Posdata a Platón
Las dificultades de la República se deben en parte al hecho de que Platón trata de alcanzar tanto en tan poco espacio. La pregunta «¿qué es la justicia?» se plantea originalmente como la simple exigencia de una definición, pero se convierte en el intento de caracterizar tanto una virtud que puede manifestarse en las vidas individuales como una forma de vida política en la que los hombres virtuosos puedan sentirse en su casa, en la medida en que pueden hacerlo en el mundo del cambio y de la irrealidad. Ambos aspectos han sido descriptos en el transcurso de nuestra caracterización de los argumentos de la República; lo que resta es resaltar su conexión interna. Pues, en efecto, la política y la moral de Platón se encuentran en una relación de interdependencia estrecha. Cada una requiere lógicamente el complemento de la otra. Podemos comprender en forma cabal que esto es así examinando la estructura de dos diálogos de Platón, uno dedicado íntegramente al problema de cómo debe vivir el individuo y el otro por entero a la política. En cada caso advertiremos que el argumento termina en el aire, y que estamos obligados a buscar en otra parte un argumento complementario. El primero de estos diálogos es el Simposio, una obra que pertenece al mismo período medio de la vida de Platón que la República; el segundo es las Leyes, que escribió al final de su vida. Sócrates es el personaje central del Simposio, y se trata además del Sócrates preplatónico, el maestro de Alcibíades y el blanco de Aristófanes. En el momento de las Leyes, Sócrates ya no aparece en el diálogo. Esto pone de relieve por sí mismo un marcado contraste: el agnóstico Sócrates nunca se hubiera colocado en el papel de legislador.
El Simposio es el relato de una fiesta destinada a celebrar la victoria de Agatón en un certamen dramático. Los huéspedes compiten también con discursos sobre la naturaleza del ‘έρως, palabra que a veces se traduce por «amor». Pero con respecto a esta traducción debe tenerse en cuenta que ‘έρως oscila entre amor y deseo, y que los filósofos presocráticos denominaban así cualquier impulso que conduce a todos los seres naturales hacia sus fines y también los impulsos específicamente humanos de aprehensión y posesión. En el Simposio, Aristófanes explica el ‘έρως a través de una extensa narración de tono jocoso: un mito sobre los orígenes humanos. Los hombres tenían originalmente cuatro brazos, cuatro piernas, etcétera; se asemejaban a dos seres humanos actuales a los que se hubiera atado juntos. Al ser de esta manera más fuertes y más hábiles que ahora, amenazaron la hegemonía de los dioses, que salvaron este obstáculo mediante un acto de separación. Desde entonces, al no ser más que mitades, los hombres han vagado por el mundo en búsqueda del ser que los complete. La diferencia entre el amor heterosexual y homosexual se explica por el tipo de ser que originalmente se dividió en dos y, en consecuencia, por el tipo de ser que cada individuo necesita para completar su naturaleza. (Se puede advertir también que esto se usa para explicar lo que todos los personajes dan por supuesto: la superioridad del amor homosexual sobre el amor heterosexual).
Por lo tanto, el ‘έρως es un deseo por lo que no poseemos. El amante es un hombre insatisfecho. Pero ¿tiene el amor de hecho caracteres tales que sólo podemos amar lo que no poseemos? Sócrates alude en su discurso a la doctrina en la que fue iniciado por la sacerdotisa Diótima.
Según Diótima, el ‘έρως es un deseo que no será satisfecho por ningún objeto particular del mundo. El amante asciende desde el amor a objetos y personas particulares y bellas hasta el amor al αύτό τό καλόν, la belleza en sí, y en este punto la búsqueda termina porque el alma se encuentra con el bien que anhela. El objeto del deseo es lo que es bueno, pero bueno no significa y no es definido como «lo que el alma desea». «Hay sin duda una doctrina según la cual los amantes son hombres que buscan su otra mitad, pero en mi opinión el amor no es deseo de la mitad ni del todo, a menos que esa mitad o el todo sean buenos». El bien, por lo tanto, no es lo que deseamos ocasionalmente en algún momento; es lo que nos contentaría y seguiría contentándonos una vez que hayamos efectuado la ascensión por la abstracción desde las cosas particulares hasta la Forma de la belleza. Esta ascensión tiene que ser aprendida: aun Sócrates tuvo que recibir esta explicación de Diótima. Platón no extrae una moraleja política de esta doctrina en el Simposio; pero ¿qué conclusión se podría sacar en ese sentido si aceptáramos lo que se dice en el diálogo?
El bien sólo puede ser alcanzado a través de un tipo particular de educación, y esta educación tendrá que ser institucionalizada si ha de estar a disposición de algo más que un conjunto casual y reducido de hombres. Más aún: las instituciones del sistema educacional tendrán que ser dirigidas y controladas por aquellos que ya han cumplido con el requisito previo de ascender desde la visión de las cosas particulares hasta la visión de las Formas. Así, del Simposio con su argumento totalmente apolítico —el diálogo termina con todos los demás ebrios y dormidos mientras Sócrates explica, al amanecer, a los apenas despiertos Agatón y Aristófanes que el hombre con genio para la tragedia debe tener también genio para la comedia y viceversa— podemos inferir el cuadro de una sociedad con un sistema educacional dirigido desde arriba.
Todo depende, por supuesto, de la conexión entre el bien y las Formas. La primera apreciación correcta de Platón es que usamos el concepto de bien con el fin de valorar y calificar los posibles objetos del deseo y la aspiración. De ahí también la correcta conclusión de que bueno no puede significar simplemente «lo que los hombres desean». Su segunda idea válida es que el bien debe ser, por lo tanto, aquello que vale la pena perseguir y desear; debe ser un objeto posible y descollante del deseo. Pero su conclusión falsa es que el bien debe ser encontrado entre objetos trascendentes y exteriores a este mundo, las Formas, y que, por lo tanto, el bien no es algo que la gente ordinaria pueda buscar por sí misma en los tratos diarios de esta vida. O bien el conocimiento del bien es comunicado por una revelación religiosa especial (como lo fue por la sacerdotisa Diótima a Sócrates), o bien se obtiene mediante una larga disciplina intelectual en manos de maestros autorizados (como en la República).
Las Formas tienen importancia para Platón tanto por razones religiosas como lógicas. Nos proporcionan un mundo eterno no expuesto al cambio y a la decadencia y una explicación del significado de las expresiones predicativas. Por lo tanto, cuando Platón tropezó con dificultades radicales en la teoría de las Formas, llegó a un punto crítico de su desarrollo filosófico. La más central de estas dificultades aparece en el diálogo Parménides y se presenta en el llamado argumento del tercer hombre. Cuando contamos con dos (o más) objetos a los que se aplica el mismo predicado porque comparten una característica común, aplicamos ese predicado en virtud del hecho de que ambos objetos se asemejan a una forma común. Pero ahora tenemos una clase de tres objetos, los dos objetos originales más la Forma, que deben asemejarse unos a otros y tener así una característica común, y ser tales que el mismo predicado se aplica a los tres. Para explicar esto debemos establecer una forma adicional, y así nos embarcamos en una regresión al infinito en el que no se explica nada sobre la predicación común, porque por más lejos que vayamos siempre se exige una explicación ulterior. Estas y otras dificultades conexas condujeron a Platón a una serie de investigaciones lógicas que él mismo nunca llevó a término. Algunas de sus últimas líneas de pensamiento prefiguran modernos desarrollos en el análisis lógico, mientras que otras anticipan las críticas escritas de Aristóteles a las posiciones platónicas y quizá se deban a las críticas verbales del joven Aristóteles. Es evidente, sin embargo, que Platón nunca abandonó la creencia en las Formas. Pero su perplejidad en torno de ellas puede explicar una curiosa laguna en las Leyes.
Las Leyes constituyen una obra que nos recuerda que Platón tiene interés independiente en la filosofía política. Se refiere a la naturaleza de una sociedad en la que la virtud se inculca universalmente. En las primeras partes de esta obra muy larga se pone el énfasis sobre la naturaleza de la inculcación; luego se examinan propuestas prácticas para una legislación a promulgarse en la (imaginaria) ciudad de Magnesia, que estaría por fundarse en Creta. Al igual que en la sociedad de la República, habrá un orden jerárquico de gobernantes y gobernados en la ciudad. Y al igual que en la sociedad de la República, la verdadera virtud sólo es posible para aquellos que pertenecen a la limitada clase de los gobernantes. Pero en la República se ponía todo el énfasis en la educación de los gobernantes, y en las Leyes no hay nada de esto. La educación de los gobernantes sólo se discute en el último libro y no con mucha extensión. Y esto puede comprenderse a la luz de la madura perplejidad de Platón en torno de las Formas. Los gobernantes tienen que captar, por cierto, la naturaleza de las Formas; pero Platón no nos dice y quizá no pueda decirnos exactamente qué es lo que tienen que captar. Es indudable que se representa a la educación de los gobernantes como más profunda y más exigente que la de la masa de ciudadanos; pero la fascinación de las Leyes reside en lo que Platón nos dice sobre la masa de los ciudadanos y su educación.
En la República, el papel de la gente común en el Estado corresponde al de los apetitos en el alma. Pero la relación entre la razón y los apetitos se describe como puramente negativa; la razón frena y controla los impulsos no racionales del apetito. En las Leyes, el desarrollo posible de hábitos y rasgos deseables ocupa el lugar de esta sujeción. Se incita a la gente ordinaria a vivir de acuerdo con la virtud, y tanto la educación como las leyes han de guiarlos hacia esta forma de vida. Pero el hecho de que vivan según los preceptos de la virtud se debe a que han sido habituados y condicionados a tal forma de vida y no a que comprenden el sentido de ella. Esa comprensión todavía se limita a los gobernantes. Esto se advierte con toda claridad en el examen del problema de la existencia de los dioses o de un dios. (Las expresiones singulares y plurales acerca de lo divino parecen ser intercambiables para los griegos sofisticados del período de Platón). En La República, las referencias explícitas a lo divino son esporádicas. Las narraciones sobre los dioses tradicionales, purgadas de las acciones inmorales e indignas, tendrán su lugar en la educación. Pero la única verdadera divinidad es, al parecer, la Forma del bien. En las Leyes, sin embargo, la existencia de lo divino se ha convertido en la piedra fundamental de la moral y la política. «La cuestión más importante… es si pensamos o no correctamente en torno de los dioses y si, en consecuencia, vivimos bien». Lo divino tiene importancia en las Leyes porque se lo identifica con la ley: ser obediente ante la ley es ser obediente ante Dios. Lo divino parece representar también la primacía general del espíritu sobre la materia, del alma sobre el cuerpo; sobre esto se funda el argumento de la existencia de Dios introducido en el libro X.
Se debe inducir a la gente ordinaria a que crea en los dioses, porque es importante que todos los hombres crean en dioses que se ocupen de los asuntos humanos, y que no estén sujetos a las debilidades humanas en esa preocupación. Pero los gobernantes han de ser hombres, que se han «afanado para adquirir una completa confianza en la existencia de los dioses» mediante el esfuerzo intelectual. Ellos han captado mediante el empleo de una demostración racional lo que los demás sostienen como resultado del condicionamiento y la tradición. Supóngase, sin embargo, que un miembro del grupo gobernante llegue a pensar que ha encontrado un defecto en la demostración requerida. ¿Qué sucederá en este caso? Platón ofrece una clara respuesta en el libro XII. Si el que duda mantiene sus dudas en reserva, no sucederá nada. Pero si insiste en diseminarlas, el Consejo Nocturno, la suprema autoridad en la jerarquía de Magnesia, lo condenará a muerte. La ausencia de Sócrates en el diálogo queda subrayada por este episodio. Sus acusadores habrían tenido una tarea aún más fácil en Magnesia que la que tuvieron en Atenas.
La determinación platónica de sostener una política paternalista y totalitaria se independiza claramente de cualquier versión particular de la teoría de las Formas. Mucho tiempo después de abandonar la versión que en la República ayudó a sostener esa política, está dispuesto a defender las opiniones políticas que esa teoría sustentaba. Pero también resulta claro que la filosofía política de Platón no sólo se justifica meramente, sino que sólo se hace comprensible, si se puede demostrar la posibilidad de una teoría de los valores que los presente como ubicados en un reino trascendente al que sólo puede acceder una minoría entrenada intelectualmente para ello. Ésta es la conexión entre la visión apolítica del Simposio y la visión íntegramente política de las Leyes. Pero ¿cuál es la transformación en el pensamiento de Platón que convirtió a Sócrates de héroe en víctima potencial? Podemos distinguir, por lo menos, dos puntos decisivos.
El primero es el rechazo socrático del conocimiento de sí mismo mediante el descubrimiento de la propia ignorancia; el segundo es la creencia de que proporcional respuestas verdaderas a las preguntas socráticas nos impone de alguna manera la obligación de incorporar estas respuestas a formas sociales. Esta creencia es una mezcla curiosa de realismo político y fantasía totalitaria. Que la posibilidad de llevar una vida virtuosa depende para la mayoría de la gente de la existencia de una estructura social adecuada no implica que debamos crear una estructura social en la que la virtud sea impuesta. Sin duda, de acuerdo con la propia opinión de Platón, la virtud no es impuesta: o bien algunos pocos la captan racionalmente, o bien resulta imposible, y una obediencia y conformidad externas ocupan su lugar para los más. Pero de esto no se infiere que Platón no haya creído en la imposición de la virtud, sino más bien que la confusión encerrada en sus convicciones le impidió advertir que ésta esa su creencia.