La Ética de Aristóteles
«Todas las artes y todas las investigaciones, e igualmente todas las acciones y proyectos, parecen tender a un bien; por eso se ha definido correctamente el bien como aquello hacia lo que tienden todas las cosas». La obra que Aristóteles inicia con esta frase incisiva se conoce tradicionalmente como la Ética a Nicómaco (fue dedicada a, o compilada por Nicómaco, el hijo de Aristóteles); pero la «política» constituye su tema declarado. Y la obra denominada Política se presenta como una secuela de la Ética. Ambas se ocupan de la ciencia práctica de la felicidad humana en la que estudiamos lo que es la felicidad, las actividades en que consiste, y la manera de llegar a ser feliz. La Ética nos muestra la forma y estilo de vida necesarios para la felicidad; la Política índica la forma particular de constitución y el conjunto de instituciones necesario para hacer posible y salvaguardar esta forma de vida. Pero decir esto solamente puede conducir a equívocos. Pues la palabra πολιτικός no significa precisamente lo que nosotros entendemos por político; la palabra aristotélica cubre tanto lo que entendemos por político como lo que entendemos por social, y no discrimina entre ambos aspectos. La razón de esto es obvia. En la pequeña ciudad-estado griega, las instituciones de la πόλις son a la vez aquellas en las que se determinan los planes de acción y los medios para ejecutarlos, y aquellas en las que tienen lugar las relaciones personales de la vida social. Un ciudadano se encuentra con sus amigos en la asamblea, y al estar con sus amigos se encuentra entre colegas de la asamblea. Aquí reside una clave para la comprensión de partes de la Ética con las que continuaremos más adelante. Por el momento debemos volver a esa primera fase.
El bien se define desde el principio en función de la meta, el propósito o el fin al que se encamina una persona o cosa. Afirmar que algo es bueno es decir que con ciertas condiciones es el objeto de una aspiración o de un esfuerzo. Hay muchas actividades y metas y, por lo tanto, muchos bienes. Con el fin de ver que Aristóteles tenía razón al establecer esta relación entre ser bueno y ser aquello a lo que nos encaminamos consideremos tres cuestiones vinculadas con el uso del término bueno. En primer lugar, si tiendo hacia algo, si trato de acceder a un estado de cosas, mi intención no basta para justificar que denomine bueno a cualquier objeto al que tienda; pero si llamo bueno a aquello a lo que tiendo, estaré indicando que lo que busco es lo que busca en general la gente que quiere lo que yo quiero. Si llamo bueno a lo que estoy tratando de obtener —un buen bate de cricquet o unas buenas vacaciones, por ejemplo—, al usar la palabra bueno invoco los criterios aceptados en forma característica como normas por aquellos que quieren bates de cricquet o vacaciones. Un segundo aspecto nos revela que esto es verdaderamente así: llamar bueno a algo aceptando que no se trata de una cosa buscada por cualquiera que quiere esa clase de cosas sería expresarse en forma incomprensible. En esto, bueno difiere de rojo. Es un hecho contingente que la gente quiera en general o no quiera objetos rojos; pero que la gente quiera por regla general lo que es bueno es un asunto que depende de la relación interna entre el concepto de ser bueno y ser objeto de deseo. O bien, para reiterar el mismo tema desde un tercer punto de vista: si tratamos de aprender el lenguaje de una tribu extraña, y un lingüista afirma que una de sus palabras tiene que ser traducida por bueno, pero esta palabra no se aplica nunca a lo que aspiran y persiguen los miembros de la tribu, aunque su uso esté acompañado siempre, por ejemplo, por una sonrisa, sabríamos a priori que el lingüista está equivocado.
«Si hay, por lo tanto, un objeto deseado por sí mismo entre aquellos que perseguimos en nuestras acciones, y si deseamos otras cosas en virtud de él, y no elegimos todo en virtud de otra cosa ulterior —en este caso procederíamos ad infinitum de tal manera que todo deseo sería vacío e inútil—, es evidente que ese objeto sería el bien, y el mejor de los bienes17». La definición aristotélica del supremo bien deja abierto por el momento el problema de si hay o no un bien semejante. Algunos comentaristas escolásticos medievales, sin duda con la vista puesta en las implicaciones teológicas, interpretaron a Aristóteles como si hubiera escrito que todo se elige en virtud de algún bien, y que, por lo tanto, hay (un) bien en virtud del cual eligen todas las cosas. Pero esta inferencia falaz no se encuentra en Aristóteles. El procedimiento aristotélico consiste en indagar si algo responde efectivamente a su descripción de un posible bien supremo, y su método es el examen de varias opiniones sostenidas sobre este tema. Antes de hacer esto, sin embargo, formula dos advertencias. Por la primera recuerda que cada tipo de indagación tiene sus propias normas y posibilidades de precisión. En ética nos guiamos por consideraciones generales para llegar a conclusiones generales, que no obstante admiten excepciones. La valentía y la riqueza son ‘buenas, por ejemplo, pero la riqueza a veces causa daño y los hombres han muerto a causa de su bravura. Se requiere un tipo de juicio totalmente distinto al de la matemática. Además, los jóvenes no servirán en la «política»: no tienen experiencia y por eso carecen de juicio. Menciono estas aseveraciones aristotélicas sólo porque se las cita muy a menudo: el espíritu que mueve a Aristóteles tiene, por cierto, algo muy propio de la edad madura. Pero tenemos que recordar que lo que nos queda ahora es el texto de sus clases, y no debemos considerar lo que es una evidente acotación del disertante como si fuera un argumento desarrollado.
El próximo paso de Aristóteles consiste en dar un nombre a su posible bien supremo: εύδαιμονία, denominación que se traduce inevitablemente, aunque mal, por felicidad. Se traduce mal porque incluye tanto la noción de comportarse bien como la de vivir bien. El uso aristotélico de esta palabra refleja el firme sentimiento griego de que la virtud y la felicidad, en el sentido de prosperidad, no pueden divorciarse por entero. El mandato kantiano que millones de padres puritanos han hecho suyo: «No trates de ser feliz, sino de merecer la felicidad», no tiene sentido si εύδαίμων y εύδαιμονία se sustituyen por feliz y felicidad. Una vez más el cambio de lenguaje es también un cambio de conceptos. ¿En qué consiste la εύδαιμονία? Algunos la identifican con el placer; otros, con la riqueza; otros, con el honor y la reputación, y algunos han afirmado la existencia de un supremo bien que se encuentra por encima de todos los bienes particulares y es la causa de que éstos sean ‘buenos. Aristóteles descarta el placer en este punto con alguna rudeza —«Al elegir una vida adecuada al ganado, la mayoría se muestra totalmente abyecta»—; pero más adelante se ocupará de él con gran detenimiento. La riqueza no puede ser el bien, porque sólo es un medio para un fin, y los hombres no valoran el honor y la reputación en cuanto tales, sino que valoran el hecho de ser honrados a causa de su virtud. Así, el honor se contempla como un deseable subproducto de la virtud. Por lo tanto, ¿consiste la felicidad en la virtud? No, porque llamar virtuoso a un hombre es referirse no al estado en que se encuentra, sino a su disposición. Un hombre es virtuoso si se comporta de tal y cual manera al producirse tal y cual situación. Por eso no es menos virtuoso cuando está dormido o en las ocasiones en que no practica sus virtudes. Aún más: se puede ser virtuoso y desgraciado y en este caso no se es por cierto εύδαίμων.
Aristóteles ataca en este punto no sólo a los futuros kantianos y puritanos, sino también a los platónicos. En el Gorgias y en la República, reflexionando sobre Sócrates, Platón afirmó que «es mejor ser torturado en el potro que tener el alma agobiada por la culpa de las malas acciones». Aristóteles no se opone directamente a esta posición: simplemente pone de relieve que es mejor aún verse a la vez libre de las malas acciones y de ser torturado en el potro. El hecho de que en rigor las afirmaciones de Platón y Aristóteles no son inconsistentes podría conducir a un error. Si comenzamos pidiendo una explicación de la bondad que sea compatible con el padecimiento, por parte del hombre bueno, de cualquier grado de tortura e injusticia, toda nuestra perspectiva diferirá de la de una ética que comienza con la pregunta sobre la forma de vida en la que el obrar bien y el vivir bien pueden encontrarse juntos. La primera perspectiva culminará con una ética que no es apropiada para la tarea de crear una forma de vida semejante. Nuestra elección entre estas dos perspectivas es la elección entre una ética que se dedica a mostrarnos cómo soportar una sociedad en la que el hombre justo es crucificado y una ética que se preocupa por crear una sociedad en que esto ya no suceda. Pero hablar así hace aparecer a Aristóteles como un revolucionario al lado del conservadorismo de Platón. Y esto es un error. Pues el recuerdo que Platón tiene de Sócrates asegura que aun en el peor de los casos siente una profunda insatisfacción por todas las sociedades realmente existentes, mientras que Aristóteles siempre se encuentra extremadamente satisfecho con el orden existente. Y, sin embargo, Aristóteles es sobre este punto mucho más positivo en su argumentación que Platón. «Nadie llamaría feliz a un hombre que padece infortunios y desgracias a menos que estuviera meramente defendiendo una causa».
El hecho de que Platón independice la bondad de cualquier felicidad de este mundo responde, por supuesto, a su concepto del bien al igual que a sus recuerdos de Sócrates. Aristóteles se dedica luego a atacar a este concepto del bien. Para Platón, el significado ejemplar del término bueno aparece por el hecho de considerarlo como nombre de la Forma del bien; en consecuencia, bueno es una noción singular y unitaria. En cualquier uso aludimos a la misma relación con la Forma del bien. Pero en realidad usamos la palabra en juicios en todas las categorías: de algunos sujetos, como Dios o la inteligencia, o de modos de un sujeto, cómo es, sus cualidades superiores, su posesión de algo en la cantidad correcta, su existencia en el tiempo y en el lugar adecuados, etcétera. Además, desde el punto de vista platónico, todo lo que cae bajo una Forma singular debe estar sujeto a una ciencia o investigación singulares; pero las cosas buenas son estudiadas por una serie de ciencias como, por ejemplo, la medicina y la estrategia. Así, Aristóteles sostiene que Platón no puede dar cuenta de la diversidad de usos de bueno. Además, las frases que emplea Platón para explicar el concepto de la Forma del bien, de hecho no son explicativas. Hablar del bien «en sí» o «en cuanto tal» no añade evidentemente nada a bueno. Considerar eterna a la Forma conduce a equívocos: el persistir por siempre no convierte a una cosa en mejor, ni más ni menos que la blancura duradera no es más blanca que la blancura efímera. Asimismo, el conocimiento de la Forma platónica no tiene ninguna utilidad para quienes se dedican efectivamente a las ciencias y artes en las que se obtienen cosas buenas; al parecer, pueden prescindir de este conocimiento sin ningún problema. Pero el corazón de la crítica aristotélica a Platón se encuentra en esta sentencia: «Pues aun si existe algún ser unitario que es el bien, y es predicado de cosas diferentes en virtud de que ellas participan de algo o existe en sí mismo en forma separada, evidentemente no sería algo que el hombre habría de realizar o alcanzar, sino precisamente aquello que estamos buscando en este momento». O sea: bueno en el sentido en que aparece en el lenguaje humano, bueno en el sentido de lo que los hombres buscan o desean, no puede ser el nombre de un objeto trascendente. Llamar bueno a un estado de cosas no implica necesariamente decir que existe o relacionarlo con cualquier objeto existente, sea trascendente o no, sino establecerlo como un objeto adecuado del deseo. Y esto nos trae de vuelta a la identificación del bien con la felicidad en el sentido de εύδαιμονία. Que la felicidad es la meta o propósito final, el bien (y hay algo más que un nombre implicado aquí), resulta de la consideración de dos propiedades decisivas que debe poseer cualquier cosa que ha de ser la meta final, y que la felicidad posee efectivamente. Por la primera, debe ser algo elegido en virtud de sí mismo y nunca como un simple medio para otra cosa. Hay muchas cosas que tenemos la posibilidad de elegir en virtud de sí mismas, pero a las que nos es permitido elegir en virtud de algún fin ulterior. La felicidad no se encuentra entre éstas. Podemos decidirnos por la búsqueda de la inteligencia, el honor, el placer, la riqueza, o lo que sea, en virtud de la felicidad; pero no podríamos decidirnos por la búsqueda de la felicidad con el fin de obtener inteligencia, honor, placer o riqueza. ¿Qué clase de «imposibilidad» es ésta? Es evidente que Aristóteles señala que el concepto de felicidad es tal que no podríamos emplearlo para nada salvo para una meta final. Igualmente, la felicidad es un bien autosuficiente, y por esta autosuficiencia Aristóteles quiere señalar que la felicidad no es un componente de algún otro estado de cosas, ni tampoco un bien más entre otros. Si la felicidad se presentara, en una elección entre bienes, junto con un bien, pero no con los otros, esto inclinaría siempre y necesariamente los platillos de la balanza. Así, justificar una acción diciendo que «produce la felicidad» o que «la felicidad consiste en ella» es siempre dar una razón para actuar que pone fin a la discusión. No se puede plantear un ¿por qué? ulterior. La elucidación de estas propiedades lógicas del concepto de felicidad no dice, por supuesto, nada acerca de aquello en que consiste la felicidad. A esto se dedicará inmediatamente Aristóteles.
¿En qué consiste la meta final del hombre? La de un flautista es ejecutar buena música, la de un zapatero es hacer buenos zapatos, etc. Cada una de estas clases de hombres tiene una función que desempeña a través de una actividad específica, y la desempeña bien realizando adecuadamente aquello de que se trata. Por lo tanto, ¿tienen los hombres una actividad específica que les pertenece como hombres, como miembros de una especie, y no meramente como clases de hombres? Los hombres comparten ciertas capacidades, las de la nutrición y el crecimiento con las plantas, y otras, las de la conciencia y al sentimiento con los animales. Pero la racionalidad es exclusivamente humana. Por consiguiente, la actividad específicamente humana consiste en el ejercicio de los poderes racionales. Y en la competencia y corrección de este ejercicio yace la específica excelencia humana.
Aristóteles presenta este argumento como si fuera evidente, y lo es sobre el fondo de la visión general aristotélica del universo. La naturaleza se compone de tipos de seres bien demarcados y distintos, y cada uno se mueve y es movido desde su potencialidad a ese estado de actividad en que alcanza su meta. En la cima de la escala se encuentra el motor inmóvil, inmutable y pensante, hacia el que se mueven todas las cosas. El hombre, como cualquier otra especie, se mueve hacia una meta, y esta meta puede determinarse mediante la simple consideración de lo que lo diferencia de las demás especies. Dada la visión general, la conclusión parece inatacable; pero sin ella parece muy improbable. Pero eso afecta muy poco a la demostración de Aristóteles, que al proceder a la definición del bien sólo depende de su opinión de que la conducta racional es la actividad característica de los seres humanos y de que todo bien característicamente humano tiene que definirse a la luz de ella. El bien del hombre se define como la actividad del alma acorde con la virtud, o bien acorde con las mejores y más perfectas excelencias o virtudes humanas en caso de que haya varias de ellas. «Y más aún: se trata de esta actividad a lo largo de toda una vida. Una golondrina no hace verano, ni tampoco un día excelente. Por eso un día o un breve período buenos no convierten a un hombre en bienaventurado y feliz».
Feliz es un predicado que ha de aplicarse a toda una vida. Al llamar feliz o infeliz a alguien nos referimos a su vida y no a estados o acciones particulares. Las acciones y proyectos individuales que integran una vida se juzgan como virtuosos o no, y el todo como feliz o infeliz. Podemos advertir, señala Aristóteles, la conexión entre la felicidad así entendida y todas aquellas cosas que se consideran vulgarmente constitutivas de la felicidad: la virtud, aunque no es la meta final del hombre, es una parte esencial de la forma de vida que sí lo es; el hombre bueno siente placer en la actividad virtuosa, y así se introduce también con razón el placer; un mínimo de bienes exteriores resulta necesario para el bienestar y las buenas acciones típicos de hombre, etcétera.
Tenemos dos grandes preguntas en nuestra agenda como resultado de la definición aristotélica del bien para el hombre. Está la pregunta que va a ser contestada al final de la Ética sobre la actividad a que se dedicará principalmente el hombre bueno. Y está la pregunta sobre las excelencias y virtudes que tiene que manifestar en todas sus actividades. Al ocuparse del examen de las virtudes, Aristóteles las subdivide de acuerdo con su división del alma. El uso aristotélico de la expresión alma difiere del platónico, en el que alma y cuerpo son dos entidades, unidas en forma contingente y quizá por desgracia. Para Aristóteles, el alma es la forma de la materia corporal. Cuando se refiere al alma, podríamos con mucha frecuencia conservar su significado si pensamos en términos de personalidad. Así, ningún elemento de la psicología aristotélica se opone a su distinción entre partes racionales y no racionales del alma. Pues se trata de un simple contraste entre la razón y otras facultades humanas. La parte no racional del alma incluye lo meramente psicológico al igual que el reino de los sentimientos y los impulsos. A éstos se los puede llamar racionales o irracionales en la medida en que concuerdan con lo que prescribe la razón, y su excelencia característica consiste en concordar de esta forma. No hay ningún conflicto necesario, tal como lo juzga Platón, entre la razón y el deseo, aunque Aristóteles advierte plenamente los hechos que responden a tales conflictos.
Por lo tanto, nuestra racionalidad aparece en dos clases de actividades: en el pensamiento, donde la razón constituye la actividad misma, y en aquellas actividades ajenas al pensamiento en las que podemos tener éxito o fracasar en la tarea de obedecer los preceptos de la razón. Aristóteles denomina virtudes intelectuales a las excelencias de la primera clase, y virtudes morales a las de la segunda. Ejemplos de aquéllas son la sabiduría, la inteligencia y la prudencia, y de éstas, la liberalidad y la templanza. La virtud intelectual resulta generalmente de la instrucción explícita, y la virtud moral, del hábito. La virtud no es innata, sino una consecuencia de la educación. El contraste con nuestras capacidades naturales es evidente: primero tenemos una capacidad natural y luego la ejercitarnos, mientras que en el caso de las virtudes adquirimos el hábito luego de ejecutar los actos. Nos convertimos en hombres justos mediante la realización de acciones justas, en valientes a través de actos de valentía, etc. No hay aquí ninguna paradoja: una acción valiente no convierte a un hombre en valiente, pero la reiteración de los actos de valor inculcará el hábito en relación con el cual llamaremos valiente no sólo a la acción, sino también al hombre.
Los placeres y los dolores constituyen en este sentido una guía útil. Así como pueden corrompernos al distraernos de los hábitos de la virtud, también podemos emplearlos para inculcar las virtudes. Para Aristóteles, una señal del hombre virtuoso es su sentimiento de placer ante la actividad virtuosa y otra es su manera de elegir entre los placeres y los dolores. Esta consecuencia de la elección en la virtud muestra claramente que ésta no es ni una emoción ni una capacidad. No se nos considera buenos o malos, ni se nos culpa o alaba, en razón de nuestras emociones o capacidades. Más bien lo que decidimos hacer con ellas da derecho a que se nos llame virtuosos o viciosos. La elección virtuosa es una elección según el justo medio entre los extremos.
La noción de justo medio es quizá la noción singular más difícil de la Ética. La forma más conveniente de introducirla es a través de un ejemplo. Se dice que la virtud de la valentía es el justo medio entre dos vicios: el vicio del exceso, es decir, la temeridad, y el vicio de la deficiencia, es decir, la cobardía. Así, el justo medio es una regla o principio de elección entre dos extremos. ¿Extremos de qué? De la emoción y de la acción. En el caso de la valentía, me entrego demasiado a los impulsos que despierta el peligro cuando soy un cobarde, y demasiado poco cuando actúo con imprudencia. Inmediatamente surgen tres claras objeciones. En primer lugar, hay muchas emociones y acciones en las que no se puede hablar de «demasiado» o de «muy poco». Aristóteles admite esto expresamente. Señala que un hombre «puede tener miedo, osadía, desee, cólera, piedad, y sentir en general placer y dolor, en exceso o en forma deficiente»; pero también se dice que la malicia, la desvergüenza y la envidia son tales que sus nombres implican que son malos. Así sucede también con acciones como el adulterio, el robo y el asesinato. Pero Aristóteles no establece ningún principio que nos permita reconocer lo que cae dentro de una clase o la otra. Sin embargo, podemos tratar de interpretar a Aristóteles y formular el principio implícito en sus ejemplos.
Si meramente atribuyo enojo o compasión a un hombre, no lo aplaudo ni lo condeno. Si le atribuyo envidia, en cambio, lo estoy censurando. Las emociones en las que se puede hablar de un justo medio —y las acciones que corresponden a ellas— son aquellas que puedo caracterizar sin tomar una decisión moral. Se puede hablar de justo medio cuando es posible caracterizar una emoción o acción como un caso de enojo o lo que sea, con anterioridad e independencia frente a la pregunta acerca de si se presenta en forma deficiente o en exceso. Pero si esto es lo que quiere decir Aristóteles, entonces está obligado a mostrar que todos los vicios y virtudes son medios y extremos con respecto a alguna emoción o preocupación por el placer y el dolor caracterizable e identificable en términos no morales. Esto es precisamente lo que Aristóteles se dedica a mostrar en la última parte del libro II de la Ética. Por ejemplo: la envidia es un extremo —y la malicia otro— de una cierta actitud con respecto a las fortunas de los demás. La virtud que constituye el punto medio es la indignación equitativa. Pero este mismo ejemplo pone de relieve una nueva dificultad en la doctrina. El hombre que se indigna con equidad es aquel que se siente perturbado ante la inmerecida buena fortuna de los demás (este ejemplo quizá sea la primera indicación de que Aristóteles no era una persona buena o agradable: las palabras «pedante presumido» nos vienen muy a menudo a la mente al leer la Ética). El envidioso se excede en esta actitud y se siente perturbado aun ante la merecida buena fortuna de los demás. Y se atribuye aquí al malicioso el defecto de no llegar a sentir desazón, sino de experimentar placer. Pero esto es absurdo. El malicioso se regocija ante la desgracia de los demás. La palabra griega correspondiente a malicia, έπιχειρεκακία, tiene esta significación. Así, aquello ante lo que se regocija no se identifica con lo que apesadumbra al envidioso y al que se indigna con equidad. Su actitud no puede colocarse en la misma escala que la de éstos, y sólo el empeño de hacer funcionar a toda costa el esquema del justo medio, el exceso y el defecto pudo llevar a Aristóteles a cometer este desliz. Quizá se pueda con un poco de ingenio corregir aquí a Aristóteles con el fin de salvar su doctrina. Pero ¿qué sucede con la virtud de la liberalidad? En este caso los vicios son la prodigalidad y la mezquindad. La prodigalidad es el exceso en el dar y la deficiencia en el recibir, mientras que la mezquindad es el exceso en el recibir y la deficiencia en el dar. Así, después de todo, no se trata de un exceso o defecto en la misma emoción o acción. Y el mismo Aristóteles admite en parte que no hay un defecto correspondiente a la virtud de la templanza y al exceso del libertinaje. «Son escasos los hombres deficientes en el goce del placer». En consecuencia, la doctrina tiene, al parecer, y en el mejor de los casos, diversos grados de utilidad en la exposición, pero casi no revela nada lógicamente necesario sobre la naturaleza de alguna virtud.
Además, la doctrina se mueve en una atmósfera falsamente abstracta. Pues Aristóteles no cree, como se podría sospechar, que hay una sola y única opción correcta en una emoción o acción con independencia de las circunstancias. Lo que es valentía en una situación puede convertirse en temeridad en otra y en cobardía en una tercera. La acción virtuosa no puede determinarse sin aludir al juicio del hombre prudente, es decir, de aquel que sabe cómo tener en cuenta las circunstancias. Por consiguiente, el conocimiento del justo medio no puede ser sólo el conocimiento de una fórmula, sino que debe ser el conocimiento de cómo aplicar las reglas a las opciones. Y aquí no nos ayudarán las nociones de exceso y defecto. Una persona que sospecha de su propia tendencia a la indignación, aprecia correctamente el grado de envidia y malicia presentes en ella; pero la conexión de la envidia y la malicia con la indignación reside en que en un caso se revela un deseo de poseer los bienes de otros, y en el otro se manifiesta un deseo de que los otros sufran daño. Lo que convierte a éstas en malas es mi deseo de que lo que no es mío sea mío, sin tomar en consideración los méritos de los otros o de mí mismo, y mi deseo de perjudicar a los demás. La naturaleza viciosa de estos deseos no se debe de ninguna manera a que sean exceso o defecto del mismo deseo. Por eso la doctrina del justo medio no constituye ninguna guía en esta cuestión. Pero si esta clasificación en función del justo medio no es una ayuda práctica, ¿cuál es su finalidad? Aristóteles no la relaciona con ninguna explicación teórica, por ejemplo, de las emociones, y por eso aparece más y más como una construcción arbitraria. Pero es posible ver cómo Aristóteles pudo haber llegado a ella: pudo haber examinado todo lo que se considera comúnmente como virtud, buscado un modelo recurrente, y considerado que había encontrado uno en el justo medio. La enumeración de virtudes en la Ética no descansa en las preferencias y valoraciones personales de Aristóteles. Refleja lo que éste considera como «el código de un caballero» en la sociedad griega contemporánea. Y él mismo respalda este código. Así como en el análisis de las constituciones políticas considera normativa a la sociedad griega, al explicar las virtudes considera normativa a la vida griega de las clases altas. ¿Qué otra cosa se podía esperar? Hay dos respuestas a esta pregunta. La primera es que sería puramente antihistórico buscar en la Ética una virtud moral como la humildad, que sólo aparece en los Evangelios cristianos, o la frugalidad, que sólo aparece en la ética puritana del trabajo, o una virtud intelectual como la curiosidad, que aparece con conciencia de sí misma en la ciencia experimental sistemática. (Aristóteles mismo manifestó, en realidad, esta virtud, pero quizá no se la haya podido representar como una virtud). Sin embargo, esto no basta como respuesta, porque Aristóteles estaba enterado de formas alternativas de códigos de conducta. Su Ética no manifiesta un mero desprecio por la moralidad de los artesanos y los bárbaros, sino también un repudio sistemático de la moralidad de Sócrates. No se presenta simplemente la actitud de no preocuparse nunca por el inmerecido sufrimiento del hombre bueno. Pero cuando Aristóteles se ocupa de la justicia, la define en forma tal que no es probable que las leyes promulgadas por un Estado sean injustas siempre y cuando lo sean del modo adecuado, sin una prisa excesiva y con la debida formalidad. En términos generales, por lo tanto, la transgresión de la ley no es un acto justo. Además, en la consideración de las virtudes, el defecto de la virtud de la veracidad es el vicio del que desaprueba de sí mismo, que se denomina είρωνεία, es decir, ironía. Esta palabra se relaciona estrechamente con la pretensión socrática a la ignorancia, y su uso apenas puede ser accidental. Por consiguiente, no encontramos en las referencias aristotélicas a Sócrates nada similar al respecto de Platón, aunque se advierte un profundo respeto por éste. Es difícil resistirse a la conclusión de que lo que se ve aquí es el conservadorismo clasista de Aristóteles dedicado a reelaborar silenciosa y partidariamente la tabla de las virtudes. Así cae desde otro punto de vista un nuevo velo de sospecha sobre la doctrina del justo medio.
Los pormenores de la descripción aristotélica de virtudes particulares revelan un análisis brillante y una gran penetración, especialmente en el caso de la valentía. Como acabo de insinuar, las preguntas se plantean mucho más en relación con la lista de virtudes. Las virtudes examinadas son la valentía, la templanza, la liberalidad, la magnificencia, la grandeza de alma, el buen carácter o benevolencia, la disposición afable en compañía, el ingenio y, finalmente, la modestia, que no se considera como virtud, sino como afín con ella. De éstas, la grandeza de alma tiene que ver en parte con la forma de comportarse con los que se encuentran en una situación de inferioridad social, y la liberalidad y la magnificencia aluden a la actitud de uno con respecto a su propia riqueza. Tres de las restantes virtudes tienen que ver con lo que a veces se denomina modales de la sociedad cortés. Así, la predisposición social de Aristóteles resulta inconfundible. Esta predisposición no tendría importancia filosófica salvo por el hecho de que impide a Aristóteles plantear las preguntas: «¿Cómo determino de hecho lo que se incluye en la enumeración de las virtudes?», «¿podría inventar una virtud?», «¿me es posible lógicamente considerar como vicio lo que otros han considerado como virtud?». Y evitar estas preguntas implica la fuerte insinuación de que sólo existen tales virtudes, en el mismo sentido en que en un período determinado existen sólo tales estados griegos.
El examen aristotélico de las virtudes particulares sigue a un examen del concepto de acción voluntaria, necesario, según se dice, porque sólo las acciones voluntarias pueden ser alabadas o culpadas. Por eso, de acuerdo con las propias premisas de Aristóteles, las virtudes y los vicios se manifiestan solamente en las acciones voluntarias. El método aristotélico consiste aquí en dar criterios para sostener que una acción es no voluntaria. (La traducción usual de άκούσιος es involuntario, pero esto constituye un error; en el uso corriente, involuntario se contrapone a «deliberado» o «hecho a propósito», y no a «voluntario»). Una acción es no voluntaria cuando se efectúa en situaciones de compulsión o de ignorancia. La compulsión cubre todos los casos en los que el agente no es en realidad un agente: por ejemplo, en el caso en que el viento arrastra a su barco hacia algún lugar. Las acciones pueden también ser no voluntarias cuando otras personas mantienen al agente bajo su poder, pero las acciones efectuadas ante una amenaza de muerte contra los propios padres o hijos son casos límites. Satisfacen los criterios ordinarios para acciones voluntarias en cuanto se las elige en forma deliberada. Pero salvo en tales circunstancias especiales, nadie se decidiría deliberadamente a actuar como lo hace ante esas amenazas. En algunos casos admitimos que las circunstancias constituyen una excusa, pero en otros no. Como ejemplo de esta última situación, Aristóteles menciona nuestra actitud hacia el personaje Alcmeón en la obra de Eurípides, que asesina a su madre a causa de las amenazas que recibe.
Aristóteles tiene cuidado en señalar que el hecho de verme motivado en algún sentido nunca implica una compulsión. Si admitiera que mi motivación por el placer o por algún fin noble basta para indicar que he sido obligado, no podría concebir ninguna acción que no pueda ser considerada compulsiva por éste o algún otro argumento similar. Pero todo el sentido del concepto de ser compelido reside en distinguir acciones que hemos elegido en virtud de nuestros propios criterios, tales como el placer que obtendremos o la nobleza del objeto, de aquellos actos en los que nuestra propia elección no formó parte de la acción efectiva. Por lo tanto, incluir demasiadas cosas en la noción de compulsión implicaría destruir el sentido del concepto.
En el caso de la ignorancia, Aristóteles distingue lo no voluntario de lo que es meramente ajeno a la voluntad. Para que una acción sea no voluntaria a través de la ignorancia, el descubrimiento de lo que ha hecho debe provocar en el agente dolor y un deseo de no haber actuado de esa manera. La razón fundamental de esto es evidente. Si al descubrir lo que ha realizado inconscientemente un hombre afirma que conscientemente hubiera actuado de la misma manera, asume de esta forma una especie de responsabilidad por la acción y no puede, por lo tanto, usar su ignorancia con el fin de renunciar a tal responsabilidad. Aristóteles distingue a continuación las acciones realizadas en estado de ignorancia, tal como la ebriedad o la cólera, de las acciones efectuadas a causa de la ignorancia, y señala que la ignorancia moral —la ignorancia de lo que constituye la virtud y el vicio— no es una justificación, sino que es precisamente lo que constituye el vicio. La ignorancia que justifica es aquella por la que se realiza una acción particular que de otra manera no se habría efectuado, y es la ignorancia de las circunstancias particulares de la acción particular. Los casos de esta ignorancia son diversos. Una persona puede no saber lo que hace, como cuando alguien informa acerca de un asunto cuyo secreto no conoce y de esa manera no sabe que está revelando algo oculto. Un hombre puede confundir a una persona con otra (a su hijo con un enemigo), o a una cosa con otra (a un arma inofensiva con una mortal). Una persona puede no darse cuenta de que una medicina es mortal en ciertos casos, o de la fuerza con que está golpeando. Todos estos casos de ignorancia constituyen un justificativo, porque la condición necesaria para que una acción sea voluntaria es que el agente conozca lo que está haciendo.
Vale la pena poner de relieve en este momento sobre todo el método de Aristóteles. No comienza por la búsqueda de alguna característica de la acción voluntaria que todas las acciones voluntarias deban tener en común. Más bien trata de encontrar una serie de características tales qué una cualquiera de ellas bastaría, en caso de estar presente en una acción, para retirar a ésta la denominación de «voluntaria». Una acción se considera voluntaria a menos que haya sido efectuada por compulsión o ignorancia. Por eso Aristóteles nunca cae en los enigmas de los filósofos posteriores sobre el libre albedrío. Delimita los conceptos de lo voluntario y lo involuntario tal como nosotros los poseemos, y en relación con ellos señala que nos permiten contraponer los casos en que admitimos la validez de las excusas a aquellos en que la rechazamos. A causa de esta situación, Aristóteles sólo plantea marginalmente —al examinar la responsabilidad en la propia formación del carácter— la cuestión que ha obsesionado todas las discusiones modernas en torno del libre albedrío, a saber, la posibilidad de que todas las acciones sean determinadas por causas independientes de las deliberaciones y elecciones del agente, de modo que no haya acciones voluntarias. Según Aristóteles, aun si todas las acciones estuvieran determinadas de alguna forma en este sentido, todavía habría una distinción entre agentes que actúan o no por compulsión o ignorancia. Y Aristóteles seguramente tendría razón en esto: no podríamos escapar a su distinción cualesquiera que fueran los motivos de una acción.
En relación con la acción voluntaria surge en un sentido positivo el hecho de que la elección y la deliberación tienen un papel decisivo en ella. La deliberación que conduce a la acción siempre se refiere a los medios y no a los fines. Esta afirmación aristotélica puede conducirnos también a error si la consideramos con un criterio anacrónico. Algunos filósofos modernos han contrapuesto la razón a la emoción o al deseo en una forma tal que los fines resultaban meramente de las pasiones no racionales, mientras que la razón podía calcular solamente en lo relacionado con los medios para alcanzar tales fines. Veremos más adelante que Hume adoptó este punto de vista. Pero se trata de una posición ajena a la psicología moral de Aristóteles, que se desenvuelve en un plano conceptual. Si realmente delibero acerca de algo debe ser en torno de alternativas. La deliberación sólo puede producirse con respecto a cosas que no son necesarias e inevitablemente que lo son, y que entran dentro de mis posibilidades de transformación. De otra manera no habría lugar para la deliberación. Pero si elijo entre dos alternativas debo representarme algo más allá de estas alternativas a la luz de lo cual puedo efectuar mi elección. Se trata de aquello que me proporciona un criterio en mi deliberación, es decir, aquello en virtud de lo cual elegiré una cosa en lugar de otra. Será lo que estoy considerando como fin en ese caso particular. Se infiere que si puedo deliberar o no acerca de la conveniencia de una acción, siempre estaré reflexionando acerca de los medios a la luz de un fin determinado. Si luego delibero acerca de lo que en el caso anterior era un fin, lo estaré considerando como un medio, con alternativas, para un nuevo fin. Así, la deliberación se refiere necesariamente a los medios y no a los fines, sin que haya compromiso alguno con una psicología moral al estilo de Hume.
Aristóteles caracteriza la forma de deliberación implicada como un silogismo práctico. La premisa mayor de un silogismo semejante es un principio de acción en el sentido de que cierta clase de cosas es buena, conviene o satisface a cierta clase de personas. La premisa mayor es la afirmación, garantizada por la percepción, de que hay un ejemplo de lo que sea, y la conclusión es la acción. Aristóteles da un ejemplo que, aunque misterioso en su contenido, aclara la forma del silogismo práctico. La premisa mayor indica que el alimento seco es bueno para el hombre, la premisa menor señala la presencia de ese tipo de alimento, y la conclusión es que el agente lo ingiere. Que la conclusión es una acción, pone de manifiesto que el silogismo práctico es un modelo de razonamiento por parte del agente y no un modelo de razonamiento ajeno sobre lo que el agente debería hacer (por eso una segunda premisa menor que indicara, por ejemplo, la presencia de un hombre, sería redundante e incluso conduciría a conclusiones erróneas en cuanto nos alejaría de la cuestión). Ni tampoco es un modelo de razonamiento por el agente en torno de lo que debería hacer. No debe confundirse con aquellos silogismos muy comunes, cuya conclusión es una afirmación de este tipo. Toda su finalidad reside en indagar el sentido en que una acción puede ser la resultante de un razonamiento.
Una probable primera reacción contra la explicación aristotélica se centrará precisamente sobre este punto. ¿Cómo puede inferirse una acción como conclusión a partir de premisas? Con seguridad, eso es sólo posible para un enunciado. Para eliminar esta duda se pueden considerar algunas posibles relaciones entre acciones y creencias. Una acción puede ser inconsistente con las creencias en forma análoga al modo en que una creencia es inconsistente con otra. Si afirmó que todos los hombres son mortales, y que Sócrates es un hombre, pero niego que Sócrates sea mortal, mi aseveración se hace ininteligible. Si afirmo que el alimento seco es bueno para el hombre, y soy un hombre, y afirmo que esto es alimento seco, y no lo ingiero, mi comportamiento también es ininteligible. Pero el ejemplo quizá sea malo, porque es posible proporcionar una explicación que elimine la aparente inconsistencia. Esto puede ocurrir a través de otra afirmación que señale que no tengo hambre, que acabo de hartarme con alimentos secos, o que sospecho que este alimento seco ha sido envenenado. Pero esto fortalece en lugar de debilitar el paralelo con el razonamiento deductivo ordinario. Si admito que la proximidad de un frente cálido provoca lluvia, y que un frente cálido se está acercando, pero niego que va a llover, puedo eliminar también en este caso la aparente inconsistencia mediante una nueva afirmación, como la de que el frente cálido será interceptado antes de llegar a este lugar. Por lo tanto, las acciones pueden ser consistentes e inconsistentes con las creencias en forma muy similar al modo en que pueden serlo otras creencias. Y esto sucede en virtud de que los principios se encarnan en acciones. Al adoptar esta posición, Aristóteles se expone a la acusación de «intelectualismo». Para comprender esta acusación considerémosla primero en una forma cruda y luego en una forma más sofisticada.
La versión cruda de este ataque aparece en Bertrand Russell18. Aristóteles define al hombre como animal racional porque sus acciones expresan principios, y se adaptan o dejan de adaptarse a los principios de la razón en una forma que no encontramos en ninguna otra especie. El comentario pertinente de Russell consiste en invocar la historia de la locura y la irracionalidad humanas: los hombres no son racionales en realidad. Pero así se pierde completamente el sentido de las afirmaciones aristotélicas. Aristóteles no afirma de ninguna manera que los hombres siempre actúan racionalmente, sino que las normas por las que juzgan sus propias acciones proceden de la razón. Llamar irracionales a los seres humanos, como lo hace correctamente Russell, implica que tiene sentido y resulta apropiado juzgar a los hombres en cuanto tienen éxito o fracasan a la luz de las normas racionales; y cuando Aristóteles llama a los hombres seres racionales simplemente está indicando que la aplicación de los predicados que se refieren a tales normas tiene sentido y resulta apropiada. Sin embargo, Aristóteles está comprometido en algo más que esto. Tiene que mantener que la forma característica de acción humana es la racional, y esto implica que el concepto de acción humana es tal que a menos que un aspecto de la conducta satisfaga algún criterio elemental de racionalidad, ésta no vale como acción. O sea: a menos que haya un propósito de un tipo humano reconocible implícito en la conducta, a menos que el agente sepa lo que está haciendo mediante alguna descripción, y a menos que podamos descubrir algún principio de acción en su conducta, no tenemos en absoluto una acción, sino un mero movimiento corporal, quizás un reflejo, que sólo puede ser explicado en función de otros movimientos corporales, como los de músculos y nervios. La legitimidad de esta aseveración aristotélica se advierte al considerar otro tipo de crítica a su intelectualismo, implicado en las admoniciones de todos aquellos moralistas que consideran la razón como una guía equívoca, por lo que debemos confiar en el instinto o en los sentimientos. Este llamado al sentimiento como guía moral ocupa un lugar central en el período romántico; emerge de nuevo en los tiempos modernos en el llamado a la emoción oscura y visceral propio del período mexicano de D. H. Lawrence, y se expresa en su forma más detestable a través del clamor nazi a pensar con la sangre. Pero estas admoniciones sólo son inteligibles en virtud de que se apoyan en razones, y estas razones generalmente son aseveraciones en el sentido de que el exceso de razonamiento conduce a una naturaleza calculadora e insuficientemente espontánea, y de que inhibe y frustra. En otras palabras, se sostiene que nuestras acciones, en caso de ser el resultado dé un cálculo excesivo, mostrarán rasgos indeseables o producirán efectos indeseables. Pero argumentar de esta forma es enfrentarse a Aristóteles en su propio terreno. Implica insinuar que hay algún criterio o principio de acción que no puede manifestarse en una acción deliberada y que, por lo tanto, ésta es en alguna medida irracional. Y razonar de esta manera es estar de acuerdo, y no disentir con las tesis centrales del racionalismo aristotélico.
En todo caso, ¿cree Aristóteles que un acto de deliberación precede a cada acción humana? Es evidente que si piensa esto, cae en una falsedad. Pero no es así. La deliberación sólo precede a los actos que son elegidos (en un sentido especialmente definido de elegido que implica deliberación), y Aristóteles dice explícitamente que «no todos los actos voluntarios son elegidos». De acuerdo con la exposición aristotélica sí se infiere que podemos valorar cada acción a la luz de lo que hubiera hecho un agente que deliberara antes de actuar. Pero este agente imaginario tiene que ser, por supuesto, algo más que un agente. Tiene que ser ό Φρόνιμος, el hombre prudente. Φρόνησις se traduce bien en el latín medieval por prudentia, pero mal por nuestra palabra prudencia. Posteriores generaciones de puritanos han vinculado la prudencia con el ahorro, y especialmente con el ahorro en asuntos monetarios (es la «virtud» manifestada en el seguro de vida), y así en el lenguaje actual prudente tiene un cierto sabor a «cauto y calculador en interés propio». Pero Φρόνησις no tiene ninguna conexión particular con la cautela o con el interés propio. Es la virtud de la inteligencia práctica, de saber cómo aplicar principios generales a las situaciones particulares. No es la capacidad de formular principios intelectualmente, ni de deducir lo que debe hacerse. Es la capacidad de actuar de modo tal que el principio pueda tomar una forma concreta. La prudencia no es sólo una virtud en sí misma: es la clave de todas las virtudes. Sin ella no es posible ser virtuoso. Un hombre puede tener excelentes principios, pero no actuar de acuerdo con ellos. O bien puede realizar acciones justas y valientes sin ser justo o valiente, al actuar, por así decirlo, ante el temor a un castigo. En ambos casos carece de prudencia. La prudencia es la virtud que se manifiesta al actuar en forma tal que la adhesión personal a las demás virtudes queda ejemplificada en las propias acciones.
La prudencia no debe confundirse con la simple facultad de advertir los medios que conducirán a un determinado fin. Aristóteles llama destreza a esta facultad particular y sostiene que es moralmente neutral desde el momento en que se encuentra igualmente a disposición del que persigue fines encomiables y del que persigue fines censurables. La prudencia incluye a la destreza: es la destreza del hombre que posee la virtud en el sentido de que sus acciones siempre provienen de un silogismo práctico cuya premisa mayor tiene esta forma: «Puesto que la finalidad y la mejor cosa que se puede hacer es…». Es una conjunción de la captación del verdadero τέλος del hombre con la destreza. Para Aristóteles, el papel de la inteligencia consiste en enunciar aquellos principios que un hombre cuyas disposiciones naturales son buenas ya habrá seguido inconscientemente con el fin de que sea menos probable que cometamos errores, mientras que el papel de la prudencia consiste en mostrar cómo un principio dado (que siempre tendrá un cierto grado de generalidad) se aplica en una situación dada. Después de todo, por lo tanto, hay un momento de la argumentación en el que Aristóteles choca con irracionalistas como D. H. Lawrence y con Tolstoi. Aristóteles sostiene que una captación explícita y articulada de los principios ayudará a asegurar el tipo adecuado de conducta, mientras que la alabanza de Lawrence a la espontaneidad y la adulación de Tolstoi a las formas de vida campesinas descansan sobre la pretensión de que esa articulación y explicitación de los principios resulta moralmente dañina. Este choque tiene más de una raíz. Aristóteles y Lawrence o Tolstoi están en desacuerdo hasta cierto punto con respecto a lo que es el tipo correcto de conducta, y también están en desacuerdo hasta cierto punto sobre las verdaderas consecuencias de la articulación de los principios. Pero una vez más se debe advertir que si bien se puede seguir a Lawrence o a Tolstoi sin caer en una inconsistencia, no es posible en forma coherente efectuar una defensa racional explícita y articulada de sus doctrinas. Y el hecho de que tanto Lawrence como Tolstoi manifestaron todo el intelectualismo que condenaron vigorosamente mediante el empleo de sus recursos intelectuales, sugiere que cierto tipo de posición aristotélica es inevitable. Además, sólo cuando somos explícitos y articulados con respecto a los principios podemos indicar claramente los casos en que hemos fracasado en la realización de lo que deberíamos haber hecho. Y en virtud de este argumento tan fuerte en favor de la posición aristotélica podemos sentirnos perplejos ante el hecho de que el fracaso constituya un problema para Aristóteles. Y, sin embargo, así sucede.
Aristóteles parte de la posición socrática examinada en un capítulo anterior según la cual nadie nunca deja de hacer aquello que considera como lo mejor. Si un hombre hace algo, el solo hecho de hacerlo basta para indicar que ha pensado que es lo mejor que puede hacerse. En consecuencia, el fracaso moral es lógicamente imposible. Según Aristóteles, esto va contra los hechos. Sin embargo, la no realización por parte de los hombres de aquello que creen que deben hacer constituye todavía para Aristóteles un problema. Sus explicaciones son diversas. Es posible que una persona sepa, por ejemplo, lo que debe hacer, en el sentido de estar comprometida con un principio de acción, pero que ignore su principio porque no ejercita sus poderes cognoscitivos, como puede suceder cuando un hombre está ebrio, o loco, o dormido. Así, un hombre en estado de arrebato puede hacer lo que en cierto modo sabe que no debe hacer. O un hombre puede no reconocer una ocasión como apropiada para la aplicación de uno de sus principios. Pero lo que necesitamos poner de relieve aquí no es la suficiencia de las explicaciones aristotélicas. Podemos mostrar una amplia gama de diferentes clases de casos en los que hay una brecha entre lo que un agente profesa y lo que hace. Lo interesante, sin embargo, es el hecho de que Aristóteles, que en esto se acerca mucho a Sócrates, considera que hay algo especial que tiene que ser explicado en los hechos de la debilidad o el fracaso moral, y que tal debilidad o fracaso constituye un problema. Nos encontramos con la firme sugestión de que la suposición inicial de Aristóteles es que los hombres son seres racionales en un sentido mucho más fuerte que el que le hemos atribuido hasta ahora. Pues se insinúa que si los hombres siempre hicieran lo que consideran mejor, no habría nada que explicar. Sin embargo, una explicación de los hombres como agentes que sólo introduzca los hechos de la debilidad y del fracaso mediante una suerte de pensamiento secundario o posterior, seguramente será defectuosa. Los deseos humanos no son impulsos directos hacia metas carentes de ambigüedad al modo de los instintos e impulsos biológicos. Los deseos tienen que recibir meta, los hombres tienen que ser preparados para alcanzarlas, y la finalidad de contar con principios consiste en parte en revelar y diagnosticar el fracaso en el intento de alcanzarlas. Así, la falibilidad es un carácter central y no periférico de la naturaleza humana. El retrato de Jesús en los Evangelios necesita de las tentaciones en el desierto y de la tentación del Getsemaní con el fin de que se nos muestre, al menos en la intención de los autores, no meramente un hombre perfecto, sino un hombre perfecto.
La renuente admisión aristotélica de la falibilidad se vincula no sólo con una ceguera filosófica hacia la importancia de esta característica humana, sino también con una actitud moral hacia la prosperidad de un tipo que sólo puede considerarse como afectado. Esto se advierte claramente en el curso de su exposición sobre las virtudes. La enumeración aristotélica de las virtudes se divide claramente en dos partes, separación que obviamente no ha sido percibida por el mismo Aristóteles. Por una parte hay rasgos como la valentía, el refrenamiento, y la afabilidad, a los que es difícil concebir como no valorados en cualquier comunidad humana. Aun éstos, por supuesto, se ordenan en una escala. En un extremo de la escala se encuentran las normas y rasgos que no podrían ser repudiados totalmente en cualquier sociedad humana, porque ningún grupo en el que estuvieran ausentes entraría dentro del concepto de una sociedad. Esto cae dentro de la lógica. Cuando viajaron alrededor del mundo, los antropólogos de la época victoriana informaron sobre la repetición de ciertas normas en todas las sociedades como una generalización empírica, al igual que un especialista en anatomía comparada podría informar acerca de semejanzas en la estructura de los huesos. Pero considérese el caso de la expresión de la verdad. La posesión de un lenguaje es una condición lógicamente necesaria para que un grupo de seres sea reconocido como sociedad humana. Y es una condición necesaria para la existencia del lenguaje que haya reglas compartidas, y reglas compartidas de tal tipo que siempre pueda suponerse una intención de decir que lo que es, es. Pues si no contáramos con esta suposición, cuando alguien dice que está lloviendo, lo afirmado no nos comunicaría nada en absoluto. Pero esta suposición, necesaria para que el lenguaje sea significativo, sólo es posible donde la expresión de la verdad sea una norma socialmente aceptada y reconocida. La mentira misma sólo puede existir en los casos en que se presume que los hombres esperan que se diga la verdad. Donde no existe una expectativa semejante desaparece también la posibilidad del engaño. Por lo tanto, el reconocimiento de una norma de expresar la verdad y de una virtud de la honestidad está inscripta en el concepto de una sociedad. Otras virtudes, aunque no lógicamente necesarias para la vida social, evidentemente son necesarias causalmente para el mantenimiento de esta vida, en virtud de que ciertos hechos muy difundidos y elementales acerca de la vida humana y su medio son lo que son. Así, la existencia de la escasez material, de los peligros físicos y de las aspiraciones competitivas ponen en juego tanto la valentía como la justicia o equidad. Ante hechos semejantes, estas virtudes parecen pertenecer a la forma de vida humana como tal. Además, el reconocimiento de otras virtudes resulta inevitable en cualquier sociedad en la que se advierte una cierta difusión de deseos humanos. Puede haber excepciones, pero en realidad serán muy raras. En consecuencia, la afabilidad es en general una virtud humana, aunque ocasionalmente podemos encontrarnos con gente como los dobuanos, cuyo mal carácter puede hacer que no la consideren como tal. Pero hacia el otro extremo de la escala hay virtudes más o menos optativas, por así decirlo, que pertenecen a formas sociales particulares y contingentes, o que caen dentro del ámbito de la elección puramente individual. Las virtudes no aristotélicas y cristianas del amor a los enemigos y de la humildad, con la práctica de ofrecer la otra mejilla, pertenecen, al parecer, a la última categoría, mientras que la virtud inglesa y mucho más aristotélica de ser un «caballero» cae dentro de la primera. Aristóteles no advierte estas diferencias; y por eso encontramos lado a lado en su enumeración virtudes que difícilmente dejarían de ser reconocidas como tales y pretendidas virtudes que no son fácilmente comprensibles fuera del propio contexto social de Aristóteles y de las preferencias de éste dentro de ese contexto.
Las dos virtudes aristotélicas que atraen nuestra atención al respecto son las del «hombre de alma noble» (μεγαλόμυχος) y de la justicia. El hombre de alma noble «pretende mucho y merece mucho». Para Aristóteles, pretender menos de lo que se merece es un vicio, en la misma forma en que lo es un exceso en las pretensiones. El hombre de alma noble pretende y merece mucho particularmente en relación con el honor. Y como el hombre de alma noble es el que más merece, tiene que tener también todas las demás virtudes. Este modelo es en extremo orgulloso. Desprecia los honores ofrecidos por la gente común, y es benigno con los inferiores. Devuelve los beneficios que recibe con el fin de no encontrarse ante una obligación, y «cuando devuelve un servicio lo hace con interés, porque así el benefactor original se convierte a su vez en beneficiario y deudor». Expresa sus opiniones sin temores ni parcialidades, porque tiene una pobre opinión de los demás y no se preocupa por disimular su opinión. Se expone a pocos peligros, porque hay pocas cosas que valora y desea alejarlas de todo daño.
Aristóteles no atribuye al hombre de alma noble ningún sentimiento de su propia falibilidad en la medida en que lo concibe como carente de defectos. Las actitudes características del hombre de alma noble exigen una sociedad de superiores e inferiores en la que pueda exhibir su particular condescendencia. Es esencialmente un miembro de una sociedad de desiguales, y en este tipo de sociedad se basta a sí mismo y es independiente. Se entrega a un gasto conspicuo, porque «le gusta poseer cosas hermosas e inútiles, en cuanto son los mejores indicios de su independencia». Camina lentamente, tiene una voz grave, y una forma deliberada de expresión. No da importancia a nada, y sólo comete un agravio intencionalmente. Se encuentra muy cerca del caballero inglés.
Este cuadro aterrador de la cima de la vida virtuosa tiene una contraparte igualmente penosa en un aspecto de la exposición aristotélica sobre la justicia. Muchas afirmaciones de Aristóteles sobre la justicia son iluminadoras y están lejos de objeciones. Distingue entre la justicia distributiva —la equidad— y la justicia correctiva implicada en la reparación de un daño causado, y define a la justicia distributiva en función del justo medio: «Cometer una injusticia es tener más de lo que se debe, y padecerla es tener menos de lo que se debe». La justicia es el justo medio entre cometer la injusticia y padecerla. Cuando Aristóteles se opone al uso de δίκαιος con el significado de «justo» o «recto», o bien de «acorde con las leyes», afirma sin fundamentar su aseveración que aunque todo lo ilegal es injusto, todo lo injusto es ilegal. La disposición de Aristóteles a creer que las leyes positivas en los estados existentes pueden variar algo más que marginalmente en relación con lo que es justo y recto, es menos evidente en la Ética que en la Política19. «Las leyes tienden al interés común de todos, o al interés de quienes ocupan el poder determinado de acuerdo con la virtud o de alguna manera similar; por lo tanto, podemos llamar justo en cierto sentido a todo lo que genera o mantiene la felicidad o los componentes de la felicidad de la comunidad política». Aristóteles describe luego la ley como si prescribiera la virtud y prohibiera el vicio, excepto en los casos en que ha sido promulgada en forma negligente. Y esto debe recordarnos la complacencia de Aristóteles con la situación social existente. Quizá no sea accidental que crea también que algunos hombres son esclavos por naturaleza.
Por contraste, Aristóteles parece mejorar en su inclusión de la amistad entre las necesidades del hombre que alcanza o está a punto de alcanzar el bien. Distingue las variedades de la amistad —entre iguales y desiguales, basada en un placer compartido, en la utilidad mutua o en una virtud común— y presenta un catálogo típico, cuyos pormenores quizás interesan menos que la presencia misma de este examen. Pero la autosuficiencia del hombre ideal aristotélico afecta y deforma profundamente su exposición de la amistad. Pues su catálogo de las clases de amigos presupone que siempre podemos formular las preguntas «¿sobre qué se basa esta amistad?» y «¿en virtud de qué existe?». No queda lugar, por lo tanto, para ese tipo de relación humana con respecto a la cual está fuera de cuestión la indagación de sus fundamentos o finalidades. Tales relaciones pueden ser muy distintas: el amor homosexual de Aquiles por Patroclo, o de Alcibíades por Sócrates; la devoción romántica de Petrarca por Laura; la fidelidad matrimonial de Tomás Moro y su esposa. Ninguno de estos casos podría incluirse en el catálogo aristotélico: Aristóteles no da importancia al amor personal frente a la verdad, afabilidad o utilidad de la persona. Y podemos comprender por qué si recordamos al hombre de alma noble. Éste admira todo lo bueno, y lo admirará también en los demás. Pero carece de necesidades, y es reservado en su virtud. Por eso la amistad será siempre para él una especie de sociedad de admiración moral mutua, y ésta es precisamente la amistad que describe Aristóteles. Y esto ilumina nuevamente el conservadorismo social de Aristóteles. ¿Cómo podría haber una sociedad ideal para un hombre cuyo ideal está tan centrado en el yo como en el caso de Aristóteles?
Para Aristóteles, por supuesto, el ejercicio de la virtud no es un fin en sí mismo. Las virtudes son disposiciones que salen a relucir en los tipos de acción que manifiestan la excelencia humana. Pero las incitaciones a la virtud, a la valentía, a la nobleza de alma y a la liberalidad no nos dicen lo que tenemos que hacer en el sentido de indicarnos una meta; más bien nos dicen cómo debemos comportarnos en la persecución de nuestra meta, cualquiera que ella sea. Pero ¿cuál debería ser esa meta? Tras todas estas afirmaciones, ¿en qué consiste la εύδαιμονία? ¿Cuál es el τέλος de la vida humana? Una exigencia que Aristóteles considera con inmensa seriedad, pero que finalmente rechaza, es la del placer. En relación con este tema tiene que luchar contra dos tipos de oponentes. Espeusipo, que fue el inmediato sucesor de Platón en la dirección de la Academia, había sostenido que el placer no era de ninguna manera un bien. Eudoxo, el astrónomo, que también había sido discípulo de Platón, afirmó, por lo contrario, que el placer era el supremo bien. Aristóteles quiso negar la posición de Espeusipo sin quedar expuesto a los argumentos de Eudoxo. Su defensa de la bondad del placer, o al menos de la bondad de ciertos placeres, constituye en parte una refutación de la posición de Espeusipo. Sostener, por ejemplo, que los placeres son malos porque algunos son perjudiciales para la salud es lo mismo que sostener que la salud es un mal porque a veces el anhelo de salud entra en conflicto con el anhelo de riqueza. En forma más positiva, Aristóteles señala el hecho de que todos buscan el placer como una evidencia de que es bueno, y presenta otro argumento en el sentido de que el placer se siente en lo que denomina actividad no obstruida. Todos sienten placer en la actividad no obstruida; todos desean que sus actividades no se vean obstruidas; por lo tanto, todos deben considerar el placer como un bien. Pero, de hecho, el placer aparece como común a todas las formas de actividad, y como el único factor común a todas: Aristóteles se encuentra por momentos en una posición cercana a la de Eudoxo, y algunos comentaristas han sostenido que ésta es la posición que adopta en el libro VII de la Ética. Pero en todo caso, en el libro X, presenta argumentos contrarios a la posición de Eudoxo, aunque incluso aquí se siente evidentemente perplejo ante la relación existente entre el placer y el τέλος de la vida humana. La razón de su perplejidad resulta clara. El placer satisface evidentemente algunos de los criterios que debe satisfacer cualquier cosa que quiera desempeñar el papel de τέλος, pero hay otros que no llega a satisfacer. Sentimos placer en lo que hacemos bien (nuevamente la actividad no obstruida), y así sentir placer en una actividad es un criterio de que se la realiza tal como se desea, y de que se alcanza el τέλος de esa acción. Un τέλος debe ser un motivo para actuar, y la obtención de placer es siempre un motivo para actuar, aunque no siempre sea decisivo en última instancia. El placer no sólo es anhelado también por casi todos, y por eso parece ser un τέλος universal, sino que no puede ser un medio para otra cosa. No buscamos el placer en virtud de algo ulterior que pueda obtenerse de él. Al mismo tiempo, el placer tiene características que se oponen a la naturaleza de un τέλος. No completa o termina una actividad; es decir, el placer que sentimos al hacer algo no es un signo de que hayamos alcanzado nuestra meta y que, por lo tanto, tengamos que detenernos. Más bien, la obtención de placer constituye un motivo para continuar con la actividad. Además, no hay acciones particulares o conjuntos de acciones que puedan prescribirse como formas de llegar al placer. El placer surge de muchos tipos diferentes de actividades, y decir que el placer es el τέλος no nos daría nunca por sí mismo un motivo para elegir uno de esos tipos de actividad y desechar a los demás. Pero ésta es precisamente la función de un τέλος. Y, finalmente, el placer que sentimos en una actividad no puede ser identificado con independencia de la actividad misma: disfrutar o sentir un placer al hacer algo no es hacer algo y tener a la par la experiencia de otra cosa que es el placer. Disfrutar de un juego no es jugarlo y, además, experimentar ciertas sensaciones que constituyen, por así decirlo, el placer. Disfrutar de un juego es simplemente jugar bien y no distraerse, es decir, estar, como se dice, totalmente sumido en el juego.
Por eso no podemos separar el placer como un τέλος externo a la actividad, con respecto al cual ésta es un medio. El placer —como señala Aristóteles en una frase memorable pero poco provechosa— sobreviene al τέλος «como la lozanía en las mejillas de la juventud».
Pero si hay distintas actividades y distintos placeres, ¿a qué actividades hemos de dedicarnos? A las actividades del hombre bueno. Pero ¿cuáles son éstas? «Si la felicidad consiste en la actividad acorde con la virtud, es razonable que sea la actividad acorde con la más alta virtud, y ésta será la virtud de lo que es mejor en nosotros». Lo mejor en nosotros es la razón, y la actividad característica de la razón es la θεωρία, ese razonamiento especulativo que se ocupa de las verdades inmutables. Esa especulación puede ser una forma de actividad continua y placentera, y en el lenguaje directo de Aristóteles es «la más placentera». Es una ocupación que se basta a sí misma y no tiene consecuencias prácticas, de modo que no puede ser un medio para otra cosa. Es una actividad para los momentos de ocio y de paz, y en los momentos de ocio hacemos las cosas en virtud de sí mismas, porque los negocios tienen por finalidad el ocio y la guerra tiene por finalidad la paz. Como se refiere a lo inmutable e intemporal, se ocupa, ante todo, de lo divino. Aristóteles sigue a Platón y a gran parte del pensamiento griego en su identificación de la inmutabilidad con la divinidad.
Así, sorprendentemente, el fin de la vida humana es la contemplación metafísica de la verdad. El tratado que comenzó con un ataque a la concepción platónica de la Forma de bien termina en una posición no muy lejana a esa misma actitud de desprecio por lo meramente humano. Los bienes exteriores sólo son necesarios hasta cierto límite, y sólo se exige una riqueza moderada. Así, toda la vida humana alcanza su más alto nivel en la actividad de un filósofo especulativo que dispone de una entrada razonable. La trivialidad de la conclusión no puede ser más clara. ¿Por qué se llega a este resultado? Una clave puede encontrarse en el concepto aristotélico de autosuficiencia. Las actividades de un hombre en sus relaciones con los demás están subordinadas finalmente a esta noción. El hombre puede ser un animal social y político, pero su actividad social y política no es lo fundamental. Pero ¿quiénes pueden vivir con este grado de ocio y de riqueza, y desentenderse hasta tal punto de los asuntos ajenos al propio yo? Es evidente que muy pocas personas. Sin embargo, Aristóteles consideraría que esto no constituye una objeción: «Pertenece a la naturaleza de la mayoría el moverse por temor y no por un sentimiento de honor, el abstenerse de lo malo no en virtud de su vileza, sino por temor a las penalidades; porque al vivir de acuerdo con sus emociones, persiguen los placeres adecuados y los medios para llegar a estos placeres, y evitan los dolores opuestos, pero no tienen siquiera un concepto del noble fin del verdadero placer, ya que nunca lo han probado». Por lo tanto, Aristóteles infiere que nunca podrían ser atraídos o transformados por la especulación ética. El tono es similar al de las Leyes de Platón.
El auditorio de Aristóteles consiste en una pequeña minoría ociosa. Ya no nos enfrentamos con un τέλος de la vida humana como tal, sino con el τέλος de una forma de vida que presupone un cierto tipo de orden social jerárquico y también una visión del universo en la que el reino de la verdad intemporal es metafísicamente superior al mundo humano del cambio, la experiencia sensible y la racionalidad ordinaria. Todo el esplendor conceptual de Aristóteles, manifestado en el curso de la argumentación, cae finalmente en una apología de esta forma de vida humana extraordinariamente estrecha. Inmediatamente surgirá la objeción de que así juzgamos a Aristóteles sobre el fondo de nuestros propios valores, y no en relación con los suyos. Se cometería el error de un anacronismo. Pero eso no es verdad. Sócrates ya había presentado otro conjunto posible de valores tanto en sus enseñanzas como en su vida, y la tragedia griega ofrece otras posibilidades diferentes. La posición aristotélica no se debe a la falta de conocimiento de puntos de vista alternativos sobre la vida humana. Por lo tanto, ¿cómo hemos de comprender esta unión en la Ética de la penetración filosófica con el oscurantismo social? Para responder a esta pregunta debemos contemplar la obra de Aristóteles dentro de una perspectiva más amplia.