A las cuatro y media de la mañana del lunes, Kyle salió a toda prisa del ascensor en el que había subido sin más compañía hasta la planta treinta y tres del bufete y se dirigió a su cubículo. Como de costumbre, las luces estaban encendidas; las puertas, abiertas, y el café, recién hecho. Fuera cual fuese la hora, siempre había alguien trabajando. Las recepcionistas, las secretarias, y el personal administrativo no entraban hasta las nueve, pero ninguno de ellos trabajaba más de cuarenta horas semanales. Los socios lo hacían un promedio de setenta, y no resultaba infrecuente que los abogados junior llegaran ocasionalmente a las cien.
—Buenos días, señor McAvoy.
Era Alfredo, uno de los agentes de seguridad vestidos de civil que merodeaban por los pasillos fuera de horas.
—Buenos días, Alfredo —contestó Kyle, haciendo una bola con su gabardina y lanzándola a un rincón, junto a su saco de dormir.
—¿Qué tal los Jets? —preguntó Alfredo.
—Preferiría no tener que hablar de ello —replicó Kyle.
Doce horas antes, los Jets habían derrotado a los Steelers por tres touchdowns bajo una intensa lluvia.
—Que tenga un buen día —se despidió Alfredo alegremente, mientras se alejaba feliz porque su equipo había machacado a los Steelers, y lo que era aún mejor: porque había encontrado a alguien a quien restregárselo por las narices.
—¡Malditos hinchas de Nueva York! —masculló por lo bajo Kyle, abriendo con llave el cajón de su mesa y sacando el portátil. Mientras esperaba que se cargase, echó un vistazo alrededor para asegurarse de que estaba solo. Dale se negaba a fichar antes de las seis. Tim Reynolds odiaba las mañanas y prefería llegar alrededor de las ocho y compensarlo quedándose hasta medianoche. ¡Y pobre Tabor! El francotirador había suspendido el examen del Colegio y desde entonces casi no se lo había vuelto a ver. El viernes anterior, un día después de que se hicieran públicos los resultados, había llamado para decir que estaba enfermo. Estaba claro que la enfermedad se había prolongado a lo largo del fin de semana. Sin embargo, no tenía tiempo de preocuparse por Tabor, que sabía cuidar de sí mismo.
Conectó rápidamente el T-Klip de la cámara de vídeo a un adaptador, y este al ordenador. Esperó unos segundos, hizo doble clic y se quedó muy quieto cuando apareció la imagen: Bennie, a todo color, de pie en el ascensor, esperando que las puertas se abrieran por completo y después saliendo y caminando con el paso confiado de quien no tiene prisa ni nada que temer. Luego, avanzaba cuatro pasos por el vestíbulo de mármol, miraba a Joey sin reconocerlo, daba cinco pasos más y salía del encuadre. La pantalla quedó en negro. Kyle detuvo la grabación, la rebobinó y la volvió a contemplar, reproduciéndola cada vez más lentamente. Al cuarto paso de Bennie, cuando miraba a Joey sin reconocerlo, Kyle apretó «Pausa» y estudió la imagen. Era el mejor primer plano de Bennie, nítido y completo. Hizo clic en «Imprimir» y pidió cinco copias. Tenía a su hombre, al menos en una grabación.
«¿Qué te parece este pequeño vídeo, Bennie? —se dijo Kyle—. No eres el único que sabes jugar con cámaras ocultas, ¿sabes?» Recogió rápidamente las cinco hojas de la fotocopiadora que había junto a la mesa de Sandra. Se suponía que había que anotar todas las fotocopias que se hicieran para poder pasar la cuenta correspondiente a los clientes; pero nadie decía nada si se destinaban unas pocas hojas a usos personales. Kyle las cogió y se felicitó mientras contemplaba el rostro de su atormentador, de su extorsionador, del pequeño hijo de puta que tenía en sus manos los resortes de su vida.
Luego, dio gracias mentalmente a Joey por tan espléndido trabajo. Un maestro del disfraz, demasiado rápido para los sabuesos que lo seguían, y un estupendo camarógrafo.
Cuando Kyle oyó una voz cerca, escondió el portátil, el T-Klip y subió las seis plantas que había hasta la biblioteca principal del piso treinta y nueve. Una vez allí, ocultó cuatro de las cinco fotos de Bennie en la carpeta secreta que escondía, perdida entre los cientos de estanterías.
Se asomó desde una de las galerías superiores de la biblioteca y contempló el piso principal. Vio hileras de mesas con particiones para estudiar y montones de libros repartidos en las distintas zonas de trabajo. Contó ocho abogados enfrascados en el trabajo, perdidos en su búsqueda de memorandos, mociones y resúmenes. Y eso un lunes de noviembre a las cuatro y media de la mañana. Menuda forma de empezar la semana.
Todavía no tenía claro el siguiente paso de su plan; pero, por el momento, Kyle se sentía satisfecho de poder tomarse un respiro y saborear su pequeña victoria mientras se decía que tenía que haber una forma de escapar de aquel lío.
Joey estaba conversando con un cliente que quería vender unas cuantas acciones de empresas petrolíferas, pocos minutos después de que los mercados financieros abrieran a primera hora del lunes, cuando sonó el segundo teléfono de su escritorio. Normalmente, era muy capaz de sostener dos conversaciones telefónicas a la vez; pero cuando oyó que alguien decía: «Hola, Joey. Soy Baxter. ¿Qué tal estás?», se deshizo en el acto de su cliente.
—¿Dónde paras? —le preguntó.
Hacía tres años que Baxter se había marchado de Pittsburg, después de graduarse en Duquesne, y desde entonces solo había vuelto por allí en contadas ocasiones. Pero, cuando lo había hecho, siempre había reunido a la vieja pandilla y organizado una juerga de copas que los dejaba sin fin de semana. Cuanto más tiempo pasaba en Los Ángeles, abriéndose camino como actor, más insoportable se volvía cuando volvía a casa.
—Estoy aquí, en Pittsburg —contestó—. Limpio y sobrio desde hace ciento sesenta días ya.
—Eso es estupendo, Baxter. No sabes cómo me alegro de oírlo. Sabía que estabas en tratamiento.
—Sí. Gracias al tío Wally, una vez más. Que Dios lo bendiga. ¿Tienes tiempo para comer algo rápido? Me gustaría hablar contigo de un asunto.
Nunca había ido a comer, al menos desde la época de la universidad. El almuerzo resultaba demasiado civilizado para Baxter. Cuando se reunía con los amigos siempre era en un bar y con toda la noche por delante.
—Pues claro. ¿De qué se trata?
—No es nada importante. Solo quiero saludarte. Cógete un sandwich y reúnete conmigo en Point State Park. Me gusta sentarme al aire libre y ver pasar los barcos.
—Desde luego, Baxter.
—Aquello parecía tan preparado que Joey sospechó algo.
—¿Te va bien a mediodía?
—Perfecto, nos vemos entonces.
A las doce, Baxter llegó sin nada para comer, solo con una botella de agua. Estaba mucho más delgado. Iba vestido con unos vaqueros gastados, un suéter azul marino y unas botas militares negras, todo seleccionado del almacén de ropa usada del Hermano Manny. Hacía tiempo que habían desaparecido los vaqueros italianos, las chaquetas de Armani y los mocasines de piel de cocodrilo. El Baxter de antes era historia.
Se dieron un fuerte abrazo, intercambiaron bromas y encontraron un banco vacío cerca de donde se unían los ríos Allegheny y Monongahela. Tras ellos, una gran fuente alzaba su surtidor.
—¿No comes nada? —preguntó Joey.
—No tengo hambre. Come tú.
Joey dejó a un lado su sandwich de pavo y contempló las botas militares de su amigo.
—¿Has visto a Kyle últimamente? —quiso saber Baxter, y pasaron un buen rato poniéndose al día de la vida de Kyle, Alan Strock y otros miembros de la hermandad Beta.
Cuando lo hacía Baxter, era en voz baja, lentamente y con la mirada en los ríos que tenía delante, como si su lengua funcionara pero tuviera la mente en otra parte. Cuando hablaba Joey, Baxter lo oía pero no lo escuchaba realmente.
—Pareces ausente —comentó Joey al final, con su habitual franqueza.
—Es que se me hace raro volver, ¿sabes? Además, ahora que estoy sobrio, todo me parece muy distinto. Soy un alcohólico, Joey, un alcohólico como la copa de un pino; ahora que he dejado de beber y que me he quitado todo ese veneno del cuerpo, veo las cosas de otra manera. No pienso volver a beber nunca más, Joey.
—Si tú lo dices…
—Ya no soy el Baxter que conocías.
—Me alegro, pero el Baxter de antes tampoco era tan malo tío.
—El Baxter de antes era un cerdo egoísta, pomposo y borracho, y tú lo sabes.
—Es verdad.
—Y dentro de cinco años habría muerto.
Una vieja barcaza cruzó lentamente el río, y ellos la observaron en silencio unos minutos. Joey desenvolvió su sandwich y empezó a comer.
—Estoy siguiendo los pasos para desintoxicarme del todo —comentó Baxter en voz baja—. ¿Conoces cómo funciona lo de Alcohólicos Anónimos?
—Un poco. Tengo un tío que se desalcoholizó hace unos años y que sigue trabajando en esa asociación. Tienen un buen programa.
—Mi consejero y mi pastor es un ex convicto conocido cariñosamente como el «Hermano Manny». Me encontró en un bar de un casino de Reno a las seis horas de que yo hubiera salido de la clínica de desintoxicación.
—Ese es el Baxter de antes que recuerdo.
—Y que lo digas. El Hermano Manny me llevó a través de los Doce Pasos del proceso de rehabilitación. Bajo su dirección he preparado una lista de toda la gente a la que he hecho daño durante todo este tiempo. He tenido que sentarme, coger lápiz y papel y hacer un repaso de todas las personas a las que he hecho daño estando borracho. No creas que no asusta.
—¿Y yo figuro en esa lista?
—No, no lo conseguiste. Lo siento.
—Vaya…
—Básicamente son parientes y familiares. Están en mi lista, y yo estaré en la de ellos si alguna vez se toman la vida en serio. Ahora que ya la he terminado, el siguiente paso es pedir perdón, y eso todavía asusta más. El Hermano Manny le dio una paliza a su primera esposa antes de que lo encarcelaran. Ella se divorció. Años más tarde, cuando dejó la bebida, la buscó para decirle que lo sentía. La mujer tenía una cicatriz en el labio gracias a él. Cuando al fin accedió a verlo, el Hermano Manny le suplicó que le perdonara, pero ella se limitó a señalar la cicatriz de la boca mientras él lloraba y ella también. Es horrible, ¿verdad?
—Desde luego.
—Bueno, pues un día yo también agredí a una chica. Y ahora la tengo en mi lista.
A Joey, el bocado de pavo se le quedó atascado en la garganta. Aunque siguió masticando, tuvo la impresión de que no podía tragar.
—¿Lo dices en serio?
—Se llama Elaine Keenan. ¿Te acuerdas de ella? Nos acusó de que la habíamos violado en una fiesta en nuestro apartamento.
—¡Cómo iba a olvidarla!
—¿Piensas alguna vez en ella, Joey? Fue a ver a la policía y nos dio un susto de muerte. Un poco más y llamamos a un abogado. Yo hice lo posible por olvidarme del incidente, y casi lo conseguí. Pero, ahora que estoy en dique seco y mi mente piensa con claridad, me acuerdo mejor de las cosas. Nosotros nos aprovechamos de esa chica, Joey.
Joey dejó el sandwich a un lado.
—Puede que tu memoria no sea tan buena como crees —contestó—. Lo que yo recuerdo es una tía que estaba como una cabra y que le iba la marcha, empinar el codo y esnifar coca; pero que, sobre todo, se pirraba con el sexo indiscriminado. Nosotros no nos aprovechamos de nadie. Al menos, yo no. Si quieres revisar la historia, adelante; pero no me incluyas.
—Elaine se desmayó. Yo fui el primero, y mientras lo estábamos haciendo se desmayó. Me acuerdo de que entonces te acercaste al sofá y dijiste algo como «¿está despierta?». ¿No recuerdas nada de eso, Joey?
—No.
Algunas partes del relato le resultaban familiares, pero ya no estaba seguro de nada. Se había esforzado tanto por olvidar el episodio que, cuando Kyle le había hablado del vídeo, se había llevado un susto de muerte.
—Ella aseguró que la habíamos violado. Quizá tuviera razón.
—De ninguna manera, Baxter. Deja que te refresque la memoria. Tú y yo nos lo montamos con ella la noche antes. Y está claro que debió gustarle porque la noche en cuestión nos la volvimos a encontrar y ella nos propuso repetirlo. Ya había aceptado hacerlo antes de que se presentara en nuestro apartamento.
Se produjo otro largo silencio mientras cada uno intentaba adivinar qué llegaría a continuación.
—¿Estás pensando en tener una pequeña charla con Elaine? —preguntó Joey.
—Puede que sí. Tengo que hacer algo respecto a ese asunto. No me siento bien con lo que sucedió.
—¡Vamos, Baxter! Estábamos todos borrachos perdidos. Toda esa noche no es más que un confuso borrón.
—Ese es el milagro del alcohol: hacemos cosas de las que no nos acordamos, hacemos daño a los demás con nuestro egoísmo. Si tenemos la suerte de dejar la bebida, lo menos que podemos hacer es pedir perdón.
—¿Pedir perdón? Deja que te cuente una pequeña historia, hermano Baxter. Hace un par de semanas me tropecé con Elaine. Vive en Scranton. Yo estaba allí por negocios y me la encontré en una cafetería. Me acerqué a saludarla, intenté ser educado; pero ella se puso como una histérica y me llamó «violador». Le propuse que nos viéramos más tarde para tomar un café con más tranquilidad y ella se presentó con su abogada, una de esas tías que creen que los hombres son todos una mierda. Así pues, supongamos que vas a Scranton, la encuentras y le dices que lo lamentas porque resulta que, después de todo, es posible que tuviera razón; le dices que quieres sentirte mejor porque has dejado la bebida y ahora eres un buen alcohólico. ¿Sabes qué pasará? Pues que presentará una acusación formal y habrá detenciones, un juicio o varios, una sentencia y al final la cárcel. Y no solo para ti, hermano Baxter, sino también para tres colegas más que conocemos, ¿vale?
Joey calló mientras recobraba el aliento. Tenía a su amigo contra las cuerdas y había llegado el momento de acabar con él.
—Su abogada me explicó que, en Pensilvania, los delitos de violación prescriben a los doce años. O sea, que el tiempo sigue corriendo para nosotros y todavía nos queda mucho. Adelante, ve a verla con tus disculpas idealistas y te enterarás del significado de la palabra «violación» cuando te encierren en la cárcel.
Joey se puso en pie, caminó hasta el borde del agua y soltó un escupitajo en los ríos. Luego, volvió, pero no se sentó. Baxter no se había movido, pero meneaba la cabeza.
—Lo que esa chica quería era sexo, Baxter, y nosotros solo nos limitamos a complacerla. Estás sacando este asunto de madre.
—Tengo que hablar con ella.
—¡No, joder! No te vas a acercar a ella hasta que nosotros cuatro, tú, Alan, Kyle y yo, hayamos hablado largo y tendido. Y no creo que te guste.
—Necesito hablar con Kyle. Es el que tiene más sensatez de los cuatro.
—Sí, la tiene; pero está enterrado en trabajo y hasta el cuello de estrés.
Joey intentó imaginar una reunión entre los dos. A Kyle pensando constantemente en el vídeo y a Baxter, con su nueva memoria, confirmando los detalles. Sería un desastre.
—Iré a Nueva York —declaró Baxter.
—No lo hagas, tío.
—¿Por qué no? Me gustaría ver a Kyle.
—De acuerdo. Si quieres hablar con Kyle, entonces hazlo también con Alan. ¡Todo el mundo tendrá mucho que decirte antes de que decidas plantarte en Scranton y jodernos la vida a todos! ¡Te lo aviso, Baxter, esa chica quiere sangre, y su abogada tiene olfato para eso!
Se produjo otro largo silencio en la conversación. Finalmente, Joey se sentó y dio una palmada en la pierna a su amigo. En el fondo no eran más que dos viejos amigos que se preocupaban el uno por el otro.
—No puedes hacerlo, tío. No puedes —declaró Joey con toda la convicción que pudo reunir. En esos momentos estaba pensando en su propio pellejo. ¿Qué le iba a decir a Blair, que ya estaba de cinco meses? «Mira, cariño, me acaban de llamar y resulta que me reclaman por un asunto de violación. Puede que sea grave y no esté en casa para cenar. Alguien me ha dicho que la prensa ronda por ahí. Podrás verlo en el Canal 4. Besos.»
—No sé, Joey. No estoy seguro de qué ocurrió —contestó Baxter en voz tan baja y pausada como antes—. Pero lo que sí sé es que lo que hice estuvo mal.
—Mi tío, el alcohólico, cuando se desintoxicó con Alcohólicos Anónimos, también hizo una lista. Había robado una escopeta a mi padre, y estuvo ahorrando hasta que pudo comprar otra. Una noche la llevó a casa. Gran sorpresa, gran escena. Pero, si lo recuerdo bien, tú, como el alcohólico que está haciendo los Doce Pasos, no puedes pedir perdón si al hacerlo perjudicas a alguien, ¿me equivoco?
—No. Tienes razón.
—Pues ahí tienes tu respuesta. Si vas a ver a Elaine en busca de perdón, ella y su abogada aprovecharán la ocasión y nos denunciarán a todos: a ti, a mí, a Alan y a Kyle. ¿Lo entiendes, Baxter? No puedes hacerlo porque nos perjudicarás a todos.
—Si no hiciste nada malo, no tienes por qué inquietarte. Yo me estoy enfrentando a mis actos porque mis actos estuvieron mal.
—Todo esto es una locura, Baxter. Mira, has dejado la bebida y tienes la cabeza llena de rollos idealistas. Muy bien. Estoy orgulloso de ti. El futuro te sonríe y, no obstante, estás dispuesto a tirarlo por la borda y jugarte la posibilidad de pasar veinte años entre rejas. ¡Por Dios, es una locura!
—Entonces, ¿qué se supone que debo hacer?
—Vete a Reno o a cualquier otro sitio y olvídate de esta historia. Disfruta de la vida que te espera y déjanos a los demás en paz.
Dos policías pasaron ante ellos, riendo y conversando, y Joey se quedó mirando las esposas que les colgaban del cinto.
—No puedes hacerlo, Baxter —dijo una vez más—. Tómate un tiempo, habla con algún sacerdote que conozcas…
—Ya lo he hecho.
—¿Y qué te dijo?
—Me dijo que fuera prudente.
—Un hombre inteligente. Escucha, en estos momentos estás atravesando un momento de transición. Todo está en el aire. Te encuentras lejos de Los Ángeles, limpio y sobrio. Todo empieza a estar bien otra vez, pero si te precipitas y haces una locura…
—Paseemos un poco —dijo Baxter, poniéndose en pie. Caminaron a lo largo del río, hablando poco y contemplando los barcos.
—Quiero hablar con Kyle —declaró al fin Baxter.