Era casi medianoche cuando Kyle entró sigilosamente por la puerta de la cocina de la casa de sus padres, en York. Las luces estaban apagadas. Su padre sabía que iba a llegar tarde, pero John McAvoy no era hombre que dejara que algo interfiriera en una noche de sueño. Zack, el viejo collie que nunca había dejado entrar a ningún desconocido que no le gustara, levantó la cabeza de la manta del rincón sobre la que dormía y meneó el rabo. Kyle se acercó, le acarició la cabeza y le rascó detrás de las orejas, encantado con el recibimiento. La edad de Zack y su pedigrí nunca habían estado del todo claros. El animal había sido regalo de un antiguo cliente, parte de un pago de honorarios pendientes, y le gustaba pasar el tiempo bajo el escritorio de John McAvoy, dormitando entre todo tipo de problemas legales. Normalmente comía en el mismo bufete, en el cuarto de la cafetera, con alguna de las secretarias.
Kyle se quitó los mocasines, subió de puntillas por la escalera hasta su dormitorio y, cinco minutos más tarde, estaba entre las sábanas y profundamente dormido.
Menos de cinco horas más tarde, su padre casi echaba la puerta abajo y gritaba:
—¡Vamos, cabeza de chorlito! ¡Ya tendrás tiempo para dormir cuanto quieras cuando estés muerto!
Kyle sacó de un cajón un conjunto de ropa interior térmica y un par de calcetines de lana, y en el armario, entre una colección de ropa vieja que databa de su época de la universidad, encontró su conjunto de caza. Sin una mujer que se ocupara de la casa, la ropa, los trastos viejos y las telarañas empezaban a acumularse por todas partes. Sus botas estaban exactamente donde las había dejado el año anterior, el mismo día de Acción de Gracias.
Su padre se encontraba en la cocina, preparándose para la guerra. Encima de la mesa había tres rifles con mira telescópica junto con varias cajas de munición. Kyle, que había aprendido de pequeño el arte y las normas del cazador, sabía que su padre había limpiado y engrasado a conciencia las armas la noche anterior.
—Buenos días —dijo John—. ¿Estás listo?
—Desde luego. ¿Dónde está el café?
—En los termos. ¿A qué hora llegaste anoche?
—Muy tarde. Demasiado.
—No pasa nada: eres joven. Vámonos ya.
Cargaron todo el equipo en la camioneta Ford 4 x 4, último modelo, que era el medio de transporte favorito de John, tanto por York como fuera de la ciudad. Quince minutos después de haberse arrastrado fuera de la cama, Kyle mordisqueaba una barra de Granola y tomaba pequeños sorbos de café en la gélida madrugada del día de Acción de Gracias. No tardó en perder de vista la ciudad, y la carretera, en hacerse más estrecha.
Su padre fumaba un cigarrillo cuyo humo se escapaba por una rendija de la ventanilla, apenas bajada. Normalmente no decía gran cosa por las mañanas. Tratándose de un hombre que pasaba el día en su bullicioso despacho de abogado, rodeado de teléfonos que no dejaban de sonar, de clientes que esperaban y de secretarias que iban de un lado para otro, John necesitaba los minutos de silencio del amanecer.
A pesar de que estaba medio dormido, Kyle quedó impresionado una vez más por los espacios abiertos, las desiertas carreteras y la ausencia de gente en el paisaje; se preguntó cuál era realmente el encanto de las grandes ciudades. Se detuvieron ante una verja. Kyle bajó y la abrió para que su padre pasara con el coche. Siguieron hacia las montañas. Seguía sin haber rastro del sol por el este.
—¿Cómo vamos de amores? —preguntó Kyle, al fin, en un intento de entablar conversación. Meses antes, su padre le había hablado de cierta amiga con la que parecía ir en serio.
—Bien. Va y viene. Esta noche preparará la cena.
—Y se llama…
—Zoé.
—¿Zoé?
—Sí, Zoé. Es un nombre griego.
—¿Es griega?
—Su madre es griega. Su padre es de ascendencia inglesa. Zoé es una mestiza, como todos nosotros.
—¿Es guapa?
John tiró la ceniza por la ventanilla.
—¿Crees que saldría con ella si no lo fuera?
—Sí. Me acuerdo de Rhoda, que era un callo.
—Rhoda era cachonda. Me parece que no supiste apreciar su belleza.
La camioneta se metió en una zona bacheada del camino y los zarandeó.
—¿Y de dónde es Zoé?
—De Reading. ¿A qué vienen tantas preguntas?
—¿Que edad tiene?
—Cuarenta y nueve, y le va la marcha.
—¿Piensas casarte con ella?
—Hemos hablado del asunto alguna vez, pero no lo sé. El camino de gravilla se convirtió en uno de tierra. Cuando llegó al borde de un campo, John detuvo la camioneta y apagó las luces.
—¿De quién es esta propiedad? —preguntó Kyle en voz baja mientras cogían los rifles.
—Solía ser de la familia del ex marido de Zoé. Cuando se divorció, ella se la quedó. Ochenta hectáreas rebosantes de ciervos.
—¿Lo dices en serio?
—Totalmente. Limpio y legal.
—Y tú le llevaste el divorcio, ¿no?
—Eso fue hace cinco años, y empecé a salir con ella el año pasado. Bueno, puede que hace dos.
—O sea, que vamos a cazar en la finca de Zoé.
—Sí, pero a ella no le importa.
«¡Caramba con el ejercicio de la abogacía en las ciudades pequeñas!», se dijo Kyle.
Durante veinte minutos caminaron a lo largo de la linde del bosque sin decir palabra. Se detuvieron bajo un gran olmo cuando los primeros rayos de luz cayeron sobre el valle que tenían ante ellos.
—La semana pasada, Bill Henry mató uno de ocho puntas en aquel risco de allí —dijo John, señalando el lugar—. Por aquí hay ciervos enormes. Si él pudo abatir uno, cualquiera puede.
En lo alto del olmo alguien había construido una plataforma de tiro. Una escalerilla de cuerda colgaba de las ramas.
—Tú ocuparás la plataforma —dijo John—. Yo estaré en otra que hay a unos cien metros. Solo ciervos, ¿vale?
—Entendido.
—¿Tienes tu permiso de caza al día?
—Lo dudo.
—Bueno, no pasa nada. Lester sigue siendo el guarda y el mes pasado conseguí que a su hijo, que está enganchado crack, no lo metieran en la trena.
John se alejó y, antes de desaparecer en la penumbra, se volvió y dijo.
—No te duermas.
Kyle se echó el rifle al hombro y trepó por la escalerilla. La plataforma estaba hecha de tablones y troncos atornillados al olmo, y como todas las plataformas de tiro no había sido construida pensando en la comodidad. Se situó de un lado, después el otro hasta que acabó sentado en los troncos con la espalda apoyada en el árbol y los pies colgando. Había estado en plataformas como aquella desde que tenía cinco años y había aprendido a quedarse completamente quieto. Una suave brisa agitaba las hojas. El sol se levantaba deprisa. Los ciervos no tardarían en salir cautelosamente del bosque para acercarse a los campos en busca de pastos y maíz.
El rifle era un Remington 30.06, un regalo de su décimocuarto cumpleaños. Se lo cruzó firmemente sobre el pecho y no tardó en adormecerse.
El estampido de un disparo lo despertó del sueño, y se echó el rifle a la cara, listo para disparar. Miró el reloj. Había dormido cuarenta minutos. Hacia la izquierda, por donde se había marchado su padre, vio varias colas blancas que escapaban saltando ágilmente. Transcurrieron diez minutos sin que supiera nada de John. Estaba claro que este había fallado el tiro y que seguía en su otero.
Pasó una hora sin que vieran más ciervos, y Kyle tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para mantenerse despierto.
Era el día de Acción de Gracias. Las oficinas de Scully & Pershing estarían oficialmente cerradas, pero él sabía que alguno de los francotiradores estaría allí, vestido con vaqueros y botas, facturando incansablemente; y que también habría algún socio, sudando la gota gorda antes de que expirara algún plazo vital. Meneó la cabeza.
Oyó un ruido que se acercaba, el de unos pasos a los que no les importaba ser oídos. John apareció bajo el olmo.
—Vamos —dijo—. Hay un arroyo cerca de aquí donde van a beber.
Kyle descendió con cuidado.
—¿De verdad no has visto ese ciervo? —le preguntó su padre cuando tuvo los pies en el suelo.
—Pues no.
—No sé cómo no has podido verlo. Ha pasado justo delante de tus narices.
—¿Ese al que le disparaste?
—Sí. Al menos era un diez puntas.
—Bueno, tú tampoco le diste.
Volvieron a la camioneta en busca de los termos. Mientras estaban sentados en la caja, bebiendo café cargado en vasos de papel y acabando las barritas de cereales, Kyle se volvió a su padre y le dijo:
—Papá, no quiero seguir cazando. Tenemos que hablar.
Su padre escuchó, al principio con calma; luego, encendió un cigarrillo. Cuando Kyle abordó el capítulo de la investigación de la violación esperó verlo explotar en una serie de dolorosas preguntas de por qué no había acudido a él; pero su padre siguió escuchando en silencio, como si conociera la historia y estuviera esperando aquella confesión.
Su primer arranque de furia llegó cuando Bennie apareció en el relato.
—¡Ese tío te hace chantaje! —exclamó encendiendo otro cigarrillo—. ¡Hijo de puta!
—Por favor, sigue escuchando —le rogó Kyle, que siguió adelante, contando detalles a raudales, y varias veces tuvo que imponerse para que su padre no lo interrumpiera. Al final, este adoptó una actitud impasible mientras absorbía la información con incredulidad pero sin abrir la boca: el vídeo, Joey, Baxter, el asesinato, Trylon y Bartin, la sala secreta del piso dieciocho, las reuniones con Bennie, Nigel, el plan de robar documentos y entregarlos al enemigo. Y por último, su trato con Roy Benedict y la intervención del FBI.
Kyle se disculpó repetidamente por no confiar en su padre. Reconoció sus errores, que eran demasiado numerosos para que pudiera enumerarlos todos en ese momento. Abrió por completo su alma y, cuando acabó, el sol estaba alto en el cielo, hacía rato que no quedaba café y nadie se acordaba ya de los ciervos.
—Creo que necesito que me echen una mano —dijo Kyle.
—Lo que necesitas es un buen rapapolvo por no confiar en mí.
—Es verdad.
—¡Dios mío, hijo, en menudo lío te has metido!
—No tuve elección. Estaba aterrorizado por el vídeo, y la idea de que se pudiera abrir una nueva investigación por esa violación era demasiado. Si hubieras visto ese maldito vídeo, lo entenderías.
Dejaron los rifles en el asiento de atrás de la camioneta y fueron a dar una larga caminata por los senderos que atravesaban los bosques.
El festín de pavo con sus acompañamientos de rigor había sido preparado por un restaurante local que ofrecía todo el lote a aquellos que preferían evitarse las molestias. Mientras John preparaba la mesa para el almuerzo, Kyle fue a recoger a su madre.
Patty lo recibió en la puerta con una sonrisa y un abrazo. Estaba levantada y debidamente medicada. Hizo pasar a Kyle y se empeñó en enseñarle sus últimas obras maestras. Al final, este consiguió llevarla hasta el coche de alquiler y hacer el breve trayecto a través de York. Su madre se había maquillado, pintado los labios y puesto un vestido naranja que su hijo recordaba haberle visto cuando era pequeño. Parloteó sin cesar, contando historias de gente a la que había conocido años atrás y saltando de un asunto a otro de un modo tan brusco que, en otras circunstancia, habría podido resultar cómico.
Kyle se sentía aliviado porque con su madre siempre cabía la posibilidad de que no se hubiera tomado la medicación y estuviera fuera de sí. Sus padres se saludaron con un educado abrazo, y la pequeña y maltrecha familia se sentó a comer mientras charlaban de las gemelas, ninguna de las cuales había estado en York desde hacía más de un año. Una vivía en Santa Mónica; la otra, en Portland. Antes de trinchar el pavo las llamaron a las dos y se fueron pasando el teléfono. En el salón, la televisión seguía encendida y en silencio, a la espera del partido que iban a ver. Kyle sirvió tres copas de vino, aunque sabía que su madre no probaría la suya.
—Veo que ahora tomas vino —comentó John, cortando el pavo.
Entre los dos sirvieron a Patty, se ocuparon de ella e hicieron todo lo posible para que se sintiera cómoda. Ella siguió hablando de su trabajo artístico y de cosas ocurridas en York años atrás. También hizo el esfuerzo de preguntar a Kyle por su trabajo en Nueva York, y él se las arregló para dar la impresión de que llevaba una vida envidiable. La tensión por el lío en que estaba metido resultaba palpable, pero ella no se dio cuenta. Casi no comió nada, y su marido y su hijo acabaron con el almuerzo lo más rápidamente posible. Tras la tarta de nueces y el café, dijo que deseaba volver a su casa y a su trabajo. Estaba cansada, según dijo, y Kyle no se hizo de rogar para acompañarla.
Los partidos de fútbol se sucedieron confusamente. Kyle, en el sofá, y padre, en la mecedora, los vieron en silencio mientras daban cabezadas. El ambiente estaba cargado de cosas por decir, preguntas pendientes y planes que discutir. A John le habría gustado echar un sermón y una bronca a su hijo, pero sabía que este era demasiado vulnerable y dependiente en esos momentos.
—¿Por qué no salimos a dar un paseo? —propuso Kyle cuando empezó a oscurecer.
—¿Pasear? ¿Adónde?
—Alrededor de la manzana. Tengo cosas que contarte.
—¿Y no me las puedes contar aquí?
—Mejor paseando.
Se abrigaron y sacaron a Zack con la correa. Iban por la acera cuando Kyle dijo:
—Lo siento, pero no me gusta hablar de cosas importantes dentro de casa.
John encendió un cigarrillo con la facilidad de los fumadores expertos, con un solo movimiento, fluido y perfectamente coordinado.
—No sé si quiero saber el porqué.
—Por los micrófonos, los aparatos de escucha y los artefactos con los que se espía cualquier conversación.
—Aclárame una cosa, antes de todo: ¿crees que esos indeseables pueden haber puesto micrófonos en mi casa?
Paseaban por las calles que Kyle había recorrido de niño. Conocía a todos sus habitantes, o al menos los había conocido en su día, y cada casa tenía su propia historia. Señaló una con la cabeza y preguntó:
—¿Qué ha sido del señor Polk?
—Al final murió. Pasó los últimos cincuenta años de su vida en una silla de ruedas. Un caso penoso, la verdad. Oye, no estamos aquí para caminar con nuestros recuerdos. Te he hecho una pregunta.
—Y mi respuesta es que no. No creo que hayan puesto micrófonos en tu casa ni en tu despacho, pero no lo puedo descartar. Esos tipos son unos maniáticos de la vigilancia y tienen un presupuesto ilimitado. Además, poner micrófonos es muy fácil. Puedes preguntarme. Soy un experto. Podría convertir una casa en un centro de escuchas con cuatro cosas compradas en RadioShack.
—¿Y cómo es que sabes tanto?
—Libros, manuales… En Manhattan hay una tienda dedicada al espionaje. De vez en cuando me acerco por allí, si consigo dar esquinazo a los que me siguen.
—¡Esto es increíble, Kyle! Si no te conociera mejor diría que has perdido la chaveta. Pareces totalmente esquizofrénico, como alguno de mis clientes.
—No estoy loco. Al menos, no todavía; pero he aprendido a ir con pies de plomo y por eso salgo a la calle cuando tengo que hablar de algo importante.
—¿Tu apartamento está…?
—¡Por supuesto! Al menos sé que hay tres micros escondidos. Uno está en la rejilla del aire acondicionado del salón. Hay otro escondido en la pared del dormitorio, justo encima de la cómoda, y un tercero en la cocina, empotrado en una moldura. En realidad no puedo acercarme demasiado para examinarlos porque también hay tres pequeñas cámaras con las que me observan continuamente cuando estoy en casa, que no es muy a menudo. He conseguido localizar todos esos aparatos fingiendo que hago las tareas de limpieza de costumbre, como fregar suelos y ventanas y quitar el polvo. Puede que mi apartamento sea un caos de desorden, pero está limpio.
—¿Y tu teléfono?
—Todavía conservo el que tenía en la universidad, pero está pinchado. Por eso no lo conecto. Sé que están escuchando, de manera que les doy suficiente cebo inútil para tenerlos contentos. Instalé una línea de tierra en el apartamento, y estoy seguro de que también está pinchada. De todas maneras, no he podido inspeccionarla porque las cámaras me vigilan y solo la uso para cosas sin importancia, como pedir una pizza, discutir con el casero o llamar un taxi. —Kyle sacó el FirmFone y lo contempló—. Esto es lo que nos dieron en el bufete, nada más empezar el primer día.
—La pregunta es por qué lo llevas encima el día de Acción de Gracias.
—Por costumbre, pero está desconectado. Para los asuntos serios utilizo el teléfono de mi escritorio. Si consiguen pinchar todos los teléfonos del bufete, entonces estamos todos jodidos.
—El que está jodido eres tú. De eso no hay duda. Tendrías que haberme contado todo esto desde el primer momento.
—Lo sé. Hay un montón de cosas que tendría que haber hecho de otra manera, pero no contaba con el beneficio de la experiencia. Estaba aterrado. Y todavía lo estoy.
Zack se detuvo en una boca de incendios, y John necesitaba otro cigarrillo. Se había levantado viento, y las hojas volaban a su alrededor. Había oscurecido y todavía les esperaba la cena en casa de Zoé.
Acabaron de dar la vuelta a la manzana mientras hablaban del futuro.