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La última versión de la estación de trabajo de Nigel había sido apresuradamente ensamblada en una bonita mesa de caoba en el centro de la sala de estar de una espaciosa suite del Waldorf Astoria, en Park Avenue. El ordenador era una réplica exacta del modelo que había en la sala secreta del piso dieciocho, y el monitor, también. Junto a ellos había una ominosa caja azul marino del tamaño de un ordenador portátil.

Bennie y Kyle observaron sin decir palabra mientras Nigel procedía a describir orgullosamente los distintos cables y conexiones, los «espaguetis», como los llamó. Había un cable de corriente, otro de audio, uno del monitor y el de la impresora.

—¿Qué me dices del audio, Kyle? ¿Nuestra máquina emite ruidos de alguna clase?

—No, ninguno —contestó Kyle.

Nigel enrolló cuidadosamente el cable correspondiente y lo dejó a un lado. A continuación se inclinó sobre el ordenador y señaló el punto mágico.

—Aquí lo tenemos, Kyle. La Tierra Prometida. El puerto USB. Está casi oculto, pero sé que está porque tengo un contacto en Fargo. Tiene que estar ahí. Confía en mí.

Kyle gruñó algo ininteligible.

—El plan es este, Kyle —dijo animadamente y cautivado por su trabajo. De su maletín de alta tecnología de pirata informático sacó dos artefactos idénticos de unos dos centímetros de ancho por cuatro de largo—. Esto es un transmisor inalámbrico USB. Es lo último, tanto que todavía no se vende al público. No señor —dijo antes de introducirlo rápidamente en el puerto del ordenador que se encontraba justo debajo de la toma de corriente. Una vez conectado, solo asomaba un par de centímetros—. Es prácticamente invisible. Solo tienes que enchufarlo y listo. Ya podremos empezar. —Luego, cogió el otro y se lo mostró—. Y esta pequeña maravilla es la que va en la caja azul que ves aquí. ¿Todo claro hasta ahora, Kyle?

—Todo claro.

—La caja azul irá dentro de tu maletín. Solo tienes que dejarlo en el suelo, justo debajo del ordenador, darle a un interruptor y los documentos se descargarán solos en un abrir y cerrar de ojos.

—¿A qué velocidad?

—A sesenta megabytes por segundo. Más o menos un millar de documentos suponiendo que consigas situar el receptor a menos de tres metros del emisor, lo cual no debería plantearte ninguna dificultad. Cuanto más cerca, mejor. ¿Lo entiendes, Kyle?

—La verdad es que no —contestó Kyle, sentándose ante el ordenador—. ¿Cómo se supone que voy a conseguir meter la mano detrás de este aparato, enchufar esto en el puerto USB y empezar las descargas con la habitación llena de gente?

—Tira un bolígrafo al suelo —dijo Bennie—. Derrama un poco de café. Haz algo para desviar la atención. Entra cuando no haya nadie y mantente de espaldas a la cámara.

Kyle negó vehementemente con la cabeza.

—Ni hablar. Es demasiado arriesgado. Los del bufete no son estúpidos. Hay un técnico de seguridad que vigila desde una habitación contigua. Se llama Gant.

—¿Y trabaja dieciséis horas al día?

—No sé cuándo trabaja. Esa es la cuestión. Uno nunca sabe quién está observando.

—Sabemos cómo funcionan las tareas de seguridad, Kyle, y los tipos a los que pagan para que observen los monitores de seguridad se pasan el día medio dormidos. Es uno de los trabajos más aburridos del mundo.

—Ese cuarto no es una sala de esparcimiento, Bennie. Si entro se supone que es para trabajar. Puede que robar documentos sea vuestra prioridad, pero el bufete espera que yo me pase el día revisándolos. Me han encargado un trabajo y tengo un socio esperando que se lo entregue.

Nigel intervino.

—Escucha, Kyle, suponiendo que localices rápidamente los documentos, podrías tenerlo todo listo en un par de horas.

Bennie descartó cualquier objeción.

—El principal objetivo son las turbinas de aspiración que Trylon y Bartin desarrollaron conjuntamente. Su tecnología es tan avanzada que los del Pentágono todavía se corren de gusto. El segundo objetivo es la mezcla de combustible. Haz una búsqueda de «combustible de hidrógeno criogenizado» y sigue a partir de ahí con «scramjet». Tendría que haber una tonelada de documentos en los archivos. El tercer objetivo se llama «alerones de empuje». Busca eso. Son los elementos aerodinámicos que permiten que el B-10 aumente su coeficiente de ascenso. Aquí tienes información que te lo explica. —Bennie le entregó un par de páginas grapadas.

—¿Te suena algo de todo esto, Kyle? —preguntó Nigel.

—No.

—Está ahí —insistió Bennie—. Es el núcleo de la investigación y la parte decisiva de la demanda. La encontrarás, Kyle.

—Sí, seguro. Muchas gracias.

Nigel le entregó el transmisor para que practicara.

—Vamos a ver cómo lo haces.

Kyle se puso en pie, se inclinó sobre el ordenador, apartó unos cables y no sin esfuerzo consiguió introducir finalmente el aparato en el puerto correspondiente. Luego, se sentó y dijo:

—Es imposible. No hay manera de hacerlo.

—¡Claro que la hay! —espetó Bennie—. Utiliza el cerebro.

—No puedo, está muerto.

Nigel cogió la caja azul.

—Mira esto. El software es de mi creación. Cuando hayas colocado el transmisor, solo tienes que darle a este interruptor y el aparato localizará el ordenador por sí solo y empezará la descarga de la base de datos. Todo irá muy deprisa. Si lo prefieres puedes aprovechar para descansar un momento, salir de la sala, ir a mear, fingir que no pasa nada raro. Durante todo ese rato, este invento mío estará descargando documentos.

—No sabía que fueras un genio, Nigel.

Bennie sacó un maletín negro de la marca Bally, idéntico al de Kyle, un modelo que se aguantaba derecho y con una solapa de cuero en un lado. Tenía tres compartimientos, el de en medio acolchado para albergar un ordenador portátil. Por fuera estaba rozado y gastado y llevaba el anagrama de Scully & Pershing estampado en la cerradura.

—Utilizarás esto —dijo Nigel, levantando con cuidado la caja azul y colocándola en el compartimiento central del maletín. Cuando corras la cremallera, el receptor ya estará conectado. Si por alguna razón tienes que abortar la misión, no tienes más que cerrar y apretar este botón. El maletín se cerrará con llave automáticamente.

—¿Abortar la misión?

—Es solo por si acaso, Kyle.

—A ver si aclaramos las cosas. Supongamos que algo sale mal, que alguien me ve o que salte la alarma en algún superordenador del que no sabemos nada tan pronto como empiezo a descargar documentos, en ese caso, vuestro plan es que cierre el maletín, coja el transmisor que está prácticamente escondido y entonces, ¿qué? ¿Que salga corriendo como un vulgar ratero al que han pillado con las manos en la masa? ¿Adónde voy, Nigel? ¿Qué, Bennie, no se te ocurre nada que pueda ayudar?

—Tranquilo, Kyle —dijo con su falsa sonrisa—. Esto está chupado. Lo harás perfectamente.

—No se disparará ninguna alarma, Kyle. Mi software es demasiado bueno para eso. Confía en mí.

—Estoy cansado de oír eso.

Kyle se levantó, fue hasta la ventana y se quedó mirando el paisaje de Manhattan. Eran casi las nueve y media del martes por la noche. No había comido nada desde que Tabor y él habían disfrutado de un almuerzo de quince minutos en la cafetería del bufete, a las once y media de la mañana. Aun así, el hambre era la última de su larga lista de preocupaciones.

—¿Estás preparado? —preguntó Bennie desde el otro lado de la habitación. No se trataba tanto de una pregunta como de un desafío.

—Tan preparado como en cualquier otro momento —contestó él sin darse la vuelta.

—Entonces, ¿cuándo?

—Lo antes posible. Quiero poner fin a esto. Mañana pasaré un par de veces por la sala para comprobar cómo está de gente. Creo que lo haré a las ocho y media de la noche. Será tarde, pero tendré tiempo suficiente para la descarga. Eso suponiendo que no me peguen un tiro.

—¿Tienes alguna pregunta que hacer sobre el equipo? —quiso saber Nigel.

Kyle se acercó lentamente a la mesa y se quedó mirando los aparatos.

—No, ninguna —dijo al final, encogiéndose de hombros.

—Estupendo. Una última cosa. La caja azul emite una señal inalámbrica para que podamos saber exactamente cuándo has empezado a descargar.

—¿Y para qué hace falta?

—Para que podamos monitorizarlo todo. Estaremos cerca.

Kyle repitió el gesto de indiferencia.

—Como queráis.

Nigel introdujo la caja azul en el compartimiento central del maletín con sumo cuidado, como si de una bomba se tratara. Kyle añadió el resto de cosas que llevaba en su maletín y, cuando lo levantó, se sorprendió de lo pesado que era.

—¿Pesa un poco, Kyle? —preguntó Nigel, observando sus movimientos.

—Sí, un poco.

—No te preocupes. Hemos reforzado la base del maletín y no hay que temer que se desfonde mientras caminas por la calle.

—Me gusta más el otro. ¿Cuándo me lo devolveréis?

—Pronto, Kyle, pronto.

Kyle se puso el abrigo y fue hacia la puerta. Bennie lo siguió.

—Buena suerte, Kyle. Ahora todo depende de ti.

—Vete al infierno —contestó Kyle antes de salir.