Las luces del hogar de acogida se encendían todas las mañanas a las seis, y la mayoría de los sin techo se despertaban y se preparaban para un nuevo día. Las normas no les permitían quedarse después de las ocho. Muchos contaban con un empleo; los que no, debían salir a la calle a buscar uno. El Hermano Manny y los suyos solían tener éxito a la hora de colocar a sus «amigos», aunque se tratara de trabajos a tiempo parcial y mal pagados.
El desayuno se servía arriba, en la sala comunal, donde un grupo de voluntarios se ocupaba de la cocina y preparaba huevos, tostadas y cereales. Todo ello se servía con una sonrisa, un cálido «buenos días» y era acompañado por una breve plegaria cuando estaban todos sentados y antes de que empezaran. El Hermano Manny, que era famoso por resistirse a madrugar, dejaba la rutina en manos de sus ayudantes. Durante el último mes, Baxter Tate, un joven que no había cocido un huevo en su vida, se había ocupado de la cocina y su organización. Baxter preparaba huevos revueltos por docenas, tostaba hogazas enteras de pan, servía cereales, reponía las existencias, fregaba los platos y, a menudo, él, Baxter Tate, dirigía la oración. Animaba a los demás voluntarios, tenía una palabra amable para cualquiera y sabía los nombres de casi todos aquellos a los que atendía. Cuando terminaban el desayuno, los metía en tres viejas furgonetas de la iglesia, se ponía al volante de una de ellas y los dejaba en sus distintos puestos de trabajo repartidos por Reno. Luego, los recogía por la larde.
Alcohólicos Anónimos se reunía tres veces por semana en Hope Village: la noche de los lunes y los jueves, y los miércoles al mediodía. Baxter no faltaba a ninguna reunión. Fue amablemente recibido por sus colegas de adicción y se maravilló en silencio ante la variedad de los grupos de asistentes. Los había de todas las razas, edades, hombres y mujeres, ricos y pobres, con hogar o sin él. El alcoholismo afectaba a un amplio segmento de todas las clases sociales. Había viejos bebedores que presumían de llevar décadas en el dique seco; y otros, recién llegados como él, que reconocían abiertamente que seguían teniendo miedo. Los veteranos los confortaban. Baxter había convertido su vida en un desastre, pero su historia parecía un cuento de hadas comparada con algunas de sus compañeros. Sus relatos resultaban fascinantes y a menudo estremecedores, especialmente los de los ex convictos.
Durante su tercera reunión de Alcohólicos Anónimos, con el Hermano Manny observándolo desde el fondo, se levantó, caminó hasta el estrado, se aclaró la garganta y dijo:
—Me llamo Baxter Tate y soy un alcohólico de Pittsburg.
Después de pronunciar aquellas palabras se secó las lágrimas mientras escuchaba los aplausos.
Siguiendo los Doce Pasos hacia la recuperación, hizo una lista de todas las personas a las que había perjudicado y, acto seguido, trazó planes para enmendar lo hecho. La lista no era larga y se centraba básicamente en su familia. Aun así, no deseaba regresar a Pittsburg. Había hablado con el tío Wally, y la familia sabía que seguía sobrio. Eso era lo único que importaba.
Al cabo de un mes, empezó a sentirse agitado. No le gustaba la idea de abandonar la seguridad de Hope Village, pero comprendía que se estaba acercando la hora de hacerlo. El Hermano Manny lo animó a que hiciera sus propios planes. Era demasiado joven y dotado para que pasara toda su vida en un hogar de acogida.
—Dios tiene grandes planes para ti, Baxter —le dijo el Hermano Manny—. Confía en él y te serán revelados.
Cuando se hizo evidente que el viernes por la tarde podrían escapar a una hora decente, Tim Reynolds y los demás se apresuraron a salir del edificio y montar una fiesta de copas. El sábado lo iban a tener libre. Ningún miembro del equipo de Litigios de Scully & Pershing trabajaría el sábado porque era el día del picnic anual que el bufete organizaba en Central Park. Por lo tanto, el viernes por la noche quedaba libre para emborracharse a placer.
Kyle declinó la invitación, lo mismo que Dale.
Alrededor de las siete de la tarde, cuando ambos estaban rematando los detalles de una semana interminable y sin nadie más alrededor, Dale se asomó por encima del panel divisorio que los separaba y preguntó:
—¿Qué te parece cenar algo?
—Estupendo —contestó Kyle, sin vacilar—. ¿Te apetece algún sitio en particular?
—En mi casa. Podríamos relajarnos, charlar y hacer lo que nos apetezca. ¿Te gusta la comida china?
—Me encanta.
La frase «hacer lo que nos apetezca» centelleó en el saturado cerebro de Kyle igual que un anuncio luminoso. Dale tenía treinta años, era soltera, atractiva y parecía formal, una chica guapa sola en la gran ciudad. En algún momento tenía necesariamente que pensar en el sexo, aunque él mismo debía reconocer que se sentía deprimido por lo poco que pensaba en ese asunto.
¿Acaso pretendía ligárselo? La idea lo desconcertó. Dale era tan tímida y reservada que resultaba difícil creer que fuera capaz de tirar los tejos a alguien.
—¿Por qué no compras un poco de comida china y te vienes a casa?
—Gran idea.
Dale vivía sola en Greenwich Village, en el tercer piso de una antigua casa sin ascensor. Repasaron los restaurantes más próximos de comida china para llevar y se marcharon juntos del despacho. Una hora más tarde, Kyle subió la escalera cargado con dos generosas raciones de arroz frito con gambas y pollo y llamó a la puerta. Dale abrió con su mejor sonrisa y le dio la bienvenida a su apartamento. Dos habitaciones, un salón-comedor y un dormitorio. Era pequeño, pero estaba decorado con gusto, en plan minimalista, con cuero, cromados y fotos en blanco y negro en las paredes. También Dale estaba bien decorada siguiendo el principio de que menos es más. Su falda de algodón blanco era muy corta y mostraba más de sus largas piernas de lo que Kyle y los buitres de sus amigos llevaban tiempo admirando. Sus zapatos eran de tacón bajo, con la puntera abierta y de color rojo, material de categoría para chicas bien.
—¿Son Jimmy Choo?
—Prada.
El suéter negro de algodón era ceñido y no llevaba sujetador. Por primera vez desde hacía semanas, Kyle se sintió excitado.
—Es bonito —dijo mientras iba mirando las fotografías.
—Cuatro mil al mes, ¿te lo quieres creer? —comentó Dale abriendo una nevera del tamaño de un ordenador de sobremesa grande y sacando una botella de vino.
—Sí que me lo creo —contestó Kyle—. Esto es Nueva York, pero la verdad es que nadie nos obligó a venir.
Dale le mostró la botella de Chardonnay.
—Lo siento, pero no tengo gaseosa. Tendrá que ser o vino o agua.
—Tomaré un poco de vino —repuso tras una breve vacilación.
Entonces decidió que no se atormentaría dando vueltas a si debía tomar o no una copa después de cinco años y medio sin probar el alcohol. Nunca había pasado por rehabilitación, nunca se había visto obligado someterse a desintoxicación, nunca se había considerado un alcohólico. Sencillamente, había dejado de beber porque bebía demasiado. Y en ese momento le apetecía tomarse una copa de vino.
Cenaron en una pequeña mesa cuadrada, con las rodillas casi tocándose. Incluso estando en casa y relajada, la conversación no resultó fácil para Dale, la matemática. A Kyle le costaba imaginarla en un aula, ante un montón de estudiantes. Y desde luego no la veía en la sala de un tribunal, frente a un jurado.
—Esta noche hemos de ponernos de acuerdo para no hablar del trabajo, ¿vale? —propuso Kyle, tomando la iniciativa y su cuarto sorbo de vino.
—Está bien, pero primero tengo un cotilleo importante que contarte.
—Lo que tú digas.
—Lo he oído dos veces a lo largo del día. Corre el rumor de que Toby Roland y otros cuatro socios, todos del departamento de Litigios, están a punto de marcharse para montar su propio bufete. Se comenta que se pueden llevar con ellos una veintena de abogados.
—¿Y cuál es la razón?
—Al parecer, una disputa sobre honorarios. Lo de siempre.
Los bufetes grandes eran famosos por fragmentarse, fusionarse y explotar en todas direcciones. El hecho de que unos cuantos socios descontentos desearan montar su propio tinglado no constituía ninguna novedad, ni en Scully & Pershing Ili en ningún otro bufete.
—¿Quiere decir eso que los que nos quedemos tendremos aún más trabajo? —preguntó Kyle.
—Eso creo.
—¿Conoces a Toby?
—Sí, y confío en que ese rumor sea cierto.
—¿Quién es el mayor capullo que has conocido por el momento?
Ella tomó un sorbo de vino y reflexionó unos segundos.
—No es fácil contestar. Hay muchos candidatos.
—Demasiados. Hablemos de otra cosa.
Kyle se las arregló para desviar la conversación hacia la persona de Dale. Familia, infancia, colegios, universidad. No se había casado, y todavía le escocía el recuerdo de un romance que había acabado mal. Terminó su vino, se sirvió otra copa, y el alcohol la hizo más comunicativa. Kyle se fijó en que casi no comía. Por el contrario, él devoró todo lo que se le puso por delante. Al cabo de un rato, Dale le preguntó por su vida, y Kyle le habló de Duquesne y de Yale. De vez en cuando volvía a salir el tema del bufete y se veían inmersos en él.
Cuando la cena y el vino se acabaron, Dale propuso: —¿Por qué no vemos una película?
—Estupenda idea —dijo Kyle, que miró el reloj mientras ella se dirigía a una estantería llena de DVD.
Eran las diez y veinte. En los últimos seis días, había pasado dos noches en el despacho —en esos momentos ya era propietario de un saco de dormir— y llevaba un promedio de cuatro horas de sueño diarias. Se encontraba mental y físicamente agotado, y los dos vasos y medio del delicioso vino que se había tomado estaban adormeciendo las pocas neuronas vivas que le quedaban en el cerebro.
—¿Qué prefieres, romántica, de acción, comedia? —preguntó Dale mientras rebuscaba en su extensa colección de películas.
Estaba de rodillas, y la falda apenas le cubría el trasero. Kyle se instaló en el sofá porque no le gustó el aspecto de ninguno de los dos sillones.
—Cualquier cosa menos una rosa y lacrimógena.
—¿Qué tal Beetlejuice?.
—Perfecta.
Dale puso la película, se quitó los zapatos, cogió una manta y fue a sentarse con Kyle en el sofá. Se ovilló, se acurrucó junto a él y cubrió a los dos con la manta. Cuando estuvo definitivamente instalada, el contacto físico era intenso. Luego empezaron los toqueteos. Kyle aspiró el aroma del cabello de Dale y pensó que todo estaba resultando muy sencillo.
—¿El bufete no tiene una norma que prohíbe esto precisamente? —preguntó.
—Solo estamos viendo una película.
Y la vieron. Calentados por la manta, el vino y el calor corporal vieron la película diez minutos enteros. Más tarde nadie supo decir quién se había dormido primero. Dale se despertó mucho después de que acabara la película, cubrió a Kyle con la manta y se metió en la cama. Kyle se despertó a las nueve y media del sábado en un apartamento vacío. Había una nota de Dale diciendo que estaba en un café de la esquina, leyendo el periódico, y que se reuniera con ella si tenía hambre.
Fueron juntos en metro hasta Central Park y llegaron alrededor de las doce. El departamento de Litigios del bufete organizaba todos los años una comida campestre el tercer sábado de octubre, cerca del cobertizo para botes. La atracción principal era un torneo de softball, pero también había tiro de herraduras, croque y juegos para los niños. Un servicio de catering preparaba costillas y pollo en una barbacoa, y una banda de rap hacía ruido. Los cubos llenos de latas de Heineken metidas en hielo eran incontables.
La comida pretendía fomentar la camaradería y demostrar que el bufete creía en la importancia de pasarlo bien. La asistencia era obligatoria. No se permitían teléfonos móviles. Aunque la mayoría de los junior habría preferido pasar ese día libre durmiendo, al menos tenían el consuelo de que nadie los llamaría para obligarlos a pasar otra noche en la oficina. Solo los días de Navidad, de Año Nuevo, de Acción de Gracias, de Kosh Hashanah y del Yom Kippur se disfrutaba de una impunidad igual.
El día era soleado; y el tiempo, perfecto. Los fatigados letrados se sacudieron la pereza de encima y no tardaron en ponerse a jugar en serio y a beber aún más en serio. Kyle y Dale, deseosos de no dar pie a comentario alguno, se separaron enseguida y se perdieron entre el gentío.
A los pocos minutos, Kyle se enteró de la noticia de que Jack McDougle, un junior de segundo año titulado por Duke, había sido detenido la noche anterior en su apartamento del Soho, donde le habían intervenido una considerable cantidad de cocaína. Seguía entre rejas, y lo más probable era que se quedara allí hasta el lunes, cuando se señalara la fianza. El bufete estaba haciendo lo posible para que lo soltaran, pero su implicación en el asunto no iría más allá de eso. McDougle sería suspendido de empleo y sueldo hasta que se conocieran los cargos. Si el rumor se confirmaba, se vería en la calle en cuestión de semanas.
Kyle se detuvo unos minutos y pensó en Bennie. Su siniestra predicción acababa de cumplirse.
En el departamento de Litigios trabajaban veintiocho socios y ciento treinta abogados junior. Dos terceras partes de estos estaban casados y, por lo tanto, no había escasez de niños pequeños, todos bien vestidos, correteando por el parque. El torneo de softball empezó cuando el señor Wilson, veterano entre veteranos, anunció los equipos, las normas y se declaró árbitro principal. Varios abogados tuvieron las agallas de abuchearlo, pero ese día todo estaba permitido. Kyle había decidido jugar, cosa que era optativa, y se encontró en un equipo donde solamente conocía a dos participantes. A los siete restantes no lo conocía de nada. El entrenador era un socio llamado Cecil Abbot, del grupo que llevaba el caso Trylon, que lucía una gorra de los Yankees, un jersey Dereck Peter y enseguida dejó bien claro que nunca había hecho una carrera hasta la primera base. Con una Heineken fría en la mano dispuso una alineación que no habría sido capaz de derrotar a un equipo de juveniles, pero qué más daba. Kyle, que era con diferencia el mejor atleta de todos, fue enviado al campo derecho. En el centro estaba Sherry Abney, la junior de quinto año que Bennie tenía en su punto de mira como introductora de Kyle en el grupo de trabajo de Trylon. Cuando se dispusieron a batear en la primera entrada, Kyle se presentó y charló un rato con ella. Estaba muy alterada por la detención de McDougle. Llevaban dos años trabajando juntos, pero no tenía la menor idea de que él tuviera un problema con las drogas.
El bufete estimulaba la confraternización, de modo que, después de que el equipo del entrenador Abbott quedara eliminado en la cuarta entrada, Kyle se sumergió en la multitud y saludó a todos los que no conocía. Muchos de los nombres le resultaban familiares, lo cual no era de extrañar porque llevaba seis semanas repasando sus biografías. Birch Masón, un destacado socio vestido también con el atuendo de los Yankees y ya medio bebido a las dos de la tarde, lo agarró del brazo como si se conocieran de toda la vida y le presentó a su mujer y a sus dos hijos adolescentes. Las conversaciones fueron todas iguales: «¿A qué universidad has ido?». «¿Qué tal te va por el momento?» «Seguro que estás preocupado por el resultado del examen del Colegio.» «Las cosas mejoran después del primer año.»
Y: «¿Te has enterado de lo de McDougle?».
El torneo era de doble eliminatoria, y el equipo de Kyle se distinguió por ser el primero en perder sus dos partidos. Encontró a Dale jugando a las bochas y se fueron a la carpa donde estaba la comida. Cogieron unos platos de barbacoa, unas botellas de agua y se instalaron con Tabor y su novia, que era tirando a vulgar, en un banco, a la sombra de un árbol. Como no podía ser de otro modo, Tabor estaba en un equipo que seguía invicto y había protagonizado la mayoría de los tantos. Le esperaba trabajo urgente en el despacho y planeaba estar allí a las seis de la mañana del día siguiente.
«Tú ganas, tú ganas —sintió deseos de decir Kyle—. ¿Por qué no te hacen socio ya?»
Por la tarde, cuando el sol empezaba a ocultarse tras los altos edificios de apartamentos de Central Park Oeste, Kyle se escabulló de la fiesta y encontró un banco en lo alto de una loma, bajo un enorme roble. Las doradas hojas caían a su alrededor. Contempló el partido desde la distancia, oyó las alegres voces y le llegó el aroma de las últimas parrillas. A poco que lo intentara, podía convencerse de que pertenecía a esa reunión, que era uno más de aquellos abogados de éxito que se tomaban un respiro de sus caóticas vidas.
Pero, la realidad siempre estaba al acecho. Si tenía suerte, cometería un grave delito contra el bufete y no lo descubrirían. Pero, si no, algún día, durante una fiesta como aquella, sus colegas hablarían de él del mismo modo como lo estaban haciendo en esos momentos de McDougle.