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Para un socio de pleno derecho del bufete y miembro de su junta directiva, el precio del metro cuadrado carecía de importancia. El despacho de Wilson Rush ocupaba una de las esquinas de la planta treinta y uno y su extensión era cuatro veces superior a cualquiera que Kyle hubiera visto hasta entonces. Saltaba a la vista que al señor Rush le gustaban los barcos. Su enorme y reluciente escritorio de roble estaba montado sobre cuatro timones de viejos veleros. Detrás, una larga cómoda servía de repisa para toda una colección de maqueta de clippers y goletas. Todos los cuadros que adornaban las paredes presentaban imágenes de barcos navegando. Cuando Kyle entró y miró rápidamente alrededor, casi tuvo la sensación de que el suelo se balanceaba y se descubrió esperando a que el agua salada le salpicara los pies. De todas maneras, la sensación se le pasó de golpe cuando Rush le dijo:

—Buenos días, Kyle. Ven por aquí.

El gran hombre se estaba levantando de una espaciosa mesa de reuniones situada en un extremo del despacho. Había un montón de gente sentada sacando de sus maletines grandes y pesadas carpetas llenas de papeles. Tras unas rápidas presentaciones, Kyle se sentó al lado de Peckham. Sin contar a este ni Rush, había nueve personas más, y Kyle los conocía a todos, incluyendo a Sherry Abney, la veterana a quien Bennie le había echado el ojo. Sherry le lanzó una sonrisa, y él se la devolvió.

Rush, sentado a la cabecera de la mesa, empezó haciendo un rápido repaso del lío que tenían entre manos. Dos de los socios que se habían rebelado con Toby Roland y siete de los treinta y un junior que los habían acompañado estaban asignados al caso Trylon contra Bartin —«Más de eso dentro de un momento», dijo Rush— y resultaba imperativo redistribuir los recursos humanos del bufete porque el cliente, Trylon, era tan importante como exigente. En consecuencia, dos socios —Doug Peckham y una mujer llamada Isabelle Gaffney— se iban a sumar al equipo junto con ocho abogados.

Rush explicó que los letrados de Trylon estaban muy preocupados con la defección ocurrida en el bufete y que, en consecuencia, era de la mayor importancia que asignaran más tropas, es decir, más abogados, para luchar contra APE y Bartin Dynamics.

Isabelle, o «Izzy» según la llamaban a sus espaldas, era famosa por haber obligado a dos de sus subordinados a esperar en la sala de partos mientras ella estaba momentáneamente fuera de juego dando a luz a su bebé. Las malas lenguas aseguraban que nadie la había visto sonreír, y tampoco parecía dispuesta a hacerlo mientras Rush proseguía con su explicación de los cambios y la hábil redistribución del talento legal que tenía a su disposición.

Dos junior de primer año se unirían al equipo, Kyle y un misterioso joven de Penn llamado Atwater. De los doce novatos del departamento de Litigios, Atwater era sin duda el más reservado y solitario. Dale ocupaba el segundo lugar a cierta distancia; pero, en opinión de Kyle, estaba mejorando mucho. Este había vuelto a pasar la noche en el sofá de la joven, solo, mientras ella seguía ajena al mundo. Había dormido poco porque tenía muchas cosas que considerar. La sor presa de que lo hubieran asignado al caso Trylon hizo que se quedara mirando al techo y murmurando. El horror del asesinato de Baxter, las imágenes del funeral y el entierro, las duras palabras de Joey Bernardo… ¿Quién habría podido dormir con todo eso rondándole en la cabeza?

Por la noche llamó a Peckham y lo sondeó disimuladamente para averiguar por qué lo habían asignado al caso Trylon cuando le había dicho claramente que prefería mantenerse alejado. Peckham no estaba de humor y no se mostró especialmente receptivo. La decisión la había tomado Wilson Rush en persona. Punto.

Este empezó a repasar los elementos básicos de la demanda, que Kyle ya sabía de memoria desde hacía semanas y meses. Se repartieron expedientes y, durante la media hora que siguió, Kyle se preguntó cómo alguien tan aburrido y metódico como Rush podía tener éxito ante un tribunal. Se había abierto el período de intercambio de documentos, y las dos partes habían entablado su guerra particular con los papeles. Había programadas al menos veinte deposiciones.

Kyle tomó notas porque todo el mundo las tomaba, pero en realidad pensaba en Bennie. ¿Se habría enterado ya de que su hombre se encontraba en el lugar deseado? Bennie sabía quiénes eran todos los miembros del equipo del caso Trylon, sabía que Sherry Abney supervisaba a Jack McDougle. ¿Y si tenía otro espía en el bufete, otra víctima de uno de sus chantajes? De ser así, sin duda esa persona le estaría informando de la situación.

A pesar de que odiaba las reuniones con Bennie, sabía que la siguiente sería la más difícil. Tendría que comportarse como siempre y mantener una conversación lo más civilizada posible con el hombre responsable del asesinato de Baxter Tate, y tendría que hacerlo sin dar la menor impresión de albergar sospecha alguna.

—¿Alguna pregunta? —dijo Rush.

«Pues claro —pensó Kyle—, más de las que puedes contestar.»

Al cabo de una hora de repaso y puesta al día, Kyle, Atwater y los otros seis nuevos abogados fueron conducidos por Sherry Abney a la sala secreta del piso dieciocho. Secreta para algunos, pero desde luego no para Bennie y Nigel. Por el camino Sherry les presentó a un tal Gant, un experto en seguridad. Este los llevó ante una puerta y les explicó que era la única que había, que solo había un camino de entrada y de salida de la sala y que para acceder a ella se requería una tarjeta codificada más pequeña que una de crédito. Todos los abogados asignados al caso recibían una, y cada vez que uno de ellos entraba o salía quedaba registrado. Gant les señaló el techo y les explicó que también había cámaras de seguridad grabándolo todo.

Por dentro, la sala tenía más o menos las mismas dimensiones que el despacho de Wilson Rush. Carecía de ventanas, sus paredes estaban desnudas, y el suelo, cubierto con una austera moqueta gris. Dentro no había nada salvo diez mesas cuadradas con un ordenador en cada una de ellas.

Sherry Abney se hizo cargo del mando.

—Este caso tiene alrededor de cuatro millones de documentos, y todos están aquí, en nuestro almacén digital —dijo, dando una palmada al ordenador igual que una madre orgullosa de su hijo—. Los documentos propiamente dichos se hallan guardados y bien guardados en una nave, en Washington; pero vosotros podréis tener acceso a todos ellos desde aquí. El servidor principal está encerrado en la habitación contigua. Estos componentes son algo fantástico —continuó sin dejar de darles palmadas—. Han sido fabricados a medida para nosotros por una empresa de la que nunca han oído ni oirán hablar. No se os ocurra en ninguna circunstancia intentar reparar, examinar o simplemente jugar con el hardware.

»El software se llama Sonic, y también ha sido adaptado a las necesidades del caso. Se trata de un arreglo que han hecho nuestros especialistas en informática basándose en el Barrister y añadiéndole algunas virguerías en materia de seguridad. Los códigos de acceso cambian todas las semanas; y las contraseñas, diariamente, en ocasiones, hasta dos veces al día. Cuando eso ocurra, recibiréis un correo electrónico codificado. Si intentáis entrar con el código o la contraseña equivocados se armará un lío muy gordo y podéis acabar en la calle.

Los miró a todos con aire amenazador y prosiguió:

—Este sistema es autónomo y no se puede acceder a él desde ningún otro ni de dentro ni de fuera del bufete. Esta sala es el único lugar donde se pueden examinar los documentos del caso, y está cerrada desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana, de modo que, lo siento, pero nada de hacer horas extra por las noches aquí dentro.

Siguiendo sus indicaciones, los jóvenes profesionales se fueron sentando ante sus respectivas terminales y recibieron su correspondiente código y contraseña. En la pantalla no apareció la menor indicación de quién había fabricado el ordenador ni diseñado el programa.

Sherry fue de uno en uno, conversando con ellos y mirando los monitores como si fuera una profesora de universidad.

—Al principio hay un extenso tutorial, de manera que os sugiero que os lo estudiéis bien. Id al índice. Veréis que los documentos están clasificados en tres grandes grupos con cientos de subgrupos. La Categoría A contiene toda la basura sin importancia que ya hemos entregado a Bartin: cartas, correos electrónicos, memorandos, la lista es interminable. La Categoría B tiene material importante que puede que debamos compartir con la otra parte pero que todavía no le hemos dado. La Categoría R de «Restringido» es donde encontraréis el material más jugoso. Hay alrededor de un millón de documentos que tratan de la investigación tecnológica que está en el corazón de esta demanda. Son alto secreto, material confidencial, y solo el juez sabe si alguna vez irán a manos de Bartin. El señor Rush cree que no. La Categoría R es privilegiada, confidencial, material de uso restringido. Cada vez que entréis en ella, quedará constancia en el ordenador del señor Gant. ¿Alguna pregunta?

Los ocho se quedaron con la vista fija en su respectiva pantalla, pensando todos lo mismo: «Aquí hay cuatro millones de documentos y alguien se los tiene que leer».

—Sonic es increíble —dijo Sherry—. Cuando dominéis su manejo, podréis encontrar un documento o un grupo de documentos en cuestión de segundos. Me quedaré con vosotros aquí el resto del día para un taller de prácticas. Cuanto antes aprendáis a moveros en nuestra biblioteca digital, más fácil será vuestra vida.

A las cuatro y veinte del viernes por la tarde, Kyle recibió un correo de Bennie. Decía: «Nos vemos esta noche a las nueve. Los detalles más tarde. BW».

Kyle respondió: «No puedo».

Bennie contestó: «¿Mañana por la tarde, entre las cinco y las seis?».

Kyle: «No puedo».

Bennie: «¿Sábado noche a las diez?».

Kyle: «No puedo».

Kyle estaba durmiendo cuando alguien llamó a la puerta de su apartamento, a las siete y diez de la mañana del sábado.

—¿Quién es? —gritó mientras cruzaba el desordenado salón para abrir.

—Bennie —fue la respuesta.

—¿Qué quieres? —preguntó Kyle a través de la puerta.

—Te he traído café.

Kyle descorrió el cerrojo, quitó la cadena de seguridad, y Bennie entró rápidamente con dos altos vasos de papel de café. Los dejó en la cocina y miró a su alrededor con cara de disgusto.

—Menuda pocilga —dijo—. Pensaba que te pagaban un buen sueldo.

—¿Qué quieres? —espetó Kyle.

—¡No me gusta que pasen de mí! —replicó, dándose la vuelta violentamente, listo para saltar. Tenía el rostro tenso, y los ojos, brillantes. Señaló a Kyle con el dedo y bufó—: ¡No pases de mí! ¿Entendido?

Era la primera demostración de mal genio que Kyle recordaba haberle visto.

—Tranquilo, Bennie —le dijo y pasó por su lado para ir a su dormitorio y ponerse una camiseta. Sus hombros chocaron sin que nadie se apartara. Cuando Kyle volvió al salón, Bennie estaba quitando las tapas a los vasos de papel. Se volvió y dijo:

—Quiero que me pongas al día.

El arma más próxima era una lámpara de mesa que Kyle había comprado de segunda mano en un mercadillo. Cogió el café sin dar las gracias. Contempló la lámpara y se imaginó lo bien que se haría añicos en la calva de Bennie, en lo estupendo que sería oír cómo se rompían, la lámpara y su cráneo y en lo fácil que le resultaría seguir golpeándolo hasta que el hijo de puta quedara tendido y muerto en la barata moqueta. Recuerdos de Baxter. Kyle tomó un sorbo de café y respiró hondo. Ninguno de los dos se había sentado. Bennie llevaba su gabardina gris; Kyle, unos calzoncillos rojos y una camiseta.

—Ayer me asignaron al equipo del caso Trylon. ¡Menuda noticia!, ¿no? Aunque seguro que ya lo sabías.

La mirada de Bennie era inescrutable. Bebió un trago de café y dijo:

—¿Y la sala secreta del piso dieciocho? Háblame de ella.

Kyle se la describió.

—¿Qué me dices de los ordenadores?

—El fabricante es desconocido. Se trata de modelos típicos de sobremesa, pero parece que han sido fabricados expresamente para este caso. Están todos conectados a un servidor que se encuentra en otra habitación bajo siete llaves. El sistema tiene cantidad de memoria y todas las virguerías que quieras. Hay cámaras de vigilancia por todas partes y un experto en seguridad que lo controla todo. Si quieres saber mi opinión, es un callejón sin salida. No hay forma de robar nada de allí.

Por toda respuesta, Bennie soltó un bufido y sonrió maliciosamente.

—Hemos vencido sistemas mejores que ese, te lo aseguro. Se puede robar cualquier cosa. Deja que nosotros nos preocupemos de eso. ¿El software es Sonic?

—Sí.

—¿Has aprendido a manejarlo?

—Todavía no. Tengo que volver esta mañana para otra sesión.

—¿Cuántos documentos?

—Unos cuatro millones.

La cifra provocó la única sonrisa de la mañana.

—¿Qué me dices del acceso a la sala?

—Está abierta todos los días de la semana, pero la cierran por la noche, de las diez a las seis. Solo tiene una puerta, y hay al menos tres cámaras de vigilancia observando.

—¿Te tiene que abrir alguien?

—No lo creo, pero la llave electrónica deja un registro cada vez que entras y sales.

—Déjame ver esa llave.

Kyle fue a buscarla a regañadientes al dormitorio y se la entregó. Bennie la examinó y se la devolvió.

—Quiero que visites esa sala tantas veces como puedas en los próximos días, pero sin levantar sospechas. Ve a diferentes horas, obsérvalo todo. Nos volveremos a ver el martes a las diez de la noche en el hotel Four Seasons, habitación 1780. ¿Entendido?

—Claro.

—No quiero sorpresas, ¿vale?

—No, señor.