38

El maletín pareció hacerse cada vez más pesado a medida que pasaba la breve noche de insomnio; cuando el miércoles por la mañana Kyle lo cogió del asiento trasero del taxi, casi deseó que se desfondara y la caja azul se hiciera añicos en plena acera de Broad Street, enviando por el desagüe el valiosísimo trabajo de Nigel. No sabía qué iba a ocurrir, pero cualquier alternativa le parecía mejor.

Veinte minutos después de que subiera en el ascensor hasta el piso treinta y cuatro, Roy Benedict entró en la misma cabina junto con otros dos jóvenes que sin duda eran abogados junior de Scully & Pershing. Los rasgos resultaban característicos: tenían menos de treinta años, eran las seis y media de la mañana; tenían aspecto de estar cansados y sentirse desdichados, pero vestían ropas caras y llevaban elegantes maletines negros. Aunque no lo consideraba probable, Benedict estaba preparado para toparse con algún rostro conocido. No era nada raro ver por el edificio abogados de otros bufetes, y él conocía a unos cuantos de los socios de Scully & Pershing. Sin embargo, las posibilidades eran escasas si tenía en cuenta que allí trabajaban mil quinientos colegas. Y acertaba: los dos muertos vivientes que lo acompañaron no eran más que un par de rostros anónimos que ya no estarían allí al cabo de un año.

El maletín que llevaba en la mano también era un Bally negro, idéntico al que Kyle había comprado en agosto, y hacía el número tres de los necesarios para aquella misión. Salió del ascensor en el piso treinta y cuatro sin que nadie lo siguiera, dejó atrás el vacío mostrador de recepción, cogió por el pasillo de la derecha, pasó ante cinco puertas, entró en la siguiente y se encontró con su cliente sentado a su escritorio, tomando café y esperando. Los saludos fueron breves. Benedict le cambió el maletín y se dispuso a marcharse.

—¿Dónde están los federales? —preguntó Kyle en voz baja aunque no había nadie en los otros despachos y las secretarias todavía no habían salido de sus camas.

—En una furgoneta, a la vuelta de la esquina. Harán un rápido escaneo del maletín para comprobar que no lleva ningún rastreador. Si encuentran uno, volveré aquí a toda prisa y nos inventaremos una historia. Si no, se lo llevarán a sus laboratorios de Queens. Oye, esto pesa.

—Es la caja azul. La ha diseñado un genio diabólico.

—¿Para cuándo lo necesitas de vuelta?

—Digamos que a las siete de la tarde. Eso son unas doce horas. Debería ser tiempo de sobra, ¿no?

—Eso dicen ellos. Según Bullington, tienen un pequeño ejército de técnicos impacientes por poner las manos encima a ese maletín.

—Que no lo estropeen.

—No lo harán. ¿Tú estás bien?

—Estupendamente. ¿Tienen las órdenes de detención?

—Desde luego. Escuchas ilegales, extorsión, conspiración… Lo que haga falta y más. Solo te están esperando a ti.

—Si Bennie va a ser detenido, entonces tienes delante a la persona con la motivación adecuada.

—Buena suerte.

Roy se fue dejándole un maletín Bally con las mismas marcas, rozaduras y nombre. Kyle se apresuró a llenarlo con lápices, libretas y expedientes y fue a buscar más café.

Doce largas horas más tarde, Benedict regresó con el segundo maletín y se sentó mientras Kyle cerraba la puerta.

—Es lo que parece ser: un ordenador a medida, construido según los patrones del ejército y preparado para aguantar lo que sea. Ha sido diseñado exclusivamente para realizar una descarga. Tiene dos discos duros de setecientos cincuenta gigas, memoria suficiente para almacenar todo lo que hay en este edificio y en los cuatro de al lado. El software es un invento sofisticado que los especialistas del FBI no habían visto nunca. Esos tipos son buenos de verdad, Kyle.

—Ya lo veo…

—Y también lleva un dispositivo inalámbrico para controlarte.

—Maldita sea, eso significa que tengo que descargar algo.

—Me temo que sí. Al parecer, la señal no puede decirles qué o cuánto estás descargando. Solo les hace saber que has entrado en la sala y que has empezado a descargar de la base de datos.

—¡Mierda!

—Puedes hacerlo, Kyle.

—Sí. Todo el mundo parece estar de acuerdo en eso.

—¿Tienes idea de dónde te debes reunir con esos tipos?

—No. Me lo han de decir en el último momento. Suponiendo que consigo descargar sin hacer saltar las alarmas, debo llamar a Bennie cuando termine, y él me dirá dónde tenemos que vernos. Dentro de una hora entraré en la sala. Mi intención es salir a las nueve, haya descargado lo que haya descargado. Eso quiere decir que, con un poco de suerte, a las nueve y cuarto estaré en la calle.

—Y yo en mi despacho. Si puedes, quiero que me llames. La cosa está muy emocionante, Kyle.

—¿Emocionante? Yo diría que aterradora.

—No te preocupes. Eres la persona adecuada para la misión.

Dicho eso, Benedict volvió a cambiarle el maletín y se marchó.

Durante sesenta minutos, Kyle no hizo otra cosa que mirar el reloj y facturar a Trylon una hora de su trabajo. Al fin, se aflojó la corbata, se arremangó la camisa en un intento de tener un aspecto lo más normal posible, cogió el maletín y bajó en ascensor hasta el piso dieciocho.

Sherry Abney estaba en la sala, y Kyle tuvo que saludarla. A juzgar por el aspecto de su mesa, debía de llevar allí horas, y su investigación no había ido bien. Kyle escogió el ordenador más apartado posible. Ella le daba la espalda.

A pesar de todas sus quejas y protestas, lo cierto era que no creía que fuera a correr un gran riesgo de que algún miembro del equipo Trylon se fijara en lo que hacía. Las diez sillas estaban encaradas a la pared, de modo que mientras uno estuviera trabajando no viera más que la pantalla, el ordenador y el tabique que había detrás. El peligro acechaba en lo alto, en las lentes de las cámaras de vigilancia. A pesar de todo, Kyle prefería estar solo en la sala.

Al cabo de un cuarto de hora decidió ir al baño.

—¿Te apetece un café? —le preguntó a Sherry antes de salir.

—No, gracias. Me iré enseguida.

Perfecto.

Sherry se marchó a las ocho y media, una hora que facilitaba el cálculo de las horas facturadas. Kyle puso una libreta encima del ordenador y, encima de esta, unos cuantos lápices. Cosas que pudieran rodar fácilmente y requerir una búsqueda. También dejó unas cuantas hojas sueltas por la mesa, a la que dio un aire desordenado. A las nueve menos veinte llamó a la puerta de hierro del cuarto de la impresora, y nadie contestó. A continuación lo intentó con la segunda puerta que daba a lo desconocido pero que él sospechaba que se trataba de la sala de Gant. Solía verlo a menudo, y suponía que trabajaría allí cerca. Tampoco obtuvo respuesta. A las nueve menos cuarto, Kyle decidió ponerse manos a la obra antes de que alguien apareciera para una última hora de trabajo. Caminó hacia su mesa y fingió tropezar con la libreta que había dejado encima del ordenador. Los lápices rodaron en todas direcciones.

—¡Mierda! —exclamó en voz alta para ser oído, y se inclinó sobre la máquina para recogerlos.

Encontró uno, pero le faltaba otro y siguió buscando; primero en el suelo, después bajo la silla y nuevamente detrás del ordenador, donde enchufó rápidamente el transmisor USB al tiempo que encontraba el lápiz y lo blandía triunfalmente para que las cámaras pudieran captarlo. A continuación se sentó y reanudó su trabajo ante el teclado. Empujó el maletín bajo la mesa, justo bajo el ordenador y le dio al interruptor.

No sonó ninguna alarma. En la pantalla no apareció ningún mensaje de virus. Gant no irrumpió violentamente con un grupo de guardias armados. Nada de nada. Kyle el Hacker estaba descargando archivos, robándolos a velocidad de vértigo. En nueve minutos transfirió todos los documentos de la Categoría A —cartas, memorandos y todo un conjunto de información inofensiva que Bartin y APE ya habían recibido—. Cuando finalizó, repitió el proceso y los volvió a descargar varias veces más.

Una hora después de haber entrado en la sala secreta repitió la comedia de tirar los lápices y, mientras los buscaba, desconectó el transmisor del puerto USB. Acto seguido, recogió sus cosas, ordenó la mesa y se marchó. Volvió a su oficina, se puso la chaqueta y el abrigo y fue a los ascensores sin cruzarse con nadie por el camino. Mientras bajaba sin detenerse en ningún piso, se dio cuenta de que aquel era el momento que tanto había temido: estaba saliendo del bufete como un ladrón, con los suficientes documentos robados en su maletín para que lo acusaran de un montón de delitos y lo expulsaran para siempre del Colegio de Abogados.

Nada más salir a la gélida noche de diciembre, llamó a Bennie.

—¡Misión cumplida! —le dijo con orgullo.

—Muy bien, Kyle. La dirección es hotel Oxford, en la esquina de Lexington con la Treinta y cinco. Habitación 551. Está a un cuarto de hora de distancia.

—Voy para allá.

Kyle se encaminó hacia un sedán negro que llevaba el rótulo de una conocida empresa de coches de alquiler de Brooklyn y saltó al asiento de atrás. El chófer, un asiático menudo, se volvió.

—¿Adónde? —preguntó.

—¿Cómo se llama usted?

—Al Capone.

—¿Y dónde ha nacido, Al?

—En Tutwiler, Texas.

—Muy bien, es usted mi hombre. Al hotel Oxford, en la esquina de Lexington con la Treinta y cinco. Habitación 551. Está a un cuarto de hora de distancia.

El agente Al llamó inmediatamente a alguien y repitió la información. Escuchó unos minutos mientras conducía despacio y, finalmente, dijo:

—El plan es el siguiente, señor McAvoy: tenemos un equipo que se ha puesto en marcha y debería llegar al hotel en diez minutos. Nosotros nos tomaremos nuestro tiempo. Cuando el supervisor llegue al hotel, me llamará para darme más instrucciones. ¿Quiere un chaleco?

—¿Un qué?

—Un chaleco antibalas. Hay uno en el maletero si lo quiere.

Kyle había estado demasiado ocupado con su robo para prestar atención a los detalles que acompañarían el arresto de Bennie y, con suerte, también de Nigel. Estaba convencido de que conduciría al FBI hasta su hombre, pero no había pensado en ello como en un acto de delación. ¿A santo de qué podía necesitar un chaleco antibalas?

Pues para detener las balas, naturalmente. La imagen de Baxter cruzó por su aturullado cerebro.

—Creo que pasaré del chaleco —contestó, dándose cuenta de lo mal informado que estaba para tomar semejante decisión.

—Sí, señor.

Al se metió en lo más denso del tráfico y dio unos cuantos rodeos para ganar tiempo. Lo llamaron por el móvil y escuchó atentamente.

—Muy bien, señor McAvoy —dijo después de colgar—, yo me detendré en la puerta del hotel, y usted bajará y entrará solo. Tiene que coger el ascensor de la derecha y bajar en el cuarto piso. Salga, gire a la izquierda y vaya hasta la puerta que da a la escalera. Allí se encontrará con el señor Bullington y unos cuantos agentes más. Ellos se encargarán de la situación a partir de ese momento.

—Parece de lo más divertido.

—Buena suerte, señor McAvoy.

Cinco minutos después, Kyle atravesaba el vestíbulo del hotel Oxford y seguía al pie de la letra las instrucciones de Al. En el rellano de la escalera, entre los pisos cuarto y quinto, se encontró con Joe Bullington y otros dos agentes idénticos a los que lo habían abordado diez meses antes, en New Haven, cuando salía de entrenar a un equipo de baloncesto juvenil. La única diferencia radicaba en que esos eran de verdad y que no le apetecía lo más mínimo comprobar sus credenciales. La tensión se palpaba en el ambiente, y el corazón le latía con fuerza.

—Soy el agente Booth —dijo uno de ellos—, y él es el agente Hardy Kyle se sintió impresionado por lo corpulentos que eran.

—Vaya hasta la puerta de la 551 —le dijo Booth—. Tan pronto como se abra, dele una patada con toda su alma y hágase a un lado. Yo estaré justo detrás de usted. No creemos que pueda haber un tiroteo. Aunque seguramente van armados, no esperarán problemas. Una vez hayamos entrado, usted será llevado lejos de la escena del arresto.

¡Cómo! ¿Nada de tiros? Kyle sintió ganas de hacer un chiste, pero las piernas le temblaban.

—¿Lo ha entendido? —gruñó Booth.

—Lo he entendido. Vamos.

Kyle salió al pasillo del quinto piso y caminó hasta la habitación 551 con la mayor naturalidad posible. Llamó al timbre y contuvo el aliento mientras miraba alrededor. Booth y Hardy se hallaban a unos cinco metros de distancia, pistola en mano y dispuestos a intervenir. Dos agentes más se acercaban por el otro lado del pasillo, con las armas bien a la vista.

«Quizá tendría que haber pedido el chaleco», se dijo Kyle.

Volvió a llamar al timbre. Nada. Al otro lado de la puerta no se oía ni un rumor.

Los pulmones dejaron de funcionarle. Su estómago se convirtió en un nudo de acero. El maletín le pesaba una tonelada, mucho más que antes de descargar todos los ficheros.

Miró a Booth, que parecía tan perplejo como él. Kyle llamó una vez más al timbre, después con los nudillos y, por último gritó:

—¡Eh, Bennie, soy yo, Kyle!

Nada. Llamó por cuarta vez y por quinta.

—Es una habitación sencilla. Será mejor que se aparte y espere a un lado —le dijo Booth en voz baja y acto seguido ordenó a sus hombres que se prepararan.

Hardy sacó una llave electrónica y la metió en la cerradura. Cuando se encendió la luz verde, los cuatro agentes del FBI entraron en tromba apuntando arriba, abajo, a derecha y a izquierda. Joe Bullington llegó corriendo por el pasillo. Lo seguían más agentes armados.

La habitación estaba vacía, al menos de sospechosos, y si alguien había estado allí hacía poco no quedaba rastro alguno. Bullington volvió a salir.

—¡Que acordonen el edificio! —ordenó a través de una radio y miró a Kyle con expresión de total perplejidad, y este empezó a ponerse pálido. Los agentes corrieron en todas las direcciones, en frenética confusión, unos hacia la escalera y otros hacia los ascensores.

Una mujer mayor salió de la habitación 562 y gritó:

—¡Silencio!

Pero enmudeció de golpe cuando vio que dos agentes armados se volvían para mirarla. La mujer se retiró a su habitación, sana y salva, pero desvelada para el resto de la noche.

—Kyle, ven aquí, por favor —lo llamó Bullington desde la 562.

Kyle sujetó con fuerza el maletín y entró.

—Quédate aquí un momento —le dijo el supervisor del FBI—. Estos agentes te acompañarán.

Kyle se sentó en el borde de la cama con el maletín entre las piernas. Los dos agentes guardaron las pistolas y cerraron la puerta. El tiempo fue pasando mientras imaginaba mil y una posibilidades, ninguna especialmente satisfactoria. Se acordó de Benedict y lo llamó. El abogado seguía en su despacho, a la espera de noticias.

—Se han largado —le dijo Kyle en tono desanimado.

—¿A qué te refieres?

—Estamos en la habitación del hotel que me indicaron, pero no hay nadie. Se han largado, Roy.

—¿Dónde te encuentras?

—En la habitación 551 del hotel Oxford. Supongo que bajo vigilancia. Los del FBI están registrando el establecimiento, pero no creo que encuentren a nadie.

—Estaré allí dentro de quince minutos.

Mientras seguían buscando en el hotel, tres agentes entraron en el apartamento de Kyle, en Chelsea, utilizando su llave, y empezaron un minucioso registro que les llevó varias horas y les permitió encontrar tres cámaras ocultas, un micrófono en el teléfono y otros seis artefactos de escucha repartidos por el piso: un montón de pruebas con las que respaldar una acusación. Un caso clarísimo para los federales, pero lo que estos necesitaban de verdad era dar con algún sospechoso.