24

Su cita a mediodía del viernes con Doug Peckham consistía en un almuerzo de trabajo para revisar ciertos documentos de un caso; pero, cuando Kyle llegó diez minutos antes, su supervisor se levantó y dijo:

—Vayamos a celebrarlo.

Salieron del edificio y se instalaron en el asiento trasero de un Lincoln sedán, uno de los incontables coches negros que iban de un lado a otro de la ciudad evitando que los profesionales tuvieran que subir a un taxi amarillo. El bufete tenía toda una flota a su disposición.

—¿Has ido alguna vez a Eleven, de Madison Park?

—No, Doug. La verdad es que no salgo mucho últimamente. Como buen recién incorporado que soy o bien estoy demasiado cansado para comer o bien no tengo tiempo o bien simplemente me olvido.

—Vaya, ¿lloriqueamos?

—Para nada.

—Felicidades por haber superado el examen.

—Gracias.

—Te gustará ese sitio. La comida es estupenda, y es muy bonito. Podríamos tomar un poco de vino con la comida. Sé de un cliente a quien podemos endosarle la factura.

Kyle asintió. Después de dos meses en Scully & Pershin todavía se sentía incómodo ante la idea de endosar facturas los clientes. Engordar las carpetas. Aumentar los gastos. Hinchar la facturación. Deseó preguntar exactamente que iba a tener que pagar aquel cliente, si solo el almuerzo o también dos horas de su tiempo y del de Peckham; pero no se atrevió.

El restaurante se encontraba en el vestíbulo del viejo edificio de Metropolitan Life y tenía vistas a Madison Square. La decoración era contemporánea, con altos techos y grandes ventanales. Naturalmente, Doug presumió de conocer al chef, al maître y al sumiller. Kyle no se sorprendió lo más mínimo cuando los sentaron a una de las mejores mesas con vistas al parque.

—Será mejor que liquidemos primero el asunto de tu evaluación —dijo Peckham, partiendo un bastoncito de pan y llenando de migas el impecable mantel.

—¿Mi evaluación?

—Sí. Como socio supervisor me corresponde la tarea d evaluarte después del resultado del examen del Colegio d Abogados. Naturalmente, si te hubieran suspendido no estaríamos aquí, y yo no tendría cosas agradables que decirte. Seguramente nos habríamos parado en uno de esos apestosos carritos de comida ambulante, habríamos comprado algo grasiento y estaríamos paseando y teniendo una conversación desagradable. Pero has aprobado, así que voy a ser agradable.

—Muchas gracias.

Un camarero les entregó las cartas mientras otro les servía agua helada. Doug dio un mordisco al palito y añadió unas cuantas migas más al mantel.

—Tu facturación está siendo impresionante. Se halla bastante por encima de la media.

—Gracias.

No era ninguna sorpresa que cualquier evaluación en ScuIIy & Pershing empezara con un repaso a la cantidad de dinero que estaba amasando.

—Solo he oído comentarios elogiosos de los demás socios y junior veteranos acerca de ti.

—¿Les apetece beber algo antes de empezar? —preguntó el camarero.

—Pediremos un poco de vino con la comida —contestó Peckham con cierta rudeza, y el camarero se alejó—. Sin embargo —prosiguió—, a veces demuestras cierta falta de interés, como si no estuvieras plenamente integrado. ¿No es así?

Kyle meneó la cabeza y pensó en una respuesta. Peckham era un tipo que no se andaba con tonterías, así que por qué no hacer lo mismo.

—Igual que cualquier junior en su primer año, trabajo, como y duermo en el bufete porque esa es la forma de funcionar que se le ocurrió a alguien hace tiempo. Es el mismo sistema por el que los médicos en prácticas dedican las veinticuatro horas a demostrar su valía. Gracias a Dios, nosotros no tenemos que tratar a gente enferma. La verdad es que no se me ocurre qué más puedo hacer para demostrar mi compromiso.

—Bien dicho —contestó Peckham, que de repente parecía mucho más interesado en el menú.

El camarero se mantenía cerca y a la espera.

—¿Ya lo sabes? —preguntó Peckham a Kyle—. Me estoy muriendo de hambre.

Kyle todavía no había examinado la carta y seguía escocido por la crítica a su falta de entusiasmo.

—Desde luego —contestó.

Todo parecía delicioso. Pidieron, el camarero dio su aprobación, y apareció el sumiller. En algún momento de la charla sobre vinos que siguió, Peckham habló de «una primera botella» y de «una segunda botella».

La primera fue un borgoña blanco.

—Te encantará —dijo—. Es uno de mis favoritos.

—Seguro que sí.

—¿Tienes alguna queja, algún problema? —le preguntó Peckham, como si estuviera chequeando las casillas de un cuestionario de evaluación.

El FirmFone de Kyle empezó a zumbar con impecable oportunidad.

—Tiene gracia que lo menciones —dijo este, sacándolo del bolsillo de la chaqueta y mirando el e-mail—. Se trata de Karleen Sanborn, que me pide que dedique unas cuantas horas al desastre de Placid Mortgage. ¿Qué debo decirle?

—Dile que estás almorzando conmigo.

Kyle escribió la respuesta y la envió.

—¿Puedo apagar esto? —preguntó.

—Pues claro.

Llegó el vino. Peckham cató la botella y puso cara de sumo placer. El sumiller les llenó las copas.

—Mi queja es este maldito teléfono —prosiguió Kyle—. Se ha convertido en mi vida. Cuando tú empezaste como junior, hace quince años, no había móviles ni Smartphones ni FirmFones.

—No, pero trabajábamos tanto o más —lo interrumpió Peckham con un gesto de rechazo. Deja de quejarte. Sé fuerte. Con la otra mano alzó la copa al trasluz para examinar su contenido. Luego, tomó un sorbo y dio su aprobación.

—Está bien —dijo Kyle—. Mi queja es el teléfono.

—De acuerdo. ¿Algo más?

—No, solo la protesta de siempre de que se nos explota. Ya la has oído antes y no creo que quieras que te la repita.

—Tienes razón, Kyle: no quiero oírlo. Mira, como socios del bufete que somos, estamos al tanto de lo que ocurre. Nos enteramos. Sobrevivimos y ahora recogemos los beneficios. Es un mal modelo de negocio porque nadie está contento. ¿Crees que me gusta obligarme a salir de la cama para pasarme doce horas demenciales en la oficina para que, a final de año, podamos repartirnos los restos y estar en lo más alto de la lista? El año pasado, los socios de APE ganaron un promedio de un millón cuatrocientos mil dólares. Nosotros estábamos en un millón trescientos mil y nos entró el pánico. «¡Tenemos que recortar gastos!» «¡Tenemos que facturar más!» «¡Tenemos que contratar más profesionales y hacerlos trabajar como esclavos porque somos el mayor bufete del mundo!» Es demencia. Nadie se para nunca y dice: «¿Sabes qué? Prefiero vivir con un millón al año y pasar más tiempo con mis hijos y en la playa». ¡No señor! Tenemos que ser el número uno.

—Yo sí me conformo con un millón al año.

—Ya llegarás. La evaluación ha terminado.

—Una pregunta más.

—Dispara.

—Hay una chica, una junior de primer año que ha entrado conmigo. Es un bombón, y me gusta. ¿Es grave?

—Está estrictamente prohibido. ¿Es un bombón auténtico?

—Cada día más.

—¿Nombre?

—¿Cómo dices?

—¿Os lo montáis en la oficina?

—Todavía no hemos llegado a eso. Hay un montón de sacos de dormir.

Peckham suspiró y se inclinó apoyando los codos en la mesa.

—El sexo abunda en el bufete. Es una oficina, ya te lo puedes imaginar. Es natural cuando juntas a cinco mil hombres y mujeres en un mismo espacio. La norma no escrita dice que no te tires a tus empleados; es decir, a secretarias, auxiliares jurídicos, personal de apoyo, ayudantes a los que generalmente consideramos que están por debajo de nosotros. Los llamamos los «iletrados». En cuanto a los abogados junior, o incluso a los socios, a nadie le importa lo que hagan siempre y cuando no los pillen in fraganti.

—He oído algunas anécdotas increíbles.

—Y seguramente son ciertas. Ha habido muchas trayectorias profesionales que han acabado mal. El año pasado, dos socios, que estaban casados cada uno por su lado, tuvieron una aventura, los descubrieron y fueron despedidos. Que yo sepa, todavía andan buscando trabajo.

—Pero no sería el caso si ocurriera entre dos junior soltéros, ¿no?

—Solo puedo decirte que no te pillen.

Cuando llegaron los primeros platos, el tema del sexo quedó olvidado. Kyle había pedido una tartaleta de puerros y queso, y Peckham había optado por una más contundente ensalada de langosta con hinojo y trompetas de la muerte. Kyle bebía más agua que vino, mientras que Peckham parecía tener prisa por acabar con la primera botella y probar la segunda.

—Se acerca una temporada movida —comentó este, entre bocado y bocado—. Estoy seguro de que ya habrás oído el rumor.

Kyle asintió porque tenía la boca llena.

—Seguramente acabará ocurriendo. Cinco socios del departamento de Litigios están a punto de largarse, llevándose de paso un puñado de abogados y unos cuantos clientes. La rebelión la dirige Toby Roland, y es un asunto bastante feo.

—¿Cuántos abogados? —quiso saber Kyle.

—Veintiséis hasta esta mañana. Los rebeldes están agitando las chequeras y retorciendo algunos brazos, de modo que nadie sabe exactamente cuántos se irán al final; de todas maneras el asunto va a dejar un bonito agujero en el departamento de Litigios. En cualquier caso, sobreviviremos.

—¿Y cómo llenaremos el vacío?

—Seguramente pirateando a algún otro bufete. ¿No te enseñaron estas cosas en la facultad?

Los dos se echaron a reír y comieron en silencio durante un rato.

—¿Y esto significará más trabajo para los que se queden? —preguntó Kyle, entre bocado y bocado.

Peckham se encogió de hombros por toda respuesta.

—Puede ser. Es demasiado pronto para decirlo. Se están llevando varios clientes importantes con demandas de las gordas. De hecho, esa es la razón de que se marchen.

—¿Y Trylon, se queda o se va?

—Trylon es un viejo cliente que se halla en las protectoras manos de Wilson Rush. ¿Qué sabes de Trylon? —le preguntó Peckham, mirándolo fijamente, como si estuvieran pisando terreno prohibido.

—Solo lo que he leído en revistas y periódicos. ¿Has trabajado alguna vez para ellos?

—Desde luego. Varias veces.

Kyle decidió presionar un poco más, solo un poco. El camarero se llevó los primeros platos y sirvió más vino.

—¿De qué va esa disputa con Bartin? El Journal ha publicado que el caso está bajo secreto de sumario por lo delicado del material que se ventila.

—Se trata de secretos militares. Hay grandes cantidades de dinero en juego, y el Pentágono está metido hasta el cuello. Intentó por todos los medios que las dos empresas no se pelearan, pero no lo consiguió. Hay un montón de alta tecnología en juego, por no mencionar miles de millones de dólares.

—¿Y tú estás trabajando en el caso?

—No. No quise. De todas maneras, el caso tiene asignado un gran equipo.

Les sirvieron pan recién hecho para que se limpiaran el paladar. La primera botella estaba vacía, y Peckham pidió otra. Kyle decidió andarse con cuidado.

—Y de los socios y junior que se van a marchar, ¿cuántos trabajan en el caso Trylon?

—No lo sé. ¿Por qué estás tan interesado?

—Porque no quiero acabar metido en él.

—¿Por qué no?

—Porque creo que Trylon es un fabricante de armas de lo peorcito, con un pésimo historial por colocar material defectuoso, fastidiar al gobierno y a los contribuyentes, llenar el mundo de sucio armamento que solo mata a gente inocente, colocar dictadorzuelos allí donde le conviene y todo para aumentar los beneficios y tener algo que enseñar a sus accionistas.

—¿Algo más?

—Mucho.

—¿No te gusta Trylon?

—No.

—La compañía es uno de los mejores clientes del bufete.

—Estupendo, que trabajen otros para ellos.

—Los junior no están autorizados a elegir para quién trabajan y para quién no.

—Lo sé. Solo estoy compartiendo una opinión.

—Pues será mejor que te la guardes, ¿vale? Esa clase de lenguaje te va a dar mala fama.

—No te preocupes, haré el trabajo que me encarguen y lo liaré lo mejor que sepa. Pero ya que eres mi supervisor, me gustaría pedirte un favor especial y es que me mantengas ocupado con cualquier otro caso.

—Veré lo que puedo hacer, pero en este asunto las decisiones las toma Wilson Rush.

La segunda botella era un Pinot Noir de Sudáfrica que también logró poner una expresión de éxtasis en el rostro de Peckham. Los segundos platos —pierna de cerdo asada y costilla de buey— llegaron inmediatamente después, y los dos les hincaron el diente.

—¿Sabías que a partir de ahora tu tarifa va a subir a cuatrocientos la hora? —comentó Peckham, sin dejar de masticar.

—Sí.

Kyle no estaba seguro de tener el descaro de facturar cuatrocientos dólares a un cliente, al margen de lo importante que la empresa fuera, a cambio de su inexperto trabajo como abogado. Sin embargo, no tenía elección.

—Hablando de facturar —dijo Peckham—, este mes de octubre quiero que hagas una estimación de las horas que he hecho para el Ontario Bank. He estado muy ocupado y he perdido la cuenta.

Kyle se las arregló para seguir masticando y no atragantarse con el bocado de pierna de cerdo. ¿De verdad había dicho Peckham «hagas una estimación de las horas»? Sin duda que sí, y eso era algo completamente nuevo. Ni en los seminarios ni en los manuales, en ninguna parte se decía nada sobre «hacer estimaciones» de las horas facturadas. Más bien al contrario. Les habían enseñado a tratar la facturación como el aspecto más importante del ejercicio de su profesión: coge una carpeta y mira el reloj; haz una llamada y calcula su duración; acude a una reunión y cuenta los minutos. Había que contar todas y cada una de las horas trabajadas y había que hacerlo en el momento. El cálculo nunca debía aplazarse y debía ser muy preciso.

—¿Y cómo se hace una estimación de horas? —preguntó Kyle, cautelosamente.

—Echa un vistazo al archivo del caso. Comprueba las horas que tú anotaste y a partir de ahí calculas las mías del mes de octubre. No tiene más importancia que eso.

A ochocientos dólares la hora tenía muchísima importancia.

—Ah, y no te quedes corto —precisó Peckham, haciendo girar el vino en la copa.

Faltaría más. En caso de duda en un asunto como ese había que tirar hacia arriba como fuera.

—¿Me estás diciendo que esto es una práctica habitual?

Peckham soltó un bufido de incredulidad y se metió un trozo de carne en la boca.

—No seas ingenuo, chaval. Es algo que ocurre constantemente. Y ya que estamos hablando del Ontario Bank, apúntales esta comida —dijo masticando con la boca abierta.

—Yo pensaba en sacar el talonario —contestó Kyle, en un tímido intento humorístico.

—Ni lo sueñes. Lo pagaré con la tarjeta y lo apuntaré en la cuenta del banco. Estoy hablando de nuestro tiempo, Kyle. Dos horas tuyas, que en este momento cobras a cuatrocientos, y otras dos mías. El año pasado, el banco tuvo unos beneficios récord.

Resultaba bueno saberlo porque sin duda los iba a necesitar para seguir siendo cliente de Scully & Pershing: dos mil cuatrocientos dólares por una comida, y eso sin contar la comida, el vino ni la propina.

—Y ahora que has aprobado el examen del Colegio —prosiguió Peckham, pinchando otro bocado—, tienes derecho a utilizar nuestra flota de vehículos y de cargar tus comidas a nuestros clientes. La norma dice que, si te quedas trabajando hasta las ocho de la noche, tienes que pedir un coche. Te daré el número y el código, pero asegúrate de que sea el cliente quien pague. Y si lo prefieres, puedes ir a cualquier restaurante, gastarte no más de cien dólares tú solo y facturárselo al cliente.

—Tienes que estar bromeando.

—¿Por qué?

—Porque casi todos los días me quedo en la oficina hasta pasadas las ocho, y si en ese caso alguien va a pagarme la cena, no hay duda de que me quedaré hasta esa hora y más tarde aún.

—¡Así se habla!

—Parece de lo más opulento, ¿no?

—¿El qué?

—Hacer que el cliente pague las comidas caras y el alquiler de vehículos.

Peckham dio unas cuantas vueltas al vino en la copa, lo contempló con mirada pensativa y tomó un largo trago antes de decir:

—Kyle, muchacho, míralo de este modo: nuestro mayor cliente es BXL, la séptima empresa más grande del mundo, que el año pasado tuvo unas ventas de doscientos mil millones de dólares. La dirigen hombres de negocios muy listos que tienen un presupuesto para cualquier cosa. Viven pendientes de sus presupuestos. Son fanáticos de los presupuestos. El año pasado, su presupuesto para honorarios de asistencia jurídica fue de un uno por ciento de sus ventas totales; es decir, dos mil millones. Nosotros no nos llevamos íntegra esa cantidad, porque utilizan los servicios de una veintena de bufetes repartidos por todo el mundo, pero sí una bonita porción. ¿Sabes qué ocurre cuando no se gastan lo que tienen presupuestado, si los honorarios se quedan cortos? Sus abogados internos controlan lo que les facturamos y, si nuestros números están por debajo de lo previsto nos llaman y nos arman una bronca del demonio. ¿En qué nos estamos equivocando? ¿Los estamos defendiendo debidamente? La cuestión es que esperan gastarse ese dinero, y si nosotros no hacemos que se lo gasten, eso les estropea el presupuesto, los inquieta y puede llevarlos a buscarse otro bufete. ¿Entiendes lo que te digo?

Sí, Kyle lo entendía. Todo empezaba a tener sentido. Las comidas en restaurantes caros eran necesarias no solo para alimentar a unos cuantos abogados hambrientos, sino para equilibrar debidamente los balances de sus clientes. Visto así, parecía incluso conveniente y sensato.

—Sí —respondió Kyle que, por primera vez, se relajó y dejó que el vino le hiciera efecto.

Peckham hizo un gesto abarcando lo que los rodeaba.

—Mira dónde estamos, Kyle. Esto es Wall Street, la cima del éxito en Estados Unidos. Y nosotros ocupamos lo más alto porque somos brillantes, duros, tenemos talento y lo demostramos ganando un pastón. Tenemos derecho, Kyle. No lo olvides. Nuestros clientes nos pagan porque nos necesitan, y nosotros les ofrecemos el mejor respaldo legal que se puede comprar. Nunca lo pierdas de vista.

John McAvoy comía todos los días en la misma mesa de un viejo bar de Queen Street, en York. Y, desde que tenía diez años y empezaba a acompañarlo al despacho, a Kyle le encantaba ir a comer con él. La especialidad del sitio era un plato de verduras que variaba todos los días, con panecillos caseros y te frío sin azúcar. Ese bar atraía a abogados, banqueros y jueces, pero también acudían mecánicos y albañiles. El parloteo y los chistes eran constantes. Los abogados siempre preguntaban en broma: «¿Quién paga la comida?» y presumían de sus ricos clientes a los que endosarles la factura de tres dólares con noventa y nueve.

Kyle dudaba de que a su padre se le hubiera ocurrido jamás cargar el importe de la comida a uno de sus clientes.

Peckham insistió en tomar postre. Dos horas después de haber entrado en el restaurante, salieron y subieron al asiento trasero del Lincoln. Los dos se durmieron durante el viaje de regreso al despacho.