Los sofistas y Sócrates
El peculiar relativismo cultural de los sofistas constituye un intento de hacer frente a las exigencias simultáneas de dos tareas: la de asignar un conjunto coherente de significados al vocabulario valorativo y la de explicar cómo vivir bien —es decir, con eficacia— en una ciudad-estado. Los sofistas parten de una situación en la que el requisito previo de una carrera social afortunada es el éxito en los foros públicos de la dudad, en la asamblea y en los tribunales. Para tener éxito en ese medio era necesario convencer y agradar. Pero lo que podía convencer y agradar en un lugar podía dejar de hacerlo en otras partes. Cada uno de los sofistas, hombres como Protágoras, Gorgias y sus discípulos, tenía sus doctrinas y teorías particulares frente a este problema. Pero podemos entresacar una amalgama general de teoría sofista, que constituyó el tema de las objeciones de Platón como anteriormente de las críticas y la rivalidad de Sócrates, y que se presentaría de la siguiente manera: La άρετή de un hombre consiste en su buena actuación en cuanto hombre. Actuar bien como hombre en una ciudad-estado es tener éxito como ciudadano. Tener éxito como ciudadano es impresionar en la asamblea y los tribunales. Y para tener éxito ahí es necesario adaptarse a las convenciones dominantes sobre lo justo, recto y conveniente. Cada estado tiene sus convenciones sobre estos temas, y lo que se debe hacer, por lo tanto, es estudiar las prácticas prevalecientes y aprender a adaptarse a ellas con el fin de influir con éxito sobre los oyentes. Ésta es la τέχνη, el arte, la habilidad, cuya enseñanza es a la vez el oficio y la virtud de un sofista. Esta enseñanza presupone que no hay un criterio de virtud en cuanto tal, excepto el éxito, y que no hay un criterio de justicia en cuanto tal, excepto las prácticas dominantes en cada dudad particular. En el Teeteto, Platón esboza una teoría que pone en boca del sofista Protágoras y que vincula el relativismo moral con un relativismo general en la teoría del conocimiento. La afirmación más famosa de Protágoras fue que «el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto son, y de las que no son, en cuanto no son». Platón interpreta esto como si se refiriera a la percepción sensible y quisiera decir que tal como las cosas se le aparecen al individuo que las percibe, así son (para él). No hay un «ser caliente» o un «ser frío» como tales, sino simplemente un «parecer caliente a este hombre» o un «parecer frío a este otro». Por eso no tiene sentido preguntar con respecto a un viento que resulta cálido a un hombre y fresco a otro: «¿Es en realidad frío o caliente?». El viento no es nada realmente: es a cada uno lo que le parece a cada uno.
¿Sucede lo mismo con los valores morales? Protágoras se encuentra aquí en una dificultad con respecto a su propia situación como maestro. Si reconoce que todo es tal como se manifiesta al sujeto individual, estaría admitiendo que nadie puede formular un juicio falso; y de hecho Platón le atribuye esta admisión. Pero si nadie formula juicios falsos, todos están en igual situación con respecto a la verdad, y nadie puede estar en una posición superior como maestro o en una posición inferior como alumno. Se infiere, al parecer, que si su doctrina es cierta, Protágoras no tiene ningún derecho a enseñarle porque ninguna doctrina es o puede ser más verdadera que otra. Protágoras trata de evitar esta dificultad aduciendo que, si bien ningún juicio puede ser falso, algunas personas alcanzan con sus juicios mejores resultados que otras. Esto implica, por supuesto, la misma paradoja desde otro ángulo. Ahora se considera a la afirmación de que los juicios de Protágoras logran mejores resultados que los de otros como una verdad tal que quien la niega expresa un juicio-falso. Pero según las premisas originales nunca se formulan juicios falsos. Por lo tanto, la paradoja quedaría sin resolver. Platón deja, sin embargo, que Protágoras ignore esto y sostenga que «los oradores sabios y buenos hacen que las cosas buenas parezcan justas a sus ciudades en lugar de las perniciosas. Cualquier cosa que se considere justa y admirable en una ciudad es justa y admirable en esa ciudad durante todo el tiempo en que sea estimada así10». Se considera, por lo tanto, que los criterios de justicia varían de Estado a Estado. Por supuesto, no se infiere que los criterios puedan o deban ser enteramente diferentes en diferentes Estados, y en otro diálogo, el Protágoras, Platón atribuye, al parecer, a Protágoras la opinión de que hay algunas cualidades necesarias para la persistencia de la vida social en cualquier ciudad. Pero esta afirmación es compatible con la de que no hay criterios suficientes para determinar lo que es justo e injusto con independencia de las convenciones particulares de cada ciudad particular.
Por lo tanto, el sofista tiene que enseñar lo que se considera justo en cada uno de los diferentes Estados. No se puede plantear o contestar la pregunta: «¿Qué es la justicia?», sino solamente las preguntas: «¿Qué es la justicia-en-Atenas?» y «¿Qué es la justicia-en-Corinto?». De esto parece desprenderse una consecuencia importante, que refuerza y es reforzada por el nuevo matiz que se dio a la distinción entre naturaleza y convención. Si se pide meramente a un individuo que advierta que los criterios prevalecientes varían de ciudad a ciudad no se le ofrece ningún criterio para guiar sus propias acciones. De esto no puede extraer nada para contestar a las preguntas: «¿Qué debo hacer?» y «¿Cómo he de vivir?». Tiene que elegir por sí mismo entre los diferentes criterios de diferentes Estados («¿Dónde y cómo elegiré vivir?») y también decidir si ha de considerar con algún respeto las normas que prevalecen en el lugar donde se encuentra ocasionalmente. Pero como los sofistas definen todo el vocabulario moral en términos de las prácticas prevalecientes en los diferentes Estados y como ellas ex hypothesi no pueden proporcionar una respuesta a estas preguntas cruciales, tanto las preguntas: «¿Qué debo hacer?» y «¿Cómo he de vivir?» como sus posibles respuestas tienen que ser consideradas como no morales y pre-morales. En este momento se descubre un nuevo uso para la distinción entre naturaleza (φύσις) y convención (νόμος).
El hombre que vive en una ciudad dada y se adapta a las normas exigidas es un ser convencional; el que se encuentra en su elemento por igual en cualquier Estado o en ninguno, de acuerdo con sus propósitos personales y privados, es un ser natural. En cada hombre convencional se oculta un hombre natural. Esta doctrina descansa lisa y llanamente sobre la separación entre el punto de vista del agente individual y el de las convenciones socialmente establecidas cuya aceptación o rechazo cae bajo su responsabilidad. Si a esto se agrega una identificación de lo moral con lo convencional la identificación del agente premoral y no moral con el hombre natural es completa. El hombre natural no tiene normas morales propias y, por lo tanto, está libre de toda restricción por parte de los demás. Todos los hombres son por naturaleza lobos u ovejas: persiguen o son perseguidos.
El hombre natural, así concebido por los sofistas, tiene una larga historia por delante en la ética europea. Los detalles de su psicología variarán de escritor en escritor, pero casi siempre —aunque no en todos los casos— será agresivo y codicioso. La moralidad se explica como un compromiso necesario entre el deseo del hombre natural de agredir a los demás y su temor a ser atacado por los demás con fatales consecuencias. Un mutuo interés lleva a los hombres a unirse para establecer tanto reglas constrictivas que prohíban la agresión y la codicia como poderosos instrumentos para sancionar a quienes transgreden las reglas. Algunas reglas constituyen la moralidad y otras el derecho. La forma de contar este cuento de hadas intelectual admite una gran cantidad de variaciones, pero la persistencia de sus temas centrales, como los de todos los buenos cuentos de hadas, es notable. Y, sobre todo, en el centro de la explicación subsiste la idea de que la vida social es quizá cronológica y sin duda lógicamente secundaria con respecto a una forma de vida humana no social y carente de restricciones, donde lo que cada hombre hace es asunto de su natural psicología individual. ¿Tiene algún sentido esta noción de un hombre natural y presocial?
Vale la pena poner en claro, en esta etapa temprana de la argumentación, un aspecto fáctico y otro conceptual de esta particular versión griega de la doctrina del hombre natural. El aspecto fáctico se refiere a que el personaje que se manifiesta bajo la apariencia del hombre desprovisto de convenciones sociales (por ejemplo, en el relato que Platón pone en boca de Trasímaco) no es una criatura de la naturaleza. De hecho tampoco está desprovisto de convenciones sociales. No expresa la naturaleza, sino las actitudes sociales del héroe homérico. Es el hombre trasladado de un orden social en el que sus actitudes y acciones son formas aceptadas de desplazamiento en el juego social, y tienen formas aceptadas de respuesta, a un orden social muy diferente en el que sólo puede aparecer como marginal y agresivo. Pero esto no significa que sea una imposibilidad social. «Si se araña la superficie de Trasímaco —escribe Adkins—, se encontrará a Agamenón». Y, podríamos añadir, si se lo encubre algo más, se encontrará a Alcibíades.
El aspecto fáctico consiste, por lo tanto, en que el llamado hombre natural es meramente un hombre de otra cultura anterior. Y el aspecto conceptual consiste en destacar que esto no es un accidente. El carácter del hombre natural y presocial se describe en términos de algunos de sus rasgos: egoísmo, agresividad y otros similares. Pero estos rasgos, o más bien las palabras que los denominan y caracterizan y les permiten ser caracteres socialmente reconocidos, pertenecen a un vocabulario que presupone una red establecida de relaciones sociales y morales. Palabras como egoísta, desinteresado, agresivo, apacible, y otras similares se definen en términos de las normas establecidas de conducta y de las expectativas establecidas sobre la conducta. Donde no hay normas regulares no existe la posibilidad de fracasar en su cumplimiento, o de hacer más o menos que lo que se espera de uno, o de elaborar y usar nombres y descripciones de los rasgos y disposiciones de los que así se comportan. Por lo tanto, la descripción del llamado hombre natural se constituye a través de un vocabulario tomado de la vida social, y resulta que lo supuestamente presocial presupone la existencia de un orden social. Así, el concepto de un hombre natural padece de una fatal incoherencia interna.
Lo que los sofistas, y la larga tradición posterior que siguió sus pasos, no pudieron distinguir fue la diferencia entre el concepto de un hombre que se encuentra fuera de las convenciones de un orden social dado y es capaz de ponerlas en tela de juicio, y el concepto de un hombre que se encuentra fuera de la vida social en cuanto tal. Y este error surgió de su intento de introducir la distinción entre lo natural y lo convencional en casos en los que necesariamente no tenía aplicación. ¿Qué consecuencias trae este, error? El hombre natural retratado a la manera de Trasímaco tiene dos características fundamentales. Su composición psicológica es simple: está empeñado en conseguir lo que quiere y sus deseos son limitados. Su interés se circunscribe al poder y al placer. Pero este lobo, para lograr lo que quiere, tiene que vestirse como una oveja con los valores morales convencionales. Su mascarada sólo puede llevarse a cabo poniendo el vocabulario moral convencional al servicio de sus finalidades privadas. Debe decir en los tribunales y en la asamblea lo que la gente quiere oír con el fin de que el poder sea depositado en sus manos. La άρετή de un hombre semejante consiste, por lo tanto, en aprender el arte, la τέχνη, de influir sobre la gente mediante la retórica. Debe dominarlos a través del oído antes de asirlos por la garganta. A este tipo de doctrina trata Sócrates de ofrecer una alternativa.
Sócrates se vio enfrentado por los conservadores en moral, que empleaban un vocabulario moral incoherente como si estuvieran seguros de su significado, y por los sofistas cuyas innovaciones consideró igualmente sospechosas. Por consiguiente, no sorprende mucho que muestre un rostro distinto desde diferentes puntos de vista. Se ha dicho que en los escritos de Jenofonte aparece como si fuera meramente un doctor Johnson del siglo V en los de Aristófanes puede mostrarse como un sofista particularmente penoso; en Platón es muchas cosas y, sobre todo, un vocero de Platón. Es evidente, por lo tanto, que la tarea de delinear al Sócrates histórico está abierta a una controversia intrínseca. Pero quizá se pueda no resolver, sino evitar el problema mediante el intento de pintar un retrato compuesto a partir de dos paletas. La primera es la exposición de Aristóteles en la Metafísica11, donde el autor, a diferencia de Platón, Jenofonte o Aristófanes, parece no tener fines interesados. La segunda es el conjunto de diálogos platónicos que se aceptan como cronológicamente primeros y en los que las propias doctrinas metafísicas de Platón sobre el alma y las Formas no han sido elaboradas aún. En este sentido, Aristóteles nos enseña que Sócrates «no otorgó una existencia separada a los universales o a las definiciones» como lo hace Platón en los diálogos del período intermedio. Aristóteles atribuye a Sócrates lo que denomina definiciones universales y lo que denomina razonamientos inductivos, y declara dos cosas sobre las intenciones de Sócrates que ofrecen un interés peculiar a la luz del retrato de Platón. Señala que «Sócrates se ocupó de las cualidades excelsas del carácter, y en conexión con ellas fue el primero en plantear el problema de la definición universal», y algunas líneas más adelante observa que era natural que Sócrates buscara la esencia porque él estaba tratando de silogizar, y «“lo que una cosa es” es el punto de partida de los silogismos». Deseo insistir aquí en la afirmación aristotélica de que Sócrates se preocupaba por la búsqueda de definiciones porque quería silogizar, ya que se podría haber esperado la afirmación de que silogizaba con el fin de descubrir definiciones. Lo que indica Aristóteles puede verse claramente en los primeros diálogos platónicos.
Sócrates plantea reiteradamente preguntas como «¿qué es la piedad?», «¿qué es la valentía?» y «¿qué es la justicia?». Observamos que emplea lo que Aristóteles denomina razonamientos inductivos (razonamientos que invocan ejemplos y generalizan a partir de ellos), y vemos que silogiza (esto es, extrae conclusiones deductivamente a partir de diversas premisas). Pero hace esto más bien con la aparente intención de probar la incapacidad de sus interlocutores para responder a la pregunta que con el propósito de proporcionar una respuesta. Sócrates no contesta su propia pregunta original prácticamente en ningún diálogo hasta el libro I de la República (en caso de que haya sido escrito en forma separada, como señalan algunos estudiosos), y siempre deja al interlocutor en un estado de irritación. ¿Cómo debe entenderse este procedimiento? Cuando el oráculo de Delfos lo describió como el más sabio de los atenienses, Sócrates llegó a la conclusión de que merecía este título porque sólo él, entre todos, sabía que no sabía nada. Así, no sería sorprendente que Sócrates se haya representado su obligación de maestro como la tarea de hacer más sabios a sus alumnos obligándoles a descubrir su propia ignorancia. Se podría objetar que Platón representa muy a menudo a Sócrates llevando a sus interlocutores a un estado de irritación exasperada, y que esto apenas constituye un método convincente de educación moral. Pero irritar a alguien puede ser, por cierto, el único método de conmoverlo en forma suficiente como para obligarlo a una reflexión filosófica sobre temas morales. Para la mayoría de los así abrumados no habrá, por supuesto, consecuencias de este tipo dignas de admiración. Pero no hay pruebas de que Sócrates haya esperado que la actividad de un tábano intelectual beneficiase a algo más que una pequeña minoría. Además, el método socrático es más comprensible y justificable si se lo entiende como destinado más bien a asegurar un tipo especial de transformación en los oyentes que a obtener una conclusión determinada. No es sólo el caso que no llega a conclusiones, sino más bien que sus razonamientos son ad hominem en el sentido de que deducen conclusiones contradictorias o absurdas a partir de lo que el interlocutor se ha visto obligado a admitir, e inducen a éste a retractarse. Este deseo de obtener el convencimiento del interlocutor se subraya en el Gorgias, donde Sócrates —según Platón— le dice a Polo que no habrá logrado nada a menos que pueda convencerlo a él. Es un error, por lo tanto, quejarse12 del carácter particular del método socrático. Todo el problema reside en este carácter particular. Pero ¿por qué son éstas las metas de Sócrates?
Su insatisfacción con un personaje como Eutifrón, que equivocadamente cree tener un concepto claro de la piedad, es compleja. Cree y demuestra que Eutifrón no conoce lo que es la piedad a pesar de que invoca las prácticas establecidas. Pero no hace esto porque quiera formular un juicio moral más radical que el de Eutifrón, sino para conducirlo al escepticismo con respecto a su propio disentimiento frente a un orden de cosas más antiguo y conservador. Eutifrón ha acusado a su propio padre por el asesinato de un esclavo de la familia. Tanto los parientes de Eutifrón como Sócrates se horrorizan más ante la idea de que un hombre enjuicie a su padre que ante la posibilidad de que un esclavo sea asesinado. Igualmente, Sócrates es muy benévolo con Céfalo al comienzo del libro I de la República. Alaba al conservadorismo moral y se burla de la innovación en este plano (éste es uno de los aspectos en el que el retrato a lo Boswell de Jenofonte coincide con lo que dice Platón). Y esto sucede en parte porque los sofistas y los innovadores no pueden aclarar el sentido de las expresiones morales mejor que las costumbres establecidas. Así, el descubrimiento de la propia ignorancia subsiste como la bien fundada meta de la moral.
Quizá no sea fácil a primera vista conciliar con esto las doctrinas positivas de Sócrates. Su gran punto de coincidencia con los sofistas reside en la aceptación de la tesis de que la άρετή es enseñable. Pero paradójicamente niega que haya maestros. La solución de la paradoja sólo se encuentra más tarde, en Platón, en la tesis de que el conocimiento ya se encuentra presente en nosotros y que sólo tiene que ser dado a luz con la ayuda de un comadrón filosófico. Su enunciación depende de la tesis socrática de que la virtud es conocimiento (έπιστήμη). Los ejemplos con los que Sócrates elucida esta tesis contribuyen a oscurecerla antes que a aclararla. Sócrates se diferencia de los sofistas al no admitir que la retórica pueda tener la dignidad de una τέχνη, pero su uso estrechamente relacionado de έπιστήμη y τέχνη muestra que la adquisición de la virtud consiste en la adquisición de alguna τέχνη aunque no sea la retórica. La retórica es no racional: en ella entran la destreza, la insinuación y la evasiva. El conocimiento que constituye la virtud implica no sólo la creencia de que las situaciones son tales y cuales, sino también la capacidad de reconocer las distinciones pertinentes y la habilidad para actuar. Todos estos elementos se encuentran ligados por los usos socráticos de έπιστήμη y τέχνη, y cualquier intento para separarlos conduce en forma inmediata e inevitable a una simplificación y falsificación del punto de vista socrático.
Aristóteles dice que Sócrates «creía que todas las virtudes morales eran formas de conocimiento, de tal manera que seríamos justos si conociéramos lo que es la justicia». El propio comentario de Aristóteles aclara el significado de esto: «Sin embargo, en lo que se refiere a la virtud moral —dice—, lo más importante no es saber qué es, sino cómo surge: no queremos saber lo que es la valentía, queremos ser valientes.»13 Resulta evidente que Sócrates es tan intelectualista como lo pinta Aristóteles si se tiene en cuenta una afirmación paralela a la de que «la virtud es conocimiento»: «Nadie yerra voluntariamente». Nadie se equivoca voluntariamente porque nadie elige por su propia voluntad algo que no sería bueno para él. Hay dos suposiciones detrás de esta doctrina. La primera consiste en que no se puede divorciar lo que es bueno para un hombre y lo que es bueno simpliciter. Los sofistas no ven nada bueno que no sea la simple obtención por parte de un hombre de lo que quiere. En el Lisis, sin embargo, Sócrates señala que dar a un niño lo que es bueno para él no es lo mismo que darle lo que quiere. Así, «lo que es bueno para X» y «lo que X quiere» no tienen el mismo significado. Y a la vez, ¿cómo podría un hombre querer lo que sería malo para él? Sentimos la tentación de responder que lo haría simplemente en la forma en que un drogadicto quiere drogas; un alcohólico, alcohol, o un sádico, víctimas. Pero la respuesta socrática seguramente indicaría que para estos hombres el objeto del deseo cae aparentemente bajo el concepto de algún bien genuino: el placer, la atenuación de algún deseo vehemente, o lo que fuere. La equivocación de ellos es intelectual y consiste en no identificar correctamente un objeto al suponer que es distinto de lo que realmente es, o en no advertir algunas de sus propiedades, quizá por no recordarlas. De acuerdo con la visión socrática, un alcohólico no dice: «El whisky arruinará mi hígado, y no me importa», sino que dice: «Un trago más me fortalecerá lo suficiente para llamar a los “alcohólicos anónimos”». Ante esto sentimos una gran inclinación a responder que algunas veces el alcohólico dice efectivamente: «El whisky arruinará mi hígado, pero quiero un trago y no me importa». ¿Cómo hace Sócrates para ignorar este tipo de réplica? La respuesta quizá se pueda comprender si se examina la acusación de Aristóteles contra Sócrates.
Cuando Aristóteles afirma, al criticar a Sócrates, que «en lo que se refiere a la virtud moral lo más importante no es saber qué es, sino cómo surge», establece una distinción que no se puede esperar de Sócrates en virtud de sus propias premisas. No resulta del todo clara, precisamente, la tazón por la que Sócrates está dispuesto a igualar en forma tan tajante la virtud con el conocimiento. Pues es muy explícito con respecto a las consecuencias: «Nadie yerra voluntariamente»; esto es, la causa de que los hombres obren mal reside en un error intelectual y no en una debilidad moral. Y esto, como señala Aristóteles, contradice lo que el común de los hombres considera como un hecho evidente de la experiencia moral. Podemos ser muy indulgentes con el punto de vista socrático y aceptar la tesis de que las creencias morales de lo hombres se patentizan en sus acciones. Si un hombre manifiesta la convicción de que debe hacer algo, y cuando se presenta la ocasión no realiza la acción en cuestión y no muestra pesar ni remordimiento, llegaremos sin duda a la conclusión de que no creía realmente en lo que dijo. Sólo se mantenía en el plano de las palabras (o bien, por supuesto, puede haber cambiado de parecer). Pero hay todavía una diferencia notable entre el caso en que un hombre nunca hace lo que manifiesta considerar como su deber (situación ante la que necesitaríamos las razones más poderosas para no suponer que su conducta da un mentís a su declaración) y el caso en que un hombre no hace ocasionalmente lo que manifiesta considerar como su deber (lo que constituye un traspié moral, acontecimiento común en muchos círculos). Y Sócrates no reconoce esta diferencia: si un hombre realmente sabe lo que debe hacer, ¿qué poder podrá superar al conocimiento e impedirle cumplir con su deber? Así se presenta la argumentación de Sócrates en el Protágoras.
Se podría tratar de sostener nuevamente que desde el momento en que Sócrates casi nunca contesta su propia pregunta «¿qué es X?», donde X es el nombre de alguna cualidad moral —la piedad, la justicia o alguna otra similar—, la única finalidad de su indagación consiste en producir un conocimiento de sí mismo en la forma de un conocimiento de la propia ignorancia. La virtud, por lo tanto, es una meta más que una realización. Pero esto no se concilia con el espíritu que la Apología atribuye a Sócrates durante su juicio, a la luz de su aseveración de que estaba inspirado por un demonio. Además, la investigación sobre la naturaleza de la valentía, en el Laques, da una respuesta parcial en función de un conocimiento de cierta dase, y aunque la indagación choca con dificultades que llevan a suspenderla no se tiene en absoluto la impresión de que está condenada necesariamente al fracaso.
No hay dudas de que la posición socrática combinó la aserción de varias tesis audaces y aparentemente paradójicas con una buena dosis de ambigüedad e incertidumbre en su presentación. En el Gorgias de Platón, por ejemplo, no está claro si Sócrates presupone la idea de que el placer es el bien con el fin de examinarla y después abandonarla, o para defenderla, por lo menos, como un punto de vista posible; y los estudiosos han diferido notablemente en sus interpretaciones al respecto. Pero más evidente que los argumentos de cada bando es el hecho de que las interpretaciones rivales en cierta medida no vienen al caso: lo que se pone en boca de Sócrates es ambiguo. Y que Sócrates se preocupe más por confundir a sus interlocutores que por ofrecerles una clara posición personal, de ninguna manera se contradice con su forma de ser.
Esta ambigüedad quizá sé a algo más que un capricho personal de Sócrates. Sócrates había planteado los problemas filosóficos capitales en la ética. ¿Cómo entendemos los conceptos que empleamos en la decisión y en la estimación? ¿Cuál es el criterio para su aplicación correcta? ¿Es consistente el empleo corriente? Y en caso contrario, ¿cómo escapamos a esta incongruencia? Pero Sócrates sólo transita una parte del camino al formular las preguntas filosóficas sobre la forma en que debemos comprender los conceptos. Si nuestros conceptos morales son realmente conceptos, y si nuestros términos morales son términos, evidentemente debe haber un criterio para su uso. No podrían ser parte de nuestro lenguaje si no hubiera reglas para su uso, reglas que puedan ser enseñadas y aprendidas, y que están establecidas y se comparten socialmente. De esto se desprende la equivocación de aquellos sofistas que creyeron que se podía simplemente atribuir, por voluntad del filósofo o del gobernante, un significado a los términos morales. Para que el significado sea un significado tendría que ser enseñable en términos de los criterios existentes que gobiernan el uso de las expresiones apropiadas. Sócrates tiene razón, por lo tanto, al presentar la investigación conceptual como una tarea que puede producir resultados correctos o incorrectos, es decir, como una actividad en la que hay normas objetivas de éxito y fracaso. Pero no se desprende que la investigación sobre el modo de empleo de un concepto proporcionará de hecho una respuesta clara y consistente. La interrogación de Sócrates a sus discípulos se apoya en los ejemplos que ellos presentan y que están tomados del uso moral griego de la época. Si tengo razón, el carácter moral problemático de la vida griega en la época de Sócrates se debe a que el empleo de los términos morales había dejado de ser claro y consistente y depende en parte de esta situación. Por lo tanto, se tendrá que emprender otro tipo de indagación para descubrir conceptos morales no ambiguos y útiles en la práctica.
Ésta es precisamente la tarea que emprenden los sucesores de Sócrates, que se mueven en dos direcciones principales. Platón entiende que los conceptos morales sólo son comprensibles sobre el fondo de un determinado tipo de orden social, e intenta esbozarlo proporcionando o tratando de proporcionar al mismo tiempo una justificación en función del orden cósmico. Los cínicos y los cirenaicos, por lo contrario, tratan de proporcionar un código moral independiente de la sociedad, vinculando solamente a las elecciones y decisiones del individuo, y dar autonomía a la vida moral individual. Sobre ellos volveré de nuevo más adelante, pero la próxima etapa en el desarrollo de nuestro tema pertenece a Platón. Vale la pena señalar que no es difícil que la autoridad vea con malos ojos a aquellos filósofos como Sócrates cuyo examen de los conceptos morales sugiere defectos en la moralidad de la época, aun cuando su falta de prestigio generalmente hace que la condena a muerte sea una pérdida de tiempo. Es un signo de la grandeza de Sócrates que no se haya sorprendido ante su propio destino.