseo de dominio y el deseo de evitar la muerte. «Los hombres, desde su mismo nacimiento, y por naturaleza, luchan denodadamente por todo lo que ambicionan, y si pudieran, harían que todo el mundo les temiera y obedeciera.»29 «La miseria ha de ser vencida continuamente. La felicidad ha de vencer constantemente a la antedicha. Y abandonar este curso es morir.»30 Las únicas limitaciones al «perpetuo e incansable movimiento del poder tras el poder» son la muerte y el temor a la muerte. Los individuos impulsados por estos móviles no conocen otras reglas que los preceptos que les enseñan cómo conservarse. Antes de la existencia de la sociedad no hay otra cosa que una lucha por la dominación, una guerra de todos contra todos. Con respecto a esta situación es verdad decir que «donde no hay un poder común, no hay derecho; donde no hay derecho, no hay injusticia. La fuerza y el fraude son las dos virtudes cardinales en la guerra». No obstante, la razón enseña al individuo que esta guerra implica más temores que esperanzas, y que la muerte es un resultado más probable que la dominación. Para evitar la muerte, debe reemplazar la guerra por la paz, la lucha por el acuerdo; y los artículos del acuerdo al que la Tazón insta como cosa prudente, aun en un estado de naturaleza, constituyen las leyes de la naturaleza. El primero señala que «todo hombre debe esforzarse por la paz hasta donde tenga la esperanza de encontrarla, y cuando no pueda obtenerla, le es licito buscar y usar todos los recursos y ventajas de la guerra»; el segundo, que «todo hombre ha de estar dispuesto, si los demás lo están también, en la medida en que lo crea necesario para la paz y la defensa de sí mismo, a abandonar sus derechos sobre todas las cosas y a contentarse con tanta libertad frente a los demás hombres como la que permitiría a éstos frente a sí mismo», y el tercero señala que «los hombres han de cumplir los contratos contraídos31».
Sin embargo, es evidente que esto no basta para mitigar el temor a la muerte. Si bien podemos llegar a un acuerdo con otros hombres con el fin de asegurarnos contra las agresiones mutuas, ¿cómo podemos estar seguros de que los demás respetarán estos acuerdos y no los utilizarán meramente para llevarnos con engaños a un falso sentimiento de seguridad con el fin de que puedan entonces atacarnos con más eficacia? En el estado de naturaleza no hay sanciones por las que se pueda hacer cumplir los contratos. «Y los pactos, sin la espada, son meras palabras, y no tienen ningún poder para dar seguridad a un hombre.»32 Para dar a los pactos el respaldo de una espada tiene que establecerse un contrato inicial por el que los hombres transfieren su poder a un poder común que se convierte en soberano entre ellos. Este contrato social lleva a cabo la creación de «ese gran LEVIATÁN, o más bien, para hablar con más reverencia, de ese dios mortal, al que debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y defensa33».
Los mandatos del poder soberano, cualquiera que sea la naturaleza política de este poder —democrático, oligárquico o monárquico— determinan un segundo conjunto de preceptos que exigen obediencia. Las únicas limitaciones a la obediencia exigible por el soberano aparecen en el momento en que el motivo para aceptar la transferencia del poder al soberano en el contrato original —es decir, el temor a la muerte— se convierte en un motivo para resistir al soberano mismo, o sea, en cualquier momento en que el soberano amenace con arrebatar la propia vida personal. De lo contrario, sólo se puede dejar de obedecer al soberano cuando éste ya no es capaz de cumplir la función para la cual se le confirió el poder en un primer momento: la protección de las vidas de sus súbditos. O sea: el soberano impotente ya no ha de ser obedecido y por cierto ya no es un soberano. Las rebeliones siempre son erróneas mientras no tengan éxito. La rebelión exitosa, sin embargo, es la toma de la soberanía y tiene toda la justificación de la soberanía detrás de ella. Por su éxito no es una rebelión.
Por consiguiente, las reglas que obligan al individuo son de dos tipos: pre y poscontractuales, naturales y sociales. Usar la palabra social es recordar una de las confusiones más singulares de Hobbes por la que no distingue el Estado de la sociedad y presenta la autoridad política como constitutiva de la vida social y no como dependiente de ella. Hay sin duda situaciones en que la desaparición del poder represivo del Estado puede conducir al surgimiento de una violencia anárquica. Pero hay y ha habido muchas situaciones en que una vida social ordenada subsiste sin la presencia de un poder semejante. Si se compara la vida urbana de los siglos XVIII, XIX y XX, en que el poder represivo del Estado está al alcance de la mano, con la vida moral de otros períodos en que frecuentemente está ausente o muy lejos, se podría llegar a la conclusión de que la presencia del Estado es un factor desmoralizador. Ésta sería —en todo caso hasta donde nos ha llevado ya el argumento— tan infundada por su unilateralidad como la conclusión de Hobbes. Pero pone de relieve el error de Hobbes.
Según Hobbes, las reglas sociales son reglas que obedecemos por dos clases de razones: primero, porque las sanciones del soberano las ponen en vigencia, y segundo, porque nuestros deseos son tales que preferimos obedecer al soberano con el fin de escapar a la muerte en manos de los demás, excepto cuando estamos expuestos a caer en ella en manos del soberano. Obedecemos a las reglas que constituyen la ley natural simplemente porque son preceptos que nos indican cómo obtener lo que queremos (la dominación) y evitar lo que no queremos (la muerte). Ambos conjuntos de reglas tienen la forma «si quieres obtener X, debes hacer Y». Así, son enunciados fácticos que pueden ser verdaderos o falsos. Se los extrae del conjunto de tales enunciados para su inclusión en la lista de los preceptos naturales y sociales porque los deseos nombrados en el antecedente son los deseos que todos los hombres tienen efectivamente como una cuestión de hecho contingente.
La posición de Hobbes ha sido atacada en este punto desde dos terrenos distintos. El primero de estos ataques es erróneo. Sostiene que las reglas morales no tienen el carácter de enunciados prudenciales y fácticos que le atribuye Hobbes, sino que tienen simplemente la forma «debes hacer tal y cual cosa» y no contienen ninguna referencia a deseos o inclinaciones. Es muy cierto que en algunas sociedades (especialmente en las modernas sociedades occidentales, tales como la nuestra) ha predominado esta forma de regla moral, pero no se advierte por qué el adjetivo moral debe restringirse a reglas de esta forma. Los críticos de Hobbes podrán replicar que las reglas morales empleadas de hecho por los contemporáneos de éste tenían esta forma, y que Hobbes simplemente las ha representado y analizado en forma errónea. La dificultad con esta versión de su argumento es que resulta difícil saber cómo interpretar expresiones de la forma «debes…», donde la ausencia de cualquier cláusula hipotética referida a los deseos puede deberse al hecho de que no se tiene la intención de aludir a ellos o al hecho de que tal referencia se comparte en forma tan clara y común que no necesita ser explicitada. Pero es importante observar que Hobbes, al otorgar al deseo una posición central en el cuadro moral, coincide con sus predecesores; sólo gradualmente, y por obra del protestantismo y otras influencias, surge un contraste tajante entre la moralidad y el deseo. De ahí que este ataque a Hobbes quizá sea algo anacrónico.
Sin embargo, es cierto que Hobbes se representó y analizó erróneamente el uso que sus contemporáneos hacían de las reglas morales. Aubrey narra cómo, fuera de la catedral de San Pablo, un clérigo anglicano, que había visto a Hobbes dar limosna a un pobre, trató de sacar provecho de la ocasión preguntándole a Hobbes (que tenía la reputación de impío y ateo) si hubiera dado la limosna de no haberlo ordenado Cristo. Hobbes replicó que había dado la limosna no sólo porque complacía al pobre, sino porque le complacía a él ver al pobre hombre contento. Así, Hobbes trató de mostrar la coherencia de su propia conducta con su teoría de los móviles, es decir, la de que los deseos humanos son tales que responden todos al interés propio. La ciase de mentira contada por Hobbes de acuerdo con esta anécdota es una clase de mentira en la que caen con mayor frecuencia los filósofos que los demás hombres, una mentira contada con la finalidad de salvar las apariencias de una teoría. Es una mentira y una mentira culpable, si bien Hobbes tenía la necesidad de contarla. La raíz del error se encuentra aquí, ya que la naturaleza y los móviles humanos no tienen y no pueden tener los caracteres que él les atribuye.
Según Hobbes, cualquier preocupación por el bienestar de los demás es secundaria, y por cierto sólo un medio, en relación con mi propio bienestar. En realidad, tanto en nosotros como en los demás, encontramos lado a lado una solicitud por los otros y móviles egoístas. ¿Qué justifica presentar a aquélla como un resultado secundario de éstos? La justificación de Hobbes reside en su idea de la mediación del contrato entre el estado de naturaleza y la vida social. Pero ¿qué justifica su idea del contrato? No hay ninguna evidencia histórica o antropológica de que esto suceda o haya sucedido alguna vez con el hombre. Hobbes alude, al pasar, a los indios americanos, pero toda su argumentación se basa en un método que lo independiza de la evidencia histórica. No relata un proceso evolutivo, sino que resuelve la naturaleza humana intemporal en sus elementos intemporales. La narración del contrato debe leerse como una metáfora, pero sólo puede funcionar, incluso como metáfora, si es una narración inteligible y si satisface ciertos requisitos elementales de coherencia lógica. Y esto no sucede.
El contrato de Hobbes es el fundamento de la vida social en el sentido de que no hay reglas o normas compartidas con anterioridad al contrato: la narración del contrato funciona por cierto como una especie de explicación de cómo los hombres llegaron a compartir normas sociales. Pero cualquier intercambio de palabras, escrito o hablado, entre hombres que se pudiera caracterizar como contrato o acuerdo o formulación de promesas sólo puede ser caracterizado así en virtud de la preexistencia de alguna regla reconocida y compartida según la cual ambas partes comprenden el uso de la forma de las palabras en cuestión como una forma compulsiva. Fuera de una convención semejante, ya reconocida y aceptada, no habría nada que se pudiera denominar correctamente contrato, acuerdo o promesa. Quizá pudiera haber manifestaciones de tipo intencional, pero en el estado de naturaleza de Hobbes no faltarían motivos para sospechar que están destinadas a engañar. Las únicas normas disponibles para interpretar las expresiones de los demás evitarían cualquier concepción de un acuerdo. Así, Hobbes exige dos cosas incompatibles del contrato original: quiere que sea el fundamento de todas las normas y reglas compartidas y comunes; pero también quiere que sea un contrato, y para que sea un contrato ya deben existir normas compartidas y comunes de un tipo que, según él, no puede presentarse con anterioridad al contrato. Por eso el concepto de un contrato original se derrumba por una contradicción interna y no puede ser usado ni siquiera para componer una metáfora coherente.
Si esto es así, ¿no se derrumba toda la argumentación de Hobbes? Sin duda. Hobbes desea describir el tránsito de un estado de cosas en que la agresión y el temor son los únicos móviles y la fuerza es el único instrumento efectivo, a un estado de cosas en que hay normas reconocidas y una autoridad legítima. Es evidente que estas transiciones se producen a veces. Aunque haya sido impuesta por la fuerza, una autoridad llega a ser considerada legítima y es obedecida, por lo menos en este sentido: la cuestión de quién es la autoridad legítima en un Estado y la cuestión de quién detenta el poder en él no tienen necesariamente la misma respuesta. Es indudable que el holandés Guillermo y los alemanes «tontos y opresores de nombre “Jorge”» —según la descripción de Byron— detentaron el poder después de 1689 cuando la autoridad legítima descansaba en el rey Jacobo II y sus descendientes. Pero eso pone de manifiesto también que el concepto de autoridad legítima sólo tiene aplicación legítima dentro de un contexto de reglas, prácticas e instituciones socialmente aceptadas: llamar legítima a una autoridad es invocar un criterio aceptado de legitimidad. Ante la inexistencia de un criterio semejante sólo puede haber un poder o poderes rivales —como en el caso en que un ejército de ocupación impone su dominación a un país derrotado—, y la existencia de un criterio semejante depende de su aceptación como criterio por parte del pueblo. El poder de facto puede convertirse en la legitimidad de jure. Advertir esto fue una penetrante visión de Hobbes, y por cierto todos los habitantes de Inglaterra lo vieron en la transición del poder de facto del ejército de Cromwell a la legitimidad de jure del «Commonwealth». Pero lo que Hobbes no vio fue que la aceptación de una autoridad constituye de hecho la aceptación de las reglas que otorgan a los demás y a nosotros mismos el derecho o el deber dé actuar de cierta manera, y que la posesión de un derecho no es la posesión del poder mientras que la posesión de un deber no es actuar por temor al poder de los demás. Hobbes identifica «tener el derecho a» con «tener el poder de» al menos por dos motivos. Advirtió correctamente que la autoridad se impone generalmente por la fuerza y que depende con frecuencia de la confirmación de ésta. Y tiene una visión tan limitada de los deseos humanos que no puede proporcionar ninguna otra explicación para la aceptación de la autoridad que el temor a tales sanciones. Pero en realidad una autoridad aceptada sólo porque los hombres temen las consecuencias de no aceptarla, o sólo porque temen las sanciones que despliega, no podría funcionar con la eficacia con que lo hace la mayor parte de las autoridades políticas. Las instituciones políticas tienen estabilidad porque la mayoría de los hombres prestan la mayor parte del tiempo una obediencia voluntaria a su autoridad, y los hombres actúan así porque advierten una coincidencia entre sus propios deseos y aquellos cuya satisfacción salvaguarda la autoridad.
Y esto mismo sucede con Hobbes. Pero tiene una visión tan limitada de los deseos humanos que necesariamente tiene una concepción limitada de la autoridad política.
Esta concepción limitada de los móviles, los deseos y la actividad hace que la parte más sustancial de la vida humana pase inadvertida para Hobbes. Contamos con un poder soberano para que nuestras vidas puedan persistir con seguridad, pero ¿qué hemos de hacer con nuestras vidas dentro del marco de un orden así garantizado? Hobbes dice que los hombres se inclinan más bien a la paz que a la continuación de un estado de naturaleza no sólo por el temor a la muerte, sino también por el «deseo de las cosas necesarias a una vida cómoda y la esperanza de obtenerlas mediante el trabajo». Pero ¿qué es una vida cómoda? Hobbes ya ha indicado que «no hay tal finis ultimus, meta extrema, o summum bonum, el bien supremo, como se dice en los libros de los viejos filósofos de la moral»; y la razón de esta afirmación se encuentra en su opinión de que la felicidad humana consiste en «un continuo progreso del deseo de un objeto a otro en que el logro del primero no es más que un camino hacia el segundo», y de que los hombres son impulsados por «un perpetuo e incansable deseo de poder que cesa sólo con la muerte». Éste es un cuadro en que los hombres son movidos por un deseo tras otro sin que surja nunca la pregunta: «¿Qué clase de vida quiero?». La concepción de Hobbes sobre los objetos posibles del deseo es tan limitada como sus concepciones de los móviles. ¿Por qué?
La raíz de esta dificultad quizá sea doble. Su teoría del lenguaje le obliga a Hobbes a considerar que todas las palabras son nombres de objetos individuales o de conjuntos de objetos individuales. Por eso todos los objetos del deseo deben ser objetos individuales. Al mismo tiempo, el determinismo de Hobbes, con su refuerzo teológico (Hobbes cree en Dios una deidad material aunque invisible, no el Dios de la ortodoxia cristiana, sino el creador de la naturaleza, que manifiesta su voluntad en los preceptos que gobiernan de hecho nuestras naturalezas), lo lleva a considerar nuestros deseos como dados e inmutables. La crítica de nuestros deseos y de su transformación racional queda fuera del sistema de Hobbes. Se infiere que es inevitable que nuestros deseos se dirijan sucesivamente a distintos objetos individuales. Así, los deseos no pueden incluir el deseo de un cierto estilo de vida o el deseo de que nuestros deseos sean de un cierto tipo.
Sin embargo, debemos a Hobbes la gran lección de que una teoría de la moral es inseparable de una teoría de la naturaleza humana. Justamente porque adopta la concepción de una naturaleza humana intemporal, Hobbes se compromete con una respuesta antihistórica a la pregunta por la causa de la destrucción del orden político en Inglaterra después de 1640, reemplazándola con la pregunta por la naturaleza del orden social y político como tal. Pero aunque este tipo de pregunta se generaliza peligrosamente, es el tipo de pregunta que invade y debe invadir cada vez más el dominio de los filósofos morales. En particular, no se puede esperar que se planteen y respondan preguntas sobre la libertad sin una determinación de la naturaleza del fondo social de la vida moral. Pero Hobbes nunca se plantea esta clase de preguntas. Examina la libertad de la voluntad sólo con el fin de poner de relieve que todos los actos humanos están determinados, y examina la libertad política sólo dentro de los límites permitidos por el poder ilimitado del soberano. Esto quizá requiera una explicación. Es sorprendente que Hobbes se impresionara tanto por el hecho de la guerra civil y tan poco por las metas declaradas y confesas de quienes participaban en ella. Pero no se impresionó y esto se debe a que su teoría de los móviles lo llevó a suponer que los elevados ideales necesariamente no eran más que una máscara para el impulso de dominación. Por lo tanto, no da importancia a la aparición de la libertad como ideal y como meta, y así no advierte el más importante cambio social en la historia de esta época. La invocación a la libertad sin duda enmascaró frecuentemente la intolerancia religiosa y la ambición económica. Pero ¿fue siempre ésta la situación? ¿Podrían los hombres haber especificado sus deseos y los objetos de su deseo en el tipo de orden social que estaba surgiendo sin invocar el concepto de libertad? Que Hobbes pueda ignorar esta cuestión refuerza la opinión de que es un filósofo retrógrado. Continúa preocupándose por los vínculos de un antiguo modelo de vida social que está por derrumbarse. En la vida privada, él mismo se preocupó tanto por escapar a los peligros como por la realización de fines positivos: cuando vio venir la guerra civil se dirigió a Francia y fue, según sus propias palabras, «el primero de los que huyeron». Pero si temía a la muerte, no mostró ningún signo de aspirar a la dominación. Así, hay una brecha crucial entre los valores exhibidos en su propia vida tranquila en Malmesbury y aquellos que, según él, dominan la vida humana.
Hobbes se contrapone en todo sentido a Spinoza, su único par como filósofo moral en su propio siglo. Spinoza no sólo une en su vida la filosofía con la práctica, sino que manifiesta ese mismo amor impersonal a la verdad que proclama en sus escritos como el más alto valor humano. Además, enlaza un conjunto de conceptos que son avanzados en el sentido de que van a constituir gran parte de la vida humana posterior: libertad, razón, felicidad. El Estado existe para promover los bienes humanos positivos, y no meramente como un baluarte contra los desastres humanos. La religión es un asunto que concierne primordialmente a la verdad y sólo secundariamente a los magistrados.
Spinoza advierte dos errores en la forma ordinaria de expresar juicios morales. El primero es que las normas de nuestros juicios son arbitrarias y caprichosas. Al criticar a un hombre como defectuoso en algún sentido, por ser o practicar lo que no debe ser o practicar, lo juzgamos, según Spinoza, en relación con el cuadro que nos hemos formado del hombre ideal o auténtico. Pero este cuadro es inevitablemente una construcción arbitraria, armada a partir de nuestras propias experiencias limitadas y casuales. Además, al juzgar a un hombre, afirmamos que no debería ser como es, en una forma que implica la posibilidad de que fuera distinto de lo que es. Esto implica una noción ilusoria de la libertad. Puesto que todo está determinado, nada puede ser distinto de lo que es. Por lo tanto, el estado ordinario de nuestra mente, en que formulamos los juicios morales diarios, es un estado de confusión e ilusión. ¿Cómo ocurre esto? Spinoza responde que la experiencia sensible común y los usos ordinarios del lenguaje en que manifestamos esa experiencia se mueven inevitablemente en el plano del condicionamiento, la asociación y el significado confuso. Hay un contraste con la claridad de un sistema matemático en que cada símbolo tiene un significado claro y distinto y por eso se advierte, sin ambigüedad, qué proposiciones dependen de otras e implican a su vez a terceras. El pensamiento se hace racional a medida que se aproxima a las condiciones de la geometría, y ésta se concibe como la expresión del único posible acceso al rigor y a la claridad. El ideal de un sistema deductivo, sin embargo, no es un mero ideal de conocimiento: este ideal refleja la naturaleza del universo. El universo es una trama única en la que el todo determina a las partes. Explicar un estado de cosas es comprender que, dada la situación de las demás cosas, necesariamente debe ser lo que es. Si tratamos de representarnos algo con independencia del sistema, intentamos representar algo cuya presencia no puede hacerse inteligible, porque ser inteligible es mostrarse como parte del sistema. El nombre de este sistema único es «Deus, sive Natura» (Dios o Naturaleza).
No hay, por lo tanto, un bien que se distinga o separe de la totalidad de las cosas. Los atributos de Dios —infinitud y eternidad— pertenecen a la única sustancia que es a la vez Naturaleza y Dios. ¿Es Spinoza simplemente un ateo que conserva el nombre de Dios? Novalis diría de él que estaba «ebrio de Dios»; Plejanov, en cambio, lo aclamaría como el predecesor de la irreligión materialista. La respuesta presenta dos aspectos. La primera parte de ella es que, comparado con la tradicional teología judaica y cristiana, Spinoza es un ateo: cree en un orden único de la naturaleza y toda intervención milagrosa queda descartada. El científico no necesita tener en cuenta irrupciones o perturbaciones sobrenaturales. La importancia de esta creencia en el siglo XVII no requiere una explicación especial. Sin embargo, Spinoza no desecha simplemente el vocabulario teológico, sino que lo considera, lo mismo que el lenguaje ordinario, como un conjunto de expresiones que exigen una reinterpretación para convertirse en racionales. Así, es el predecesor de todos aquellos escépticos que no han considerado a la religión simplemente como algo falso, sino como la expresión de verdades en una forma engañosa. La religión no ha de ser refutada, sino descifrada. ¿Qué importancia tiene esto para la moral?
El creyente judío o cristiano común considera a Dios como un ser ajeno al universo, y a los mandamientos divinos como preceptos exteriores que debe obedecer. Spinoza no menospreció la utilidad, para la gente común y carente de espíritu crítico, de lo que consideraba una supersticiosa moralidad de la obediencia externa. Pero la contrapartida de la identificación de Dios con la Naturaleza es la caracterización de la ética como un estudio no de los preceptos divinos, sino de nuestra propia naturaleza y de lo que necesariamente nos impulsa. Nuestra naturaleza de seres humanos consiste en existir como sistemas que se mantienen y conservan a sí mismos. Esto ocurre con la naturaleza de todos los seres finitos, que son subsistemas de la naturaleza misma. La costumbre de consideramos como una unidad de cuerpo y espíritu, dos tipos de sustancia muy distintos, encubre la unidad de nuestro ser.
Quienes creen en el dualismo de cuerpo y alma tienen en sus manos, según Spinoza, un problema insoluble: el de la posibilidad de relacionarlos. Pero este problema desaparece si consideramos el cuerpo y el alma simplemente como dos modos o aspectos ante los cuales tenemos que comprendernos. Somos una unidad de cuerpo y espíritu. Este es quizás un punto de la argumentación en que no podemos dejar de preguntamos si lo que Spinoza dice es verdad. Pero cuando nos preguntamos esto, advertimos que la dificultad del sistema de Spinoza se encuentra tanto en su forma como en el uso de algunos de los términos claves. La forma es la de un sistema deductivo en que todas las verdades pueden ser conocidas mediante una reflexión suficientemente cuidadosa sobre el significado de los términos empleados en las proposiciones que las expresan. Considérese la afirmación de Spinoza de que todos los hombres persiguen sus propios intereses o su aseveración de que todos los acontecimientos tienen causas. A primera vista parecen ser afirmaciones fácticas que pueden ser refutadas con contraejemplos, sea el de un hombre que descuida sus propios intereses para cuidar los de otros, sea el de un acontecimiento particular sin causa. Pero Spinoza las considera verdaderas simplemente porque se deducen de los axiomas de su sistema deductivo. Los axiomas son proposiciones que, en su opinión, no pueden ser negadas por ningún ser racional, porque su negación implica, al parecer, una contradicción.
Y el significado de los términos claves es tal que no nos queda ningún lenguaje en el que puedan presentarse contraejemplos.
La dificultad reside en que Spinoza quiere que sus proposiciones tengan el contenido de verdades fácticas, y a la vez una justificación en la forma en que se justifican las proposiciones de la ilógica y la matemática. Estos deseos son incompatibles. Los enunciados tácticos tienen el contenido que tienen porque su verdad excluye la realidad de ciertos posibles estados de cosas. Si es verdad que llueve, no puede ser el caso de que no llueva. Pero las afirmaciones de la lógica y la matemática son compatibles con cualesquiera y todas las posibilidades en el mundo de los hechos. No pueden ser refutadas por el hecho de que el mundo sea diferente de lo que ellas afirman que es. Decir que son verdades es, simplemente, decir que han sido construidas de acuerdo con las reglas pertinentes. (Omito aquí toda alusión al rango de tales reglas). Por eso tienen la clase de certeza y claridad que Spinoza quiere que tengan sus proposiciones. Pero también quiere que estas proposiciones sean fácticas. Quiere usarlas como verdades sobre el hombre y la naturaleza con un contenido fáctico. Por lo tanto, ¿es todo el sistema sólo el producto de la confusión?
La única forma provechosa de acceso a la ética de Spinoza consiste en ignorar el modo geométrico hasta donde sea posible. Tenemos que considerar las afirmaciones de Spinoza como una mezcla de aseveración fáctica y análisis conceptual, y frecuentemente tenemos que pasar por alto oscuridades arraigadas en términos que nunca son explicados en forma satisfactoria. Así sucede con el tratamiento de la unidad de cuerpo y alma. Pero lo que podemos extraer del esquema de Spinoza es un importante intento de comprender la relación entre las pasiones, la razón y la libertad.
Según Hobbes, el hombre es impulsado simplemente por sus pasiones. La deliberación tiene el mero papel de intervenir entre la pasión y la acción como el eslabón intermedio de una cadena. La razón sólo tiene el papel de advertir los hechos, calcular y comprender, y no puede impulsar a la acción. Para Spinoza, ésta es una descripción muy adecuada del hombre en su estado ordinario y no esclarecido. Pues en este estado los seres humanos son sistemas que interactúan con otros sistemas, pero desconocen la naturaleza y las causas de esta interacción. Los hombres sienten placer y dolor ante estos encuentros según lo que los afecta y el tiempo y lugar en que se encuentran. Los objetos que se asocian con el placer son deseados; los que se asocian con el dolor, en cambio, se convierten en objetos de aversión. En la búsqueda del placer y el dolor nos vemos afectados, por lo tanto, por causas ajenas al conocimiento y control racional, y así también en esas complejas evocaciones de placer y dolor: las emociones de orgullo, alegría, piedad, enojo, etcétera. Este reino no racional sólo nos domina en la medida en que no tomamos conciencia de su naturaleza y poder. A medida que formamos nociones adecuadas de nuestras emociones dejamos de ser pasivos en relación con ellas. Nos damos cuenta de lo que somos; comprendemos que no podemos ser de otra manera, y esta comprensión implica una transformación del propio ser. Uno ya no se capta como un ser independiente, sino como parte del sistema de la necesidad. Advertir esto es ser libre: la liberación se encuentra en el conocimiento de sí y sólo en el conocimiento de sí.
¿Por qué nos libera el conocimiento? A medida que avanza el conocimiento nos damos cuenta de lo que deseamos, odiamos, amamos, y también aquello que nos causa placer o dolor, ha sido el resultado del azar y de asociaciones y condicionamientos accidentales. Y conocer esto es romper la asociación. Nos damos cuenta de que el placer y el dolor surgen de nuestro «poder y perfección» como seres que se impulsan y conservan a sí mismos. No culpamos a los demás, ni nos culpamos a nosotros mismos. La envidia, el odio y la culpa se desvanecen. Las causas exteriores no son obstáculos; porque si son reales, el hombre sabio conoce que son necesarias y no las considera como obstáculos. Por eso no se siente frustrado. La felicidad es la alegría del hombre que se ha liberado a sí mismo mediante el conocimiento de la naturaleza y de sí mismo como parte de Ja naturaleza. La auténtica virtud es simplemente la realización de este estado en que se combinan el conocimiento, la libertad y la felicidad.
La posesión de la libertad en el sentido spinoziano es compatible por cierto con la imposibilidad de realizar una gran cantidad de acciones, ya que los obstáculos e impedimentos no pueden ser alterados. Spinoza considera que no es posible enfurecerse con lo que no puede ser de otra manera. No se puede elaborar una concepción de lo imposible, y por eso no se lo puede desear; y si es imposible que las cosas sean de otra manera, no podemos desear que lo sean. Si deseamos esto, somos irracionales y nuestro deseo no está moldeado por un auténtico conocimiento e ideas adecuadas. Spinoza está evidentemente equivocado al respecto; el conocimiento no es una condición suficiente para ser libre. Pero con frecuencia es una condición necesaria. No soy libre por el mero hecho de obtener lo que quiero, si no dispongo a la vez de la libertad para comprender las causas y la naturaleza de mis necesidades, y para evaluarlas. La primera gran importancia de Spinoza es que no considera a emociones y deseos meramente como dados, sino como transformables. Aristóteles nos había concebido como controlando y ordenando nuestras emociones y deseos; pero para Spinoza la naturaleza humana es aun más maleable y transformable. La transformación más grande es la que se produce entre el estado de paciente y el estado de agente, entre una vida determinada por factores desconocidos y un ser moldeado por sí mismo. El desarrollo de los poderes humanos se convierte en la meta de la vida moral y política. La política y la teología tienen que ser reinterpretadas desde esta perspectiva.
Spinoza concuerda con Hobbes al ver que la necesidad del estado surge del hecho de que todos los hombres persiguen sus propios intereses y buscan extender su propio poder. Pero la justificación de la entrega de la propia persona y sus derechos al soberano es, para Hobbes, puramente negativa en cuanto establece que sólo así se evitará la dominación y la muerte en manos de los demás. Para Spinoza, la obediencia al soberano se justifica porque así se obtiene un orden civil y los hombres quedan en libertad para buscar el conocimiento y la auto-liberación. Spinoza concuerda con Hobbes en la identificación de «tener un derecho a» con «tener el poder de», pero tiene una visión muy distinta de los poderes y deseos de los hombres esclarecidas. No sólo desean poner fin al odio, la envidia y la frustración dentro de sí mismos, sino que encontrarán graves impedimentos a menos que los disminuyan en los demás. El hombre esclarecido de Spinoza coopera con los demás en la búsqueda del conocimiento, y esta cooperación se basa no en el temor —como sucede con toda cooperación en Hobbes—, sino en un interés común por los bienes del conocimiento y el conocimiento de sí. Así, aunque Spinoza confunde «tener el derecho a» con «tener el poder de» tanto como lo hace Hobbes, su cuadro de la sociedad no es perturbado de la misma manera, justamente porque reconoce metas humanas de distinta clase. Para Spinoza, el Estado es a lo sumo un medio, y la política es una actividad destinada a procurar los requisitos previos para la búsqueda de la racionalidad y la libertad. Así, Spinoza es el primer filósofo que otorga una posición fundamental en la ética a dos conceptos que se definen para expresar los valores típicamente nuevos de la sociedad moderna: los de la libertad y la razón.