El cristianismo
«Dios no puede hablar más que de sí mismo». Esta afirmación de Léon Bloy sobre la Biblia es una importante verdad a medias. La Biblia es una narración sobre Dios en la que los seres humanos aparecen como personajes incidentales. Lo que el epigrama de Bloy omite es el rico primer plano de leyendas tribales, reinos del Medio Oriente, profecía y rito, comida, bebida, sexo y muerte, que constituyen los incidentes. Pero que éstos constituyen sólo el primer plano se hace evidente si retiramos a Dios de la narración: lo que queda, entonces, es un embrollo de personajes y acontecimientos en el que se ha perdido toda conexión. Es fácil subestimar esta unidad de la Biblia, y una manera de poner de relieve su importancia es la reconsideración de algunas tesis sociológicas sobre la religión.
Según los antropólogos, los mitos exhiben las normas y estructuras sociales. El mito y el rito proporcionan conjuntamente un medio por el que los hombres pueden mostrarse a sí mismos las formas de su vida colectiva. Si formulamos la pregunta clave de una sociedad: «¿Qué es lo sagrado y para quién?», pondremos de manifiesto las diferentes normas que informan la vida social. Este pensamiento inspiró a Durkheim y a sus discípulos en sus trabajos sobre la religión, y en especial sobre la religión relativamente primitiva. Se considera igualmente aplicable a la moderna religión norteamericana si se tiene en cuenta la forma en que ésta logró su hegemonía a través de su papel clave en la tarea de imponer las normas de la hegemonía norteamericana a la diversidad inmigratoria, y la forma en que transformó su propio contenido al cumplir este papel. Pero también es evidente que hay una fuente de grandes errores en la suposición de que este tipo de análisis puede ofrecemos una comprensión exhaustiva de la religión en el caso de esas religiones que sobreviven a un pueblo o sociedad singular. En tales religiones encontramos un conjunto de creencias y formas de comportamiento que llegan a ser relativamente independientes de formas particulares y específicas de la vida social. Por esta misma razón esperamos encontrar en esas religiones una enorme flexibilidad y adaptabilidad en relación con la conducta. Esperamos descubrir una gran capacidad para llegar a un arreglo con conjuntos muy distintos de normas morales en diferentes tiempos y lugares.
Si éste es el tipo de expectativa que debemos tener con respecto a religiones que tienen una historia más larga que la de las sociedades a las que han sobrevivido, entonces es primordialmente el tipo de expectativa que debemos formarnos sobre la tradición judeo-cristiana. No nos veremos desilusionados. La sucesiva manifestación de las formas de vida del tribalismo hebraico, de la monarquía helenística, del proletariado imperial romano, de la burocracia de Constantinopla, y de la larga lista de sus sucesores, tiene por resultado una teología que puede dar lugar a una amplia gama de opiniones éticas. Para una época como la nuestra, que ha sido exhortada continuamente a encontrar la solución de sus propios problemas en la moralidad cristiana, quizá sea un alivio considerar que todo el problema de la moralidad cristiana consiste en descubrir precisamente lo que es. Aquello cuya existencia en alguna parte suponen obispos y periodistas —si no en tablas de piedra, al menos en materiales de indudable durabilidad—, resulta ser tan esquivo como una quimera. Y, sin embargo, al hablar de una tradición continua y de una única religión presuponemos, al parecer, algún tipo de unidad. Esta unidad consiste en ciertos temas que, si bien pueden ofrecer un contexto para normas y conductas muy distintas, constituyen aun así un ámbito totalmente característico. Estos temas son esencialmente los siguientes.
Dios es nuestro padre. Dios nos ordena que lo obedezcamos. Debemos obedecer a Dios porque Él conoce lo que nos conviene, y lo que nos conviene es obedecerlo. No cumplimos con esta obediencia y nos apartamos de Él. Por lo tanto, debemos aprender a reconciliarnos con Dios con el fin de que podamos vivir una vez más en una relación familiar con Él. Estos temas son, por supuesto, susceptibles de un desarrollo doctrinario en varias direcciones diferentes. Pero cada uno de esos desarrollos incluye necesariamente el problema de reconciliar dos modelos muy distintos para la comprensión de los conceptos y preceptos morales.
El primero concibe los preceptos morales en función de mandamientos y la bondad moral en función de la obediencia. ¿Por qué debo hacer esto?: «Porque Dios lo dice así». Esto plantea inmediatamente la pregunta: «¿Por qué debo hacer lo que Dios manda?», y hay tres maneras posibles de responder a ella. La primera alude a la santidad de Dios; la segunda, a su bondad, y la tercera, a su poder. Podría responder «sólo porque es Dios», y rehusar ampliar esto en algún sentido.
Con esta negativa permanezco dentro del círculo cerrado de los conceptos religiosos. La suposición implicada en el uso de tales conceptos es que la adoración es una actividad racional («nuestro razonable servicio», como se lo denomina en el Nuevo Testamento) y Dios se define como un objeto adecuado de adoración. Puesto que la adoración implica una total sumisión y una total obediencia a su objeto, al llamar a algo o a alguien Dios me comprometo a obedecer sus mandamientos. Pero de esto no se infiere, como podría pensarse, que una vez que he aceptado las prácticas de la adoración estoy irremediablemente comprometido con un dogmatismo religioso incorregible. Puedo preguntar con respecto a cualquier objeto de adoración propuesto si se trata de un objeto adecuado. Entre los criterios de adecuación aparecerán el poder y el conocimiento que pueden atribuirse verosímilmente al objeto, y puesto que es posible concebir algún objeto más poderoso y más sabio que cualquiera de los objetos finitos identificables, éstos serán siempre objetos menos dignos de adoración que algún otro cuya existencia pueda concebirse. El ascenso de esta particular escala continúa indefinidamente hasta el punto en que los fieles se dan cuenta de que sólo un objeto no finito, no identificable como un ser particular, está libre de la emoción del papel de Dios y de la caracterización como mero ídolo. Pero, por supuesto, al perder particularidad, al convertirse en infinito en sentido religioso, Dios también se hace cuestionable. Pues la existencia y la particularidad aparecen inextricablemente ligadas. El salto del teísmo al monoteísmo prefigura el salto del teísmo al ateísmo; pero, felizmente para la religión, generalmente en algunos miles de años.
Hasta ahora he evitado intencionalmente la indicación de que entre los criterios de adecuación por los que se juzga un objeto de adoración normalmente aparecen los criterios morales. En este punto, el primer tipo de respuesta a la pregunta: «¿Por qué debo hacer lo que Dios manda?», cede el paso a un segundo tipo de respuesta: «Porque es bueno». Como la respuesta tiene que constituir un motivo para obedecer a Dios, se infiere que bueno tiene que ser definido en términos ajenos a los de la obediencia si se quiere evitar un círculo vicioso. Se infiere que debo tener acceso a criterios de bondad que sean independientes de mi captación de la divinidad. Pero si poseo tales criterios seguramente estoy en una posición de juzgar acerca del bien y del mal por mi propia cuenta, sin consultar los mandamientos divinos. El creyente replicará correctamente a esto que si Dios no sólo es bueno, sino también omnisciente, su conocimiento de los efectos y las consecuencias lo convierte en una mejor guía moral que cualquier otra. Debe observarse con respecto a esta réplica que si bien nos proporciona una razón para hacer lo que Dios manda, si actuamos sólo por esta razón estaremos en situación más bien de seguir el consejo de Dios que de obedecerlo. Pero esto normalmente es imposible en las religiones reales en virtud de otros fundamentos específicamente religiosos. En primer lugar, Dios no sólo conoce mejor los resultados de los distintos cursos alternativos de acción, sino que hace que estos resultados alternativos sean lo que son. Y cuando, como sucede a menudo, Dios nos impone la obediencia como condición de un resultado favorable para nosotros, nos proporciona una razón de otro tipo para obedecerlo. Si en virtud de la bondad de Dios es prudente hacer lo que Él nos ordena, en virtud de su poder es prudente hacer esto con un espíritu de obediencia. Pero en este punto ya hemos pasado al tercer tipo de respuesta a la pregunta: «¿Por qué debo hacer lo que Dios manda?», a saber: «A causa de su poder».
El poder de Dios es un concepto a la vez útil y peligroso en la moral. El peligro reside parcialmente en esto: si estoy expuesto a ser enviado al infierno por no hacer lo que Dios ordena, me encuentro con un motivo corruptor —en cuanto responde totalmente al interés propio— para la persecución del bien. Cuando se concede al interés propio una posición tan fundamental, probablemente disminuya la importancia de los demás motivos, y una moralidad religiosa se anula a sí misma, al menos en la medida en que originalmente estaba destinada a condenar el puro interés personal. Al mismo tiempo, sin embargo, el poder de Dios es un concepto útil, y moralmente indispensable para ciertos períodos de la historia. Ya he sugerido que la conexión entre la virtud y la felicidad puede llegar a ser más o menos admisible de acuerdo con las reglas y los fines sostenidos en una forma particular de sociedad. Cuando la vida social está organizada en una forma tal que la virtud y la felicidad no tienen, al parecer, ninguna conexión, las relaciones conceptuales se alteran porque resulta imposible sostener que la forma adecuada de justificación de las reglas convencionales y establecidas de virtud es la invocación a la felicidad o a la satisfacción que se obtienen al obedecerlas. Ante esta situación, o se encuentra alguna justificación para las reglas convencionales de virtud (por ejemplo, que deben ser seguidas «en razón de sí mismas») o se las abandona. El peligro reside en la posibilidad de no advertir la conexión, de que la virtud se independice de la felicidad y aun se contraponga a ella, y de que los deseos se conviertan primariamente en un material para la represión. La utilidad del concepto del poder de Dios es que puede contribuir a mantener vivas la creencia y una comprensión elemental de la conexión en condiciones sociales en que cualquier relación entre la virtud y la felicidad parece accidental. En una sociedad en que la enfermedad, la escasez, el hambre y la muerte a una edad temprana se encuentran entre los componentes corrientes de la vida humana, la creencia en el poder divino de hacer coincidir la felicidad con la virtud, por lo menos en otro mundo, si no en éste, mantiene abierta la cuestión del sentido de las reglas morales. Aun esta utilidad del concepto tiene, por supuesto, Un peligro concomitante: la creencia en el poder de Dios debería generar una creencia en que la conexión entre la virtud y la felicidad se realiza sólo en el cielo y no en la tierra. En el mejor de los casos pertenece a la clase de remedios desesperados para la moralidad en sociedades empobrecidas y desordenadas, pero esto no debe oscurecer el hecho de que ha proporcionado un remedio semejante.
Esta opinión sobre el papel del concepto del poder de Dios puede sugerir que las concepciones religiosas de la moralidad son inteligibles sólo en la medida en que complementan o desarrollan concepciones seculares existentes. Esta sugestión es sin duda correcta. Si la religión ha de proponer con éxito un conjunto de reglas y un conjunto de metas, debe hacerlo mostrando que la vida a la luz de tales reglas y metas producirá lo que los hombres pueden juzgar independientemente como bueno. Serla absurdo negar que las religiones mundiales, y muy especialmente el cristianismo, han sido las portadoras de nuevos valores. Pero estos nuevos valores tienen que recomendarse a sí mismos en razón del papel que puedan tener en la vida humana. No hay motivo alguno, por ejemplo, para oponerse a la afirmación de que el cristianismo introdujo con más intensidad aún que los estoicos el concepto de que todos los hombres son de alguna manera iguales ante Dios. Aun cuando, desde San Pablo hasta Martín Lutero, esta convicción pareció compatible con las instituciones de la esclavitud y la servidumbre, proporcionó un fundamento para atacarlas cuando quiera que su abolición parecía remotamente posible. Pero en la medida en que la noción de la igualdad de los hombres ante Dios tiene un contenido moral, lo posee porque implica un tipo de comunidad humana en que nadie tiene derechos superiores a los otros hombres en el plano moral y político, y la necesidad es el criterio para las reclamaciones de cada uno frente a los demás, y el tipo de comunidad ha de ser juzgado favorablemente o no en la medida en que proporciona un esquema mejor o peor dentro del que pueden realizarse los ideales de los hombres con respecto a sí mismos o a los demás.
En efecto, los valores característicos de la igualdad y de los criterios de necesidad que surgieron en gran parte con el cristianismo, no podían de ninguna manera presentarse como valores generales de la vida humana hasta que se hizo patente la posibilidad de la abolición de las desigualdades materiales básicas de la vida humana. Mientras los hombres produzcan un excedente económico tan pequeño que la mayoría tenga que vivir a un nivel de mera subsistencia, y sólo unos pocos puedan disfrutar de algo más que esto, la forma de consumo tiene que encerrar una desigualdad de derechos en la vida social. En tales condiciones, la igualdad será, en el mejor de los casos, una visión, y sólo se puede mantener esta visión dándole una sanción religiosa. Los valores de la fraternidad y la igualdad sólo pueden realizarse en pequeñas comunidades separadas, y no pueden ofrecer un programa para toda la sociedad.
La paradoja de la ética cristiana consiste precisamente en que siempre ha tratado de idear un código para toda la sociedad a partir de llamamientos dirigidos a individuos o pequeñas comunidades para que se separaran del resto de la sociedad. Esto es verdad tanto para la ética de Jesús como para la ética de San Pablo. Ambos predicaron una ética ideada para el corto período intermedio antes de que Dios inaugurara finalmente el reino mesiánico y la historia llegara a una conclusión. No se puede esperar, por lo tanto, que encontremos en lo que dicen una base para la vida en una sociedad persistente. Además, Jesús no se preocupa, en todo caso, por exponer un código que se baste a sí mismo, sino por ofrecer un correctivo a la moral farisea, un correctivo que consiste en parte en poner en claro el sentido de las reglas fariseas, y en parte en mostrar cómo las reglas deben ser interpretadas si el advenimiento del reino es inminente. Por eso la única forma de prudencia es dirigir la mirada al reino. Pensar en el mañana, atesorar riquezas en la tierra, no vender todo lo que se tiene y no entregarlo a los pobres, son aspectos de una política esencialmente imprudente. Seguir tales cursos de acción implica perder la propia alma, precisamente porque el mundo que se gana no va a durar. La invocación de los Evangelios al amor a sí mismo, y su presuposición de un básico amor a sí mismo en la naturaleza humana, son sinceros. El mandato de amar al prójimo como a sí mismo apenas podría tener vigencia de otra manera. Igualmente, se comprende mal a San Pablo si se considera que formula preceptos con un fundamento que no sea interino; la aversión de San Pablo por el matrimonio como algo que difiera de un mero expediente («es mejor casarse que arder») no es tan inhumana como han supuesto algunos secularistas de mentalidad antihistórica, si se la entiende en términos de la falta de sentido que envuelve a la satisfacción de deseos y a la creación de relaciones que impedirían obtener las recompensas de la gloria eterna en un futuro muy cercano. Pero esta clase de defensa de San Pablo es, por supuesto, más funesta para la ética paulina que el ataque secularista convencional. Pues el hecho decisivo es que no se produjo el advenimiento del reino mesiánico y que, por lo tanto, la Iglesia cristiana ha estado predicando desde entonces una ética que no podía aplicarse a un mundo cuya historia no había llegado a su fin. Los modernos y sofisticados cristianos tienden a mirar con desprecio a los que establecen una fecha para el segundo advenimiento; pero su propia concepción del advenimiento, no sólo sin fecha, sino infechable, es mucho más extraña al Nuevo Testamento.
Así, no es sorprendente que, en cuanto ha defendido creencias morales y elaborado conceptos morales para la vida humana ordinaria, el cristianismo se ha contentado con aceptar esquemas conceptuales ajenos. Debemos tomar en consideración tres ejemplos fundamentales de esto. El primero es la apropiación de los conceptos de jerarquía y rol de la vida social feudal. San Anselmo26 explica la relación del hombre con Dios en términos de la relación de los arrendatarios desobedientes con el señor feudal. Cuando explica los diferentes servicios debidos a Dios por ángeles, monjes y laicos, los compara respectivamente con los servicios de aquellos que tienen un feudo permanente en compensación por ellos, de aquellos que sirven con la esperanza de recibir un feudo semejante, y de aquellos que reciben pagos por los servicios prestados, pero no tienen esperanza alguna de permanencia. Es decisivo observar que un cristianismo que tiene que expresarse en términos feudales con el fin de proporcionar normas se priva así de toda posibilidad de crítica a las relaciones sociales feudales. Pero el asunto no se agota aquí. Las teorías de la expiación y la redención, no sólo en Anselmo, sino en otros teólogos medievales, dependen de sus concepciones sobre la obediencia y la desobediencia ante la voluntad de Dios. ¿Cómo han de entenderse los valores prescriptos por Dios? La respuesta no sorprende: el Dios medieval es siempre un compromiso entre la voz dominadora de Jehová sobre el Sinaí y el dios de los filósofos. ¿Qué filósofos? Platón o Aristóteles.
La dicotomía platónica de un mundo de la percepción sensible y un reino de las Formas es presentada por San Agustín con una forma cristiana como la dicotomía del mundo de los deseos naturales y el reino del orden divino. El mundo de los deseos naturales es el mundo de su amor por su amante antes de la conversión y el de la Realpolitik de la ciudad terrestre contrapuesta a la ciudad celeste («¿qué son los imperios, sino grandes robos?»). Mediante una disciplina ascética se asciende en la escala de la razón y se recibe una iluminación, no de la Forma del bien, esa anticipación platónica, sino de Dios. La mente iluminada se encuentra ante la posibilidad de elegir correctamente entre los diversos objetos del deseo que se enfrentan a ella. La cupiditas, el deseo de las cosas sensibles, se ve gradualmente derrotada por la caritas, el deseo de lo celestial, en lo que es esencialmente una versión cristiana del mensaje de Diótima en el Simposio.
El aristotelismo de Santo Tomás es mucho más interesante, porque se preocupa no por escapar de las acechanzas del mundo y del deseo, sino por transformar el deseo en fines morales. Difiere del aristotelismo de tres maneras fundamentales. La θεωρια se convierte en la visión de Dios que es meta y satisfacción del deseo humano; la lista de las virtudes se modifica y amplía y el concepto de τέλος y el de las virtudes se interpretan dentro de un marco legal que tiene orígenes estoicos y hebraicos. La ley natural es el código ante el que nos inclinamos por naturaleza, y la ley sobrenatural de la revelación la complementa sin reemplazarla. El primer precepto de la ley natural es la conservación de sí, pero el sí mismo que tiene que ser preservado es el de un alma inmortal cuya naturaleza es violada por la servidumbre irracional al impulso. Las virtudes son a la vez una expresión de los mandamientos de la ley natural y un medio para obedecerla, y a las virtudes naturales se añaden las virtudes sobrenaturales de la fe, la esperanza y la caridad. La diferencia clave entre Aristóteles y Tomás de Aquino reside en la relación que cada uno considera existente entre los elementos descriptivos y narrativos de su análisis. Aristóteles describe las virtudes de la πόλις, y las considera normativas para la naturaleza humana como tal; Santo Tomás describe las normas de la naturaleza humana como tal, y espera encontrarlas ejemplificadas en la vida humana en sociedades particulares. Santo Tomás no puede ocuparse de la tarea descriptiva con la confianza de Aristóteles por su creencia en el pecado original; la norma es la naturaleza humana tal como debería ser, y no la naturaleza humana tal como es. Como no tiene las anteriores ni posteriores creencias agustinianas y protestantes sobre la total corrupción de los deseos y elecciones humanas puede considerar la naturaleza humana tal como es, como una guía bastante confiable hacia la naturaleza humana tal como debe ser. En cuanto cristiano, a diferencia de Aristóteles, aunque lo mismo que los estoicos, considera la naturaleza humana como única en todos los hombres. No hay esclavos por naturaleza. Además, la tabla de las virtudes es diferente. La humildad ocupa su lugar, y también la religión en el sentido de una disposición a realizar las prácticas debidas de la adoración. Pero lo que importa en Tomás de Aquino no son tanto las enmiendas particulares que hace al esquema aristotélico, sino la forma en que exhibe la flexibilidad del aristotelismo. Los conceptos aristotélicos pueden proporcionar el marco racional para moralidades muy distintas a las del propio Aristóteles. Santo Tomás nos muestra, en efecto, cómo los vínculos conceptuales entre la virtud y la felicidad forjados por Aristóteles constituyen una adquisición permanente para los que quieren exhibir estos vínculos sin admirar al hombre de alma noble o aceptar el marco de la πόλις del siglo IV.
La ética teológica de Santo Tomás es tal que mantiene el significado no teológico del término bueno. «Bueno es aquello hacia lo que tiende el deseo». Llamar bueno a Dios es presentarlo como la meta del deseo. Así, el criterio de bondad es esencialmente no teológico. El hombre natural puede conocer, sin revelación, lo que es bueno, y la finalidad de las reglas morales es alcanzar bienes, es decir, alcanzar lo que satisface al deseo. De esta manera, «Dios es bueno» es una proposición sintética, y mencionar la bondad de Dios es dar una razón para obedecer a sus mandamientos. Este punto de vista es reemplazable a fines de la Edad Media por una doctrina diferente. La rápida transformación del orden social siempre puede hacer aparecer inaplicables las anteriores formulaciones de la doctrina de la ley natural. Los hombres comienzan a buscar la finalidad de su vida no dentro de las formas de la comunidad humana, sino en algún modo de salvación individual exterior a ellas. Un llamado a la revelación divina y a la experiencia mística reemplaza a la religión natural y a la ley natural. Se subraya la distancia entre Dios y el hombre. La finitud y la pecaminosidad del hombre implican que el único conocimiento que puede tener de Dios es el que recibe por medio de la gracia. No se atribuye al hombre por naturaleza ningún criterio por el que pueda juzgar lo que Dios dice o sus pretendidas afirmaciones. Bueno se define en función de los mandamientos de Dios: «Dios es bueno» se convierte en un juicio analítico, y lo mismo sucede con: «Debemos hacer lo que Dios ordena». Las reglas que Dios nos impone no pueden tener una justificación ulterior en función de nuestros deseos. La oposición entre reglas y deseos llega a ser por cierto enorme en la vida social y en el esquema conceptual. El ascetismo y el superascetismo (que Tomás de Aquino había caracterizado como «la entrega de dones robados a Dios») adquieren importancia en la religión. Las razones para obedecer a Dios se expresan más bien en términos de su poder y su numinosidad sagrada que de su bondad.
El filósofo más notable que convierte el mandamiento de Dios en la base de la bondad y no a la bondad de Dios en una razón para obedecerlo es Guillermo de Occam. El intento de Occam de fundamentar Ja moral sobre la revelación corre paralelo con su restricción de lo que puede ser conocido por naturaleza en la teología. El escepticismo filosófico con respecto a algunos argumentos de la teología natural se combina con el fideísmo teológico para presentar la gracia y la revelación como fuentes de nuestro conocimiento de la voluntad divina. La singularidad del racionalismo crítico de Occam reside en la transformación de los mandamientos divinos en edictos arbitrarios que exigen una obediencia no racional. El cristianismo de Santo Tomás deja un lugar para el racionalismo aristotélico, pero el de Occam, no. La conclusión quizá sea que en un problema de esta clase importa más el tipo de moralidad cristiana o no cristiana que se nos ofrece que el carácter cristiano o no de la moralidad. Y esta perspectiva no es en sí misma incompatible con un cristianismo tomista que muestra una relación mayor con ciertos tipos de racionalismo secular que con ciertos tipos de irracionalismo cristiano.
No obstante, este mismo hecho crea dificultades en la tarea de ofrecer una exposición adecuada de la contribución del teísmo a la historia de la ética. Si se abstrae, por ejemplo, el análisis anterior de Abelardo sobre la rectitud (la acción correcta depende enteramente de la intención) o la transformación posterior realizada por Grocio de la doctrina de Tomás de Aquino sobre el derecho natural en un derecho para las naciones, se obtiene lo que no es específicamente teísta. Si se desarrolla en detalle la moralidad del agustinismo se expone una teología que interesa más bien a la revelación que a la ética filosófica. De ahí que no se deba caer con respecto a la Edad Media en los errores del enciclopedismo o la marginalidad. Si se elige la segunda —como en mi caso— no es porque sea el menor, sino el más manejable de ambos males.