29

A las seis y media de la mañana del jueves, Kyle se presentó en el despacho de Doug Peckham. Este se hallaba sentado a su escritorio que, como de costumbre, parecía un vertedero.

—¿Qué tal el funeral? —preguntó sin levantar la vista de lo que tenía entre manos.

—Como todos —contestó Kyle, entregándole una solitaria hoja de papel—. Aquí tienes tu estimación de horas en el caso del Ontario Bank.

Peckham se la arrebató, la examinó y protestó.

—¿Solo treinta horas?

—Como mucho.

—Te equivocas. Multiplícalas por dos y déjalas en sesenta.

Kyle se encogió de hombros. Que las dejara en lo que le diera la gana. Si un cliente podía pagar veinticuatro mil dólares por un trabajo que no se había realizado, entonces también podía pagar el doble.

—Tenemos una vista en los tribunales federales a las nueve. Saldremos de aquí a las ocho y media. Acaba el memorando que te encargué y preséntate aquí a las ocho.

La idea de que un abogado del departamento de Litigios pudiera acercarse siquiera a un tribunal en su primer año era algo nunca visto y, para Kyle, lo que había empezado siendo un día deprimente mejoró en el acto. De los doce recién contratados que eran en el departamento, nadie que él supiera había visto acción en vivo y en directo. Corrió a su cubículo. Estaba examinando sus e-mails cuando apareció Tabor con una gran taza de café y aspecto descompuesto. Se había recuperado lentamente del golpe que le había supuesto el suspenso. Y aunque este le había bajado los humos, volvía poco a poco a su actitud habitual.

—Lamento lo de tu amigo —le dijo, tirando en la silla su maletín y el abrigo.

—Gracias —contestó Kyle.

Tabor permanecía de pie, tomando café y visiblemente deseoso de hablar.

—¿Conoces a H. W. Prewitt, uno de los socios de Litigios, que está dos pisos más arriba?

—No —dijo Kyle.

—Tiene unos cincuenta años. Un texano grandote. A sus espaldas lo llaman «Harvey Wayne». ¿Lo pillas? Harvey Wayne, un primer nombre compuesto, texano…

—Lo pillo.

—También lo llaman Texas Slim[5] porque pesa casi doscientos kilos. Es un cabrón de cuidado. Fue a la universidad pública, después a A &M y de ahí a la facultad de Derecho de Texas. Odia a los de Harvard. Me ha estado persiguiendo. Hace dos días me cogió y me encargó un proyecto que podría llevar cualquier secretaria de segunda. Pasé seis horas la noche del jueves desenterrando carpetas llenas de documentación probatoria para una exposición que el tío tenía que dar ayer. De modo que cogí las carpetas y las reorganicé como él quería. Había una docena de cartapacios, cada uno de más de cien páginas. Una tonelada de papel. A las nueve de la mañana de ayer viernes, los puse todos en un carrito y corrí con él hasta la sala de conferencias donde había al menos un centenar de letrados reunidos para escuchar su exposición. ¿Y sabes tú qué hizo Harvey Wayne?

—Ni idea. ¿Qué?

—Esa sala tiene una puerta que da a otra sala de reuniones, una de esas puertas de vaivén que no se cierran. Pues Harvey Wayne, el muy cabrón, me dijo que apilara los cartapacios en el suelo para que sirvieran de tope para la puerta. Hice lo que me decía, y cuando salía de la sala lo oí decir algo así como: «Esos chicos de Harvard son los mejores auxiliares jurídicos que conozco».

—¿Cuántos cafés te has tomado?

—Dos.

—Yo solo me he tomado uno y tengo que terminar este memorando como sea.

—Lo siento. ¿No has visto a Dale?

—No. El martes por la tarde me fui al funeral y acabo de llegar. ¿Pasa algo?

—El martes por la noche se quedó atascada con un proyecto muy malo que le encargaron. No creo que haya dormido mucho. Será mejor que no le quites ojo.

—Eso haré.

A las ocho y media, Kyle salió de la oficina con Doug Peckham y otro socio veterano llamado Noel Bard. Caminaron a toda prisa hasta un aparcamiento situado a un par de manzanas y, cuando el empleado les entregó el Jaguar último modelo de Bard, Peckham dijo:

—Tú conduces, Kyle. Vamos a Foley Square.

Kyle sintió deseos de protestar, pero no dijo nada. Bard y Peckham subieron al asiento de atrás y lo dejaron solo al volante, como si fuera el chófer.

—Lo siento. No estoy seguro de cuál es el mejor camino —se disculpó Kyle, temiendo perderse y que dos peces gordos del bufete llegaran tarde a su cita con los tribunales.

—Sigue por Broad Street hasta que se convierta en Nassau y a partir de ahí sigue hasta Foley Square —le dijo Bard, como si hiciera el trayecto todos los días—. Y conduce con cuidado. Esta maravilla es flamante y me ha costado cien de los grandes. Es el coche de mi mujer.

Kyle no recordaba haberse sentido tan nervioso al volante. Al final consiguió situarse ante los mandos y los retrovisores y se unió al tráfico, mirando en todas direcciones. Para empeorar las cosas, a Peckham le dio por hablar.

—Kyle, quería preguntarte por algunos nombres de recién incorporados. Barren Bartkowski.

Sin atreverse a mirar por el retrovisor, Kyle esperó unos segundos y preguntó:

—¿Qué pasa con él?

—¿Lo conoces?

—Claro. Conozco a todos los recién incorporados que están en el departamento de Litigios.

—¿Qué me dices de él? ¿Habéis trabajado juntos? ¿Es bueno, malo? Dime algo, Kyle, ¿qué nota le pondrías?

—No sé, es un buen tipo. Lo conozco de Yale.

—Su trabajo, Kyle, háblame de su trabajo.

—Todavía no he trabajado con él.

—Se dice que es un «flojeras», que huye de los socios, que se retrasa con sus proyectos y que es perezoso a la hora de facturar.

Kyle se preguntó si también haría estimaciones de sus horas, pero no dijo nada y mantuvo la atención puesta en los taxis que zigzagueaban de carril en carril y que giraban inesperadamente, saltándose todas las normas de tráfico.

—¿Y no has oído decir que es un «flojeras», Kyle?

—Sí —respondió este al fin, porque era cierto—. Eso he oído.

Bard decidió echar una mano para machacar al pobre Bartkowski.

—Es el que menos horas ha facturado de todos los recién incorporados.

Hablar mal de los colegas era uno de los deportes favoritos del bufete, y los socios lo practicaban con idéntica asiduidad que los junior. Cualquiera de ellos que se escaqueara o que tomara atajos recibía tarde o temprano la etiqueta de «gandul» y ya no se la quitaba de encima. A la mayoría de los «gandules» les daba igual. Trabajaban menos, cobraban lo mismo y casi no corrían el riesgo de que los despidieran a menos que les descubrieran algún escándalo sexual o robando dinero de algún cliente. Sus gratificaciones eran menores, pero ¿quién necesitaba gratificaciones cuando el sueldo base resultaba tan generoso? Normalmente duraban cinco o seis años en los bufetes, hasta que alguien les informaba de que nunca llegarían a ser socios de pleno derecho y les indicaba el camino de salida.

—¿Y qué me dices de Jeff Tabor? —quiso saber Peckham.

—Lo conozco bien y desde luego no es ningún «gandul».

—Tiene fama de ser un francotirador —comentó Doug.

—Sí. Eso es cierto. Es competitivo, pero no de los que te saltan al cuello.

—¿Te cae bien?

—Sí. Tabor es un buen tipo y más listo que el hambre.

—Pues se diría que no es tan listo como dices —terció Bard—. Tuvo un tropiezo con su examen del Colegio de Abogados.

Kyle prefirió no hacer comentarios, y tampoco fue necesario porque un taxi se le cruzó por delante, obligándolo a clavar los frenos y a dar un bocinazo. Por la ventanilla del taxi asomó un puño que se convirtió en un dedo medio furiosamente alzado, y Kyle se llevó su primer rapapolvo. «Tú tranquilo», se dijo.

—Tienes que tener cuidado con esos idiotas —le advirtió Peckham.

Kyle oyó ruido de papeles en la parte de atrás y comprendió que estaban revisando algo importante.

—¿Nos va a tocar el juez Hennessy o su magistrado? —preguntó Peckham a Bard.

Kyle quedó excluido de la conversación, pero no le molestó porque prefería concentrarse en el tráfico que tenía delante y no le interesaba estar pendiente de la actuación de sus colegas.

Al cabo de diez minutos de conducir en medio del denso tráfico, Kyle tenía la camisa empapada de sudor y respiraba pesadamente.

—Hay un solar en la esquina de Nassau y Chambers, a dos manzanas de los juzgados —le advirtió Bard.

Kyle asintió nerviosamente. Encontró el solar, pero estaba lleno de coches aparcados, lo cual provocó toda clase de improperios en el asiento de atrás. Peckham tomó el mando.

—Mira, Kyle, tenemos prisa así que déjanos en la puerta de los juzgados, en Foley Square. Luego, da unas cuantas vueltas a la manzana hasta que encuentres un sitio en la calle donde aparcar.

—¿En qué calle?

Peckham estaba guardando papeles en su maletín y Bard se había puesto a hablar por el móvil.

—Da lo mismo. En cualquier calle. Y si no encuentras ningún sitio, te quedas dando vueltas. Ahora déjanos bajar aquí.

Kyle se arrimó a la acera y se detuvo haciendo que una bocina lo abroncara desde detrás. Los dos socios se apearon del coche a toda prisa.

—Tú sigue dando vueltas. Ya encontrarás algo —fueron las últimas palabras de Peckham.

Bard se las arregló para interrumpir momentáneamente su conversación para añadir:

—Y ve con cuidado. Recuerda que es el coche de mi mujer.

Una vez solo, Kyle se alejó e intentó relajarse. Se dirigió al norte por Centre Street, condujo a lo largo de cuatro manzanas, giró a la izquierda por Leonard y enfiló hacia el oeste. Todos los espacios disponibles estaban ocupados por coches o motos. Una increíble cantidad de señales prohibían aparcar en todos los espacios libres. Kyle nunca había visto tantas. No vio ningún aparcamiento, pero sí a muchos policías poniendo multas. Siguió adelante un poco más, cada vez más lentamente, hasta que se metió en Broadway y el tráfico se hizo aún más denso. Avanzó a paso de tortuga durante seis manzanas y dobló a la izquierda por Chambers. Dos manzanas más adelante volvía a encontrarse ante el edificio de los tribunales donde se suponía que debía estar estrenándose como abogado especialista en juicios, aunque solo fuera como reserva.

Giró a la izquierda por Centre, a la izquierda por Leonard, a la izquierda por Broadway, a la izquierda por Chambers y de vuelta a los tribunales. Siempre preocupado por tener que facturar, miró la hora. La segunda vuelta le había llevado diecisiete minutos de reloj, y seguía sin encontrar un sitio donde dejar el coche. Lo que sí veía eran las mismas señales de prohibido aparcar, los mismos policías, las mismas prostitutas callejeras y los mismos camellos hablando por el móvil con sus contactos.

Dieron las nueve sin que recibiera una sola llamada de Peckham, ni siquiera una rápida para preguntar dónde se había metido. La vista se estaba celebrando pero sin la asistencia de Kyle, el litigador. Sin embargo, Kyle, el chófer, estaba trabajando de firme. Tres vueltas más tarde se aburrió del recorrido, de modo que añadió una manzana más hacia el oeste y otra hacia el sur. Pensó en parar un momento y comprar un café, pero no se atrevió por miedo a que se le derramara y manchara la tapicería de cuero del Jaguar nuevo de la mujer de Bard. Al final ya se sentía cómodo al volante. Era un automóvil estupendo que merecía hasta el último centavo de los miles de dólares que valía. El depósito de gasolina estaba medio lleno, y eso lo preocupó. El constante arrancar y parar suponía un esfuerzo para un motor tan grande. La vista del juicio que se estaba perdiendo era sin duda importante y exigía la presencia de experimentados letrados que estarían impacientes por exponer sus argumentos con la mayor convicción, de modo que la cosa podía ir para largo. Estaba claro que todas las plazas de aparcamiento del Lower Manhattan estaban ocupadas, y con sus tajantes instrucciones de seguir dando vueltas, Kyle aceptó el hecho de que no le quedaba más remedio que seguir quemando gasolina. Empezó a buscar una estación de servicio. Llenaría el depósito, cargaría el importe al cliente y se marcaría un tanto ante Bard.

Cuando tuvo el depósito lleno, se puso a pensar otras maneras de apuntarse tantos. ¿Un rápido lavado del coche? ¿Un cambio de aceite? Al pasar por delante del edificio de los juzgados, un vendedor ambulante de comida se quedó mirándolo y levantó los brazos como diciendo «Pero ¿todavía sigues dando vueltas, estás loco o qué?». De todas maneras, Kyle no se dejó impresionar. Al final descartó el lavado y el engrase.

Puesto que ya se sentía cómodo con el tráfico, decidió llamar a Dale por el móvil. Ella contestó al tercer o cuarto timbrazo, en voz baja.

—Estoy en la biblioteca —susurró.

—¿Estás bien? —le preguntó Kyle.

—Sí.

—No es eso lo que me han dicho.

Una pausa.

—Es que llevo dos noches sin dormir. Me da la impresión de que empiezo a delirar.

—Te encuentras fatal.

—¿Y tú, dónde estás?

—En estos momentos me encuentro en Leonard Street, conduciendo el Jaguar nuevo de la mujer de Leonard Bard. ¿Qué pensabas que estaba haciendo?

—Lo siento, ha sido una pregunta tonta. ¿Qué tal fue el funeral?

—Espantoso. ¿Por qué no cenamos juntos esta noche? Necesito poder hablar con alguien.

—Esta noche pensaba quedarme en casa y acostarme temprano. Dormir. Solo quiero dormir.

—Pero también tienes que comer. Llevaré un poco de comida china. Nos tomaremos una copa de vino y nos iremos a la cama. Nada de sexo. Ya lo hemos hecho otras veces.

—No sé, ya veremos. Primero tengo que salir de aquí.

—¿Lo conseguirás?

—Lo dudo.

A las once de la mañana, Kyle se congratuló porque ya podía facturar a su cliente ochocientos dólares por dar vueltas al volante de un Jaguar. Se rio de sí mismo: ex editor jefe del Yale Law Journal convertido en chófer, frenando, acelerando, girando, circulando impecablemente alrededor del edificio de los juzgados. Sí señor, así podía ser la vida de un abogado de un importante bufete de Wall Street.

¡Si su padre pudiera verlo en esos momentos!

A las doce menos cuarto recibió la primera llamada.

—Estamos saliendo del tribunal —anunció Bard—. ¿Dónde te has metido?

—No he podido encontrar aparcamiento.

—¿Y dónde estás ahora?

—A dos manzanas de los juzgados.

—Bien, recógenos donde nos dejaste.

—Será un placer.

Minutos más tarde, Kyle se detenía junto a la acera con una maniobra digna de un profesional para que subieran sus dos pasajeros.

—¿Adónde? —preguntó, incorporándose de nuevo al tráfico.

—Al despacho —fue la seca respuesta de Peckham.

Durante un rato, nadie abrió la boca. Kyle esperaba que le echaran un rapapolvo por lo ocurrido en las horas previas: «¿Qué demonios has estado haciendo? ¿Por qué no te has presentado en la vista?». Pero no, nadie le dijo nada; y no tardó en comprender con tristeza que no lo habían echado en absoluto en falta. Aunque solo fuera para hacer un poco de ruido, al final preguntó:

—¿Qué tal ha ido la vista?

—No ha ido —contestó Peckham.

—¿Qué vista? —preguntó Bard.

—Perdonad, pero ¿qué habéis estado haciendo desde las nueve de la mañana?

—Esperando que al honorable Theodore Hennessy se le pasara la resaca y se dignara honrarnos con su presencia —dijo Bard.

—La vista se ha aplazado dos semanas —añadió Peckham.

El teléfono de Kyle vibró cuando salieron del ascensor en la planta treinta y dos. El mensaje de texto de Tabor decía: «Corre al cubículo. Problemas».

Tabor salió a su encuentro en la escalera.

—¿Qué tal te ha ido en los tribunales?

—¡Fantástico! ¡Me encantan los tribunales! ¿Qué problema hay? —preguntó mientras caminaban por el pasillo y pasaban ante Sandra, la secretaria.

—Se trata de Dale —dijo Tabor en voz baja—. Se ha desmayado, le ha dado un patatús o algo así.

—¿Dónde está?

—He ocultado el cuerpo.

Dale se encontraba en el cubículo, descansando tranquilamente en un saco de dormir medio escondido bajo la mesa de Tabor. Tenía los ojos abiertos y parecía alerta, pero estaba muy pálida.

—El jueves por la mañana se levantó a las cinco —explicó Tabor—. No ha dormido desde entonces, lo cual supone unas cincuenta y tantas horas sin sueño. Me parece que es un récord.

Kyle se arrodilló junto a Dale y le cogió la muñeca para tomarle el pulso.

—¿Estás bien? —le preguntó.

Ella asintió, pero no resultó convincente.

Tabor, que hacía de centinela, miró alrededor y siguió hablando.

—Dale no quiere que nadie se entere. Le he dicho que llamemos a la enfermera, pero no me ha dejado. ¿Tú qué dices, Kyle?

—No se lo digas a nadie —pidió Dale con voz quebrada—. Solo ha sido un desmayo. Estoy bien.

—Tu pulso es firme —dijo Kyle—. ¿Crees que puedes caminar?

—Creo que sí.

—Entonces los tres saldremos ahora mismo a comer algo —propuso Kyle—. Te llevaré a casa y allí descansarás. Tabor, por favor, pide un coche.

Entre los dos la cogieron cada uno por un brazo y la ayudaron a ponerse en pie. Dale respiró hondo.

—Puedo caminar —aseguró.

—Estamos contigo, no te preocupes —le dijo Kyle.

Al salir del edificio despertaron alguna mirada de curiosidad —una joven junior, menuda y bien vestida pero muy pálida, del brazo de dos colegas con los que sin duda iba a comer—, pero a nadie le importó. Tabor ayudó a sus amigos a entrar en el coche y después regresó al cubículo para borrar sus huellas por si fuera necesario.

Kyle subió en brazos a Dale los tres pisos de su apartamento, la ayudó a desvestirse y a meterse en la cama. Luego, le dio un beso en la frente, apagó la luz y cerró la puerta.

Fue al salón y se quitó la chaqueta y los zapatos y ocupó toda la mesa de la cocina con su portátil, el FirmFone y una carpeta llena de documentos para un memorando que tenía pendiente. Cuando por fin se hubo situado, los párpados se le empezaron a cerrar hasta que no tuvo más remedio que tumbarse en el sofá y dar una rápida cabezada. Tabor llamó una hora más tarde y lo despertó. Kyle le aseguró que Dale estaba durmiendo profundamente y que volvería a estar como una rosa cuando hubiera descansado lo suficiente.

—Van a hacer un anuncio formal a las cuatro de la tarde —explicó Tabor—. Se trata de algo gordo relacionado con la ruptura. Habrá que estar pendiente del correo electrónico.

Puntualmente, a las cuatro, Scully & Pershing mandó un e-mail a todos sus abogados anunciándole la marcha de seis socios y treinta y un abogados junior de su departamento de Litigios. Había una lista con los nombres. La salida sería oficialmente efectiva a las cinco de la tarde de ese mismo día. El boletín concluía con el habitual panegírico sobre la grandeza del bufete y asegurando a todo el mundo que la ruptura no sería en menoscabo de la capacidad del bufete a la hora de atender las necesidades de sus numerosos y distinguidos clientes.

Kyle se asomó al dormitorio. Dale respiraba con total normalidad y no se había movido.

Apagó algunas luces en el salón y se tumbó en el sofá. Nada de memorandos, nada de facturar. Que el bufete se fuera al cuerno durante unas horas. ¿Cuántas veces tendría la oportunidad de relajarse de esa manera un jueves por la tarde? Tenía la impresión que hacía meses del funeral. Pittsburg se hallaba en otra galaxia. Baxter ya no estaba, pero nadie lo olvidaba. Necesitaba a Joey, pero Joey también se había marchado.

El zumbido del teléfono lo despertó por segunda vez. El e-mail era de Doug Peckham y decía: «Kyle. Gran reorganización en Litigios. Me han incorporado al caso Trylon, y a ti también. Te quiero en el despacho de Wilson Rush a las siete en punto de la mañana».