27

En los cuatro meses y medio que Kyle llevaba viviendo en su deprimente apartamento, se las había arreglado para no recibir invitados. Dale le había pedido ir en un par de ocasiones, hasta que al fin había desistido. Kyle le describía su casa como una covacha prácticamente sin amueblar, casi sin agua caliente, llena de bichos y con paredes que parecían de papel. Le aseguró que estaba buscando un sitio un poco mejor, pero ¿qué junior de primer año tenía tiempo para buscar un piso decente? Lo cierto era que prefería su covacha precisamente por aquella misma razón: para no tener invitados y, de ese modo, evitar el riesgo de que sus conversaciones fueran espiadas y grabadas. Aunque no había intentado limpiar el sitio de micrófonos y demás dispositivos de escucha, sabía que estaban allí. Sospechaba que había cámaras ocultas observándolo día y noche; pero, puesto que les había hecho creer que no sabía que lo vigilaran, seguía ajustándose a la rutina cotidiana de vivir como un ermitaño. Los intrusos entraban y salían —al menos una vez a la semana—, pero él no recibía invitados.

Dale se contentaba con recibirlo en su apartamento porque le daban miedo los bichos.

«¡Si supieras! —pensaba Kyle—. ¡Mi casa tiene todos los bichos conocidos del mundo subterráneo!»

Al final habían conseguido acostarse juntos sin dormirse antes, pero caían en el más profundo sueño inmediatamente después. Habían infringido las normas del bufete al menos en cuatro ocasiones y no tenían intención de corregirse.

Cuando Baxter llamó y preguntó a Kyle si podía pasar unos días en su casa, este tenía lista una sarta de mentiras debidamente convincentes. Joey le había enviado una llamada de alerta desde el teléfono de su despacho que llegó justo después de que Kyle se hubiera despedido de Baxter.

—Tenemos que hacer algo —le había repetido incansablemente Joey, hasta que Kyle le dijo que se callara.

La idea de tener a Baxter alojado en su casa, hablando día y noche sobre lo ocurrido con Elaine era demasiado para imaginarlo. Kyle casi podía ver a Bennie acompañado de sus técnicos, sujetándose los auriculares y escuchando a Baxter sermonear sobre la necesidad de enfrentarse al pasado, admitir lo hecho y esas cosas. Si el episodio de Elaine estallaba en Pittsburg, Kyle se vería implicado en él de un modo u otro, y Bennie perdería su poder de chantaje sobre él.

—Lo siento, Bax —le dijo por el móvil, haciéndose el simpático—. Solo tengo un dormitorio, si es que se puede llamar así, y hace más de un mes que tengo a mi hermana durmiendo en el sofá. Está en Nueva York, buscando trabajo. En fin, digamos que mi casa está a rebosar.

Baxter se instaló en una habitación del Soho Grand. Se reunieron para tomar una pizza a última hora en un restaurante que abría las veinticuatro horas situado en Bleecker Street, en el Village. Kyle lo escogió porque había estado allí antes y había tomado notas de su idoneidad para futuros usos: una puerta de entrada y otra de salida, un gran ventanal que daba a la calle, mucho ruido y, sobre todo, era demasiado pequeño para que los sabuesos de Bennie entraran sin llamar la atención. Kyle llegó a las diez menos cuarto, quince minutos antes para poder tener un reservado donde sentarse de cara a la entrada, y fingió sumirse en la lectura de un grueso expediente, igual que cualquier junior de primer año entregado a su trabajo.

Baxter llevaba el mismo vaquero, el mismo suéter y las mismas botas militares que cuando Joey había hablado con él. Se dieron un abrazo y se instalaron en el reservado sin dejar de hablar. Pidieron unos refrescos, y Kyle le dijo:

—He hablado con Joey. Felicidades por tu rehabilitación. Tienes muy buen aspecto.

—Gracias. En los últimos meses he pensado mucho en ti. Tú dejaste la bebida durante tu primer año en la universidad, ¿verdad?

—Así es.

—Pero no recuerdo por qué lo hiciste.

—Porque un asesor me dijo que la cosa iría a peor, que en esos momentos no tenía un problema grave con la bebida, pero que sin duda iría a peor si seguía por ese camino. Así pues, lo dejé. No había vuelto a probar una gota de alcohol hasta hace un par de semanas, que me tomé un par de copas de vino. Hasta el momento no ha pasado nada. Si veo que la cosa pinta mal, lo volveré a dejar.

—Yo tenía tres úlceras de estómago abiertas cuando me internaron. Pensé en suicidarme, pero no lo hice porque echaba demasiado de menos el vodka y la coca. Estaba hecho polvo.

Encargaron una pizza y charlaron largo rato del pasado, especialmente del de Baxter, que soltó historia tras historia sobre los tres últimos años pasados en Los Ángeles: su intento de abrirse paso en el cine, las juergas, las drogas, las chicas más guapas de los rincones más lejanos de Estados Unidos, que llegaban dispuestas a hacer lo que fuera físicamente necesario para casarse o divorciarse de alguien rico. Kyle escuchó atentamente sin dejar de vigilar la puerta de entrada y los ventanales. Nada.

Conversaron sobre los viejos amigos, del nuevo trabajo de Kyle, de la nueva vida de Baxter. Al cabo de una hora, cuando la pizza ya se había acabado, entraron en los asuntos urgentes.

—Supongo que Joey te habrá hablado de lo que le dije sobre Elaine —comentó Baxter.

—Desde luego, y me parece mala idea. Escucha, Baxter, yo entiendo de leyes, y tú no. Te vas a meter en arenas movedizas y nos vas a arrastrar a todos contigo.

—Pero tú no hiciste nada. ¿Por qué te preocupa tanto?

—Mira, te voy a plantear la situación —dijo Kyle, acercándose más, impaciente por explicarle lo que llevaba horas meditando—. Supón que vas a ver a Elaine en busca de algún tipo de perdón, de redención, lo que sea que crees que vas a encontrar. Tú te disculpas ante alguien a quien perjudicaste y puede que ella ponga la otra mejilla, acepte tus disculpas, que os deis un abrazo y os despidáis tan amigos. Pero no es probable que ocurra. Lo probable es que ella no opte por la alternativa cristiana y que decida, con la ayuda de la fiera de su abogada, que lo que desea realmente es justicia. Lo que busca es una revancha. Hace años gritó que la habían violado y nadie le hizo caso. Y ahora, tú, con tus torpes disculpas, lo que vas a conseguir es darle la razón. Se sentirá violada, y su abogada no hará más que ponérselo fácil. El asunto se pondrá en marcha y empezará a rodar rápidamente. En Pittsburg hay un fiscal al que, como de costumbre, le gusta salir en los periódicos. Como todos los fiscales está cansado de la rutina, de las luchas entre bandas, del crimen callejero; de repente, se le presenta la ocasión de ir tras cuatro chavales blancos de Duquesne, uno de los cuales lleva el apellido Tate. No solo un gran acusado blanco, ¡sino cuatro! Imagina los titulares, las ruedas de prensa y las entrevistas. Él será el héroe, y nosotros los malos de la película. Naturalmente, tendremos derecho a un juicio justo y todo eso, pero será dentro de un año, de un año que se convertirá en un aterrador infierno. No, Baxter, no puedes hacerlo. Harás demasiado daño a demasiada gente.

—¿Y si le ofrezco dinero? Un trato a dos bandas, entre ella y yo.

—Quizá funcione. En todo caso, estoy seguro de que a su abogada le encantaría conocer vuestras negociaciones. De todas maneras, ofrecer dinero implica aceptar un principio de culpa. No conozco a Elaine, y tú tampoco; pero a juzgar por el encuentro que Joey tuvo con ella, creo que podemos asegurar que no es una persona muy estable. No sabemos cómo reaccionará; por lo tanto, me parece demasiado arriesgado.

—Escucha, Kyle, yo no puedo seguir viviendo como si nada hasta que haya hablado con ella. Tengo la sensación de que, de un modo u otro, le he hecho daño.

—Lo entiendo, y comprendo que suena estupendamente en el manual de Alcohólicos Anónimos; pero, cuando hay otra gente implicada, la cosa cambia. Tienes que olvidarlo, Baxter, echártelo a la espalda y seguir adelante.

—No estoy seguro de poder hacerlo.

—Mira, creo que hay un punto de egoísmo en tu posición. Quieres hacer algo que crees que te hará sentir mejor. Bien, me alegro por ti; pero ¿qué pasa con los demás? Puede que tu vida sea más plena, pero seguro que arruinas de paso la nuestra. Me temo que en este asunto te equivocas de pleno. Deja a esa chica en paz.

—Puedo disculparme con Elaine sin reconocer haber cometido delito alguno. Le diré que estaba equivocado y que lo lamento.

—Su abogada no es estúpida, Baxter, y seguro que estará sentada con ella, grabadora en mano. —Kyle dio un sorbo a su refresco y tuvo un flashback del primer vídeo. Si Baxter lo veía, si se veía turnándose con Joey mientras Elaine estaba inconsciente, el sentimiento de culpa acabaría con él.

—Tengo que hacer algo.

—No es verdad. No tienes por qué hacer nada —contestó Kyle, levantando la voz por primera vez a causa de la tozudez de su amigo—. No tienes derecho a arruinar nuestra vida.

—Yo no voy a arruinarte la vida, Kyle. Tú no hiciste nada malo.

«¿Está despierta?», pregunta Joey. Y esas palabras resuenan en la sala del tribunal. Los miembros del jurado miran ceñudamente a los cuatro acusados. Quizá sienten compasión por Alan y Kyle porque no hay evidencia alguna de que hayan violado a la chica, y al final los declaran inocentes. Pero quizá están hartos de todos ellos y deciden enviarlos a la cárcel.

—Estoy dispuesto a cargar con la culpa —aseguró Baxter.

—¿Por qué tienes tantas ganas de meterte en unos problemas que ni te imaginas? En este asunto te estás jugando una pena de cárcel, Baxter. ¡Despierta, tío!

—Cargaré con la culpa —repitió como si fuera un mártir—. Vosotros os podréis librar.

—No me estás escuchando, Baxter. Esto es más complicado de lo que crees.

Se encogió de hombros.

—Puede.

—¡Escúchame, maldita sea!

—Te escucho, Kyle; pero también escucho al Señor.

—Bueno, ahí no puedo competir.

—Y él me está conduciendo hasta Elaine, hasta el perdón. Y creo que ella me escuchará, que me perdonará y que olvidará. —En su voz había una firme y piadosa convicción.

Kyle comprendió que casi no tenía nada más que echarle en cara.

—Está bien, tómate un mes para pensarlo y decidir —propuso—. No te precipites. Tanto Joey como Alan y yo también tenemos algo que decir en todo esto.

—Vámonos. Estoy cansado de estar aquí sentado.

Pasearon por el Village durante media hora, hasta que Kyle, agotado, se despidió.

Cuando su móvil sonó, tres horas más tarde, estaba profundamente dormido. Era Baxter.

—He hablado con Elaine —declaró con orgullo—. La he localizado, la he despertado y hemos hablado un rato.

—¡Serás idiota! —espetó Kyle sin pensarlo.

—La verdad es que ha ido bastante bien.

—¿Qué le has dicho?

Kyle estaba en el cuarto de baño, arrojándose agua fría a la cara con una mano y sosteniendo el teléfono con la otra.

—Le he dicho que nunca me he sentido tranquilo con lo que ocurrió. Lo único que he reconocido ante ella han sido remordimientos.

«Gracias a Dios», se dijo Kyle.

—¿Y ella qué te dijo? —preguntó.

—Me dio las gracias por llamarla. Luego, se echó a llorar y dijo que nadie la había creído nunca; que sigue sintiendo que fue violada; que siempre supo que habíamos sido Joey y yo, y que tú y Alan os quedasteis cerca, mirando.

—Eso no es verdad.

—Nos vamos a reunir dentro de unos días. Vamos a comer juntos en Scranton. Los dos solos.

—¡No lo hagas, Baxter! ¡Por favor, no lo hagas! ¡Lo lamentarás toda tu vida!

—Sé lo que estoy haciendo, Kyle. He rezado mucho para esto y confío en que Dios me guiará. Elaine me prometió que no le diría nada a su abogada. Debes tener fe.

—Elaine trabaja a tiempo parcial para esa abogada. Eso no te lo dijo, ¿verdad? ¡Si caes en su trampa, despídete!

—Mi vida está empezando de nuevo, viejo amigo. Fe, Kyle, fe. Buenas noches.

Colgó, y la comunicación se interrumpió.

Baxter voló a Pittsburg a la mañana siguiente, fue a buscar su coche —un Porsche que tenía intención de vender— al aparcamiento que tenía alquilado y se registró en un motel del aeropuerto. Los extractos de la tarjeta de crédito revelaron que pasó dos noches en el motel y no firmó su salida. Su móvil mostró numerosas llamadas entrantes y mensajes de texto, tanto de Joey Bernardo como de Kyle McAvoy, que no fueron respondidos. Mantuvo dos largas conversaciones con el Hermano Manny en Reno y un par más, muy breves, con sus padres y su hermano, en Pittsburg. No realizó ninguna llamada a Elaine Keenan.

El último día de su vida salió de Pittsburg antes del amanecer y se dirigió a Scranton, un trayecto de unos cuatrocientos cincuenta kilómetros que duraba unas cinco horas. Según el rastro de cargos dejado por su tarjeta, se detuvo a repostar en una gasolinera de Shell cerca del cruce de la Interestatal 79 con la 80, a unos noventa kilómetros al norte de Pittsburg. A continuación siguió camino hacia el este por la I-80 y condujo durante un par de horas, hasta que su viaje concluyó brusca y violentamente. Cerca del pueblo de Snow Shoe se detuvo en un área de descanso y fue al aseo de caballeros. Eran aproximadamente las once menos cuarto de un viernes de mediados de noviembre. El tráfico era escaso, y en la zona de descanso había pocos vehículos.

El señor Dwight Nowoski, un jubilado de Dayton que se dirigía a Vermont con su esposa —que había entrado en el aseo de señoras— descubrió a Baxter poco después de que este hubiera sido tiroteado. Todavía estaba con vida, pero agonizaba rápidamente por culpa de una herida en la cabeza. El señor Nowoski lo halló en el suelo del urinario, con el vaquero desabrochado, cubierto de sangre y orines. El joven se estremecía y gemía igual que un ciervo arrollado por un camión. No había nadie más en el aseo cuando el señor Nowoski entró y se topó con la macabra escena.

Evidentemente, el asesino había seguido a Baxter al interior del lavabo, echó un vistazo para asegurarse de que no había nadie cerca y colocó rápidamente el cañón de una pistola de 9 mm —una Beretta, según el laboratorio— en la base del cráneo de Baxter y disparó una sola vez. Un silenciador amortiguó el ruido. La zona de descanso no estaba equipada con cámaras de vigilancia.

La policía estatal de Pensilvania acordonó la zona y sus alrededores. Seis viajeros, incluyendo al señor y la señora Nowoski, fueron interrogados largamente en la escena del crimen. Uno de ellos recordaba haber visto llegar y alejarse una camioneta Penske amarilla, de alquiler, pero no supo decir cuánto tiempo se había quedado. Los testigos calculaban que cuatro o cinco vehículos se habían marchado de la zona de descanso después del hallazgo del cuerpo y antes de que llegara la policía. Nadie recordaba haber visto a Baxter entrar en los aseos ni a su asesino siguiéndolo. Una señora de Rhode Island recordaba haber visto a un individuo apoyado en la entrada del aseo de caballeros cuando ella fue al de señoras, y al pensarlo mejor añadió que era probable que estuviera vigilando porque ni entraba ni salía. En cualquier caso, hacía rato que se había ido, y su descripción se limitaba a: un hombre blanco de entre treinta y cuarenta y cinco años, de un metro setenta y cinco, con una chaqueta oscura que lo mismo podía ser de cuero que de lana o algodón. Junto con los informes del laboratorio y la autopsia, el relato de la mujer completaba la información del suceso.

Nadie había tocado la cartera de Baxter, tampoco su billetero ni su reloj. La policía le registró los bolsillos y no encontró nada salvo unas cuantas monedas, las llaves del coche y una barra de protector labial. El informe de la autopsia revelaría que no había rastro de drogas ni alcohol en su cuerpo, en sus ropas o en su coche.

Eso sí, el patólogo descubrió un hígado sumamente dañado para tratarse de un joven de solo veinticinco años.

El robo quedó inmediatamente descartado por razones obvias: nadie se había llevado nada a menos que la víctima portara algo valioso que nadie hubiera visto. Sin embargo, ¿por qué iba el ladrón a dejar más de quinientos dólares en efectivo y ocho tarjetas de crédito? ¿Y por qué no robar el Porsche, ya que tenía la posibilidad? Tampoco había indicios de que el crimen tuviera una motivación sexual. Podía tratarse de un asunto de drogas, pero estos solían ser mucho más llamativos.

Una vez descartados los móviles del robo, las drogas y el sexo, los investigadores quedaron perplejos. Vieron cómo el cuerpo desaparecía en el interior de una ambulancia, camino de Pittsburg y se dieron cuenta de que tenían un problema entre manos. La aparente falta de móvil, el uso de silenciador y la rapidez de la huida les hicieron llegar a la conclusión de que se hallaban ante el trabajo de un profesional.

La confirmación de que un miembro de una familia tan prominente había hallado un final tan extraño y brutal puso una nota de color en los habitualmente aburridos noticiarios de Pittsburg. Los equipos de televisión corrieron a la mansión de los Tate de Shadyside para toparse con el personal de seguridad de la casa. Durante generaciones, la familia había respondido siempre con un «no hay comentarios» a cualquier pregunta, y en esa ocasión no fue diferente. Uno de los abogados de la familia leyó una breve nota y pidió respeto y oraciones por la víctima. El tío Wally tomó una vez más las riendas de la situación y dio las órdenes oportunas.

Kyle se hallaba en su cubículo, charlando con Dale sobre sus planes para aquella noche, cuando le llegó la llamada de Joey. Eran casi las cinco de la tarde del viernes. Kyle había cenado con Baxter el martes por la noche y, aunque lo había intentado varias veces, no había vuelto a hablar con él desde entonces. Por lo que él y Joey sabían, Baxter había desaparecido o, al menos, no contestaba al teléfono.

—¿Qué ocurre? —preguntó Dale al ver la expresión de horror de Kyle.

Pero este no contestó. Se levantó y, sin quitarse el teléfono de la oreja, se alejó por el vestíbulo mientras escuchaba a Joey darle los detalles que en esos momentos salían por televisión. Perdió la conexión en el ascensor pero, una vez fuera del edificio, volvió a llamarlo y siguió escuchando. Las aceras de Broad Street estaban abarrotadas de gente que salía del trabajo. Kyle se sumergió en la multitud sin un abrigo para protegerse del frío, sin saber adónde ir.

—Lo han matado —le dijo finalmente a Joey.

—Sí, pero ¿quién?

—Creo que ya lo sabes.