Platón: El Gorgias
Ya se ha señalado que un relato sobre el Sócrates histórico no puede superar el ámbito de lo probable. La razón más obvia de esto se encuentra en la imposibilidad de saber en qué momento de los diálogos platónicos el personaje llamado Sócrates se convirtió en mero vocero del Platón maduro. Pero esto no tiene que preocuparnos en cuanto al alcance filosófico de lo que se dice en los diálogos ya que se puede discernir claramente un proceso de razonamiento. En el Gorgias, sin duda un diálogo relativamente temprano, se advierte que Platón plantea la mayor parte de sus problemas éticos centrales. En el Menón y en el Fedón se construye un fondo metafísico, que en la República proporciona el núcleo esencial de una solución propuesta a problemas que constituyen una refirmación de los del Gorgias. En los diálogos posteriores a la República hay una sostenida crítica a la metafísica, pero hay también dos importantes reflexiones tardías sobre problemas éticos en el Filebo, en torno del placer, y en las Leyes.
El Gorgias se divide en tres secciones, en cada una de las cuales Sócrates tiene un interlocutor diferente. Cada una de ellas establece ciertas posiciones en forma definitiva antes de abandonar la escena. La primera parte tiene la función de acabar con las pretensiones de la retórica de ser la τέχνη por la cual se enseña la virtud, y también la de establecer una distinción entre dos sentidos de persuasión. El mismo Gorgias defiende la opinión de que la retórica, en cuanto arte de la persuasión, es el medio para el supremo bien del hombre. El supremo bien es la libertad (έλευθερία), y por libertad se entiende la libertad de hacer lo que uno quiere en todos los planos. Con el fin de hacer lo que uno quiere en la ciudad-estado se debe contar con la posibilidad de influir en el ánimo de los conciudadanos. Sócrates introduce una distinción entre el tipo de persuasión que engendra conocimiento en el hombre persuadido y el tipo que no lo hace. En el primer caso, la persuasión consiste en ofrecer razones para sostener una opinión; y, si la opinión queda aceptada, se puede hacer una exposición para consolidarla en función de esas razones. En el segundo caso, la persuasión consiste en someter al auditorio a una presión psicológica que produce una convicción infundada. Ahora bien, Gorgias deja traslucir claramente que la retórica no cae dentro del primer tipo de persuasión sino dentro del segundo. Una de las alabanzas al orador responde al hecho de que puede persuadir al auditorio en temas sobre los que él mismo es inexperto: Gorgias da como ejemplo el éxito que tuvieron Temístocles y Pericles al persuadir a los atenienses para que construyeran muelles, puertos y obras de defensa necesarios para el imperialismo ateniense, aunque ellos mismos no eran ingenieros navales o militares sino políticos. Sócrates pregunta si el orador necesita un conocimiento del bien y del mal en mayor medida que le resulta necesario un conocimiento de la ingeniería. Gorgias no es del todo coherente sobre este punto: sugiere, al parecer, que un orador tendrá que ser ocasionalmente un hombre justo, pero no es explícito en lo que se refiere al modo de llegar a ser justo. Presenta la retórica como una técnica moralmente neutral que puede ser utilizada para buenos o malos propósitos: culpar a un maestro de retórica por el mal usó de ésta en manos de los alumnos sería tan tonto como culpar a un maestro de boxeo por los usos que los alumnos puedan hacer después de su arte.
La idea de que las técnicas persuasivas son moralmente neutrales se repite periódicamente en la sociedad humana. Pero para poder sostener que tales técnicas son moralmente neutrales se debe sostener también que no es moralmente apropiado acceder a una creencia dada por medios racionales o no racionales. Y con el fin de juzgar que esto es moralmente inapropiado se tendría que sostener también que el ejercicio que un hombre hace de su racionalidad no guarda relación con su reputación como agente moral, es decir, con respecto a si él merece ser considerado como «responsable» y sus acciones como «voluntarias». Así, diferentes actitudes morales con respecto a las técnicas persuasivas presuponen diferentes elucidaciones de los conceptos de responsabilidad y acción voluntaria. Por lo tanto, la tarea filosófica de la elucidación no puede ser moralmente irrelevante. Y uno de los rasgos más oscurantistas de un sofista como Gorgias —y, por cierto, de sus posteriores sucesores entre los políticos electoralistas de la democracia liberal, los ejecutivos de la propaganda y otros persuasores descubiertos y encubiertos— es su disposición para dar por sentada toda una psicología filosófica. Esto lleva a Sócrates a desarrollar un razonamiento para mostrar que la retórica no es un arte genuino sino una mera imitación espuria del arte.
A estas alturas, Gorgias ha sido reemplazado en el debate por su discípulo Polo. Polo reitera que el objeto moral del uso de la retórica es la adquisición de poder. El orador afortunado puede hacer lo que quiere. Sócrates replica que un hombre puede hacer lo que considera bueno y, sin embargo, no hacer lo que quiere. La tesis socrática indica aquí que cuando un hombre hace una cosa para obtener otra puede estar de hecho anulando sus propios fines, si está intelectualmente equivocado en cuanto a la naturaleza de la conexión entre lo que hace y lo que espera de su acción. El déspota que daña y mata a los demás puede creer que hace algo que contribuye a su propio bien, pero está equivocado. Pues, según Sócrates, es peor causar el mal que padecerlo.
El contraejemplo de Polo es el tirano Arquelao de Macedonia, que había llegado al poder tras sucesivos casos de traición y asesinato. Todos, dice Polo, querrían asemejarse a Arquelao si pudieran. La tesis socrática, sin embargo, señala que no viene al caso si eso es lo que la gente quiere o no. Pues, si eso es lo que quieren, sólo puede deberse a un error en la apreciación de lo que conduce a su propio bien. Sócrates procede luego a imputar semejante error a Polo, pero sólo puede hacerlo en virtud del ya mencionado estado del vocabulario moral. Polo no está dispuesto a admitir que es peor (κακιόν) causar daño sin una causa justificada que padecerlo, pero sí a aceptar que es más vergonzoso (αίσχιόν). Con el fin de considerar esto se debe tener presente el contraste entre dos pares de adjetivos: bueno-malo (άγαθός-κακός) y honroso-vergonzoso (καλόσ-αίσχρός). Aquello de lo que se tiene una buena opinión es καλός. Para satisfacer el ideal ateniense del caballero (καλός κάγαθός), además de ser bueno se tenía que ser considerado como tal. La alusión a καλός y a αίσχρός se refiere a la apariencia de una persona. Polo está dispuesto a redefinir άγαθός porque el sentido habitual ha dejado de ser claro. Pero precisamente a causa de su empeño en lograr el favor popular se ve atado a la estimación popular con respecto a la reputación. No puede recomendar sus propias valoraciones a sus oyentes a no ser que en algún momento al menos parezca aceptar las de ellos (ésta es la razón por la que Platón puede hacer más adelante en el diálogo la observación de que quien intenta dominar a la gente mediante la persuasión se ve obligado para ello a aceptar sus normas, y así es dominado por ellos).
Polo acepta, por lo tanto, la opinión de que es más vergonzoso causar daños injustificadamente que padecerlos. Pero Sócrates lo obliga a reconocer que los predicados καλός y αίσχρός no dejan de tener criterios. Toma ejemplos de estos predicados aplicados a otros casos (nótese que una vez más aparecen dificultades de traducción: καλός significa «hermoso» y «honroso»; αίσχρός «feo» y «vergonzoso»), por ejemplo, a sonidos y colores, a formas de vida y a las ciencias. De estos ejemplos deduce que estamos autorizados a decir que algo es καλός si es útil o agradable, o ambas cosas a la vez, a los ojos de un espectador desinteresado. Por lo tanto, si Polo está de acuerdo en que padecer daños en forma injustificada es más honroso, debe ser porque es más agradable y beneficioso. Pero para Polo, estos predicados definen el contenido de «lo que un hombre quiere» de modo que ya no se puede disentir en forma consistente con el punto de vista socrático.
Está en juego aquí otra cuestión conceptual muy simple que Platón no hace resaltar explícitamente. Cualquiera que trate de explicar el significado de bueno como «lo que X considera bueno» cae en una viciosa —por vacía e interminable— regresión al infinito. Pues con el fin de entender esta elucidación ya debemos tener una comprensión de bueno en alguna otra forma; en caso contrario estamos obligados a expresar nuestra definición como «lo que X considera ser “lo que X considera ser ‘lo que X considera’”…». Ahora bien, el intento de definir los términos morales mediante una alusión al modo en que los define en general la gente presupone ya, en forma similar, si no se ha caído en una regresión semejante, la captación de los conceptos morales poseídos por el común de la gente. Y en esta trampa cae Polo.
Calicles, su sucesor en el diálogo, no está dispuesto a caer en una trampa. Advierte que Polo y Gorgias fueron traicionados por una insuficiente redefinición sistemática de los términos morales. Para Calicles, el bien supremo consiste en el poder para satisfacer todos los deseos. Su posición es, sin duda, compleja. Desprecia la vida teórica y, por lo tanto, desprecia a Sócrates. Inmediatamente se producen dos desacuerdos con Sócrates. El primero se refiere al concepto de deseo. Sócrates sostiene que el hombre de deseos ilimitados es como un recipiente que deja escapar su contenido: nunca se llena y nunca está satisfecho. Tener, por lo tanto, deseos grandes y violentos es dejar sentado en realidad que no se logrará lo que uno quiere. A menos que nuestros deseos sean limitados, no pueden ser satisfechos. Calicles se niega a aceptar esto. En este momento sólo necesitamos insistir en el hecho de que los conceptos de deseo y satisfacción presentan problemas que el análisis de Calicles pasa por alto.
En segundo lugar, cuando Calicles en una etapa anterior del diálogo proclamó el derecho del hombre fuerte a gobernar, su intención era claramente la de exaltar al déspota. Sócrates señala, sin embargo, que el populacho es obviamente más fuerte que el tirano, y que, por lo tanto, de acuerdo con la opinión de Calicles, debería gobernar. En consecuencia, Calicles tiene que redefinir el concepto de «más fuerte» atribuyéndole el significado de «más inteligente». Y esto lo lleva inmediatamente a preguntarse en qué consiste la inteligencia de un gobernante. Antes de que pueda comparar su respuesta a esta cuestión con la de Calicles, Sócrates aclara ciertas diferencias filosóficas claves entre ellos. La primera de las indicaciones de Sócrates es que el par de conceptos «bueno-malo» difiere de los conceptos «placer-dolor», porque los primeros son contradictorios y los segundos no. Si afirmo que algo es bueno en algún sentido, se infiere que sostengo la opinión de que la misma cosa no es mala en ese mismo sentido; pero, según Sócrates, si afirmo que algo es agradable en algún sentido, no se infiere que no sea penoso o desagradable en el mismo sentido. Esta argumentación desafortunada depende de un ejemplo extremadamente engañoso. Si siento placer al comer porque no estoy aún satisfecho, mi malestar por no estar aún satisfecho y mi placer coexisten. Por lo tanto, siento placer y dolor simultáneamente. Pero, por supuesto, el placer existe y se deriva a partir de una cosa mientras que el dolor existe y se deriva a partir de otra.
La indicación opuesta formulada por Sócrates es que bueno y malo no pueden ser sinónimos de agradable y penoso porque usamos bueno y malo al valorar placeres y dolores. Calicles cree que el hombre bueno es inteligente y valiente. Pero un cobarde puede sentir más alivio que un hombre valiente cuando se evita el peligro y, en consecuencia, más placer. Se persuade, por lo tanto, a Calicles a aceptar una distinción entre tipos de placer, y esto es precisamente lo que necesita el Sócrates platónico. Sócrates desarrolla luego su propio punto de vista positivo y, al hacerlo, gana cierto terreno permanente en la ética. El ideal de Calicles se refiere a un bien que consiste en la prosecución ilimitada de los propios placeres. Sócrates ya había insinuado que el placer sin límites es un placer insaciable; ahora argumenta que el concepto de bien está vinculado necesariamente con la idea de la observación de un límite. Y todo lo que ha de considerarse como «modo de vida» necesariamente tendrá alguna forma u orden que permite distinguirla de otras formas de vida. Por lo tanto, cualquier bien deseado sólo puede especificarse mediante la estipulación de las reglas que gobernarían aquella conducta en la que consistiría o de la que resultaría ese bien particular.
Hacia el final del Gorgias hay otros dos momentos importantes. El primero es el agrio ataque de Sócrates contra la línea de estadistas atenienses que va desde Milcíades hasta Pericles y cuya política expansionista enseñó a los atenienses a tener deseos sin enseñarles la conexión entre los bienes que pudieran desear y el orden gobernado por leyes dentro del cual sólo es posible alcanzar esos bienes. El segundo es el examen del mito religioso del juicio y del castigo en una vida futura: Platón simboliza a través de este mito lo que está en juego en la elección entre las diferentes actitudes morales fundamentales. Las actitudes morales y religiosas ejemplificadas aquí son rasgos recurrentes del pensamiento de Platón, y se efectúa una apreciación muy errónea si se los concibe como ajenos a sus análisis morales. Pero con el fin de comprender por qué esto es así tendríamos que examinar con mayor cuidado el fondo político y metafísico de los diálogos, y antes de hacerlo quizá valga la pena reiterar en forma sumaria una serie de conclusiones a las que tiende a conducirnos un estudio de las argumentaciones del Gorgias.
La primera se refiere a que el consejo «Haz lo que quieras» es necesariamente inútil excepto en un contexto muy restringido. Cuando Sócrates afirma que un deseo inextinguible es un deseo insaciable, esto no alude meramente a la constante presencia de un objeto ulterior en el deseo. Más bien sucede que el deseo es saciable si se le asigna un objeto determinado. Sólo tiene sentido decir: «Haz lo que quieras», cuando hay una serie de alternativas claramente definidas y no queremos que nuestras preferencias pesen sobre el agente. Pero contestar a quien plantea las preguntas morales generales: «¿Cómo he de vivir?» y «¿qué he de hacer?» con un «haz lo que quieras», no determina ninguna meta a la que pueda encaminarse. El problema consiste en saber cuáles deseos serán satisfechos, cuáles desalentados, etc. La réplica correcta a la indicación: «Recoge los capullos mientras puedas» consiste en preguntar «¿qué capullos?».
Es un error paralelo suponer en todo caso que los deseos están dados, fijos y determinados, mientras que los actos de elección son libres. Los deseos no son simplemente determinantes con respecto a la elección: muy a menudo constituyen el material sobre el que tiene que ejercerse la elección. Esto se torna confuso si se considera a los conceptos morales como parte del reino de la convención y a los deseos como parte de la naturaleza. Sócrates, por supuesto, no insiste en ninguna de estas cuestiones y no contesta a su propia pregunta en mayor grado de lo que lo había hecho Gorgias. Lo que hace es enunciar una condición necesaria para la respuesta a la pregunta: «¿En qué consiste un bien?». La respuesta señala que si algo ha de ser un bien, y un posible objeto del deseo, debe ser especificable en términos de algún conjunto de reglas que puedan gobernar la conducta. El mandato de Calicles de transgredir todas las reglas —esto es, si se quiere hacerlo— no tiene sentido, pues un hombre cuya conducta no es gobernada en ningún sentido por leyes habría dejado de participar como agente inteligible en la sociedad humana.
Esto se revela no sólo a partir del contenido del Gorgias sino a partir de la forma. Hasta Calicles y Sócrates comparten ciertos conceptos, y la forma del diálogo manifiesta el modo en que esta coincidencia permite que Sócrates muestre a Calicles la incoherencia interna de su punto de vista. Esto sugiere que la maldad consiste en una ruptura con una forma de vida en la que ciertos bienes pueden ser alcanzados, porque compartir conceptos es siempre compartir hasta cierto punto una forma de vida. Y, por cierto, Sócrates afirma explícitamente en el Gorgias que lo que falta a un hombre malo es la habilidad para κοινωνειν, es decir, para compartir una vida común (κοινωνειν). Así, la determinación del tipo de vida común necesario para que el bien sea alcanzado constituye un paso adelante necesario en la especificación de lo que es bueno. Ésta es la tarea de la República.