La gripe de Kyle continuó sin remitir durante todo el viernes. A pesar de mostrarse compasivo, Peckham siguió llamando en busca de alguna mejoría. Al bufete le estaban lloviendo todo tipo de iniciativas legales en el caso Trylon, y necesitaba a todo el personal disponible. En cualquier caso, su interés no abarcaba el deseo de saber dónde se encontraba Kyle; quién lo cuidaba, si es que alguien lo hacía, ni qué medicación estaba tomando. Parte del engaño de Kyle se basaba en un presunto diagnóstico de su médico, que le había dicho que el tipo de gripe que sufría era muy contagiosa. Dado que Nueva York estaba sufriendo su epidemia anual de gripe, la excusa de Kyle resultó absolutamente creíble. Dale también se la creyó, pero su interés y preocupación fueron genuinos.
Por la tarde, la temperatura alcanzó los veintiséis grados y Kyle empezó a aburrirse de estar encerrado en la casa de la playa.
—Me gustaría salir a pasear —dijo a Todd—. ¿Serías tan amable de prepararme la playa?
—Será un placer. ¿Hacia dónde vas a ir?
—Hacia el este, a Miami.
—Llamaré a los chicos. Se estaban empezando a aburrir contigo.
Kyle paseó durante una hora y, en ese tiempo, se cruzó con menos de una docena de personas. A unos treinta metros de distancia lo seguían sus guardianes, un hombre y una mujer, una feliz pareja con intercomunicadores en los oídos y pistolas en los bolsillos.
Oyó música y vio a un grupo de gente reunida bajo un falso techo abuhardillado. Era el hotel Gator, un pequeño motel familiar al estilo de los años cincuenta, con una diminuta piscina y unas tarifas igualmente pequeñas; un lugar sin duda deprimente, pero el único de toda la playa que parecía ofrecer algo de diversión.
Aunque solo fuera por fastidiar un poco a su escolta, Kyle se alejó de la orilla, caminó entre unas dunas y se sentó en una de las sillas de Pedro’s Bar. Jimmy Buffet cantaba algo sobre la vida en una república bananera. El camarero estaba preparando ponches de ron. La multitud la componían siete personas, todas gordas, mayores de setenta años y con acento del norte. Los primeros turistas en huir del invierno.
Kyle cogió un ponche de ron y pidió un cigarro. Vio que la pareja de guardianes aparecía entre las dunas y se quedaba mirándolo con perplejidad, sin saber exactamente qué hacer. Al cabo de unos minutos, otro agente apareció en la entrada del motel, fue hacia el bar y pasó junto a Kyle, guiñándole el ojo. Aquí estamos, chaval.
Kyle estuvo un rato fumando y bebiendo mientras hacía un esfuerzo por convencerse de que se estaba relajando, que no tenía ningún problema y que no era más que un profesional como tantos, sobrecargado de trabajo, que disfrutaba de unos días en la playa.
Sin embargo, había dejado demasiados asuntos pendientes en Nueva York.
Al cabo de tres días de intensa protección, Kyle se hartó. El Learjet aterrizó en Teterboro a las seis de la tarde de un sábado 6 de diciembre. Después de mucho insistir, reservaron una suite en el Tribeca Grand Hotel, entre Walker y White, cerca del Village, y allí lo instalaron. Y también después de mucho insistir, los agentes del FBI aceptaron quedarse en el vestíbulo. Kyle estaba cansado de su sobreprotección y de sus, en su opinión, estúpidas normas.
Dale llegó temprano, a las ocho. Dos agentes la escoltaron y la hicieron entrar disimuladamente por la puerta de servicio. Cuando estuvieron solos, Kyle empezó el relato por la falsa gripe y siguió retrocediendo en el tiempo. Fue un largo viaje, y Dale escuchó con el mismo asombro mostrado por Roy Benedict y John McAvoy. Al cabo de un rato, llamaron al servicio de habitaciones y encargaron una langosta y una botella de un estupendo borgoña blanco, todo cortesía del gobierno, y siguieron hablando. Kyle se iba a marchar del bufete y no estaba seguro de adónde iba a encaminar sus pasos. Dale se iba marchar del bufete con la idea de buscar una vida mejor en Providence. Kyle quiso hablar del futuro de ella, pero ella estaba decidida a no tener nada que ver con el pasado de él, un pasado que encontraba fascinante, increíble y aterrador. La pregunta que Dale más repitió fue:
—¿Por qué no me lo dijiste?
Y la mejor respuesta que él pudo ofrecerle fue:
—Es que no se lo dije a nadie.
Estuvieron hablando hasta entrada la medianoche, y la conversación fue más entre dos buenos amigos que entre dos amantes ocasionales. Se despidieron con un largo beso y la firme promesa de volver a verse al cabo de unas semanas, cuando Kyle hubiera despachado unos cuantos asuntos pendientes.
A la una de la madrugada, llamó a los chicos que estaban en el vestíbulo para avisarles de que se iba a dormir.
Kyle McAvoy entró por última vez en las opulentas dependencias de Scully & Pershing el domingo a mediodía. Lo acompañaban Roy Benedict; el señor Mario Delano, del FBI, y el señor Drcw Wingate, del departamento de Justicia. Nada más entrar, los llevaron a una sala de reuniones del piso treinta y cinco, una más de las muchas que Kyle todavía no conocía. Allí fueron recibidos por media docena de socios del bufete, todos ellos con expresión sombría, que se presentaron con la misma falta de cordialidad. Únicamente Doug Peckham mostró cierto calor humano, pero solo durante un instante. Luego, cada bando se sentó frente a frente, igual que enemigos en el campo de batalla. Estaban Howard Meezer, el director general; Peckham; Wilson Rush, que parecía especialmente enfadado; una leyenda ya jubilada llamada Abraham Kintz, y otros dos socios más jóvenes que eran miembros del comité directivo del bufete y a los que Kyle no había visto nunca.
A última hora del sábado por la tarde, Benedict les había enviado un detallado informe de veinticinco páginas resumiéndoles la increíble aventura de Kyle, y no había duda de que todos los socios presentes lo habían leído de cabo a rabo más de una vez. Con el informe, Benedict había adjuntado la carta de dimisión de Kyle.
Meezer abrió la sesión con un amable comentario:
—Señor McAvoy, me complace comunicarle que su dimisión ha sido aceptada por unanimidad.
No solo aceptada, sino por unanimidad. Kyle asintió, pero no dijo nada.
—También hemos leído el informe que ha redactado su abogado —siguió diciendo Meezer en tono frío y mecánico—. Resulta fascinante y preocupante a la vez porque plantea una serie de preguntas. Sugiero que las abordemos en orden de prioridad.
Todos los presentes estuvieron de acuerdo.
—La primera cuestión que se nos plantea es qué hacer con usted, señor McAvoy. Comprendemos las razones que había detrás de su robo, pero no por ello deja de ser un robo lo que hizo. Y lo que hizo fue llevarse documentos confidenciales de un importante cliente para un propósito que no había sido autorizado por este bufete. En un caso así, lo que procede es demandarlo por la vía penal.
Kyle tenía instrucciones de no abrir la boca a menos que Benedict hubiera aprobado la respuesta.
—Sin duda pueden interponer una demanda por la vía penal —intervino este—, pero tienen muy poco que ganar por ese camino. El bufete no ha perdido nada importante.
—La pérdida no es un requisito imprescindible, señor Benedict.
—Desde un punto de vista estrictamente técnico, estoy de acuerdo. Pero seamos prácticos: Kyle no tenía intención de entregar a nadie los documentos después de haberse apropiado de ellos. Si lo hizo fue para acabar con una conspiración que podía dañar considerablemente a este bufete y a su cliente.
—El FBI no colaborará si ustedes interponen una demanda por la vía penal, señor Meezer —aclaró Delano, poniendo sobre la mesa todo el peso del gobierno federal.
—Y tampoco lo hará el departamento de Justicia —añadió por su parte Wingate.
—Muchas gracias a los dos —respondió Meezer—, pero no necesitamos su ayuda. El robo es un delito estatal y contamos con unos estupendos contactos entre las autoridades de la ciudad. Sin embargo, no somos partidarios de resolver este asunto por la vía penal —Meezer puso el debido énfasis en la palabra «penal»— porque nos deja con mucho que perder y muy poco que ganar. No deseamos que nuestro cliente tenga que preocuparse por la confidencialidad de sus intereses, y este pequeño suceso sería verdadera carnaza para la prensa.
Wilson Rush fulminaba a Kyle con la mirada, en cambio Peckham prefería hacer garabatos en la hoja que tenía delante. Si estaba allí era porque se ocupaba de la supervisión directa de Kyle y porque el bufete necesitaba presentar gente, demostrar su fuerza en tan molesto trance. Kyle hizo caso omiso de Rush, observó a Peckham y se preguntó cuántos de aquellos seis socios facturarían a Trylon por el doble de la tarifa habitual al haber sido llamados a trabajar en domingo.
Facturar. Facturar. Confiaba en no volver a ver jamás una hoja de minutado. Deseaba no tener que mirar nunca más el reloj para dividir las horas en décimas partes de hora, no tener que hinchar el resultado a final de mes para estar seguro de haber superado las doscientas horas.
—En cuanto a la cuestión ética —siguió diciendo Meezer—, esto supone una grave violación de la confianza de nuestro cliente. El Comité Disciplinario del estado debe ser informado.
Hizo una pausa para permitir que alguien del otro bando interviniera.
—Pensaba que había dicho que prefería ahorrarse la publicidad en este caso —dijo Benedict—. Todos sabemos que estas cuestiones deberían ser privadas, pero que al final las filtraciones son inevitables. Y si Kyle es sancionado por el Colegio o expulsado de la profesión, eso se sabrá. ¡Un abogado de Scully & Pershing expulsado del Colegio por robar documentación confidencial! ¿De verdad es ese el titular que quieren ver publicado en la primera página del New York Lawyer?
Al menos cuatro de los seis socios menearon negativamente la cabeza, y fue entonces cuando Kyle comprendió que ellos sin duda estaban tan preocupados como él. Era su famosa reputación la que estaba en juego. Si uno de sus clientes más importantes los dejaba, otros podían hacer lo mismo, y los competidores del bufete utilizarían el asunto maliciosamente y harían correr el rumor por todo Wall Street.
—¿Tiene intención de quedarse en Nueva York, señor McAvoy? —preguntó Meezer.
Roy le hizo un gesto de asentimiento, y Kyle contestó:
—No. No puedo.
—Muy bien. Si usted decide renunciar a ejercer la abogacía en el estado de Nueva York, nosotros aceptaremos olvidarnos de que ha quebrantado los principios de la ética profesional.
—De acuerdo, acepto —contestó Kyle, quizá un poco demasiado deprisa porque no veía el momento de marcharse de la ciudad.
Meezer repasó algunas notas como si tuviera un montón de asuntos que tratar, pero la reunión prácticamente había concluido. El encuentro era importante para que el bufete pudiera aceptar oficialmente la dimisión de Kyle, reprenderlo un poco y escuchar sus disculpas. A partir de ahí, ambos bandos podían decirse adiós cuando quisieran.
—¿Dónde está la caja azul? —quiso saber Rush.
—En mi oficina, bajo llave —respondió Benedict.
—¿Y asegura que solo contiene documentos de la Categoría A?
—Así es.
—Me gustaría que nuestro personal de seguridad pudiera echarle un vistazo.
—Cuando quieran.
—Pero nosotros tenemos que estar presentes, si eso sucede —intervino Delano—. Si conseguimos atrapar al tal Bennie, esa caja será la prueba número uno.
—¿Algún progreso en ese sentido? —preguntó Meezer, apartándose del guión.
Delano nunca podía admitir que no se estaban haciendo avances cuando se trataba de localizar un sospechoso, de modo que dio la respuesta de rutina.
—Estamos siguiendo varias pistas y tenemos confianza en conseguirlo.
En otras palabras: no.
Meezer revolvió más papeles y se agitó, incómodo.
—Señor McAvoy, en el informe de su abogado, usted habla de cuestiones de seguridad vitales para Scully & Pershing. ¿Le importaría explicarse con más detalle?
Tras recibir la aprobación de Benedict, Kyle empezó:
—Desde luego. Pero antes quisiera disculparme por lo que he hecho. Confío en que comprendan las razones que me empujaron a obrar como lo hice, pero sé que no son una excusa. Por eso me disculpo ante ustedes. En cuanto al tema de la seguridad, me reuní con esos delincuentes unas diez veces mientras estaba en Nueva York. La primera reunión fue en febrero y la última el pasado martes por la noche. Tomé notas detalladas de todos esos encuentros: fecha, lugar, duración, quién estaba presente y de qué se habló; de todo lo que fui capaz de recordar después. Mi abogado tiene esas notas, y el FBI dispone de una copia. En tres ocasiones me dieron información que solo podía ser conocida por alguien de esta casa, lo cual rae lleva a la conclusión de que tienen un espía entre ustedes.
»Por ejemplo, Bennie, y no me gusta usar ese nombre porque no es más que una tapadera, conocía la existencia de ese almacén donde tienen los documentos de Trylon. En una de nuestras reuniones, él y Nigel, otro nombre falso, me dieron a entender que estaban haciendo progresos para forzar los sistemas de seguridad del almacén. También sabían de la sala secreta del piso dieciocho. Bennie, además, conocía el nombre de todos los socios y abogados junior asignados al caso Trylon; sabía que un joven abogado llamado McDougle estaba a punto de ser despedido y que trabajaba a las órdenes de una veterana llamada Shirley Abney; más concretamente, Bennie me dijo que empezara a jugar al squash porque a ella le gustaba ese deporte. Y por si todo lo anterior fuera poco, Bennie también entregó copia de todas las iniciativas legales presentadas ante el tribunal encargado del caso. Tanto es así que tengo guardadas más de seiscientas páginas de un expediente judicial que se halla bajo secreto de sumario.
Tres de las seis mandíbulas que tenía delante se desencajaron. No es que en sus caras se dibujara una expresión de sorpresa tipo «menudo golpe bajo», pero sí la de un susto considerable. La pesadilla de que un humilde junior de primer año hubiera penetrado en sus defensas ya resultaba bastante terrorífica, pero ¡que hubiera otro topo entre sus filas…!
Y aunque solo fuera para darles algo más en lo que pensar, Kyle añadió algo en lo que creía firmemente a pesar de que no pudiera demostrar su veracidad.
—Y si quieren saber mi opinión, no creo que ese infiltrado sea un junior.
Dicho lo cual, se retiró de la escaramuza y se recostó en su asiento.
Los seis socios presentes pensaron lo mismo: «Si no se trata de un junior, entonces tiene que ser uno de los socios». Doug Peckham carraspeó e intentó decir algo.
—Kyle, ¿estás sugiriendo…?
Sentado junto a él, Wilson Rush levantó la mano ante las narices de Peckham para imponer silencio. Y el silencio que se hizo fue absoluto.
—¿Algo más? —preguntó finalmente Benedict.
—Creo que eso es todo —contestó Meezer.
Al cabo de unos embarazosos segundos, Benedict se levantó seguido por Kyle, Delano y Wingate. Los seis socios no se movieron de sus asientos, pero siguieron furiosamente con la mirada a Kyle y sus acompañantes mientras estos abandonaban la sala de reuniones.