21

A las cinco de la madrugada, la hora que ya se había convertido en habitual, el despertador sonó a todo volumen, y Kyle le dio un par de manotazos antes de lograr apagarlo. Se afeitó y duchó rápidamente y, quince minutos más tarde, se hallaba en la calle, elegantemente vestido, desde luego, porque si algo podía permitirse era comprarse ropa cara. Su vida se había convertido rápidamente en un desastre dominado por el cansancio y el agobio; pero estaba decidido a tener el mejor aspecto posible mientras sobrevivía a otra jornada más. Compró un café, un bollo y el Times en su establecimiento favorito, que estaba abierto toda la noche, y tomó un taxi en la esquina de la Veinticuatro con la Séptima. Diez minutos más tarde, había acabado el desayuno, repasado el periódico y bebido la mitad del café. Cruzó la entrada del edificio de Broad Street a las seis en punto, como debía ser. Fuera cual fuese la hora, nunca subía solo en el ascensor. Siempre había varios ojerosos y demacrados junior que evitaban mirarse mientras el ascensor los llevaba hacia las alturas y ellos se hacían las preguntas de rigor:

«¿En qué estaría pensando el día que empecé Derecho?»

«¿Cuánto tiempo resistiré en esta trituradora?»

«¿Qué sádico inventó esta forma de ejercer la abogacía?»

Nunca nadie decía nada porque no había nada que decir. Igual que remeros condenados a galeras, preferían meditar y mantener la perspectiva.

A Kyle no le sorprendió encontrar a uno de sus jóvenes colegas en el cubículo. Tim Reynolds había sido el primero en llevar discretamente un saco de dormir, un modelo nuevo de Eddie Bauer, aislado térmicamente que aseguraba tener desde hacía años y haber paseado por todo el país pero que olía a nuevo. Tim —sin zapatos, chaqueta, camisa ni corbata y vestido solo con una vieja camisa—, estaba dentro del saco, hecho un ovillo bajo su mesa, completamente dormido. Kyle lo despertó dándole unos leves golpecitos en los pies y con un comentario amable:

—Tienes un aspecto horrible.

—Buenos días —contestó Tim, poniéndose rápidamente en pie y buscando sus zapatos—. ¿Qué hora es?

—La seis y diez. ¿A qué hora te fuiste a dormir?

—No me acuerdo. Creo que eran más de las dos. —Se cambió rápidamente de camisa, como si alguno de los temidos socios pudiera pasar por allí en aquel momento y amonestarlo por su aspecto—. Tengo que terminar un memorando para Toby Roland a las siete y no tengo la menor idea de lo que estoy haciendo.

—Tú sigue facturando —dijo Kyle sin la menor simpatía mientras abría el maletín y sacaba el ordenador portátil.

Tim acabó de vestirse y cogió una carpeta.

—Estaré en la biblioteca —repuso, con un aspecto lamentable.

—No te olvides de lavarte los dientes —comentó Kyle.

Cuando Reynolds hubo desaparecido, Kyle se conectó a internet y entró en una web llamada QuickFace.com. Había varias páginas dedicadas a los detectives aficionados que permitían componer rostros a partir de fragmentos de bocetos, y Kyle las había visitado todas. QuickFace era, con diferencia, la que ofrecía un resultado más completo y detallado. Empezó con los ojos de Nigel, que siempre eran el rasgo más importante. Si se acertaba con los ojos, la mitad de la identificación estaba hecha. La página ofrecía más de doscientos tipos de ojos de todas las razas, formas y colores. Kyle los repasó rápidamente, escogió los que más se parecían y siguió con el resto de la cara. Nariz: delgada y puntiaguda. Cejas: no muy gruesas y caídas hacia los lados. Labios: muy finos. Pómulos: altos y anchos. Barbilla: no muy larga y plana, sin hoyuelo. Orejas: ovaladas y pegadas al cráneo. Después de añadir el pelo, volvió a los ojos y probó con varios más. Las orejas estaban demasiado altas, de modo que las bajó. Estuvo probando y variando detalles hasta las seis y media —media hora desperdiciada que no había facturado— y cuando Nigel resultó por fin fácilmente identificable desde diez metros de distancia, Kyle imprimió la imagen y salió corriendo hacia la biblioteca llevando una gruesa carpeta porque todo el mundo llevaba una cuando iba allí. Su lugar favorito era un rincón oscuro y encajado entre estanterías, un sitio solitario donde guardaban gruesos volúmenes de anotaciones que nadie consultaba desde hacía décadas. En el segundo estante contando desde abajo, levantó tres libros y sacó un sobre de papel manila. Lo abrió y extrajo otros tres espléndidos retratos robot: uno de Bennie, su archienemigo, y dos de los tipos que lo seguían por toda la ciudad. Por lo que sabía, nunca había estado a menos de quince metros de ellos y jamás habían cruzado una mirada; aun así, los había visto varias veces y estaba seguro de que su trabajo no estaba mal como punto de partida. El añadido del siniestro rostro de Nigel no hizo gran cosa para aumentar el atractivo de la colección.

Escondió el sobre en su sitio y regresó al cubículo, donde Tabor el Francotirador estaba ocupado con sus ruidosos preparativos del día. La cuestión de qué trayectoria profesional resultaba más prometedora había quedado zanjada semanas atrás. Tabor era el hombre, la estrella, el futuro socio, y todo los demás ya podían hacerse a un lado del camino. Había demostrado su talento facturando veintiuna horas en un solo día. Había demostrado su pericia facturando el primer mes más que todos los novatos del departamento de Litigios juntos; aun así, Kyle le pisaba los talones. Por si fuera poco, Tabor se presentaba voluntario para los más variados proyectos y trabajaba en la cafetería como un tabernero irlandés.

—Anoche dormí en la biblioteca —comentó nada más ve a Kyle.

—Buenos días, Tabor.

—La moqueta de la biblioteca principal es más delgada que la del piso veintitrés, ¿lo sabías? La prefiero con mucho para dormir, pero hay más ruido. ¿Cuál prefieres tú?

—Nos estamos desmoronando, Tabor.

—Sí, es verdad.

—Tim ha pasado la noche bajo la mesa, en un saco de dormir.

—¿Para qué? ¿Dale y él por fin están saliendo?

—No sé nada de eso. Lo desperté hace una hora.

—¿Te fuiste a casa? ¿Has dormido en tu propia cama?

—Desde luego.

—Bueno, yo tengo dos proyectos para este mediodía, los dos muy importantes y urgentes. No puedo permitirme el lujo de dormir.

—Eres el más grande, Tabor. ¡Adelante, Superman!

Dicho lo cual, Tabor se marchó.

Dale Armstrong llegó puntualmente a las siete, su hora habitual, y aunque parecía un poco dormida iba tan arreglada uno siempre. Evidentemente, se gastaba la mayor parte de su sueldo en ropa de marca, y tanto Kyle como Tim y Tabor esperaban con ganas todos los días el pase de última moda.

—Estás guapísima hoy —le dijo Kyle con una sonrisa.

—Gracias.

—¿Prada?

—Dolce & Gabbana.

—Los zapatos son una pasada. ¿Blahniks?

—No, Jimmy Choo.

—¿Quinientos pavos?

—Mejor no preguntes.

Admirando todos los días a Dale, Kyle estaba aprendiendo rápidamente los nombres de los sumos sacerdotes de la Boda femenina. Era uno de los pocos asuntos sobre los que Dale aceptaba conversar. Tras seis semanas compartiendo el reducido espacio del cubículo, Kyle seguía sin saber gran cosa de ella. Cuando hablaba, algo que no sucedía muy a menudo, siempre era sobre el trabajo en los bufetes y lo desdichada que era la vida de un abogado recién incorporado. Si tenía novio, todavía no lo había mencionado. Había bajado la guardia en un par de ocasiones y aceptado tomar una copa después del trabajo, pero por lo general rehusaba. Todos los novatos se quejaban abiertamente de los horarios y el estrés, pero Dale Armstrong parecía notar la presión más que la mayoría.

—¿Qué haces a la hora de comer? —le preguntó Kyle.

—Todavía no he desayunado —contestó ella fríamente antes de desaparecer en su sección del cubículo.