John McAvoy estaba disfrutando de una tranquila mañana de jueves en su despacho cuando una secretaria lo llamó por teléfono para decirle que dos caballeros del FBI estaban allí para hacerle una visita sorpresa.
—Su hijo está bien —le dijo el agente Halscy. El otro, llamado Murdock, asintió con presuntuosa seguridad.
—¿Qué ha ocurrido?
—Kyle nos ha informado de que usted estaba al corriente de sus planes para echar el guante a su extorsionador —contestó Halsey.
—Sí, conozco los antecedentes del asunto y sé lo que tenía en mente. ¿Qué ha ocurrido?
Los dos agentes se agitaron, incómodos, y Murdock tomó la palabra.
—Bueno, las cosas no salieron como las habíamos planeado. Kyle descargó los documentos y se suponía que debía reunirse con su hombre en un hotel del centro a las diez de la noche, pero el tipo no estaba. Se había largado en el último momento. Por ahora no hemos podido detenerlo.
John cerró los ojos, se quitó las gafas de lectura y encendió un cigarrillo.
—¿Dónde está Kyle?
—Está con nosotros, en vigilancia protegida. Se encuentra sano y salvo y está impaciente por hablar con usted; pero, por el momento, no va a ser posible.
Una nube de humo azul brotó del lado de John.
—¿Vigilancia protegida? —repitió.
La nube de humo flotó en el aire y acabó rodeando a Halsey y a Murdock.
—Eso mismo. Tememos que puede estar en peligro.
—¿Quién metió la pata y estropeó la operación?
—No estamos seguros de que alguien metiera la pata. Digamos que por el momento se están haciendo las averiguaciones pertinentes.
—¿Cuándo podré hablar con mi hijo?
—Pronto —contestó Halsey.
—Estamos destinados en Filadelfia —dijo Murdock—, pero vamos a pasar unos cuantos días en York. Nuestra misión es hacerle llegar cualquier mensaje. —Los dos agentes sacaron su tarjeta—. Detrás están los números de nuestros móviles. No dude en llamarnos.
Kyle durmió hasta tarde y se despertó con el ruido de las olas rompiendo en la playa. Se encontraba como flotando en una nube compuesta de un grueso edredón y mullidas almohadas. La cama de matrimonio estaba rematada por un dosel. Sabía dónde se encontraba, pero aun así tardó unos minutos en convencerse de que realmente estaba allí.
Las paredes estaban decoradas con vulgares acuarelas de escenas de playa. El suelo era de madera pintada. Escuchó el rumor del mar y los graznidos de las gaviotas, a lo lejos. No había otros sonidos, lo cual suponía un agradable contraste con respecto al bullicio que desde primera hora invadía su apartamento de Chelsea; ningún despertador arrancándolo del sueño a una hora indecente; ninguna prisa por correr a la ducha y a la oficina. Nada de eso, al menos ese día.
No era una mala manera de empezar lo que iba a ser el resto de su vida.
El dormitorio era uno de los tres que tenía la sencilla casa de dos plantas de alquiler situada al este de Destin, en pleno golfo de Florida, a dos horas y media de vuelo en Learjet del aeropuerto de Teterboro. El y sus amigos había aterrizado en Destin justo antes de las cuatro de la madrugada. Una furgoneta conducida por agentes armados los había recogido y recorrido la carretera 98 dejando atrás kilómetros de casas pareadas y pequeños hoteles. A juzgar por lo vacíos que estaban los aparcamientos, no debía de haber muchos veraneantes; aun así, la mayoría de las matrículas eran canadienses.
Las dos ventanas estaban entreabiertas y por ellas entraba la brisa marina y agitaba las cortinas. Pasaron tres minutos enteros antes de que Kyle pensara en Bennie, pero venció la tentación de hacerlo y se concentró en el lejano sonido de las gaviotas. Oyó que llamaban a la puerta.
—¿Sí? —respondió con voz pastosa.
La puerta se entreabrió, y Todd, su nuevo mejor amigo, asomó su regordeta cara.
—Dijiste que te despertaran a las diez.
—Gracias.
—¿Te encuentras bien?
—Desde luego.
Todd se había unido a los escapados en Destin y, en esos momentos, estaba encargado de proteger a su testigo, a su informador o lo que Kyle fuera para ellos. Provenía de la oficina de Pensacola, había estudiado en Auburn y solo era dos años mayor que él. También era mucho más hablador que cualquiera de los agentes del FBI con los que Kyle se había encontrado hasta la fecha.
Kyle se obligó a abandonar la comodidad de la cama y, vestido solo con unos calzoncillos, salió a la cocina-comedor contigua. Todd había pasado por la tienda de alimentación. Encima de la mesa había varias cajas de cereales, galletas y distintos tipos de desayuno.
—¿Café? —preguntó Todd.
—Desde luego.
Había ropa doblada en el respaldo de una de las sillas. El otro nuevo amigo de Kyle se llamaba Barry, y era un individuo mayor y más callado, con el pelo prematuramente gris y con más arrugas en el rostro de las que le correspondían a sus cuarenta años.
—Buenos días —dijo Barry—. Hemos ido de compras y te hemos traído unas cuantas camisetas, unas bermudas, un pantalón de loneta y unos náuticos. Todo de la mayor calidad del KMart local. No tienes que preocuparte por nada: el Tío Sam se ha hecho cargo de la factura.
—Estoy seguro de que me sentará fabulosamente —comentó Kyle, cogiendo una taza de café de manos de Todd. Tanto este como Barry iban vestidos con polos y pantalones caqui. Ninguno de los dos llevaba el arma encima, pero no la tenían lejos. En alguna parte, siempre cerca, también estarían un Matthew y un Nick.
—Tengo que llamar al despacho —dijo Kyle—. Ya sabéis, para informarles de que estoy con gripe y que no iré a trabajar. En estos momentos seguro que ya estarán intentando localizarme.
Todd sacó el FirmFonc.
—Toma. Nos han dicho que es seguro. De todas maneras, no se te ocurra dar una sola pista de dónde te encuentras, ¿de acuerdo?
—Por cierto, ¿dónde me encuentro?
—En el hemisferio occidental.
—Con eso me basta.
Con el teléfono en una mano y el café en la otra, Kyle salió a una terraza desde donde se veían las dunas. La playa era larga, muy bonita y estaba desierta. El aire era salado y fresco, pero mucho más cálido que la gélida brisa de Nueva York. A regañadientes comprobó las llamadas recibidas, los mensajes de texto y el correo. Eran de Doug Peckham, de Dale, de Sherry Abney, de Tim Reynolds, de Tabor y de más gente; pero nada de lo que preocuparse: el bombardeo diario de comunicaciones de gente demasiado interconectada que se comunicaba en exceso. Dale le preguntaba dos veces si se encontraba bien.
Llamó a Peckham, le salió el contestador y le dejó el recado de que estaba en cama con gripe, con fiebre, enfermísimo y todo eso. Luego, llamó a Dale, que se encontraba encerrada en una reunión, y le dejó un mensaje parecido. Una de las inútiles ventajas de trabajar con adictos al trabajo era que no tenían tiempo de preocuparse por los males que afligían a sus compañeros. ¿Tienes gripe? Pues te tomas unas pastillas y te quedas en la cama, pero no se te ocurra venir a la oficina a esparcir tus gérmenes.
Roy Benedict parecía estar esperando su llamada.
—¿Dónde estás? —preguntó en tono casi jadeante.
—En el hemisferio occidental.
—Estupendo. ¿Te encuentras a salvo?
—Totalmente a salvo. Me han escondido, ocultado, y me vigila una patrulla de al menos cuatro tíos impacientes por pegarle un tiro a alguien. ¿Alguna noticia de Bennie, nuestro hombre?
—No. A mediodía tendrán lista la acusación formal porque le están añadiendo el cargo de asesinato. Luego, la harán circular por todo el mundo, a ver si sale algo. Tenías razón, tu apartamento tenía más cámaras y micrófonos que un plató de televisión. Además, era material de primera, la más alta tocología.
—Me siento halagado.
—También encontraron un transmisor en el parachoques trasero de tu jeep.
—Vaya, no se me ocurrió mirar ahí.
—En cualquier caso, mientras hablamos están presentan todo esto ante el Gran Jurado, de manera que nuestro migo Bennie tendrá un expediente esperándolo para cuando cometa el más pequeño error.
—No cuentes con eso.
—¿Has hablado con el bufete?
—Le he dejado un mensaje a Peckham con lo de la gripe, funcionará durante un par de días.
—¿Ninguna alarma? ¿Nada raro?
—Nada. Es extraño, Roy. Ahora que estoy a miles de kilómetros, miro hacia atrás y me cuesta creer lo fácil que me resultó entrar con el equipo adecuado y salir con los documentos necesarios. Podría haberme llevado hasta el último papel de la base de datos, los más de cuatro millones, habérselos entregado a Bennie o a cualquier otro esbirro, y esta mañana volver a mi despacho como si nada hubiera pasado. Hay que advertir al bufete como sea.
—¿Y quién se lo dice?
—Yo lo haré. Quiero quitarme de encima algunos pesos.
—Hablemos más tarde de esto. He estado toda la mañana teléfono con Bullington, y me ha mencionado dos veces el programa de protección de testigos. Los del FBI insisten mucho. Parece que andan muy preocupados por ti.
—Yo también, pero lo del programa de protección de testigos…
—Tiene su lógica. Mira, tú estás convencido de que no van atrapar a Bennie, y ellos están convencidos de que sí. Si lo consiguen y lo llevan ante un tribunal con una lista de cargos más larga que mi brazo, te convertirás en la estrella de la función. Si no te tienen a ti para que testifiques, su caso se queda en nada.
Una agradable mañana en la playa se estaba empezando a complicar. Pero ¿por qué no? Hacía tiempo que nada era sencillo.
—Eso merece ser largamente meditado —dijo Kyle.
—Pues ya puedes empezar.
—Te llamaré más tarde.
Kyle se vistió con una camiseta y un pantalón caqui que no le sentaban nada mal y se tomó dos cuencos de cereales. Luego, leyó el Pensacola News Journal. El New York Times no decía nada de las intrigas de la noche anterior en el hotel Oxford; pero Kyle se dijo que era normal porque había ocurrido muy tarde y toda la operación era clandestina. Entonces, ¿por qué buscaba información sobre ella?
Después del desayuno y los periódicos, Todd se sentó con él a la mesa de la cocina.
—Tenemos unas normas —dijo con expresión jovial pero con una falsa sonrisa.
—No me digas.
—Puedes llamar por teléfono, desde luego, pero solo con ese aparato. No puedes mencionar tu paradero. Puedes salir a pasear por la playa, pero tenemos que seguirte a cierta distancia.
—¿Bromeas? ¿O sea que si salgo a caminar por la playa ha de ser con un tío pegado a mis talones y armado con una metralleta? Eso es lo que yo llamo un paseo relajante.
Todd rio con el chiste.
—No te preocupes. No llevaremos metralletas y tampoco llamaremos la atención.
—No hay ninguno de vosotros que no llame la atención. Os puedo detectar a kilómetros de distancia.
—En todo caso no te alejes demasiado de la casa.
—¿Cuánto tiempo voy a pasar aquí?
Todd se encogió de hombros.
—No tengo ni idea.
—¿Estoy en vigilancia protegida o soy un testigo protegido?
—En vigilancia, creo.
—¿No lo sabes? Vamos, Todd. Vigilancia significa que soy sospechoso de algo, ¿no es así?
Otro encogimiento de hombros.
—Pero no soy sospechoso de nada, sino testigo de algo, un testigo que por el momento no ha dicho que quiera acogerse al programa de protección de testigos. Por lo tanto, según mi abogado, con el que acabo de hablar, soy libre para coger la puerta y largarme cuando quiera. ¿Tú qué opinas, Todd?
—¿Recuerdas, la metralleta de la que hablabas? Al menos tenemos seis por los alrededores.
—Eso quiere decir que debería quedarme, ¿no?
—Sí.
—De acuerdo. Son las doce. ¿Qué vamos a hacer?
Barry, que se había mantenido cerca, sin perderse una palabra de la conversación, se acercó con un cesto lleno de los juegos de mesa que la gente que solía alquilar casas en la playa siempre dejaba al marcharse.
—Tenemos Monopoly, Risk, Rook, Scrabble y Damas chinas. ¿Qué te gusta más, Kyle?
Kyle examinó el cesto detenidamente.
—Scrabble —dijo al fin.