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Los junior que se habían atrevido a aflojar un poco el ritmo aprovechando el día de fiesta para marcharse, volvieron con ganas el sábado por la mañana. El tiempo que habían pasado fuera les había resultado gratificante, pero el frenesí de la vuelta los había dejado aún más cansados. Además, un día sin trabajar significaba un día sin facturar.

Kyle miró el reloj. Eran las ocho en punto cuando entró en la sala secreta del piso dieciocho y se instaló ante una de las terminales de trabajo. Había otros cuatro miembros del equipo de trabajo de Trylon, enfrascados en la lectura de los documentos digitales. Saludó a dos de ellos con un movimiento de cabeza, y le correspondieron, pero sin hablar. Iba vestido con téjanos, se había puesto una cazadora de lana y cargaba con su maletín, un Bally de quince centímetros de grosor que empezaba a mostrar cierto desgaste. Lo había comprado en una tienda de la Quinta Avenida una semana antes de que empezara el cursillo de orientación del bufete. Todos los maletines de la oficina eran negros.

Lo dejó en el suelo, junto a él, parcialmente bajo la mesa y justo debajo del ordenador que tanto había interesado a Nigel. Sacó un cuaderno de notas, una carpeta y no tardó en parecer que su trabajo ante la pantalla resultaba auténtico. Al cabo de unos minutos, se quitó la cazadora, la colgó del respaldo de su asiento y se arremangó la camisa. En esos momentos, Trylon estaba pagando al viejo Scully & Pershing otros cuatrocientos dólares la hora.

Una rápida ojeada por la sala reveló la presencia de otro maletín. Las otras chaquetas y cazadoras se habían quedado arriba, en los despachos de sus propietarios. Las horas empezaron a pasar lentamente mientras Kyle se perdía en el futurista mundo del Bombardero Hipersónico B-10 y de la gente que lo había diseñado.

Lo único bueno de aquella sala secreta era que estaban prohibidos los móviles. Al cabo de unas horas, Kyle decidió que necesitaba un descanso y que deseaba comprobar el correo. Concretamente, esperaba tener noticias de Dale, que no se había molestado en aparecer en tan bonita mañana. Fue a su despacho, cerró la puerta —lo que suponía una violación leve de las normas de la casa— y la llamó a su móvil personal. Todos los abogados llevaban uno encima, aunque solo fuera como compensación al odiado FirmFone.

—¿Sí? —respondió ella.

—¿Dónde estás?

—Aún estoy en Providence.

—¿Vas a volver a Nueva York?

—No estoy segura.

—¿Hará falta que te recuerde, jovencita, que este es el tercer día consecutivo que no has facturado ni una sola hora?

—Eso me indica que estás en el despacho, ¿verdad?

—Exacto, echando horas como cualquier otro «esclavo» de primer año. Están todos menos tú.

—Pues que me despidan, que me demanden. Me da igual.

—Con esa actitud nunca llegarás a la categoría de socia.

—¿De verdad?

—Estaba pensando en si podíamos cenar esta noche. Hay un restaurante en el East Village al que Frank Bruñí acaba de ponerle dos estrellas.

—¿Me estás pidiendo una cita?

—Por favor. Podremos pagar a escote, porque los dos trabajamos para un bufete que no hace discriminaciones por razón de sexo.

—¡Qué romántico eres!

—Del romance podríamos encargarnos después.

—O sea que, en el fondo, solo es eso lo que buscas, ¿no?

—Siempre. Ya me conoces.

—Llegaré alrededor de las siete. Te llamaré entonces.

Kyle endosó doce horas a Trylon y pidió un coche para que lo llevara a cenar. El restaurante tenía una veintena de mesas, su especialidad era la comida turca y no exigía una forma de vestir determinada, aunque prefería los vaqueros. Gracias a las dos estrellas del New York Times, estaba lleno. Kyle había tenido suerte porque una cancelación le había permitido encontrar mesa.

Dale lo esperaba en la barra, tomando una copa de vino y con aspecto aparentemente tranquilo. Se dieron un beso en la mejilla y empezaron a hablar de sus respectivos día de Acción de Gracias como si cada uno volviera de unas largas vacaciones. Tanto la madre como el padre de Dale daban clases de matemáticas en el Providence College y, aunque eran personas estupendas, llevaban una vida tirando a aburrida. El talento de Dale con los números le había permitido doctorarse rápidamente, pero no había tardado en inquietarse ante la posibilidad de acabar llevando una vida como la de sus padres. El mundo del Derecho la sedujo; el ejercicio de la abogacía, que aparecía en el cine y la televisión como una incesante fuente de emociones; como la piedra angular de la democracia y la vanguardia de la defensa de los derechos civiles y sociales. Brilló con luz propia en la facultad de Derecho y le llovieron ofertas de los mejores bufetes. Sin embargo, tras tres meses de duro ejercicio, empezaba a echar mucho de menos las matemáticas.

Más tarde, cuando ya estaban en la mesa y seguían con el vino, le confesó enseguida la noticia:

—Esta mañana he tenido una entrevista de trabajo.

—Pues yo pensaba que ya tenías trabajo.

—Sí, pero es un asco. En Providence hay un pequeño bufete que está instalado en un antiguo edificio precioso del centro. Cuando estaba en la facultad, trabajé allí un verano haciendo las fotocopias, el café y esas cosas. Tiene veinte abogados, la mitad mujeres, y se dedica al Derecho en general. Los llamé la semana pasada.

—Pero si tienes una envidiable situación como abogada del bufete más importante del mundo. ¿Qué más puedes querer?

—Tener vida propia. Lo mismo que tú.

—Lo que yo quiero es llegar a ser socio para poder dormir hasta las cinco de la madrugada todos los días hasta que me dé un infarto a los cincuenta. Eso es lo que quiero.

—Mira a tu alrededor, Kyle. Muy pocos aguantan más de tres años. Los más listos se largan al segundo. Solo los chiflados se quedan y ascienden.

—¿Me estás diciendo que te marchas?

—No estoy hecha para esto. Pensaba que era fuerte, pero no lo aguanto. Puede que tú sí.

El camarero les tomó nota y escanció un poco más de vino. Estaban sentados codo con codo en un pequeño reservado en forma de medialuna, mirando al restaurante. Kyle tenía la mano bajo la mesa, entre las rodillas de Dale.

—¿Y cuándo piensas irte?

—Tan pronto como sea humanamente posible. Esta mañana, un poco más y me pongo a suplicar trabajo. Si no me hacen una buena oferta, seguiré buscando. Esto es una locura, Kyle, y voy a dejarlo.

—Felicidades. Serás la envidia de todos los de primer año.

—¿Y tú?

—No lo sé. Me siento como si acabara de llegar. Estamos todos asustados, pero se nos pasará. Es como el campamento de entrenamiento, y todos estamos doloridos con los primeros golpes.

—Pues yo no quiero más golpes. Ya me he desmayado una vez y no voy a dejar que se repita. A partir de ahora bajaré el ritmo a cincuenta horas semanales y dejaré que sean ellos los que me digan algo.

—Lo que tú digas.

Les llevaron un plato con aceitunas y queso de cabra, y se entretuvieron con ello.

—¿Qué tal por York? —preguntó Dale.

—Como siempre. Comí con mi madre y cené con la que será la segunda mujer de mi padre. Salimos de caza con mi padre, pero no cazamos nada. Luego, paseamos y charlamos.

—¿De qué?

—De lo de siempre: de la vida, del pasado, del futuro.

Era la segunda vez consecutiva que Nigel se hallaba presente en una reunión, y estaba claro que había estado haciendo los preparativos desde mucho antes de que Kyle se presentara en la suite del hotel. En una pequeña mesa de escritorio había montado un ordenador que se parecía mucho a los de la sala del piso dieciocho. Junto a este había un monitor que era idéntico ante el que Kyle había pasado doce horas el día anterior.

—¿Qué, Kyle, nos vamos acercando? —preguntó alegremente Nigel mientras le mostraba la copia que había fabricado.

Kyle se sentó al escritorio bajo las atentas miradas de Nigel y Bennie.

—Sí. Se parece mucho —respondió.

—Como sabes, solo se trata del hardware. No es crucial, pero estamos intentando dar con el fabricante. Solo el software es importante, eso lo sabemos. ¿Estamos dando en el clavo?

Ni el ordenador ni la pantalla tenían nombres ni logotipos de marca alguna. Eran tan anónimos como los que intentaban imitar.

—Yo diría que bastante —contestó Kyle.

—Mira bien y dinos qué diferencias encuentras —insistió Nigel, que se hallaba al lado de Kyle, mirando la pantalla.

—El ordenador es un poco más oscuro de color, casi gris, y mide cuarenta centímetros de ancho por cincuenta de alto.

—¿Lo has medido, Kyle?

—Naturalmente. Con una libreta tamaño Din A4.

—¡Qué idea tan genial! —exclamó Nigel, que parecía a punto de darle un abrazo. Incluso Bennie sonreía—. Tiene que ser un Fargo —aseguró.

—¿Un qué?

—Fargo, Kyle. Se trata de una empresa de ordenadores de San Diego especializada en material para el gobierno y el ejército. También hace trabajos para la CIA. Construye unos aparatos muy robustos con más sistemas de seguridad de los que se pueden imaginar, te lo aseguro. No los verás en las tiendas, no señor. Además, Fargo es propiedad de Deene, un cliente de quien ya sabes. El viejo Scully & Pershing le protege las espaldas a mil dólares la hora.

Mientras hablaba, Nigel le dio a un botón del teclado. La pantalla se convirtió en una página distinta de todo lo que Kyle había visto hasta ese momento. Nada que ver con Microsoft ni Apple.

—Bueno, Kyle, dime ahora qué te parece esta página. ¿Algún parecido con lo que has visto?

—No. Ni de lejos. La página de inicio tiene un icono para el tutorial, pero eso es todo, no más iconos, ni ventanas de texto ni opciones de formato, nada salvo un índice para los documentos. Enciendes el ordenador, introduces los códigos y las contraseñas, esperas diez segundos y ¡listo!, entras en la biblioteca. Nada de perfiles del sistema, nada de hojas de características, nada de página de inicio.

—Fascinante —dijo Nigel, mirando el monitor—. ¿Y el índice, Kyle?

—El índice es lo difícil. Empieza con una serie de categorías de documentos que se van desplegando en subcategorías y subgrupos, en más sub-esto y sub-lo otro. Cuesta bastante encontrar los documentos que uno busca.

Nigel dio un paso atrás y se estiró mientras Bennie se acercaba.

—Supón que quieres encontrar los materiales relacionados con las turbinas de aspiración del B-10 y con los tipos de combustible de hidrógeno utilizados. ¿Cómo los localizarías?

—No tengo ni idea. No he llegado a ese punto aún. No he visto nada que tenga que ver con turbinas de aspiración.

Lo que acababa de decir era verdad, pero Kyle decidió que ya era suficiente. Con cuatro millones de documentos en juego, podía perfectamente decir que no había visto aquello por lo que le preguntaban.

—Pero ¿podrías encontrar ese material? —insistió Bennie.

—Podría encontrarlo rápidamente si supiera dónde mirar. El programa Sonic es muy rápido, pero tiene que recorrer toneladas de papel.

Los gestos de Bennie eran rápidos, y en sus palabras había un tono de mayor urgencia que la habitual. Por su parte, Nigel parecía muy agitado con la información que Kyle les había dado. Estaba claro que sus progresos los tenían muy nerviosos.

—¿Estuviste ayer en la sala? —preguntó Bennie.

—Sí, todo el día.

—¿Con el maletín y la chaqueta?

—Con los dos. Sin problemas. Había otro maletín. Nadie los controla.

—¿Cuándo volverás a entrar? —quiso saber Bennie.

—El equipo del caso se reúne por la mañana, y es probable que me encarguen algún trabajo. El lunes o el martes, seguro.

—Entonces nos volveremos a ver el martes por la noche.

—No sabes qué ganas tengo.