Posdata a la ética griega
La división del trabajo y la diferenciación de las funciones en las sociedades primitivas produce un vocabulario en el que se describe a los hombres en términos de los roles que desempeñan. Esto conduce al uso de palabras valorativas, porque cualquier papel puede ser desempeñado bien o mal, y cualquier forma habitual de conducta puede ser acatada o desobedecida. Pero la valoración en un sentido más amplio sólo es posible cuando la conducta y los roles tradicionales se comparan con otras posibilidades, y la necesidad de una elección entre los viejos y nuevos modos se convierte en un hecho de la vida social. No resulta sorprendente, por lo tanto, que bueno y sus análogos adquirieran una variedad de usos durante la transición de la sociedad que era portadora de los poemas homéricos a la sociedad de la ciudad-estado del siglo V, y que en las décadas siguientes los hombres reflexionaran sobre esos usos teniendo conciencia del problema. La ética filosófica griega difiere de la filosofía moral posterior en formas que reflejan la diferencia entre la sociedad griega y la sociedad moderna. Los conceptos de deber y responsabilidad en el sentido moderno sólo aparecen en germen o marginalmente; los de la bondad, la virtud y la prudencia ocupan una posición central. Los papeles respectivos de estos conceptos dependen de una diferencia central. En general, la ética griega pregunta: «¿Qué he de hacer para vivir bien?». Por su parte, la ética moderna pregunta: «¿Qué debo hacer para actuar correctamente?». Y formula esta pregunta en una forma tal que actuar correctamente es algo muy distinto de vivir bien. H. A. Prichard20, filósofo de Oxford y escritor muy compenetrado con el espíritu ético moderno, pudo acusar a Platón de caer en el error simplemente por su intento de justificar la justicia. Pues justificar la justicia implica mostrar que es más provechosa que la injusticia, y que nos conviene ser justos. Pero si hacemos lo justo y lo correcto en consideración con nuestras conveniencias, no lo hacemos —y Prichard da esto casi por supuesto— porque se trate de lo justo y lo correcto. La moralidad no puede tener, por cierto, ninguna justificación exterior a sí misma: si no hacemos lo correcto en virtud de sí mismo, sea que nos convenga o no, no estamos obrando correctamente.
La suposición efectuada por Prichard es que la noción de lo que nos conviene, de lo que nos resulta provechoso, es lógicamente independiente del concepto de lo que es justo y correcto en nuestras acciones. La identificación de lo provechoso con lo justo constituye, en lo que se refiere a la ética, una mera coincidencia y un accidente feliz. Hacer lo que queremos y lograr lo que queremos es algo muy distinto de hacer lo que debemos. Pero Prichard no comprende aquí el verdadero sentido de las afirmaciones platónicas y de las implicaciones del vocabulario moral griego que Platón usa. El vocabulario moral griego no está construido de tal manera que los objetos de nuestros deseos y nuestras metas morales sean necesariamente independientes. Obrar bien y vivir bien se encuentran enlazados en una palabra como εύδαίμων. De consideraciones puramente lingüísticas como ésta no se puede inferir, por supuesto, nada sustancial. Todavía queda por preguntar si es la ética moderna la que aclara una distinción válida que el vocabulario moral griego no llegó a advertir, o bien si es la ética griega la que se rehúsa a efectuar distinciones falsas y desorientadoras. Una forma de contestar esta pregunta sería la siguiente:
La ética se preocupa por las acciones humanas. Las acciones humanas no son meros movimientos corporales. Actos ejecutados mediante movimientos corporales muy diversos pueden identificarse como casos de la misma acción humana: los movimientos implicados en el acto de agitar la mano y los implicados en el acto de extender una bandera pueden ser a la vez ejemplos de la acción de dar la bienvenida a alguien. Y podemos considerar idénticos movimientos corporales que ejemplifican acciones muy diferentes: el movimiento de las piernas puede ser parte de la acción de correr una carrera o de la de huir en una batalla. Si esto es así, ¿cómo se puede determinar que una conducta dada es una acción o parte de una secuencia de acciones, y no un mero movimiento corporal? La respuesta sólo puede encontrarse en la indicación de que sirve a un propósito que constituye una parte o la totalidad de la intención que tiene el agente al realizar su acción. Más aún: el propósito del agente sólo puede hacerse inteligible como expresión de sus deseos y finalidades.
Considérese ahora cómo la ética poskantiana subraya el contraste entre el deber y la inclinación. Si las acciones se vuelven inteligibles desde las palabras, pero quizás destinadas también en parte a evitarlas en función de la persecución de los deseos, si se considera que los deseos ofrecen motivos para las acciones, éstas no resultan de un cumplimiento del deber. Por lo tanto, cuando cumplo con mi deber, lo que hago no puede ser exhibido como una acción humana comprensible en la forma en que lo son las acciones humanas ordinarias. Así, la búsqueda del deseo se convierte en una esfera aparte sin vinculación con otros aspectos de la vida humana. Un autor como Prichard respondería que esto es cierto, y que suponer lo contrario sería un error. Pero ahora podemos acercarnos con mayor provecho a la posición de Prichard desde otro ángulo, e indicar sus raíces históricas. Si hacemos esto, observaremos una atenuación gradual del concepto de deber y de los conceptos afines, que presenta un progreso a partir de la noción de deber como exigencia de desempeñar un papel específico, cuyo cumplimiento sirve a un propósito íntegramente comprensible como expresión de deseos humanos normales (por ejemplo, los deberes del padre, del marino, o del médico). El próximo paso quizá sea el concepto de deber como algo que el individuo tiene que hacer cualesquiera que sean sus deseos privados; y finalmente, llegamos a un concepto de deber divorciado totalmente del deseo. Si no pudiéramos explicar históricamente el concepto de deber de Prichard, creo que nos encontraríamos muy cerca de la posición de los antropólogos que descubren una palabra nueva incomprensible, como, por ejemplo, tabú, término enigmático porque, al parecer, no quiere decir simplemente «prohibido», sino que da una razón de la prohibición sin que quede en claro cuál es. Así, cuando alguien como Prichard dice que es nuestro «deber» hacer algo, no nos dice solamente que lo hagamos, como si expresara el mandato «haz esto», sino que aparentemente nos da una razón para ello. En consecuencia, así como podemos preguntar a los polinesios por qué debemos abstenernos de hacer algo a causa de que es tabú, podríamos preguntarle a Prichard la razón por la que debemos hacer algo si se trata de nuestro deber. Y en ambos casos la respuesta sería similar, e igualmente incomprensible: «Porque es tabú», «porque es vuestro deber». La falta de conexión con nuestras metas, propósitos y deseos nos hace caer finalmente en lo ininteligible. Sin embargo, el concepto que Prichard elucida es de uso común. «¿Por qué debo hacer eso?», «simplemente debes hacerlo», no es una forma desusada de diálogo moral en la sociedad moderna. Por eso la elucidación filosófica plantea interesantes problemas sobre el papel de los conceptos en nuestra vida social. Pero en este momento, en lugar de dedicarnos a ellos, debemos retornar a los griegos. El punto decisivo para lo que viene es que quizá resulte ahora más claro por qué no podíamos emplear los términos morales que expresan el concepto moderno de deber al traducir los términos morales griegos: éstos mantienen la conexión con el vocabulario del deseo en función del cual pueden hacerse comprensibles.
La función de los términos valorativos en griego consiste en calificar las diferentes posibilidades de conducta de acuerdo con nuestros deseos, pero ¿de acuerdo con qué deseos? Tanto Platón como Aristóteles critican el simple análisis sofista de los deseos humanos. Tenemos que preguntarnos no sólo acerca de lo que queremos ocasionalmente ahora, sino acerca de lo que queremos querer a la larga y fundamentalmente. Y esto implica una descripción del hombre, explicitada en formas diversas por Platón y Aristóteles, y en la que ciertas satisfacciones son objetivamente más altas que otras. El uso de la palabra objetivamente implica la existencia de un criterio no elegido e impersonal. Y, ¿cuál es esta norma? Se infiere que hay un criterio semejante del hecho de que se consideran comprensibles preguntas como: «¿Cuál es el bien para el hombre?», o simplemente: «¿Qué es bueno para el hombre?». A menos que haya algún criterio que permita juzgar todas las respuestas posibles, éstas se encontrarán a un mismo nivel y la pregunta dejará de tener sentido. No se infiere, por supuesto, que tiene que existir un criterio (o criterios) de este tipo, sino que la pregunta y el criterio se sostienen o caen juntos. El trascendentalismo de Platón proviene en parte de haber percibido esta situación. Él cree que debe haber un criterio. No puede derivarse de las estructuras e instituciones sociales existentes, porque usamos nuestros conceptos valorativos para criticarlas. No puede derivarse tampoco de nuestros deseos tal como son, porque usamos nuestros conceptos valorativos para criticarlos y calificarlos. Por eso es fácil llegar a la conclusión de que debe derivarse de un orden que existe aparte de la vida humana. Si Platón considera trascendente el criterio, Aristóteles lo ve incorporado a un tipo particular de prácticas y organización social. Ambos suponen que si el encadenamiento de justificaciones constituido por respuesta a las preguntas sobre el bien que conviene a los hombres ha de ser una cadena de argumentos racionales, sólo puede haber un único encadenamiento semejante y debe haber un punto esencial en el que llega a una conclusión final (la visión de la Forma del bien o la contemplación eudemonista). Por supuesto, esto es un error, y un error en el que caen Platón y Aristóteles porque no comprenden las condiciones que deben satisfacerse para disponer del tipo de criterio cuya existencia ellos dan por supuesta, aun cuando a veces duden acerca de su naturaleza precisa.
Si considero racional una forma de investigación, presupongo que existe algún criterio para determinar si las respuestas a sus preguntas son correctas o incorrectas. Al hablar de un criterio me refiero a una norma que el individuo no puede aceptar o rechazar a su gusto y elección. Puede rechazar un criterio dado con fundamentos racionales, como el de que un criterio más fundamental o de aplicación más general acarrea su falsedad; o bien puede considerar incomprensible un criterio propuesto, después de un examen más minucioso. Consideremos dos ejemplos de índole diversa.
La aritmética es una disciplina racional porque sigue ciertas reglas. Las reglas que gobiernan a las operaciones aritméticas simples nos permiten determinar si la respuesta a una suma dada es correcta o incorrecta. Cualquiera que comprende el significado de las palabras uno, dos, más, es igual a, y tres, no tiene opción en cuanto a admitir o no la verdad de «uno más dos es igual a tres». Pero para que haya un acuerdo sobre el significado de las palabras en cuestión debe existir la costumbre socialmente establecida de contar. Podemos imaginamos una tribu que carece de conceptos numéricos porque sus miembros no acostumbran contar. No quiero decir con esto que la numeración como práctica social enseñable sea lógicamente anterior a la posesión de los conceptos numéricos, pues el mismo acto de contar presupone a su vez esta posesión. Pero sólo puedo invocar una regla para resolver una cuestión aritmética controvertida en una comunidad en la que los conceptos numéricos sean inteligibles, y sólo serán inteligibles cuando la numeración sea una costumbre establecida y reconocida.
Obsérvese ahora la similitud existente, al menos en este respecto, entre los términos valorativos y los aritméticos. Estamos más acostumbrados a considerar a la aritmética como disciplina racional, que a la crítica del fútbol y del cricquet, o del ajedrez y del bridge. (Esto se debe en parte al hecho de que en nuestro estudio de la cultura griega generalmente exageramos el valor de Platón y subestimamos a los Juegos Olímpicos, de los que podríamos informarnos por medio de Luciano. Platón considera la «gimnasia» y los juegos como meros medios para un fin, como partes de una disciplina educativa cuyo objetivo se encuentra en un producto final de especie muy diferente. Ésta es también la doctrina de ciertas escuelas inglesas, para las que el objetivo de los juegos es la formación del «carácter»). Pero un estudio de los conceptos empleados en la crítica de los juegos, en sí mismos, es filosóficamente reveladora, incluso con respecto a Platón. Las preguntas que se refieren a si un bateador es bueno y en qué medida lo es, se comprenden porque hay criterios establecidos: variedad de golpes, capacidad para improvisar, fibra moral en las crisis. Contamos con estos criterios porque tenemos criterios, en general, en relación con el éxito y con el fracaso en cricquet y, en particular, en relación con el desempeño de un bateador, y el hecho de ganar un partido no constituye, por supuesto, el único criterio. La forma de ganarlos también tiene importancia. Pero estos criterios sólo pueden ser invocados porque hay usos establecidos con respecto a los juegos, y sólo pueden invocarlos aquellos que participan de la vida social en la que esos usos se encuentran establecidos. Piénsese en seres que no comparten el concepto de un juego y que por eso no pueden adquirir el criterio pertinente. Sólo podrían darse cuenta de que la palabra bueno se usa generalmente en contextos en los que se indica una aprobación de cierto tipo. Sus filósofos elaborarían naturalmente teorías sobre el significado de bueno en el sentido de que su uso sirve para expresar aprobación. Y estas teorías no comprenderían necesariamente gran parte de la cuestión.
En la ética griega ocurre algo similar a esta situación imaginaria. Comenzamos con una sociedad en la que el uso de las palabras valorativas se encuentra limitado por a noción de cumplimiento del papel socialmente establecido. Podemos maginar ciertamente una sociedad en la que esto sea una verdad mucho más firme que en aquellas sociedades imaginarias o reales, representadas o reflejadas en los poemas homéricos. En este caso, los sustantivas y verbos, a los que se unen los adjetivos y adverbios valorativos, serían invariablemente aquellos que nombran papeles y actividades vinculadas con el desempeño de los papeles. En consecuencia, todos los usos de bueno pertenecerán a esa clase de adjetivos, cuyo significado y fuerza dependen del significado del sustantivo o frase nominal a que se unen. Podemos comprender esta clase contraponiéndola a la clase de adjetivos cuyo significado y fuerza no están sujetos a esa dependencia. Tal es el caso, por ejemplo, de las palabras que se refieren a colores. Podemos quitarles todo sentido al aplicarlas a un sustantivo o frase nominal que no les otorga ningún sentido si se emplea con su significado normal (por ejemplo: «número racional rosado»); pero cuando se aplican a un sustantivo de manera tal que forman una frase significativa, su significado es independiente del sustantivo. Por eso puedo en casos semejantes deducir válidamente de «esto es un XY», tanto «esto es un X» como «esto es un Y». (Así, de «esto es un libro rojo» se infiere que «esto es rojo» y que «esto es un libro»). Pero hay también adjetivos con respecto a los cuales no se da esta situación: su fuerza depende del significado del sustantivo particular al que se aplican, porque el significado de éste altera y determina los criterios de aplicación correcta del adjetivo. Tal es el caso de bueno en los usos que se vinculan con el desempeño de un papel. Los criterios para la aplicación correcta de las expresiones «buen pastor», «buen general» y «buen flautista» son determinados por los criterios para la aplicación de las expresiones pastor, general y flautista. Al aprender a describir la vida social también aprendemos a valorarla. Además, hay una variedad de usos de bueno en los que pueden encontrarse esos criterios impersonales y objetivos: «bueno en» en relación con las habilidades y «bueno para» en relación con medicinas o instrumentos, constituyen dos ejemplos. En una sociedad limitada a estos usos todas las valoraciones consistirían en una aplicación de criterios frente a los cuales el individuo no tiene una libertad de opción.
Las prácticas valorativas de una sociedad semejante son similares a las de aquellos que critican las actuaciones en un partido. En ambos casos hay normas aceptadas, y la adquisición del vocabulario necesario para describir y comprender el juego es lógicamente inseparable de la adquisición de esas normas. En ambos casos, el hecho de que las normas son objetivas e impersonales se concilia con los desacuerdos valorativos y aun con los desacuerdos que son incapaces de resolverse. Esto es así porque hay una serie de criterios en función de los cuales juzgamos las actuaciones y las demostraciones de capacidad, y no un único criterio para cada papel o habilidad. Así, al valorar a un bateador podemos diferir en la importancia que asignamos a la capacidad de improvisación frente a la posesión de un golpe particular, y al valorar a un general podemos diferir en la importancia que asignamos a la capacidad para organizar líneas de abastecimiento frente al brillo láctico en el campo de batalla.
Así como en el caso de las críticas a los juegos pudimos imaginar un grupo social en el que el uso de las palabras valorativas se hubiera perdido, también podemos imaginar una sociedad en la que los roles tradicionales ya no existen y los consiguientes criterios valorativos ya no se emplean, aunque sobrevivan las palabras valorativas. En ambos casos, todo lo que queda de la valoración es el sentimiento de aprobación vinculado con las palabras. Las palabras comienzan a usarse como signos de que el hablante individual está indicando sus gustos, preferencias y elecciones. Si concebimos el análisis filosófico como un análisis de la forma en que se usan de hecho los diferentes conceptos en el lenguaje ordinario, como un estudio de los rasgos lógicos del modo de uso, bien podríamos caer en este punto en una trampa interesante. Pues, si insistiéramos en considerar como significado de la palabra buena sólo a aquellos rasgos que están presentes en cada ocasión de su uso, llegaríamos naturalmente a la conclusión de que el significado esencial de la palabra se obtiene estableciendo su función de alabar, o de expresar aprobación, o de indicar elección o preferencia, etc., y de que su asociación con criterios de tipo impersonal y objetivo es un hecho secundario, contingente y accidental. O podríamos caer en la trampa opuesta de suponer que, como la palabra bueno sólo se emplea en forma inteligible en muchos casos típicos si se la aplica de acuerdo con criterios impersonales y objetivos, todos los usos en que se aleja de tales criterios no tienen la suficiente importancia como para ser tomados en serio. Sin embargo, a menos que veamos estos dos usos como dos fases sucesivas de una narración histórica, no comprenderemos gran parte del sentido de la palabra bueno. Cuando hablo de una narración histórica me refiero a una en que lo ulterior no se comprende hasta que se cuenta con lo anterior, y en que no se comprende lo anterior hasta que se advierte a lo ulterior como una consecuencia posible de lo que había sucedido antes. El uso de la palabra bueno, cuando se la emplea sólo o primariamente como una expresión de aprobación o elección, no puede comprenderse excepto como supervivencia de un período en que su uso estaba gobernado por criterios de tipo impersonal y ajenos a toda elección, porque no tiene ningún uso o función que la distinga de un simple imperativo o expresión de aprobación. La afirmación de qué algo es bueno no diferiría de lo expresado cuando alguien dice: «Elija algo de esa clase», o «ésa es la clase que prefiero». Esta aparente redundancia de bueno quizá pueda explicarse indicando sus posibilidades propagandísticas. El uso de la palabra bueno en realidad no dice más que lo expresado por el hombre que anuncia sin rodeos su elección o preferencia, pero una persona puede buscar el medio de dar la impresión de decir más, y al hacerlo atribuir prestigio a su anuncio mediante el empleo de bueno. Bueno es signo de importancia para las expresiones de elección, de acuerdo con este punto de vista. Pero esta teoría descubre, de hecho, su propia debilidad. ¿Por qué debería llevar esta clase de prestigio? La respuesta sólo puede ser que arrastra consigo una distinción derivada de su pasado, y que sugiere una conexión entre las preferencias y elecciones individuales del hablante y lo que cualquiera elegiría, entre mi elección y la elección que dictan los criterios pertinentes.
Sería igualmente erróneo, sin embargo, suponer que la palabra bueno no podría separarse de los criterios particulares que han gobernado su uso, y seguir siendo todavía inteligible. Lo que confiere a la palabra bueno su generalidad es en parte el hecho de que una vinculación con la elección y la preferencia está presente desde el principio. Llamar bueno a algo implica decir que cualquiera que quisiera algo de esa clase se sentiría satisfecho con este ejemplo particular. Traemos a escena algo más que nuestra propia elección y preferencia individuales y apuntamos a algo más que nuestra propia elección y preferencia individuales: apuntamos a una norma para la elección. Y en una sociedad en que los papeles tradicionales y la correspondiente valoración tradicional de la conducta se han derrumbado o desaparecido, la consecuencia de los intentos fallidos de usar la palabra bueno como simple expresión de una elección o preferencia bien puede ser el intento de restablecer normas para la elección. Y no hay ninguna razón por la que bueno no pueda adquirir nuevos criterios de aplicación.
Hasta ahora he tratado de delinear en la argumentación una secuencia histórica ideal. Una secuencia semejante es útil por dos razones diferentes. Pone de manifiesto la conexión entre la inteligibilidad histórica y las relaciones lógicas. No puedo comprender la estructura lógica de una teoría filosófica dada, a menos que comprenda los problemas que tenía la misión de solucionar. Pero en una gran cantidad de casos no puedo esperar una comprensión de cuáles son esos problemas a menos que conozca los problemas planteados por los predecesores filosóficos de la teoría y la forma en que el contexto histórico impone límites a las soluciones de sus problemas. Siempre es posible y generalmente útil abstraer tanto el problema como la solución, la pregunta y la respuesta, del contexto histórico particular y examinar los problemas lógicos sin una excesiva referencia a la historia real, (Los filósofos idealistas, y en especial R. G. Collingwood, a veces no llegaron a captar esto, pero lo que consiguieron captar y decir al respecto es más revelador que gran parte de lo que se escribió posteriormente). Pero, además, como ya lo hemos hecho notar, los conceptos que proporcionan los materiales para la investigación filosófica están sujetos al cambio. Así, lo que puede aparecer al principio en forma engañosa como dos elucidaciones rivales del mismo concepto, entre las que debemos elegir, puede ser considerado de modo más provechoso como dos análisis sucesivos de un concepto en proceso de transformación, entre los que no hay lugar para una elección. Se necesitan ambos y también su interrelación con el fin de no perder de vista la continuidad y el cambio en el concepto.
Además, el análisis de los conceptos en función de secuencias históricas ideales puede ser útil por otro motivo. Al abstraer ciertas características de la secuencia, y darle así un carácter ideal, adquirimos un método para advertir secuencias similares contenidas en procesos históricos muy distintos. Y al advertir similitudes también podemos advertir diferencias. Considérense las semejanzas y diferencias entre lo que sucedió con άγαθός en el uso del griego y lo que sucedió con duty (deber) en inglés. Así como άγαθός se limitó originalmente al desempeño de un papel, lo mismo sucedió con duty. Todavía hablamos de los deberes de un policía o de un agente de vigilancia, y en una sociedad en la que la vida moral se concibe completamente en función de la descripción de papeles, los deberes de un padre o de un rey pueden estar tan vigorosamente determinados por la costumbre como los que ahora se determinan por medio de reglamentos. El concepto de «deber» se transforma necesariamente cuando separamos a un hombre de sus papeles, pero lo dejamos todavía con ese concepto. Esta separación es una consecuencia de un cambio suficientemente radical en la estructura social establecida, y no tiene que ocurrirle a toda la sociedad en una forma instantánea y de una vez para siempre. Puede ocurrir en una parte de la sociedad, y sucederá de tal modo que sea modificada por otras creencias morales. De esa manera, para parte de la sociedad inglesa del siglo XVIII, el concepto de deber se generalizó en asociación con el concepto de vocación. Originalmente encontramos una sociedad con una estructura bien definida de roles y funciones, relacionada con las ocupaciones, y organizada jerárquicamente, y a esta organización corresponde una creencia en diferentes posiciones de la vida hacia las que Dios se complace en convocar a los hombres. Cuando los roles ocupacionales se hacen más importantes, se mantiene la noción de un llamado de Dios, pero no hacia una «posición» determinada. Los deberes vinculados con una ocupación particular son reemplazados por el deber que se tiene con Dios en cuanto se es hombre. El contenido del deber se desdibujará ante una situación semejante. Este tipo de situación proporciona parte del fondo para el tipo de dilema moral examinado en algunas de las novelas de Jane Austen. Sus personajes no pueden concebir la moralidad simplemente en función del desempeño adecuado de un papel bien establecido. Edmund Bertram en Mansfield Park puede estar expuesto a la crítica de Mary Crawford por su intención de convertirse en sacerdote: puede verse obligado a preguntarse si así será en mayor o menor grado «un hombre». Ser un terrateniente o estar «en el comercio» ya no implica el sentimiento de una posición claramente definida en la jerarquía de los deberes. Esta situación se ve subrayada por una notable excepción. La persona del oficial naval proporciona una piedra de toque de la virtud en Jane Austen precisamente a causa de su sentido profesional del deber.
Y ella puede hablar del deber en este contexto con mucho mayor claridad que en cualquier otra parte porque no se ha roto todavía el vínculo entre el deber y los deberes.
La historia de άγαθός en griego y la de duty en inglés (o en alemán) difieren, por supuesto, tanto como la historia del derrumbe de la sociedad griega tradicional de la historia de las transformaciones de la Inglaterra preindustrial. Pero en ambos casos se produce un pasaje desde las bien definidas simplicidades de la moralidad del desempeño de los papeles, en que juzgamos a un hombre como labrador, como rey, como padre, hasta el punto en que la valoración se ha separado, tanto en el vocabulario como en la práctica, de los papeles, y no preguntamos en qué consiste ser bueno en o para esta o aquella habilidad o papel, sino solamente qué es ser «un hombre bueno», es decir, no preguntamos lo que es el cumplimiento del propio deber como sacerdote o terrateniente, sino como «hombre». La noción de normas para el hombre emerge como consecuencia natural de este proceso, y abre nuevas posibilidades y peligros.
En este punto, sin embargo, ¿no nos envuelve la argumentación en una manifiesta paradoja? Podemos entender el motivo por el que Platón y Aristóteles (y en un contexto posterior, Price y Kant) buscan normas independientes de la estructura de cualquier forma social particular. Pero a costa de esto se insinúa la verdad del mismo tipo de relativismo que trataban de superar. Si el tipo de preguntas valorativas que podemos plantear con respecto a nosotros mismos y a nuestras acciones depende del tipo de estructura social de la que formamos parte y del consiguiente campo de posibilidades para las descripciones de nosotros mismos y de los demás, ¿no se infiere la inexistencia de verdades valorativas sobre los «hombres», es decir, sobre la vida humana en cuanto tal? ¿No estamos condenados al relativismo histórico y social?
La respuesta es compleja. La primera parte de ella ya ha sido sugerida en el curso de nuestro examen de Aristóteles. Hay ciertos rasgos de la vida humana que son necesarios y casi inevitablemente los mismos en todas las sociedades, y a causa de ello hay ciertas verdades valorativas a las que no se puede escapar. Pero, expresada en forma tan simple, la cuestión puede llevar a un error. Como ya he sostenido, no podemos concebir un grupo de seres que satisficieran las mínimas condiciones conceptuales necesarias para que los caractericemos correctamente como un grupo humano sin una conducta gobernada por reglas y sin que las normas orientadoras de la conducta impliquen una norma de expresión de la verdad, una norma de posesión y justicia, etc. Algunas nociones de verdad y justicia encuentran en cualquier grupo humano un terreno en donde apoyarse. Además, como he sostenido también, es casi inconcebible que ciertas cualidades como la amistad, la valentía y la veracidad no sean valoradas en cualquier grupo humano, por la simple razón de que el campo de fines posibles para las actividades de aquellos que no valoran tales cualidades se restringirla en demasía. Pero este tipo de argumentación podría emplearse muy equivocadamente para proporcionarnos una especie de deducción trascendental de las normas para todos los tiempos y lugares, o sea para ofrecer una guía para conducir a los hombres sin tener en cuenta la naturaleza de la sociedad en la que se encuentran. No sólo se trata de una conclusión errónea, sino que proviene de una mala inteligencia del alcance de las premisas de la que se deriva. Precisamente en razón de que la sociedad humana como tal debe tener o tendrá generalmente ciertas normas como parte del ineludible esquema lógico de sus acciones y razonamientos, todas las elecciones de diferentes posibilidades valorativas surgen dentro de este esquema y dentro del contexto de las normas en cuestión. Se infiere que estas normas no pueden darnos una razón para preferir una posibilidad a las restantes dentro de un conjunto dado. Expresado en forma concreta: la sociedad humana presupone el lenguaje, el lenguaje presupone la obediencia a reglas, y tal obediencia a reglas presupone una norma para la expresión de la verdad. La mentira como forma de acción humana presupone lógicamente —tal como se señala a menudo— una norma para la expresión de la verdad. Aunque el mentiroso reivindica con su práctica la existencia de la misma norma que transgrede, muestra de tal modo que la existencia de la norma abre posibilidades tanto para la mentira como para la verdad. La existencia de la norma no implica nada en el sentido de una guía con respecto a si debemos mentir o decir la verdad en cualquier situación particular confusa. Y no sólo diferentes elecciones individuales, sino diferentes códigos de honestidad se encuentran dentro del margen de posibilidades abiertas a nosotros. Por eso cualquiera que sostenga que la elucidación de las normas que gobiernan una actividad humana como tal proporciona una guía para la forma de vivir, comete un error fundamental.
De hecho forjamos las preguntas y respuestas prácticas al delinear las concretas alternativas sociales y personales en una situación particular y las posibilidades de bien y mal inherentes a ellas. En esta tarea apenas surgen las pretendidas alternativas del «relativismo histórico» y de las «normas para los hombres como tales». Sin duda, al pedir criterios que gobiernen mis elecciones no estoy pidiendo otra cosa que criterios; estoy pidiendo una guía de tipo impersonal, no sólo para mí sino para cualquiera, es decir, cualquiera que se encuentre en mi situación. Cuanto más particularizo mi situación, tanto más busco una guía en gente que pertenece específicamente a mi tiempo y lugar, o a otros tiempos y lugares que sean de un tipo suficiente y pertinentemente similar. Siempre tendré que enfrentarme con dos peligros. Si realizo un proceso suficiente de abstracción podré caracterizar mi situación en términos que se aparten de cualquier tiempo o lugar específicos, pero al hacerlo no resolveré mi problema, sino que lo reubicaré. Pues el tipo de problema y solución altamente general tiene que ser traducido de nuevo a términos concretos, y la forma de realizar esto se convierte en el problema real. Si no realizo una abstracción suficiente, siempre correré el peligro de convertirme en la víctima de lo que se da por supuesto en una situación particular. Correré el peligro de presentar lo que es meramente la perspectiva de un grupo social o parte del esquema conceptual de los hombres como tales.
Platón y Aristóteles suponen que a partir de la elucidación del necesario esquema conceptual de la vida humana se puede extraer una guía práctica, y este error es ocultado y reforzado por la adaptación de formas de descripción útiles para caracterizar la vida social de la πόλις griega con el fin de que sirvan como formas de descripción de la vida humana como tal. Esto no es sólo una debilidad. Algunos estudiosos posteriores de la filosofía moral han supuesto que los problemas pueden ser planteados en un vocabulario que de algún modo es independiente de cualquier estructura social. Esta suposición constituye una de las fuentes de la creencia de que hay dos esferas distintas de la vida: una para la «moral» y otra para la «política». Pero, de hecho, cada conjunto de valoraciones morales implica ya neutralidad, ya asentimiento o disentimiento con respecto a la estructura social y política dentro de la que se efectúa. Y en la medida en que hay un disentimiento, las valoraciones morales implicarán un cierto grado de compromiso con una alternativa. El aspecto sorprendente de Platón y Aristóteles es la unidad de la moral y la política en sus escritos. Pero esta misma unidad descubre finalmente sus ideales.
Tanto Platón como Aristóteles dan por supuesta, con toda naturalidad, la estructura social de la πόλις, con la exclusión de los esclavos de la estructura política, los artesanos y los labradores en el extremo inferior, una clase más adinerada en una posición superior, y el gobierno de algún tipo de minoría. Porque las preguntas que plantean, y a veces los conceptos que emplean, presuponen la πόλις y su unidad social, ninguno se enfrenta al problema de la declinación real de la πόλις. Porque son los voceros de su unidad, ignoran o sienten aversión por la heterogeneidad de la sociedad griega. Se da por supuesto el concepto de interés común. El conservadurismo de Aristóteles es por cierto distinto del de Platón. La idealización platónica de una πόλις completamente diferente de la realidad del siglo IV significa que la política se convierte en un asunto de azar del rey-filósofo que se presenta en el tiempo y lugar oportunos. Aquellos críticos modernos de Platón que lo han acusado de fascista han comprendido muy mal el sentido de la cuestión. La esencia del fascismo es la glorificación y sustentación de una clase gobernante existente, mientras que la esencia de la política platónica fue la excoriación de toda posibilidad política existente. El fracaso político de Platón en Siracusa, donde sus sucesivas visitas chocaron contra el muro de la realidad política, no se debió meramente a las condiciones de Siracusa en particular y de la ciudad-estado en genera], sino a la propia doctrina platónica. Se puede tildar a Platón de reaccionario o conservador; pero si todos los reaccionarios fueran platónicos, las cosas serían muy fáciles para los revolucionarios.
Con Aristóteles sucede algo distinto. Su Política, de inspiración empírica, nos coloca mucho más cerca de los Estados y constituciones reales. Pero hay dos aspectos en los que Aristóteles se evade aun más que Platón de las realidades de la πόλις. El δημος, la masa de la gente común, aparece en Platón gobernada por deseos cuya manifestación está fuera de lugar en el Estado justo: en la República los deseos deben ser reprimidos, y en las Leyes tienen que ser remodelados. A lo largo de la obra platónica, el choque natural de los deseos entre gobernantes y gobernados ocupa un lugar prominente en el cuadro político. Platón y Aristóteles consideran los deseos de los gobernantes como característica del «hombre», y los deseos de los gobernados como más cercanos a lo meramente animal. Pero en la Ética a Nicómaco, las pasiones más bajas, típicas de los gobernados, aparecen simplemente como fuente de error y distracción. No hay nada parecido al cuadro platónico —a veces casi histérico— de la supuesta anarquía del deseo. Esta descripción del deseo como anárquico es inevitable en la medida en que todas las normas caen dentro del Estado justo, en el que el deseo de un rey sin trabas está fuera de lugar. Pero al admitir que hay deseos que no pueden ser legitimados y cuya expresión no puede ser permitida dentro de su forma de Estado ideal, Platón reconoce también implícitamente que aquellos que tienen esos deseos encontrarían en ellos un criterio para criticar su Estado y la vida en él como «menos provechosos» que la persecución de lo que su Estado caracterizaría como injusticia. Platón es a veces un cándido partidario de la clase gobernante, aun cuando se trate solamente de una clase gobernante imaginaria.
Aristóteles no es ingenuo en este sentido. El ideal aristotélico de una vida ociosa y perfeccionada de contemplación abstracta sólo es accesible a una minoría, y presupone una estructura de clases que excluya a la masa de hombres ordinarios del poder político y de la idea moral. Pero se permite la expresión de todos los deseos en una forma que los satisfaga o los purifique. Esto explica la diferencia entre Platón y Aristóteles con respecto a la tragedia. Los valores de la tragedia griega expresan los conflictos de la sociedad griega tanto como los valores de Platón y Aristóteles expresan o intentan representar a la sociedad griega como una estructura unificada. En la Orestíada entran en conflicto los valores tribales y urbanos, en Antígona los de la familia y el Estado, en las Bacantes los de la razón y las pasiones. Presentan al auditorio de la πόλις lealtades rivales en relación con las pasiones en una forma estética calculada para despertar las pasiones. Platón advierte claramente que no presentan el tipo de ideal moral único y consistente en que él cree, y que se oponen a su intento de suprimir los deseos de la masa. De ahí su coherente defensa de la censura y la represión. Pero Aristóteles considera que la evocación estética de la piedad y del terror puede librarnos de ellos. Lejos de proporcionar motivos para la acción, el drama puede eliminar deseos y emociones que de otra forma serían peligrosos y, al hacerlo, estabilizará el orden social existente. Por eso Aristóteles no comparte el entusiasmo de Platón por la censura.
En realidad, Aristóteles es mucho más quietista en relación con la actividad política. Siempre y cuando haya lugar para una minoría contemplativa, la Ética a Nicómaco no condena ni apoya ningún tipo de estructura social, y la Política usa criterios de estabilidad para juzgar entre tipos de estado que sólo tienen esta conexión negativa —la de dar lugar a una minoría— con los argumentos de la Ética. En efecto, por su propia actividad como tutor del joven Alejandro y por su defensa de la vida contemplativa, Aristóteles se colocó —como lo ha señalado Kelsen— del lado de los poderes que estaban por destruir a la πόλις como entidad política. Pues la exaltación de la vida contemplativa es una exaltación de ella como forma de vida para hombres que han compuesto hasta entonces la selecta minoría política. Proporciona una buena razón para el retiro a la posición de ciudadanos —«buenos ciudadanos» en el sentido aristotélico—, pero no de gobernante. Y esto es precisamente lo que el absolutismo de Macedonia, el primero de los nuevos estados en gran escala, quería que hicieran los gobernantes de las hasta entonces ciudades-estados. Como lo expresa Kelsen, «la glorificación de la vida contemplativa, que ha renunciado a toda actividad, y muy especialmente a la actividad política, ha constituido en todas las épocas el elemento típico de la moralidad política establecida por las ideologías de la monarquía absoluta. Pues la tendencia esencial de esta forma de Estado consiste en excluir a los súbditos de toda participación en los asuntos públicos21».
El hecho de la declinación de la πόλις y el surgimiento del Estado en gran escala tiene consecuencias mucho más importantes para la historia de la filosofía moral que cualquier influencia que pudo haber tenido sobre el análisis de Aristóteles. El medio de la vida moral se transforma; se convierte ahora en tema, no de las valoraciones de tos hombres que viven en formas de comunidad inmediata en que el carácter interrelacionado de la valoración moral y política es asunto de experiencia cotidiana, sino de las valoraciones de hombres gobernados a menudo desde lejos y que viven en comunidades políticamente impotentes. En la sociedad griega, el foco de la vida moral fue la ciudad-estado; en los reinos helenísticos y en el imperio romano, la aguda antítesis entre el individuo y el Estado es inevitable. Ya no se pregunta en qué formas de la vida social puede expresarse la justicia, o qué virtudes deben ser practicadas para crear una vida comunal en que ciertos fines puedan ser aceptados y alcanzados. Ahora se interroga sobre lo que cada uno debe hacer para ser feliz, o sobre qué bienes se pueden alcanzar como persona privada. La situación humana es tal que el individuo encuentra su medio moral en su ubicación en el universo más bien que en cualquier sistema social o político. Es saludable observar que en muchos aspectos el universo es un medio moral macho más estrecho y cerrado que Atenas. La razón es muy sencilla. El individuo ubicado en una comunidad compleja y bien organizada y que no puede considerarse a sí mismo sino en función de la vida de esa comunidad, dispondrá de una rica provisión de descripciones para caracterizarse a sí mismo, a sus deseos y a sus privaciones. El individuo que se pregunta qué puede desear como hombre y fuera de sus vínculos sociales dentro del marco del universo, necesariamente trabaja con una provisión más pobre de representaciones, y con una visión empobrecida de su propia naturaleza, porque ha tenido que despojarse de todos los atributos que pertenecen a su existencia social. Considérese desde esta perspectiva las doctrinas del estoicismo y el epicureismo.
El remoto antecesor de ambas es Sócrates que es esencialmente el crítico, el individuo marginal, el enemigo privado de todas las confusiones e hipocresías públicas. Platón advierte que si buscamos seriamente respuestas a las preguntas socráticas, nos convertimos necesariamente en partidarios de algún upo de orden social contra los restantes, y que al hacerlo tenemos que abandonar el papel de simples críticos o personas privadas. Pero entre los discípulos de Sócrates hubo algunos que mantuvieron esta modalidad, estilizaron el modo de vida socrático, y extrajeron su código moral de este estilo de vida y no de una reflexión sobre la naturaleza de la definición. La independencia y la autosuficiencia se convirtieron para ellos en los valores supremos: la única manera de evitar los perjuicios de las cambiantes circunstancias es independizarse radicalmente de las circunstancias. Antístenes, el lógico, rechaza en calidad de bienes no sólo la riqueza y los honores, sino cualquier cosa que pueda proporcionar satisfacción a los deseos. La virtud consiste en la ausencia del deseo y se basta a sí misma para la felicidad. El hombre que es, virtuoso en el sentido de carecer de deseos no tiene que temer la pérdida de nada: es capaz de soportar incluso la esclavitud sin inmutarse. Antístenes sólo considera a la política y a la religión convencionales como fuentes de ilusión. El hombre virtuoso tiene por morada no al Estado, sino al universo; no reverencia a los dioses locales del Estado sino que su dios es el único bien, y su única manera de servirlo es a través de la práctica de la virtud. Lo que una independencia de este tipo podía significar queda mostrado por la vida de Diógenes en su barril y su respuesta a una pregunta de Alejandro que deseaba saber si podía hacer algo por él: «Sí, quítate de la luz del sol». El deseo expreso de Diógenes de vivir con la simplicidad de un animal, y la denominación que él mismo se dio, «el perro» (ό κύων), confirieron a los moralistas de esta escuela el título de «cínicos». (El vínculo con la palabra cinismo se encuentra en la pretensión cínica de estar más allá de todos los valores convencionales).
Aristipo de Cirene parte de la suposición de que la búsqueda de la virtud se identifica con la búsqueda de la εύδαιμονία. Identifica la εύδαιμονία con el placer, pero sostiene que el exceso de placer provoca el dolor y que la limitación de los deseos es una condición para su satisfacción. Entre los discípulos de Aristipo, llamados cirenaicos, quizá la figura más significativa sea Hegesias, que subrayó este último punto hasta el grado de sostener que la meta de la vida es la ausencia del dolor y no el fomento del placer. Más aún: consideró que la abstención de todo placer efectivo era una condición de esa ausencia. Se dice que cuando Hegesias dio clases en Alejandría, el efecto sobre sus oyentes fue tal que muchos se suicidaron, y al final no se le permitió continuar con ellas.
Aun en el pensamiento de cínicos y cirenaicos podemos discernir una tendencia que quedará ejemplificada con mucho mayor fuerza en estoicos y epicúreos. Aunque la relación entre la virtud y la felicidad pueda constituir un problema, Platón y Aristóteles comparten la presuposición fundamental de que existe una conexión entre ambas que aguarda una elucidación. A menos que la virtud conduzca de alguna manera a la felicidad, carece de τέλος y se convierte en algo sin sentido; y a menos que la felicidad se vincule de alguna manera con la práctica de la virtud, no puede estar destinada al tipo de seres que son los hombres, es decir, no puede constituir una satisfacción para la naturaleza humana moralizada. La felicidad y la virtud no pueden ser ni simplemente idénticas ni completamente independientes una con respecto a la otra. Pero en el caso de los cínicos y de los cirenaicos se advierte la tendencia a reducir una a la otra, y a operar sólo con el concepto de virtud o sólo con el concepto de felicidad. Esta separación de la virtud y la felicidad se ve acompañada en forma llamativa por un gran énfasis en la autosuficiencia, en el apartamiento de las desilusiones antes que en la búsqueda de bienes y gratificaciones positivas, y en la independencia frente a las contingencias de la mala suerte. Este énfasis quizá proporcione la clave que necesitamos para comprender esa separación. Al leer los testimonios de la filosofía posterior a Sócrates que sobreviven en escritores como Diógenes Laercio y Cicerón, se percibe el sentimiento de un mundo social desintegrado en que los gobernantes se encuentran más perplejos que nunca, y la situación de los esclavos y los no propietarios no ha cambiado casi nada, pero en el que para muchos más miembros de la clase media, la inseguridad y la falta de esperanza son los rasgos centrales de la vida.
Esto tiene el interés de sugerir que las posibilidades de vincular la virtud con la felicidad no dependen únicamente de los rasgos de dos conceptos que permanecen inmutables y por eso tienen una relación inmutable, sino de las formas de la vida social en función de la cual se comprenden estos conceptos. Permítaseme sugerir dos modelos extremos. El primero es una forma de comunidad en que las reglas que constituyen y posibilitan la vida social y los fines que persiguen sus miembros son tales que es relativamente fácil acatar las reglas y alcanzar los fines. Una forma de sociedad tradicional bien integrada responderá a esta descripción. Alcanzar los ideales personales del héroe homérico, del caballero feudal o del contemplativo, y seguir las reglas sociales (que invocan ellas mismas un respeto por el rango y la religión), no puede implicar ningún conflicto fundamental. En el otro extremo de la escala, podríamos citar como ejemplo el tipo de sociedad que todavía sustenta las reglas tradicionales de la honestidad y la equidad, pero en la que se han introducido los ideales competitivos y adquisitivos del capitalismo, de modo tal que la virtud y el éxito no se conjugan fácilmente. O bien puede haber tipos intermedios de sociedad en que sólo para algunos grupos es cierta la discrepancia entre sus fines y las reglas de la sociedad. Desde la posición privilegiada de cada uno de los diferentes tipos de sociedad, la relación entre la virtud y la felicidad tendrá un aspecto muy distinto. En un extremo encontraremos la virtud y la felicidad consideradas en una relación tan íntima que una es al menos un medio parcial para llegar a la otra, o aun un elemento constitutivo de ésta. En el otro extremo encontraremos un divorcio total, acompañado por admoniciones de los supuestos moralistas a observar sólo la virtud y no la felicidad, y de los supuestos realistas (iluminadoramente llamados «cínicos» por los moralistas) a observar la felicidad y no la virtud. Aunque ambas palabras subsisten, una llegará a ser definida en términos de la otra. Pero en una situación semejante, tanto el concepto de virtud como el concepto de felicidad inevitablemente se empobrecerán y perderán su sentido hasta cierto punto. Para comprender esta situación debemos examinar la relación entre las reglas y los fines, y para hacerlo debemos primero poner en claro la distinción entre ambos.
Hay reglas sin las cuales no podría existir una vida humana reconocible como tal, y hay otras reglas sin las cuales no podría desenvolverse siquiera en una forma mínimamente civilizada. Éstas son las reglas vinculadas con la expresión de la verdad, con el mantenimiento de las promesas y con una equidad elemental. Sin ellas no habría un terreno sobre el cual pudiéramos encaminarnos hacia fines específicamente humanos, pero estas reglas por sí mismas de ninguna manera nos proporcionan fines. Nos dicen cómo comportarnos en el sentido de informarnos acerca de lo que no debemos hacer, pero no nos proporcionan ninguna meta positiva. Ofrecen normas a las que deben adecuarse todas las acciones que podamos realizar, pero no nos dicen qué acciones debemos realizar. Las acciones que tenemos que efectuar dependen de los fines que perseguimos, es decir, de cuáles son nuestros bienes. En general, la felicidad se vincula con los fines y la virtud domina a las reglas. Sería un error suponer que al establecer esta distinción entre reglas y fines delimitamos también los dominios público y privado de la moralidad. Si bien es cierto que los fines pueden admitir diferencias privadas de elección en una forma que no se presenta con las reglas, también es cierto que hay sociedades en que existen fines públicamente restablecidos, convenidos o impuestos, lo mismo que sociedades que dejan fines alternativos abiertos en gran medida a la preferencia individual. Además, puede haber innovaciones privadas en el reino de las reglas al igual que en el de los fines. Sigue siendo una verdad, sin embargo, que la disociación entre reglas y fines inevitablemente tendrá repercusiones sobre la relación entre la vida pública y privada. Cuando la observación de las reglas tiene poca o ninguna conexión con la realización de los fines, deja de tener sentido o se convierte en un fin en sí mismo. Si se convierte en un fin en sí mismo, la observación de las reglas puede convertirse en un ideal privado del individuo lo mismo que en una exigencia de la moralidad social. Si la realización de los fines se encuentra en una situación similar, como ha de suceder, con relativa independencia frente a la observación de las reglas, los fines se disociarán de las exigencias del dominio público. Así proporcionarán ideales privados distintos y rivales. En esta situación será natural concebir la búsqueda del placer y la búsqueda de la virtud como dos alternativas mutuamente excluyentes. Además, en cada caso, los proyectos a largo plazo, que tienden a depender de la posibilidad de confiar en una difundida armonía pública de reglas y fines, aparecerán como mucho menos viables que los planes a corto plazo. Todo consejo moral será, con toda naturalidad, del tipo «recoge los frutos mientras puedas» o del tipo «haz lo correcto sin tener en cuenta las consecuencias». Fiat justitia, ruat coelum22, es una consigna que se reduce a una retórica sin sentido excepto cuando aparece la posibilidad de que los cielos se desmoronen. Estas alternativas pueden verse encarnadas por obra de cínicos y cirenaicos en moralidades privadas, que se elevan al nivel de códigos universales en el estoicismo y el epicureismo.
Según los sucesivos fundadores del estoicismo —Zenón, Cleantes y Crisipo—, la moral no puede comprenderse con independencia de la cosmología. El universo es a la vez material y divino. La materia prima del universo es el fuego, que se transmuta en diversos estados físicos por la actividad del Logos, un principio racional universal que es la deidad. En la transmutación del universo se produce el recurso de un ciclo regular que retoma una y otra vez a una conflagración cósmica en que el fuego original pone fin a un período e inicia otro. Cada uno de estos períodos cíclicos es idéntico, y todo acontecimiento del universo, por lo tanto, se repite indefinidamente. Puesto que el hombre es una parte integral del universo, este eterno recurso se produce también en la historia humana. Por tiempo indefinido en el pasado y en el futuro he escrito y escribiré estas palabras, y ustedes las han leído y las leerán exactamente como lo hacen en este momento.
Como la naturaleza humana es parte de la naturaleza cósmica, la ley que gobierna el cosmos —la del Logos divino— proporciona la ley a que debe ajustarse la acción humana. Inmediatamente surge una pregunta obvia. Puesto que la vida humana avanza eternamente a través de un ciclo eternamente predeterminado, ¿cómo pueden dejar de ajustarse los seres humanos a la ley cósmica? ¿Qué alternativas tienen? La respuesta estoica señala que los hombres como seres racionales pueden llegar a ser conscientes de las leyes a las que se ajustan necesariamente, y que la virtud consiste en el asentimiento consciente y el vicio en el disentimiento con respecto al orden inevitable de las cosas. El significado de esta respuesta puede comprenderse mejor si se considera la solución estoica al problema del mal.
Si todo se forma por la acción de un principio divino, y ese principio es total e incuestionable mente bueno, se infiere que no puede haber ningún mal en el mundo. Pero el mal acontece. ¿Cómo? La réplica estoica indica, en efecto, que el mal no se produce realmente. Diversos argumentos, que reaparecerán más tarde en la teología cristiana, entran por primera vez en escena con vestimentas estoicas. Crisipo sostuvo en relación con un par de contrarias que no puede concebirse la existencia de uno sin la del otro, de modo tal que el bien y el mal exigen cada uno la existencia del otro. Al ser una condición necesaria para la presencia del bien, el mal, en términos de un esquema más amplio, no es realmente tal cosa. De aquí, Crisipo infiere la imposibilidad del placer sin el dolor y de la virtud sin el vicio. La valentía no podría presentarse sin la cobardía, y la justicia sin la injusticia. Las acciones se consideran, por cierto, cobardes e injustas no en relación con el acto mismo, sino en relación con la intención del agente. La misma acción, en el sentido de la misma conducta física, puede ser cobarde si se efectúa con una intención (el agente sólo tiene por meta su propia salvación), o valiente si se realiza con otra (el agente quiere evitar una lucha, aun a costa de su propia reputación de valiente).
Ahora podemos comprender por qué los estoicos consideran que es posible combinar el determinismo con la creencia de que los hombres pueden asentir o disentir con respecto a la ley divina. El determinismo abarca todo el mundo físico, incluso a los seres humanos en la medida en que son partes de ese mundo; y lo que escapa, al parecer, al determinismo es el asentimiento o disentimiento humano con respecto al curso de las cosas, expresado bajo la forma de la intención. Aunque disienta y me rebele contra el curso predeterminado de la naturaleza, mi conducta tísica todavía se ajustará a él. Como escribió Séneca más adelante: «Ducunt volentem fata, nolentem trahunt.»23
¿De qué manera se presenta la ley divina a la que se me invita a ajustarme? Como la ley de la naturaleza y la razón. Naturaleza se con vierte en un término muy distinto de lo que era en Platón o Aristóteles. Se refiere al carácter cósmico de la ley moral, y como tal se contrapone todavía a la convención en el sentido de lo meramente establecido por las costumbres locales. Pero de alguna manera la ley moral y el universo físico comparten ahora una misma fuente, lo que es una nueva prefiguración del cristianismo. La naturaleza y la razón nos invitan a observar las cuatro virtudes tradicionales: la prudencia, la valentía, la templanza y la justicia. Para los estoicos, no se puede poseer una de éstas sin poseer las demás. La virtud es única e indivisible. No se la puede tener parcialmente: o se es virtuoso o no. Hay una única línea divisoria entre los hombres. Ante todo, la virtud ha de buscarse únicamente en razón de sí misma. «La virtud —como la considera Diógenes Laercio— es una disposición racional que ha de ser deseada en y por sí misma y no en razón de alguna esperanza, temor o motivo ulterior.» 24 El placer, por lo contrario, no ha de buscarse en absoluto. Cleantes pensó que debía ser rechazado en forma terminante, pero la mayoría de los estoicos consideraron que simplemente debía hacerse caso omiso de él. El deseo, la esperanza y el temor, el placer y el dolor, se contraponen a la razón y a la naturaleza: se debe cultivar una impasible ausencia de deseo y despreciar el placer y el dolor. Los estoicos llaman a esto apatía.
Pero entonces ¿qué se hace? ¿Cómo se comporta uno verdaderamente? Se desprecian todas las atracciones de los bienes exteriores, y por eso no se está expuesto al dolor de su pérdida. Así se asegura la paz del espíritu. (De ahí el uso posterior del adjetivo estoico). En el mundo como totalidad simplemente se hace, caso omiso de las diferencias entre los hombres, que son meras consecuencias de lo externo. Hay un único universo divino, una única naturaleza racional, y una única conducta apropiada para todos los hombres. El estoico es un ciudadano del κόσμος y no de la πόλις.
Si nos volvemos al epicureismo esperando un agudo contraste, encontraremos que lo que sorprende con respecto a esta doctrina no es al final el contraste, sino la semejanza con el estoicismo. Superficialmente, las diferencias son las que resaltan. La moralidad existe en un universo que es ajeno a ella, y no, como en el caso de los estoicos, en un universo del que constituye la más alta expresión. El atomismo que Epicuro hereda de Demócrito y transmite a Lucrecio, es una teoría de un determinismo físico ciego. Las consecuencias morales del atomismo son negativas: Los dioses no controlan ni se interesan por la vida humana. Viven separados e indiferentes, y los fenómenos naturales tienen una explicación física y no teológica. Las plagas no son castigos, y los truenos no son advertencias. La moralidad se interesa por la búsqueda del placer, y no, como en los estoicos, por la búsqueda de la virtud con independencia del placer. Para Epicuro, por cierto, la virtud es simplemente el arte del placer. Pero luego pasa a afirmar que muchos placeres, si se los persigue descuidadamente, traen como consecuencia grandes dolores, mientras que algunos dolores son dignos de ser tolerados en virtud de los placeres que sobrevienen o acompañan. Y sostienen además, como lo hicieron los cínicos, que la ausencia de dolor es un bien superior a los placeres efectivos; que la moderación en los bienes exteriores es la única garantía de no sentir dolor ante su pérdida, y, finalmente, que la liberación del deseo intenso es una condición del placer. Todas las virtudes convencionales se restablecen como medios para el placer, y el abismo entre la apatía estoica y la tranquilidad (άταραξίά) epicúrea, amplio en las palabras, se estrecha en la práctica. El ateísmo práctico de Epicuro lo hace menos pomposo que los estoicos, y su alta valoración de la amistad lo hace atractivo como persona, peto el interés por la vida tranquila y la separación del individuo de la moralidad platónico-aristotélica de la vida social es tan fuerte como en los estoicos.
El epicureismo y el estoicismo constituyen doctrinas convenientes y consoladoras para los ciudadanos particulares de los grandes reinos e imperios impersonales de los mundos helenístico y romano. El estoicismo proporciona un mejor fundamento para la participación en la vida pública, y el epicureismo para un retiro de ella. Ambas doctrinas colocan al individuo en el contexto de un cosmos, y no en el de una comunidad local. Ambas tienen una función en un mundo en que importa más la evasión del dolor que la búsqueda del placer. En el mundo romano, especialmente, cada una tiene una función que la religión romana no llegó a cumplir. Ésta es esencialmente un culto de integración en el que los dioses del hogar, los dioses de las antiguas naciones independientes y los dioses del imperio expresan a través de su unidad la jerarquía única de las divinidades familiares e imperiales. Los primeros gobernantes romanos hablan como padres y cónsules desde los papeles que desempeñan; si emplean a la religión para manipular a los plebeyos se trata al menos de una religión que comparten. Pero muy pronto esto deja de ser así. Polibio pudo escribir que «la misma cosa que en otros pueblos es objeto de censura, es decir, la superstición, mantiene la cohesión de Estado romano. Estos asuntos se rodean de tal pompa, y se introducen en las vidas públicas y privadas hasta un punto en que exceden a todo lo demás, hecho ante el que muchos se sorprenderán. Mi propia opinión al menos es que han seguido este camino en razón de la gente común. Es un curso que quizá no habría sido necesario si hubiera sido posible formar un estado integrado por hombres sabios. Pero como toda multitud es voluble, cargada de deseos ilícitos, de pasiones irracionales y de iras violentas, tiene que ser contenida por terrores invisibles y fastos semejantes25».
Cuando la religión se convierte así en un instrumento de manipulación, los miembros de las clases media y superior no pueden compartir las creencias que emplean con propósitos políticos. Necesitan creencias que sean racionales de acuerdo con sus propias normas y justifiquen lo que la Romanitas misma justificó una vez, o que justifiquen el apartamiento de las obligaciones públicas. Estas necesidades son satisfechas admirablemente por el estoicismo y el epicureísmo. Séneca y Marco Aurelio ejemplifican el aspecto público del estoicismo, y Lucrecio las cualidades liberadoras del epicureísmo.
Sin embargo, las doctrinas de las clases superiores romanas son vulnerables en un aspecto decisivo. Las doctrinas de la apatía y la ataraxia son inútiles como consejo para los que ya carecen de propiedades y se encuentran en posición de convertirse en hedonistas. Expuestos a la pobreza, a la enfermedad, a la muerte y a la voluntad de quienes son sus gobernantes y con frecuencia sus dueños, todavía se preguntan cómo han de vivir y qué podrían ser la virtud y la felicidad para ellos. Algunos encuentran una respuesta en las religiones de los misterios, y el advenimiento del cristianismo ofrecerá otra solución aún mejor.