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Platón: la República

La República se inicia con la exigencia de una definición de δικαιοσύνη, y el primer libro aclara la naturaleza de esta exigencia. Se rechaza la definición de la justicia como «decir la verdad y pagar las propias deudas», no sólo porque a veces quizá sea correcto ocultar la verdad y no devolver lo que se ha tomado prestado, sino porque ninguna nómina de tipos de acción podría satisfacer el pedido de Platón. Lo que él quiere saber es lo que en una acción o clase de acciones nos hace llamarlas justas. No quiere una nómina de acciones justas, sino un criterio para la inclusión o la exclusión en semejante nómina. Asimismo, se rechaza una definición de la justicia como «hacer bien a los propios amigos y daño a los enemigos», no sólo a causa de la argumentación de que causar daño a alguien lo convertiría en peor de lo que es —es decir, en más injusto— con la consecuencia de que un hombre justo se vería implicado en la acción de hacer menos justos a los hombres, sino en virtud de que cualquier definición de la justicia en términos de «hacer el bien», o en otros similares, seguramente no será muy iluminadora. Cuando Trasímaco entra en escena, le dice a Sócrates que no debe ofrecerle una definición que diga que la justicia «se identifica con lo obligatorio, o lo útil, o lo ventajoso, o lo provechoso, o lo conveniente». Sócrates replica que esto equivale a preguntar qué es 12 y rehusarse a aceptar cualquier respuesta que se presenta según la forma 2 veces 6, 3 veces 4, 6 veces 2, o 4 veces 3. Pero Sócrates sí acepta la tarea de ofrecer un tipo de elucidación diferente: sería un error suponer que cuando Sócrates nos ofrece una fórmula —por ejemplo, la justicia es ese estado de cosas en que cada uno se ocupa de lo que le concierne—, ésta constituye por sí misma la respuesta buscada. La afirmación no se puede comprender con independencia del resto de la República, y Trasímaco tiene razón al suponer que la búsqueda de expresiones sinónimas de δικαιοσύνη no vendría al caso. Pues, interrogarse con respecto a un concepto no es lo mismo que interrogarse con respecto al significado de una expresión en una lengua extranjera. Un equivalente verbal de una expresión cuyo significado tratamos de resolver no constituye una ayuda. Si lo que se nos ofrece es una expresión genuinamente sinónima, todo lo que nos confundía originalmente nos confundirá en la traducción. Comprender un concepto, captar el significado de una expresión, es, de un modo parcial pero decisivo, captar sus funciones, comprender lo que puede y no puede hacerse con él y a través de él. Además, no podemos decidir a voluntad qué han de significar las palabras o qué papel han de desempeñar los conceptos. Quizá tengamos ocasionalmente el deseo de introducir un nuevo concepto y legislar así con respecto al significado de una expresión; pero lo que podemos afirmar en una situación dada está limitado por el repertorio común de conceptos y la captación común de sus funciones. Por lo tanto, ninguna objeción a la República es más errónea que la que hubiera formulado Humpty Dumpty («Cuando yo uso una palabra… tiene exactamente, y ni más ni menos, el significado que yo determino14»), y que de hecho efectuó el profesor Karl Popper cuando escribió: «Pero ¿pudo haber tenido razón Platón? ¿Significa quizá la “justicia” lo que él dice? No tengo la intención de discutir esta cuestión… Considero que nada depende de las palabras, y todo de nuestras exigencias y decisiones prácticas15». He tratado de poner en claro que sólo estamos expuestos a aquellas exigencias y decisiones que pueden ser expresadas en conceptos disponibles, y que, por lo tanto, la investigación de los conceptos que debemos o podemos usar tiene una importancia decisiva.

Trasímaco elucida el concepto de justicia de la siguiente manera. No considera que «justo» significa «lo que sirve al interés del más fuerte», pero sí cree que, como hecho histórico, gobernantes y clases gobernantes inventaron el concepto y las normas de justicia para servir a sus propios propósitos, y que de hecho es más provechoso hacer lo injusto que lo justo. El sondeo inicial de Sócrates sobre la posición de Trasímaco recuerda mucho al Gorgias. Cuestiona el concepto del «más fuerte» como lo había hecho antes, y sostiene que la τέχνη de gobernar, según la analogía con la τέχνη de la medicina, debe, si es un verdadero arte, ser practicada en beneficio de aquellos sobre los que se ejerce. La medicina es para beneficio de los pacientes, no de los médicos, y gobernar, por lo tanto, debe ser en beneficio del pueblo y no de los gobernantes. Pero esta analogía completamente ineficaz sólo pertenece a las confrontaciones preliminares. La posición que Sócrates había refirmado finalmente en el Gorgias puede ser atacada con vigor a partir de las premisas de Trasímaco, y lo es por Glaucón y Adimanto, los discípulos de Sócrates. Pero antes de que Sócrates termine de reiterar su ataque anterior contra la autoafirmación ilimitada —en el sentido de que las restricciones dentro de la personalidad y entre las personas constituyen una condición de su bienestar—, invoca el concepto de άρετή, y la noción de que hay una virtud específicamente humana cuyo ejercicio permitirá acceder a un estado de bienestar o de felicidad. La ‘αρετή no pertenece ahora a la específica función social de un hombre, sino a su función como hombre. La conexión entre la virtud y la felicidad está inscripta en este concepto en una forma que inicialmente debe parecer arbitraria. El resto de la argumentación de la República es un intento de eliminar esta arbitrariedad.

La renovación de la tesis de Trasímaco en boca de Glaucón y Adimanto adopta la siguiente forma. Los hombres en estado de naturaleza se mueven enteramente por su propio interés; y el origen de las leyes se encuentra en el momento en que los hombres descubrieron y estuvieron de acuerdo en que los choques de sus intereses personales eran tan dañosos que resultaba más ventajoso renunciar a dañar a los otros que continuar con una forma natural de vida en la que estaban sometidos al riesgo de posibles daños por parte de los demás. Y desde entonces, los hombres han obedecido a la ley sólo por temor a las consecuencias; si pudieran salvarse de padecer las consecuencias nocivas de sus acciones, un ilimitado amor propio se manifestaría abiertamente en lugar de encubrirse en el acatamiento a la ley. Supongamos que se entreguen a un hombre aparentemente justo y a otro injusto sendos anillos como el que tenía Giges para hacerse invisible, y de modo que ambos tengan una completa libertad de acción. Ambos se comportarían de la misma manera. Al igual que Giges, que sedujo a su reina y asesinó a su rey, seguirían el camino del total engrandecimiento personal. O sea: todos prefieren la injusticia a la justicia si pueden ser injustos con éxito.

Este ejemplo depende de aquella descripción engañosa del hombre natural y presocial que ya he criticado. Pues Platón insinúa que quizá Giges con su anillo sea el hombre natural. La superioridad de este ejemplo sobre el que se puso originalmente en boca de Trasímaco reside en que Platón se encamina decididamente hacia un reconocimiento del interés propio como rasgo del hombre social y no del hombre natural. Hace que Adimanto ponga de relieve que el ciudadano convencionalmente virtuoso y justo está de parte de Trasímaco y no de Sócrates. Pues el equivalente griego del padre burgués enseña a sus hijos a seguir la virtud y huir del vicio única y exclusivamente a causa de que la virtud trae recompensas y el vicio tiene consecuencias desafortunadas tanto en este mundo como en el siguiente. Pero si éstas son las únicas razones para alabar a la virtud, ¿cómo puede la justicia por sí misma y con independencia de las recompensas ser más beneficiosa que la injusticia?

La respuesta de Platón consiste en tratar de mostrar lo que es la justicia, primero en el Estado y luego en el alma. Esboza un Estado en el que se satisfacen todas las necesidades básicas. Se requieren tres clases de ciudadanos: artesanos y trabajadores para producir las cosas materiales necesarias para la sociedad; soldados para defender el Estado, y gobernantes para organizar su vida social. La transición clave se produce aquí entre el reconocimiento de tres funciones que tienen que ser cumplidas en la vida social y la afirmación de que se necesitan clases separadas y distintas de ciudadanos para el cumplimiento de cada una de las funciones. Platón se basa para efectuar esta transición en dos creencias, de las que una no es verdadera con certeza y la otra sin duda es falsa. La creencia que no es verdadera con certeza alude a la conveniencia de que cada hombre persista en un trabajo y de que esta forma de división del trabajo es la mejor en todas las circunstancias posibles; la creencia indudablemente falsa indica que los hombres están divididos por naturaleza de acuerdo con su mejor adecuación a cada una de estas funciones. Con respecto a esta convicción se puede hacer notar que es invocada con mucha frecuencia por aquellos que consideran que la gente de su clase está bien capacitada para gobernar, mientras que los demás no lo están; y que ignora que la mayor parte de la gente tiene diferentes capacidades que no se excluyen unas a otras, sin mencionar el hecho de que en las sociedades existentes la mayor parte de las capacidades no llegan a realizarse. Pero las convicciones de Platón sobre este tema se vieron poderosamente reforzadas por su doctrina del alma tripartita.

Los argumentos en favor del alma tripartita son independientes de los argumentos en favor del Estado tripartito, pero la verdad de esta doctrina del Estado exige, por lo menos, algo semejante a la mencionada doctrina del alma. La existencia de partes en el alma queda manifestada, según Platón, por la presencia de conflictos. Si un hombre desea beber (porque tiene sed) y no desea beber (porque tiene sospechas sobre las condiciones del agua) a un mismo tiempo, entonces, como no es posible aplicar y no aplicar el mismo predicado al mismo sujeto, en el mismo sentido, y a un mismo tiempo, tiene que haber por lo menos dos sujetos distintos con el fin de predicar de uno de ellos el deseo de beber y del otro el deseo de no beber. La suposición que subyace en este argumento es que un hombre no puede simultáneamente desear hacer algo y desear no hacerlo, en el mismo sentido en que un hombre no puede simultáneamente moverse en una dirección dada y no moverse en esa dirección. Pero, cuando se trata de deseos, se puede desear un fin, considerado desde al punto de vista de una descripción particular, y no desearlo desde otra descripción. Así, un hombre puede querer beber el agua porque tiene sed, y no querer beber en caso de que se exponga a una enfermedad. Quizá parezca que el camino más corto para escapar a la argumentación de Platón consiste en señalar que ese hombre no tiene deseos incompatibles. Desea saciar su sed y desea no estar enfermo, y es un hecho meramente contingente el que esta agua saciará su sed y lo enfermará. Pero se podría replicar que sus deseos siguen siendo incompatibles: lo que un hombre desea es beber esta agua particular y lo que teme es beber esta misma agua. Sin embargo, Platón sólo tiene razón en un sentido sobre la incompatibilidad de estos deseos, y la misma no tiene ninguna de las consecuencias que supuestamente se desprenderían. Y esto se debe a que la incompatibilidad se refiere a la posibilidad de satisfacer ambos deseos, y no a la de tener ambos deseos. Esto es importante porque Platón usa su errónea argumentación para exponer una distinción entre esa parte del alma compuesta por los apetitos y aquélla formada por la razón; distinción que ejerce una enorme influencia sobre cierta ética posterior.

En realidad, la descripción que hace Platón de las partes del alma no es coherente. A veces se expresa como si la parte racional tuviera un conjunto determinado de deseos y la parte apetitiva un conjunto distinto; otras veces alude a los apetitos como si fueran los deseos y a la razón como si fuera esencialmente un control y freno que actúa sobre ellos. Habla como si el deseo de beber fuera un anhelo no racional, y la captación del peligro implicado en el beber una visión de la razón. Pero de hecho no tenemos primero deseos para luego razonar sobre ellos: aprendemos —y empleamos nuestra razón en el aprendizaje— a desear ciertas cosas (Platón no distingue el apetito biológicamente determinado del deseo humano consciente), y el deseo de satisfacer la propia sed es tan racional como el deseo de no ser dañado por el agua envenenada. No es verdad que sólo nuestras autorrestricciones deriven de la reflexión; a menudo decidimos reflexivamente que necesitamos beber. El razonable deseo de saciar la propia sed puede controlar un temor irracional a ser envenenado; lo mismo que, viceversa, un temor racional al veneno puede inhibir un deseo irracional de satisfacer la propia sed. Lo que convierte a un deseo en razonable o no es su relación con nuestros demás propósitos y decisiones posibles o reales. Un hombre puede comportarse irracionalmente al no permitir la manifestación de sus deseos, y un deseo puede ocasionalmente corregir presuntas apreciaciones racionales. Pero Platón y la larga tradición que le sigue, no toman en cuenta estos hechos, con el fin de mantener esa rígida distinción entre la razón y los apetitos en la que la razón siempre está en lo correcto.

La fuente original de esta distinción no se encuentra, por supuesto, en los propios razonamientos de Platón a partir de los pretendidos hechos conflictuales sino en las creencias heredadas de pitagóricos y órficos sobre la separación de un alma inmortal de un cuerpo que es su prisión y su tumba. Pero escritores posteriores, a los que la doctrina religiosa quizá no haya impresionado, se contentaron todavía con la distinción filosófica. El mismo Platón ofrece una descripción mucho más interesante y positiva del deseo en el Simposio, pero aun en este caso el deseo nos aleja finalmente de este mundo.

Las lealtades doctrinales de Platón lo llevan en la República no sólo a extraer conclusiones falsas de los hechos conflictuales, sino también, como acabo de sugerir, a describirlos erróneamente. La esencia del conflicto en el plano del deseo es que proporciona una ocasión para una elección personal entre mis deseos, aun en el caso de que no elijan Pero la división platónica del alma en partes convierte al conflicto en una lucha crítica que no podría dar lugar a una elección. «Yo» no me veo enfrentado a los deseos. «Yo» me encuentro escindido entre dos partes autónomas: la razón y los apetitos; o bien «yo» soy una razón que lucha contra los apetitos. Tampoco es Platón coherente en esto con sus restantes escritos. La palabra griega para alma, Ψυχή, en un principio significa simplemente lo que establece la diferencia entre la vida y la muerte, entre un hombre y un cadáver. Algunos de los primeros pensadores griegos identifican el alma con una sustancia material, y los pitagóricos con una armonía y equilibrio entre los elementos del cuerpo. Platón sostiene contra ambas posiciones en el Fedón que el alma es una sustancia simple Inmaterial, que la destrucción implica la división en partes, y que si el alma no tiene partes debe ser inmortal. En el Fedón los apetitos pertenecen al cuerpo de manera tal que la distinción entre la razón y los apetitos sigue siendo un elemento constante que señala la continuidad del fundamento religioso. Pero el Fedón no nos ofrece ninguna base para creer en la división del alma en partes.

La división del alma en la República no es simplemente entre la razón y los apetitos; hay también una parte «pasional» que no se interesa ni por las normas racionales de conducta ni por los deseos corporales, sino por las normas de la conducta honorable y por el enojo y la indignación. Platón narra la historia de Leoncio, quien, dominado por el deseo, clava la vista en los cadáveres de los criminales ejecutados y se maldice a sí mismo al hacerlo. La moral platónica señala que el enojo y los apetitos pueden entrar en conflicto. La parte pasional del alma actúa, cuando «no ha sido corrompida por una mala educación», como agente de la razón y se indigna cuando ésta se ve sojuzgada. Por lo tanto, un hombre que ha padecido injusticias se siente indignado, pero un hombre que siente que actúa mal no puede, de acuerdo con su naturaleza, sentirse indignado si se lo obliga a sufrir a su turno. Así se expresa Platón.

En consecuencia, los hombres se agrupan en tres clases de acuerdo con la parte dominante del alma, y esta división es la exigida por el Estado tripartito. La clase a la que pertenece un hombre puede ser estableada en parte por su primera educación, pero no puede ser determinada fundamentalmente de esta manera. Platón cree que hay zapateros natos y gobernantes natos. La justicia en un Estado consiste en que todos conozcan su posición. De las cuatro virtudes tradicionales, la valentía pertenece a la clase de los guardianes auxiliares cuya función es la defensa, y la sabiduría a los guardianes del gobierno. La templanza no es la virtud de una clase sino de la sociedad como un todo porque «los deseos de la multitud, inferior serán controlados por los deseos y la sabiduría de los pocos seres superiores». La justicia no pertenece ni a esta ni a aquella clase, ni a una particular relación entre las clases, sino a la sociedad en cuanto funciona como un todo.

En forma similar, la justicia en el alma reside en que cada parte realice la función propia que le ha sido asignada. Un individuo es sabio en virtud de que la razón gobierna en él y valiente en virtud de que el alma pasional desempeña su papel. Y un individuo tiene templanza si su razón gobierna a sus apetitos corporales inferiores. Pero la justicia no pertenece a esta o aquella parte o relación del alma, sino a su ordenamiento total. Entonces surgen las dos preguntas: «¿Qué clase de hombre será justo?» y «¿cómo puede surgir el Estado justo?». Estas preguntas se plantean y se contestan juntas, y esto no es accidental. Cuando Platón, más adelante, considera la corrupción del Estado y del alma, los examina como si estuvieran mutuamente implicados. Además, el hombre justo existirá difícilmente, excepto en el Estado justo, donde al menos algunos hombres —los futuros gobernantes— son educados sistemáticamente en la justicia. Pero el Estado justo no puede existir en ninguna parte, excepto donde haya hombres justos. Por lo tanto, el problema de la posibilidad de la aparición del Estado y el problema de la educación del hombre justo tienen que ser planteados simultáneamente. Y así llegamos al momento en que Platón pone en escena el ideal del rey-filósofo.

Platón define al filósofo mediante una exposición acerca del conocimiento y la creencia y el posterior contraste del filósofo que conoce con el hombre no filósofo, quien en el mejor de los casos sólo tiene una creencia u opinión verdadera. El razonamiento parte de la consideración del significado de pares de predicados, y los ejemplos usados son bello y feo, justo e injusto, bueno y malo. Platón señala que «como bello y feo son opuestos, son dos cosas diferentes, y por eso cada una de ellas es una16». Pero muchas cosas exhiben la belleza y muchas cosas son feas. Por eso hay una diferencia entre aquellos que se dan cuenta de que algún objeto dado es bello y aquellos que captan «lo bello en sí». Empleo la expresión «bello en sí» (αύτό τό καλόν) para traducir el uso innovador platónico de en si destinado a convertir un adjetivo en una expresión que denomina lo que se supone que el adjetivo significa y designa. Y empleo la expresión «significa y designa» no porque quiera confundir al lector haciéndole suponer que «significación» y «designación» son idénticos, sino porque Platón comete precisamente este error. La identificación se produce de la siguiente manera. Platón contrapone al hombre que usa la palabra bello en una forma confusa y ordinaria al hombre que ha captado realmente lo que significa bello, e interpreta esta oposición como un contraste entre el que tiene noticia de una serie de objetos bellos y el que conoce aquello que es designado por bello. El primero sólo posee una «creencia» y sus juicios no están reforzados por una comprensión bien fundada del significado de las expresiones que emplea. El segundo está en posesión del conocimiento porque realmente comprende lo que dice.

El conocimiento (‘επιστήμη) y la creencia u opinión (δόξα) pueden de este modo ser definidos en función de clases contrapuestas de objetos. La creencia se refiere al mundo de la percepción sensible y el cambio. De este ritmo fugaz y evanescente sólo podemos tener en el mejor de los casos una opinión verdadera. El conocimiento se refiere a objetos inmutables, con respecto a los cuales podemos tener una visión cierta y racionalmente fundada. La distinción platónica entre el conocimiento y la creencia es compleja. En parte, es una simple distinción entre aquellas convicciones que, por haber sido adquiridas mediante el razonamiento y estar apoyadas en razones, no están a merced de oradores hábiles (es decir, el conocimiento), y aquellas convicciones que, por responder en todo caso a un condicionamiento no racional, están expuestas a cambiar cada vez que se las somete a las técnicas de la persuasión no racional (es decir, la creencia). Pero evidentemente esta distinción no tiene nada que ver con el objeto de nuestras creencias. Más bien se refiere a las distintas maneras en que los individuos pueden adquirir y mantener sus creencias. Por lo tanto, ¿por qué supondría Platón que su distinción pertenece al plano del objeto? Esto se debe a que Platón consideró tener razones independientes para creer que se podían efectuar juicios ciertos y racionalmente fundados sobre los materiales dados por la percepción sensible. Tanto Heráclito como Protágoras habían puesto de relieve la relatividad de los juicios basados en la percepción sensible. Pero lo que Platón quiere poner de manifiesto puede separarse de los pormenores de estas doctrinas particulares.

Si se puede decir de objetos muy diversos que son bellos, y de un mismo objeto en un momento dado o desde un cierto punto de vista que es bello, y en otro momento y desde otro punto de vista que es feo, el significado de los predicados bello y feo no puede ser explicado meramente mediante una referencia a los objetos a los que se aplican. Esto no se debe simplemente a que, como lo señala Platón en el fragmento ya mencionado, los objetos son múltiples y el significado único; responde también a que los juicios están expuestos a una variación, y a la contradicción por otros juicios, mientras que lo único que no varía es el significado. Para expresarlo en un lenguaje posterior, Platón está comprometido en la elucidación de lo implicado en la descripción de dos o más usos de una expresión como ejemplos del uso de un único y mismo predicado. La diferencia con respecto a Sócrates reside en que éste sólo advirtió que el uso de los predicados éticos debe responder a criterios, mientras que Platón supuso que si esto ha de ser así y ha de haber normas objetivas para el uso de tales predicados, éstos tienen que usarse para aludir a objetos, y a objetos que no pertenecen al mundo múltiple y cambiante de los sentidos, sino a otro mundo inmutable captado por el intelecto precisamente a través de la ascensión dialéctica en la que capta el significado de los nombres abstractos y de otros términos generales. Estos objetos son las Formas, y los objetos de la percepción sensible tienen sus características por una imitación de ellas o por una participación en ellas.

El filósofo es el hombre que a través de una preparación en la abstracción ha aprendido a relacionarse con las Formas. Así, sólo él comprende realmente el significado de los predicados y sólo él tiene posiciones morales y políticas genuinamente fundamentales. Su preparación se efectúa primordialmente en la geometría y en la dialéctica. Platón entiende por dialéctica un proceso de demostración racional que constituye un desarrollo del diálogo de la interrogación socrática. A partir de una proposición que ha sido puesta en consideración se asciende en la búsqueda de justificaciones por una escalera deductiva hasta alcanzar la indudable certeza de las Formas. Platón presenta en la República un progreso en la demostración racional que culmina en una visión de la Forma del bien (es decir, en una visión de lo que designa el predicado bueno: aquello en virtud de lo cual tiene significado). Hay en la República también una marcada actitud religiosa hacia la Forma suprema, la Forma del bien. La Forma del bien no es una más entre aquellas Formas que contemplamos: éstas pertenecen al reino de la existencia inmutable mientras que la Forma del bien se encuentra más allá de la existencia. Así como vemos todo lo demás en virtud de la luz del sol, pero quedamos deslumbrados si miramos el Sol mismo, contemplamos también las demás Formas a través de la luz intelectual ofrecida por la Forma del bien, pero no podemos contemplar la Forma misma del bien.

Por lo tanto, para Platón —al menos en la República—, bueno sólo se usa adecuadamente para denominar una entidad trascendente o para expresar la relación de otras cosas con esa entidad. Las dificultades en la concepción platónica de las Formas fueron formuladas primero por el mismo Platón en diálogos posteriores. Por el momento sólo es necesario hacer notar que la suposición de que haya Formas no contribuye para nada, en realidad, a resolver el problema que Platón plantea en la República, es decir, el de cómo un único significado puede aplicarse de muchos modos diferentes a numerosos sujetos diferentes. Afirmar que el significado de un predicado se deriva de un caso primario no aclara en absoluto cómo este predicado puede ser aplicado luego a otros casos. Por eso es justo lo que queríamos saber. Además, nos vemos envueltos enseguida en un despropósito lógico: si contestamos así nuestra pregunta, estamos afirmando que la aplicación primaria de bello es a la Forma de la belleza, de alto a la Forma de la altura, etcétera. Pero decir que «la belleza es bella» o que «la altura es alta» evidentemente no es expresarse con claridad desde el punto de vista del significado. Platón mismo destacó este hecho en críticas ulteriores a su propia posición.

Lo importante es que la teoría del significado ha hecho su aparición en forma decisiva. El lógico ha entrado en la ética para siempre. Pero si bien el análisis lógico sistemático y consciente de sí mismo de los conceptos morales se ubicará desde ahora en adelante en el corazón de la filosofía moral, no podrá agotar la totalidad de la misma. Pues no sólo tenemos que comprender las interrelaciones lógicas de los conceptos, preceptos y otros elementos morales similares, sino también la finalidad y el propósito a que obedecen tales preceptos. Esto nos introduce en la teoría de las intenciones y motivos humanos y en la teoría de la sociedad, puesto que diferentes tipos de deseos y necesidades dominan en diferentes órdenes sociales. Se advierte que los tres intereses —epistemológico, psicológico y político— se conjugan en las partes centrales de la República. Pues la primera teoría de Platón según la cual podemos entender qué es la bondad, qué es la justicia, qué es la valentía, etcétera, al verlas manifestadas en cierto tipo de Estado y en cierto tipo de alma, tiene que reconciliarse ahora con su segunda teoría según la cual sólo podemos comprender lo que son la bondad, la justicia y lo demás si nos relacionamos con las Formas apropiadas. Sin embargo, una reconciliación no sólo no es difícil sino que posibilita que los argumentos anteriores de Platón se vuelvan más convincentes con gobernantes de un Estado justo, en quienes se advierte el predominio de la razón, son racionales en virtud de una educación que les ha permitido captar las Formas. En el Estado justo el filósofo es rey: sólo él puede llevar a la existencia y conservar un Estado en el que la justicia está incorporada tanto a la organización política como al alma. Se infiere, como Platón lo había insinuado antes, que la división en clases de la sociedad justa puede ser mantenida educando a algunos para que sean gobernantes, a otros para que sean auxiliares y a la mayoría para que sea gobernada. El uso de controles eugenésicos y de métodos de selección sirve para asegurar que reciban la educación de gobernantes quienes están capacitados para ello. Para contentar a las personas ordinarias se les contará un cuento sobre los metales en el alma: preciosos en las almas de los gobernantes y comunes en las de los gobernados. Platón no cree, al modo de los racistas de Sudáfrica y Misisipí, en tina correlación entre la inteligencia y una mera propiedad accidental como el color de la piel. Sin embargo, cree en la presencia o ausencia de una inteligencia innata al modo de los educadores conservadores y cree que una ingeniosa propaganda —a través de lo que denomina «mentiras nobles»— puede asegurar el reconocimiento de su propia inferioridad por parte de los seres inferiores.

Los seres de inteligencia superior se dedican a la visión de las Formas en los modos que Platón describe mediante dos parábolas: la de la línea y la de la caverna. La línea se divide horizontalmente, y en el lado inferior de la división yacen los reinos de la imaginación y la percepción mientras que en el superior se encuentran los de los entes matemáticos —estrechamente vinculados por Platón con las Formas— y las Formas. Los fragmentos sobre la caverna describen hombres encadenados de manera que no puedan ver la luz del día; detrás de ellos un fuego y un espectáculo de títeres están organizados en forma tal que los prisioneros ven una procesión de sombras sobre la pared. Creen que las palabras en su lenguaje se refieren a sombras, y que las sombras constituyen la única realidad. Un hombre que escapara de la cueva se acostumbraría lentamente a la luz del mundo exterior. Primero distinguiría las sombras y los reflejos, luego los objetos físicos, y finalmente los cuerpos celestes y el Sol. Esto constituye para Platón una parábola sobre la ascención a las Formas. El hombre que retorne a la cueva no estará acostumbrado a la oscuridad, y no reconocerá por algún tiempo las sombras en la caverna tan bien como sus antiguos compañeros que nunca abandonaron la oscuridad. Y causará un gran resentimiento por sus pretensiones de que las sombras son proyectadas e irreales y que la verdadera realidad se encuentra fuera de la caverna. Tan grande será el resentimiento que los encadenados matarían, si pudieran, a este hombre proveniente del mundo exterior, precisamente como los atenienses mataron a Sócrates.

¿Qué hará, por lo tanto, el filósofo que se ha elevado hasta las Formas? Sólo en los momentos más raros de la historia, y posiblemente nunca, tendrá la posibilidad de intervenir en la creación de un Estado justo. Primero en su respuesta al tratamiento de que fue objeto Sócrates por parte de los atenienses, y luego en su propia desilusión con los tiranos de Siracusa, Platón muestra un profundo pesimismo con respecto a la vida política. Pero si el Estado ideal nunca se hará efectivo, ¿qué sentido tiene describirlo? La respuesta de Platón indica que proporciona un modelo con respecto al cual podemos juzgar los Estados reales. Platón se está ocupando parcialmente de esto cuando representa una serie de estadios en la declinación del Estado ideal y del alma justa, y al hacerlo pone de manifiesto nuevamente la conexión intrínseca que considera existente entre la política y la psicología.

El primer estadio en la declinación es la timocracia, en la que se han producido desavenencias entre los militares y los guardianes, y el Estado se basa en los valores militares del honor con alguna infusión de los valores de la propiedad privada. En el próximo estadio, el oligárquico, la estructura de clases se mantiene solamente en beneficio de la clase gobernante y no en interés de todo el Estado: los ricos emplean la estructura de clases para explotar a los pobres. En la tercera fase, los pobres se rebelan y crean una democracia, en la que cada ciudadano tiene idéntica libertad para perseguir los fines de su voluntad y su engrandecimiento personal, hasta que finalmente el aspirante a déspota es capaz de alistar en esa democracia un número suficiente de descontentos para crear una tiranía. Las finalidades de Platón son, por lo menos, dos: ha colocado las formas reales de constitución de los estados-ciudades griegos en una escala moral de modo que, si bien no contamos con lo ideal, sabemos que la timocracia (la Esparta tradicional) es mejor, que la oligarquía (Corinto) y la democracia (Atenas) son peores, y que la tiranía (Siracusa) es lo peor de todo. Pero su argumentación también pone de relieve que una de las razones por las que pueden ser valoradas moralmente es que un tipo de personalidad corresponde a cada tipo de constitución. En la timocracia los apetitos se ven frenados y ordenados, pero no por la razón. El honor desempeña este papel en su lugar. En la oligarquía todavía se ven sometidos a una disciplina, pero sólo por amor a la riqueza y por una preocupación por la estabilidad que surge de una preocupación por la propiedad. En la democracia todos los gustos e inclinaciones tienen igual influencia en la personalidad. Y en la tiranía —en los hombres de almas despóticas—, los apetitos más bajos, es decir, los corporales, ejercen un control absoluto e irracional. Platón emplea esta clasificación de tipos de personalidad para volver a la pregunta sobre la justificación de la justicia de la manera en que había sido planteada por Glaucón y Adimanto. Para ello compara las posiciones externas y opuestas del hombre justo y el déspota, quien resulta ser el tipo de personalidad extrema del hombre injusto.

Platón tiene tres argumentos para demostrar que la vida justa es más feliz que la injusta. El primero es que el hombre injusto no opone ningún freno a sus deseos, y así éstos carecen de límites. Al carecer de límites, sus deseos nunca podrán satisfacerse, y siempre estará descontento. El segundo argumento señala que sólo el filósofo se encuentra en posición de contraponer los placeres de la razón a los del apetito y la sensualidad ilimitada, porque sólo él conoce ambos aspectos. Finalmente, se sostiene que los placeres del intelecto son auténticos, mientras que lo que el hombre sometido a los apetitos considera como placer, a menudo no es más que un cese del dolor o del malestar (en el sentido en que comer alivia el hambre), y en el mejor de los casos resulta mucho menos real (en función de la noción de lo real como inmutable e inmaterial) que aquello en que se deleita el intelecto. Estos argumentos son malos. El tercero depende, para una parte de lo que quiere demostrar, de las argumentaciones sobre las Formas, y en todo caso ignora —con el típico y totalmente deplorable puritanismo de Platón— los numerosos placeres corporales auténticos. El segundo es simplemente falso: incluso en el encuadre platónico el filósofo no está más informado de los placeres del deseo ilimitado que el sensualista de las delicias del control racional. El primero, por su parte, infiere de modo falaz de la premisa de que el sensualista siempre tendrá apetitos que no hayan sido aún satisfechos la conclusión de que siempre estará y se sentirá insatisfecho y descontento. Pero lo que es tan importante no es la invalidez de los razonamientos particulares. Dada su psicología, Platón sólo podía disponer de malos razonamientos. Pues el divorcio total entre la razón y el deseo en el alma implica que el conflicto tiene que ser entre la razón, por una parte, y el apetito irracional y sin freno, por la otra. Son las únicas dos alternativas disponibles de acuerdo con la psicología platónica; pero en realidad no son, por supuesto, las únicas y ni siquiera las más importantes. Con el fin de reivindicar a la justicia contra la injusticia, Platón acepta el criterio implicado en la exaltación por parte de Trasímaco de la afortunada ambición mundana, y especialmente la política —el criterio vulgar del placer—, y sostiene que el tirano injusto pero afortunado tiene menos placer y se encuentra más descontento que el hombre justo, e incluso que el hombre justo condenado injustamente a muerte. Pero para ello tiene que identificar al hombre injusto con el que persigue el placer sin límites y sin sentido. Y Platón tiene que llegar a esta identificación porque la razón, en el esquema platónico, sólo puede dominar, y no dar forma o guiar a los apetitos, y éstos por sí mismos son esencialmente irracionales. El hombre que en realidad amenaza al prestigio de la justicia no es el sensualista falto de razón o el tirano incontrolado, sino mucho más frecuentemente l’homme moyen sensuel, es decir, el hombre que practica todo, incluso lo injusto y lo vicioso, con moderación, el hombre cuya razón reprime el vicio de hoy, no en interés de la virtud sino del vicio de mañana. Éste es el hombre que alaba la virtud en razón de lo que puede obtener de ella en forma de riqueza y reputación, y es el que Glaucón y Adimanto tenían en mente. Por eso el caso propuesto por Glaucón y Adimanto constituía una amenaza mucho mayor para Platón que el caso presentado por Trasímaco. Pero Platón se ve impulsado por su esquema conceptual a considerar a este hombre, al que observa y describe con cierta precisión en los Estados oligárquico y democrático, como una simple versión menos acentuada del déspota. Pero el déspota es presentado en forma tan extrema que lo descripto ya no constituye un tipo moral posible. Se puede decir que voy tras el placer sólo si me encamino hacia metas identificares y tomo decisiones entre alternativas en función de aquéllas. El hombre que ya no puede tomar decisiones sino que pasa descuidada e inevitablemente de una acción a otra, no constituye un tipo humano normal, sino un neurótico compulsivo. Y esto quizás haya sido lo que Platón quería describir, porque en forma muy sorprendente vincula la conducta de este hombre con la persecución de las fantasías de las que la mayoría de los hombres sólo tienen conciencia en los sueños, y así se anticipa asombrosamente a Freud. Pero cualquier clasificación que convierta a la forma de vida de l’homme moyen sensuel en una mera versión moderada de la conducta compulsiva del neurótico, y agrupe ambos aspectos en forma conjunta y en oposición a la racionalidad, está condenada por ello en cuanto clasificación. Tampoco el mito con el que termina la República ayuda a Platón. Pues la sugestión de que los justos serán recompensados y los injustos castigados en un reino posterior a la muerte depende de la noción de que la justicia es superior a la injusticia, es decir, que el hombre justo merece su recompensa y el injusto su castigo. Así, el problema de la justificación de la justicia queda todavía sin una respuesta clara. Una reconsideración muy breve de las argumentaciones centrales de la República pone en claro la razón por la que esto tiene que ser así dentro del encuadre platónico.

La argumentación comienza con la necesidad de una comprensión del significado de los predicados éticos con independencia de sus aplicaciones particulares. Este punto de partida volverá a repetirse en la historia de la filosofía en autores tan diferentes de Platón como San Agustín y Wittgenstein. Cuando indagamos acerca de lo que quiere ser justo, o igual, el primer paso racional consiste en ofrecer ejemplos y tratar de hacer una lista de acciones justas o de objetos rojos o de casos de igualdad. Pero dar una lista semejante implica no comprender el verdadero sentido de la indagación. No queremos saber qué acciones son justas, sino en virtud de qué las acciones son justas. ¿Qué nos permite separar los casos que pertenecen o no auténticamente a nuestra lista? Necesitamos un criterio. Wittgenstein indicará que el criterio se formula en una regla, y que es una práctica socialmente establecida. Agustín indicará que el criterio está dado por una iluminación interior que es un don de Dios. Platón encuentra su criterio en el conocimiento de las Formas. Pero el conocimiento de las Formas sólo es accesible a unos pocos, y sólo a aquellos que o bien han disfrutado de las disciplinas educativas del estado ideal aún no existente, o bien se encuentran entre las muy raras naturalezas que tienen una capacidad y una inclinación filosóficas y que asimismo no han sido corrompidas por el medio social. Se infiere no sólo que estos pocos serán los únicos capaces de justificar la justicia, sino también que la justificación sólo les resultará inteligible y convincente a ellos. Así, el orden social impuesto por el concepto platónico de justicia sólo podrá ser aceptado por la mayoría de la humanidad como resultado de un empleo de la persuasión no racional (o por la fuerza).

Todo encamina, por lo tanto, a Platón hacía la posibilidad de establecer, primero, que hay Formas y que el conocimiento de ellas tiene la importancia que le asigna, y segundo, que sólo una minoría es capaz de este conocimiento. Esto último se afirma meramente y nunca se demuestra. Lo primero depende de razonamientos sobre los que, como veremos, el mismo Platón llegó a tener serias dudas. Pero por detrás de todas las afirmaciones explícitas de Platón se encuentra una suposición adicional que ahora debe ser puesta de manifiestos.

Hablamos de justificación al menos en dos tipos de contexto radicalmente distintos. En una disciplina como la geometría, la justificación de un teorema consiste en mostrar de qué modo se deduce válidamente de los axiomas. Aquí no hay ningún problema en el sentido de que lo que sirve como justificación para una persona no sirve para otra. Esto no es así, sin embargo, en el plano de la conducta. Justificar un curso de acción contra otro no sólo implica demostrar que está de acuerdo con alguna norma o conduce a algún fin, sino demostrar esto a alguien que acepta la norma pertinente o comparte el fin particular. En otras palabras, las justificaciones de este tipo son siempre justificaciones para alguien. Aristóteles trata más adelante de mostrar cómo hay ciertos fines específicamente humanos a la luz de los cuales ciertos cursos de acción pueden ser justificados ante los seres racionales en cuanto tales. Pero Platón restringe la clase a la que se dirigen sus justificaciones a la de aquellos que han obtenido un conocimiento de las Formas. Cuando posteriormente examina la justificación de la justicia en términos independientes de este conocimiento, es decir, en los escritos en que compara los tipos de Estado y de alma, recae de hecho en comparaciones, mitad a priori, mitad empíricas, destinadas según su propia doctrina a fracasar —pues pertenecen presumiblemente al mundo de la opinión, al de la δόξα, y no al de la έπιστήμη, al del conocimiento— excepto sobre el fondo de un conocimiento trascendental que ha sido indicado, pero nunca presentado en escena.

Una de las fuentes del error de Platón reside en su confusión entre el tipo de justificación que tiene lugar en la geometría y el que se presenta en asuntos relacionados con la conducta. Tratar a la justicia y al bien como nombres de Formas implica desconocer al mismo tiempo un rasgo esencial de la justicia y la bondad, a saber, que caracterizan no lo que es sino lo que debe ser. A veces, lo que debe ser es, pero con mayor frecuencia éste no es el caso. Y siempre tiene sentido preguntar con respecto a cualquier objeto u Estado existente si es tal como debería ser. Pero la justicia y la bondad no podrían ser objetos o estados de cosas con respecto a los cuales tendría sentido preguntar en esta forma. Aristóteles va a presentar en gran parte esta crítica a la teoría platónica. La propia ceguera de Platón ante ella es un factor que contribuye a su curiosa combinación de una certeza aparentemente total con respecto a lo que son la bondad y la justicia, y una voluntad de imponer su propia certidumbre a los demás, con el empleo de razonamientos profundamente insatisfactorios para apoyar sus convicciones.