El domingo, mientras la mayoría de los miembros del departamento de Litigios arrastraban sus resacas, Kyle se despertó temprano y con la cabeza despejada. Se tomó un café, se puso unas zapatillas de deporte y se dispuso a disfrutar de las cinco horas que tenía por delante paseando por la ciudad. Tenía el FirmFone en el bolsillo, pero no sonaría porque el domingo, tras la fiesta, también era día libre. Sin duda, en la oficina habría unos cuantos francotiradores y tipos duros de pelar; pero la mayoría de los que trabajaban en Litigios disfrutarían de un precioso día de otoño sin facturar una sola hora.
Se dirigió hacia el sur, a través del Village, hasta Tribeca; luego, se desvió hacia el este y se metió en el bullicio de Chinatown. En el Soho se las arregló para conseguir asiento en la barra del Balthazar, un restaurante muy conocido que estaba inspirado en un bistrot parisino y al que las guías gastronómicas ponían por las nubes. Se tomó unos Oeufs Benedictine[4] y un zumo de tomate y se lo pasó en grande observando a la pintoresca clientela. A continuación se dirigió al puente de Brooklyn, subió a la pasarela peatonal y cruzó el río. Tardó cuarenta minutos y otros cuarenta en regresar a Manhattan. Subió por Broadway y pasó por la zona de los teatros y por Times Square hasta llegar a Columbus Circle.
El brunch era a las once y media, en el apartamento que Doug y Shelly Peckham tenían en el Upper West Side. Se trataba de un antiguo edificio de la calle Sesenta y tres, a un par de manzanas de Central Park. Cuando Kyle se vio subiendo en el lujoso ascensor hasta el segundo piso, hizo lo mismo que solía hacer la mayoría de los neoyorquinos en su tiempo libre o incluso cuando trabajaban: asombrarse por el precio del metro cuadrado. A sus cuarenta y un años, y como socio de pleno derecho del bufete, Peckham había ganado el año anterior un millón trescientos mil dólares. Sus ingresos no constituían ningún secreto porque Scully & Pershing, al igual que los demás grandes bufetes, hacían públicos sus números. Peckham podía esperar ganar una cantidad parecida durante el resto de su vida laboral y, en consecuencia, se podía permitir una buena casa. Sin embargo, un millón trescientos mil dólares en Nueva York no significaba jugar en primera división. Ni siquiera en segunda. Las verdaderas estrellas eran los banqueros de inversiones, los magos del mercado bursátil, los empresarios de alta tecnología y los altos ejecutivos de las grandes corporaciones, para quienes soltar veinte millones por un apartamento en el centro representaba una minucia. Además, todos ellos disfrutaban también de una casa en los Hamptons, para los fines de semana de verano; y de otra en Palm Beach, para los de invierno.
Los Peckham tenían una en los Hamptons, y Kyle deseaba que Shelly y sus hijos disfrutaran de ella porque le constaba que Doug no lo hacía: pasaba casi todos los sábados en el despacho y también muchos domingos.
Shelly lo saludó con un abrazo, como si fuera un amigo de toda la vida, y le dio la bienvenida a su amplio y poco ostentoso apartamento. Doug iba en vaqueros, descalzo y sin afeitar, mientras repartía Bloody Marys entre sus invitados. Había otros cuatro abogados, todos supervisados por Peckham. El brunch era otro intento por su parte y por parte del bufete para limar aristas y lograr que Scully & Pershing pareciera un lugar humanizado. El propósito del encuentro era conversar. Doug deseaba conocer los problemas y preocupaciones de sus subordinados, sus ideas y sus planes, sus impresiones y sus objetivos. También deseaba darse prisa por acabar el brunch y poder ver el partido de los Giants contra los 49ers, que empezaba a la una.
Shelly había cocinado, y Doug la ayudó a servir y a escanciar el vino. Al cabo de una hora de inútil charla acerca de la misma aburrida demanda que los había tenido esclavizados durante toda la semana, llegó el momento de los Giants.
Kyle, que era el único junior de primer año que se sentaba a la mesa, contribuyó menos que nadie a la conversación, y a medio brunch ya estaba planeando su regreso a casa. Después del postre, se reunieron todos en el salón, donde un pequeño fuego daba calidez al ambiente y donde Doug jugaba con los controles de su pantalla de alta definición. En un esfuerzo por animar la languideciente reunión, Kyle se declaró fanático seguidor de los 49ers y enemigo irreductible de los Giants, con lo que solo consiguió recibir una lluvia de imprecaciones. Dos de los abogados mayores se durmieron antes del final del primer cuarto. Doug no tardó tampoco en dar cabezadas, y, antes de que el partido llegara a la media parte, Kyle se marchó tan discretamente como pudo y salió a la calle.
A las cinco de la mañana del lunes, volvía a estar en la oficina, dispuesto a afrontar una nueva e interminable semana.
El siguiente partido de los Giants fue fuera de casa, en Pittsburg; dos horas antes de que diera comienzo, Kyle y Joey Bernardo ocuparon sus asientos frente a la línea de cuarenta yardas y procuraron mantenerse calientes. Un frente frío había barrido el otoño, y una gélida bruma flotaba sobre el nuevo estadio. Pero no importaba. Como entusiastas seguidores que eran de los Steelers, se habían pelado de frío muchas veces en el viejo Three Rivers, que ya no existía. El frío les daba igual: aquel era el tiempo de verdad para jugar al fútbol.
Afortunadamente, Blair no sentía el menor interés hacia ese deporte. En esos momentos estaba embarazada de cinco meses, había engordado considerablemente y no llevaba muy bien su inminente maternidad. Joey empezaba a tener dudas acerca de casarse y, por alguna razón, se sentía atrapado. Kyle no sabía qué aconsejarle. Si Blair no hubiera estado embarazada, le habría dicho a su amigo que saliera huyendo; pero uno no podía abandonar a la novia embarazada, ¿no? Sencillamente no parecía que estuviera bien, pero ¿qué sabía él de esos asuntos?
Cuando el público se hubo instalado, y los equipos empezaron el calentamiento, Kyle decidió que había llegado el momento de hablar con su amigo.
—Habla bajo y cuéntame tu encuentro con Elaine Keenan —le dijo.
Joey tenía una petaca llena de vodka, su anticongelante particular para esos casos. Tomó un trago, torció el gesto como si tuviera mal sabor y contestó:
—Problemas, solo problemas.
La única correspondencia que habían cruzado sobre Elaine había sido el resumen escrito de Joey. Kyle necesitaba los detalles, y ambos necesitaban un plan.
—No es más que una joven amargada —comentó Joey—, pero no es ni la mitad de peligrosa que su abogada.
Otro trago, un chasquido de los labios y una mirada en derredor para asegurarse de que nadie se fijaba en ellos, y Joey le lanzó a un lento y prolijo relato de su viaje a Scranton. Kyle lo interrumpió con algunas preguntas, pero la narración siguió adelante. Joey acabó justo cuando el árbitro se disponía a lanzar la moneda al aire —el estadio se hallaba abarrotado; y el público, impaciente— y con la siguiente advertencia:
—Si encuentran la más mínima grieta nos atacarán con toda su furia. No se la proporciones, Kyle. Es mejor que enterremos este asunto para siempre.
Estuvieron un rato mirando el partido, sin hablar de nada que no fuera fútbol. Durante un tiempo muerto, Joey preguntó:
—¿Cuál es el plan?
—¿Puedes venir a Nueva York el próximo fin de semana? Juegan los Steelers contra los Jets. A las cuatro de la tarde del domingo en Meadowlands. Yo me ocuparé de las entradas.
—Caramba, tío, no lo sé.
El problema era Blair, y también el dinero. Joey se ganaba un buen sueldo con sus comisiones, pero no se estaba haciendo rico. En esos momentos había una criatura en camino y después de eso una esposa, o al revés, porque ni él ni Blair se decidían. Un día, ella quería aplazar la boda hasta después del nacimiento para haber recuperado el tipo, y al día siguiente quería casarse lo antes posible para que el niño no naciera fuera del matrimonio. Joey se mantenía indeciso y le llovían críticas de todos lados. Por otra parte, estaban pagando una casa pareada nueva y él no podía permitirse muchos viajes con la excusa del fútbol.
—¿Por qué quieres que vaya a Nueva York? —preguntó.
—Porque quiero intentar conseguir una foto de Bennie.
—¿Y para qué quieres una foto de ese tío? Esa es gente peligrosa, ¿no?
—Oh, sí, letal.
—Entonces, ¿por qué te complicas la vida con ellos?
—Porque quiero saber quiénes son.
Joey meneó la cabeza y apartó la mirada hacia el marcador. Tomó otro trago y se inclinó hacia Kyle.
—Yo digo que es mejor que los dejes en paz. Digo que es mejor que hagas lo que quieren que hagas, que les sigas el juego, que no te líes, que mantengas ese vídeo bien enterrado y la vida nos sonreirá.
—Quizá. ¿Podrás venir a Nueva York?
—No lo sé. Tendré que inventarme el modo.
—Es muy importante. Por favor.
—Dime, colega, ¿cómo piensas sacar una foto de ese tal Bennie? Ese tío es un profesional, ¿no?
—Desde luego.
—Tú eres abogado, y yo, corredor de bolsa. No tenemos ni idea de cómo funcionan estas cosas. Podríamos buscarnos problemas muy serios.
Kyle sacó un pequeño paquete de su parka negra y dorada de los Steelers.
—Toma esto —le dijo pasándoselo por abajo para que nadie los viera. Joey lo cogió y se lo guardó en un bolsillo de su parka idéntica.
—¿Qué es?
—Una cámara de vídeo.
—No lo parece.
—Es una cámara de vídeo, pero no de las que se suelen ver en los escaparates de las tiendas.
Los Steelers lograron colocar un pase muy largo y el primer touchdown. El público lo estuvo celebrando durante un buen rato. Kyle aprovechó el siguiente tiempo muerto para continuar:
—No es más grande que una estilográfica. Te la pones en el bolsillo de una camisa o de la chaqueta, con un cable muy lino que termina en un interruptor que llevas en la mano izquierda. Puedes hablar cara a cara con alguien y grabar toda la conversación sin que se dé cuenta.
—O sea, que solo tengo que acercarme a Bennie, que seguramente irá armado hasta los dientes y acompañado por sus sicarios, presentarme y pedirle que sonría. ¿Es eso?
—No, hay una manera mejor, pero esta semana vas a tener que practicar un poco con la cámara.
—¿Tiene un nombre?
—Está todo en el paquete. Instrucciones, datos técnicos, todo lo que necesites. Solo tienes que practicar esta semana hasta que le pilles el truco. Si todo va sobre ruedas, tendrás unos tres segundos para grabar en vídeo a Bennie.
—¿Y si todo no va sobre ruedas?
—Entonces acudiré en tu rescate.
—¡Estupendo! —Dio un largo y nervioso trago a su petaca—. Bueno, Kyle, y suponiendo que consiga grabar a Bennie, ¿se puede saber cómo tú, no yo, vas a identificarlo?
—Todavía no lo he resuelto.
—Me parece que hay muchas cosas que no has resuelto todavía.
—Te enviaré un correo electrónico el martes para decirte que tengo las entradas. El procedimiento habitual. ¿Qué me dices, Joey, viejo amigo, cuento contigo?
—No lo sé. Creo que estás loco y me estás volviendo loco a mí.
—Vamos, hombre, tienes que divertirte un poco mientras aún puedas.
El jueves por la tarde, Kyle estaba trabajando sin descanso en la biblioteca cuando el FirmFone zumbó suavemente en si| bolsillo. El e-mail decía que era urgente y ordenaba a todos los junior de primer año que se reunieran en la sala de actos del piso cuarenta y cuatro, la más grande de Scully & Pershing. El mensaje solo podía significar una cosa: que acababan de llegar los resultados del examen del Colegio de Abogados. Y el hecho de que Kyle hubiera sido convocado quería decir que lo había superado.
Durante semanas habían trabajado contrarreloj y sufrido la a menudo insoportable presión de adaptarse al ritmo de vida de un gran bufete. Y todo eso teniendo el resultado del examen pendiente sobre sus cabezas como una espada de Damocles. Aunque nadie lo mencionaba porque ya había pasado, siempre estaba allí, haciéndoles la vida más dura. Los despertaba en plena noche y los privaba del sueño necesario, los seguía a la hora de comer hasta la mesa y podía estropearles la digestión en un instante. El examen del Colegio de Abogados. ¿Y si habían suspendido?
El ritual variaba según los bufetes, pero Scully & Pershing tenía una manera bastante agradable de dar la noticia: reunían a los afortunados y les montaban una fiesta. Aunque se suponía que debía tratarse de una sorpresa, a las dos semanas de estar trabajando, todos lo sabían. El capítulo cruel del jolgorio era que los desafortunados simplemente no recibían la invitación y los dejaban salir del edificio y deambular por las calles durante el resto del día.
Mientras corría escaleras arriba y por los pasillos, Kyle buscó a sus amigos. Había abrazos, «choca esos cinco», gritos de alegría, gente corriendo con zapatos que no eran para correr. Vio a Dale, le dio un fuerte abrazo y siguieron caminando juntos a paso vivo. En la sala de actos, la gente ya estaba de un humor exultante antes incluso de que Howard Keezer, el socio y director gerente del bufete, subiera al estrado y dijera:
—Felicidades. Se merecen esta fiesta. ¡Hoy no tendrán que facturar ni una hora más!
El champán empezó a correr. Los camareros pasaron con bandejas llenas de copas y deliciosos entremeses. El ambiente era de euforia general, incluso de vértigo, porque la pesadilla se había acabado y, a partir de ese instante, eran abogados para siempre.
Kyle estaba disfrutando de una copa de champán con Dale v otros colegas cuando la conversación se refirió a los menos afortunados.
—¿Alguien ha visto a Garwood? —preguntó uno de ellos.
Y todos se pusieron a buscar a Garwood, al que nadie había visto y cuyo nombre todos suponían que figuraría en la otra lista.
Tim Reynolds se acercó con una copa en una mano, un listado en la otra y una malévola sonrisa.
—Tabor ha suspendido —anunció orgullosamente—. ¿Os lo podéis creer? ¡Una baja de Harvard!
Para Kyle no fue motivo de alegría. Sin duda, Tabor era marrullero y oportunista, pero también era su compañero de cubículo, y aquel fracaso lo mataría. No era un mal tipo.
Empezó a correr el rumor, y el recuento de bajas fue en aumento. En total había ocho suspensos entre ciento tres presentados, lo cual arrojaba un porcentaje de éxito del noventa y dos por ciento. Un resultado excelente para los recién incorporados a cualquier bufete. Una vez más se demostraba que eran los más brillantes y que estaban destinados a grandes cosas.
Bebieron hasta que no pudieron más y, después, se marcharon a casa en coches con chófer alquilados por el bufete. Kyle se contentó con tomarse un par de copas más y regreso caminando a Chelsea. Por el camino, llamó a su padre para darle la buena noticia.