20

A cambio de otros mil dólares, la empresa de detectives de Pittsburg vigiló a Elaine Keegan el tiempo suficiente para determinar exactamente su rutina cotidiana. Normalmente almorzaba con algunas compañeras de trabajo en un sitio de bocadillos situado cerca del complejo de Parques y Recreativos donde trabajaba.

Un encuentro fortuito tenía que ser creíble, y Joey no se le ocurría el modo de hacerse el encontradizo en el bar de lesbianas que solían frecuentar Elaine y su amiga. En realidad, no se le ocurría el modo de tropezarse con ella de forma convincente. Aparte del sexo ocasional que habían compartido hacía cinco años y medio, no podía decirse que la hubiera conocido de verdad. Elaine no era más que una de las groupies que frecuentaban la hermandad Beta, y él había procurado olvidarlas a todas.

La agencia de detectives le proporcionó tres fotos en color. Joey las estudió durante horas y no pudo convencerse de haber conocido a la joven que aparecía en las imágenes. Kyle, en cambio, las había visto y afirmaba recordarla perfectamente.

Elaine, que en esos momentos contaba veintitrés años, se había teñido el cabello de un rojo intenso y lo llevaba muy corto. No utilizaba ni maquillaje ni lápiz de labios, nada salvo dos tatuajes idénticos en los antebrazos. Si tenía algún interés en resultar atractiva, no lo parecía. En algún lugar, oculto bajo aquella apariencia, había una joven a la que se podía calificar de «mona», pero para quien el atractivo sexual carecía de toda importancia.

Joey se armó de valor, maldijo una vez más a Kyle y entró en la sandwichería. Se situó tras Elaine en la cola y, al cabo de unos segundos, se las arregló para tropezar levemente con ella.

—Lo siento —se apresuró a decir con su mejor falsa sonrisa.

Ella se la devolvió, pero no dijo nada. Joey se acercó con aire vacilante y le preguntó:

—Perdona, ¿tú no estabas en Duquesne hace unos años?

Las dos compañeras de trabajo que iban con Elaine lo miraron, pero no demostraron mayor interés.

—Sí, estuve, pero poco —contestó ella, mirándolo fijamente mientras intentaba situar su rostro.

Entonces, Joey chasqueó los dedos.

—Sí, tú eres Elaine, ¿verdad? Perdona, pero no recuerdo tu apellido.

—Así es. ¿Y tú quién eres?

—Soy Joey Bernardo. Estaba en Beta.

Una mirada de espanto apareció en el rostro de Elaine, que inmediatamente bajó la vista. Durante unos segundos se quedó petrificada, incapaz de hablar, aparentemente dispuesta a estallar. Luego, volvió a su lugar en la fila, arrastrando los pies y dando la espalda al joven que un día la había violado, un individuo que no solo había escapado del delito sin ser castigado, sino completamente exonerado.

Joey la observó por el rabillo del ojo y se sintió incómodo por varias razones: primera, porque estaba claro que ella le tenía miedo; pero, teniendo en cuenta que ella se consideraba la víctima de su violación, no era de extrañar. Segunda, porqueno le gustaba estar cerca de alguien con quien se había acostado en el pasado, por muy ocasional e intrascendente que en esos momentos le pareciera.

Elaine se volvió y bufó:

—¿Se puede saber que haces aquí?

—He venido a tomar un sandwich, igual que tú.

—¿Quieres hacer el favor de marcharte? —Su voz resultaba apenas audible, pero una de las compañeras de trabajo se dio la vuelta y fulminó a Joey con la mirada.

—Ni hablar. Quiero un sandwich.

No se dijeron nada más mientras pedían y pasaban por caja. Elaine se dirigió rápidamente a la mesa más alejada y se puso a comer con sus dos amigas. Joey se sentó solo a una mesa cerca de la puerta. Tenía la nota preparada. En ella se leía: «Elaine, me gustaría hablar contigo acerca de lo ocurrido. Por favor, llámame al 412-866-0940. Estaré en Scranton hasta mañana a las nueve de la mañana. Joey Bernardo». Cuando terminó el sandwich, devolvió la bandeja al mostrador, se acercó a la mesa de Elaine, le entregó la nota sin decir palabra y se marchó.

Ella llamó dos horas más tarde.

A las cinco en punto, como habían convenido, Joey volvió a la sandwichería. Encontró a Elaine en la misma mesa que había utilizado para el almuerzo; pero, en lugar de estar acompañada por amigas, lo estaba por su abogada. Tras una gélida presentación, se sentó frente a ellas con un nudo en el estómago y unas ganas irrefrenables de hacer trizas a Kyle McAvoy. ¿Dónde estaba Kyle? Al fin y al cabo, el abogado era él, ¿no?

La abogada de Elaine era una atractiva mujer de mediana edad que iba de negro de pies a cabeza, empezando por la chaqueta, la blusa, el collar, las botas y terminando por lo peor de todo: el humor. Aquella mujer era de las que se lanzaban directamente a la yugular. La tarjeta que Joey tenía entre los dedos decía: «Michelin “Mike” Chiz, abogada y asesora legal». Empezó sin rodeos.

—Mi primera pregunta para usted, señor Bernardo, es ¿qué está haciendo aquí?

—¿Y cuántas preguntas más tiene? —contestó Joey en su mejor estilo de listillo.

Una y otra vez, su seudoabogado y casi coacusado, un tal Kyle McAvoy le había repetido que no había el menor peligro en su encuentro accidental con Elaine Keenan. Cualquier acción legal que deseara iniciar tendría que haberla puesto en marcha tiempo atrás. Al fin y al cabo, habían transcurrido cinco años y medio.

—Bien, señor Bernardo, ¿puedo llamarlo Joey?

Dado que no había la menor probabilidad de que ella le permitiera llamarla «Mike», respondió que no sin más miramientos.

—Muy bien, señor Bernardo, tengo algunas preguntas que hacerle. Llevo ya cierto tiempo representando a la señorita Keenan. En realidad trabaja a tiempo parcial para mi despacho como auxiliar jurídica, y debo decir que lo hace muy bien. Todo ello significa que estoy al tanto de su historia. Dígame ahora qué está haciendo aquí.

—Ante todo, sepa que no tengo que darle ninguna explicación de nada; pero intentaré ser amable, al menos durante los próximos sesenta segundos. Trabajo para una firma de corredores de bolsa de Pittsburg, y tenemos algunos clientes aquí, en Scranton. He venido para verlos. A mediodía me entró hambre y escogí este restaurante de cinco tenedores por casualidad. Entré, me tropecé con la señorita Keenan, aquí presente. La saludé, intenté charlar con ella, se puso histérica y ahora estoy hablando con su abogada. ¿Puedes decirme, Elaine, para qué necesitas exactamente que te acompañe tu abogada?

—¡Tú me violaste, Joey! —le espetó ella—. Tú, Baxter Tate y puede que también Kyle McAvoy. —Cuando calló, tenía los ojos húmedos y respiraba pesadamente, jadeando, como si estuviera a punto de lanzarse contra él en cualquier momento.

—Puede que esto, puede que lo otro… No parece que lo tengas muy claro, ¿no?

—¿Se puede saber para qué quería usted hablar con mi cliente? —preguntó la señorita Chiz.

—Porque fue un malentendido y quería disculparme. Eso es todo. Después de que ella se pusiera a gritar que había sido una violación, no volvimos a verla. La policía investigó y no encontró nada porque no había ocurrido nada. Para entonces, Elaine ya se había esfumado.

—Tú me violaste, Joey, y lo sabes.

—No hubo ninguna violación, Elaine. Sexo sí, desde luego. Te lo montaste conmigo, con Baxter y con todos los tíos de Beta; pero siempre fue consentido.

Elaine cerró los ojos y empezó a temblar como si la recorriera un escalofrío.

—¿Por qué necesita a su abogada? —preguntó Joey a la señorita Chiz.

—Ha sufrido mucho.

—No sé cuánto ha sufrido Elaine, señorita Chiz, pero sí sé que durante el tiempo que pasó en Duquesne sufrió muy poco. Estaba demasiado ocupada pasándolo en grande para poder sufrir. Mucho sexo, alcohol y drogas, se lo aseguro. Y también le aseguro que el mundo está lleno de chicos y chicas capaces de refrescar su memoria. Sería mejor que conociera a fondo a su cliente antes de lanzarse a una acción legal que no lleva a ninguna parte. Hay mucha basura tras esa puerta.

—Cállate —espetó Elaine.

—¿Y dice que quiere disculparse? —preguntó la abogada.

—Sí. Elaine, te pido disculpas por el malentendido o lo que fuera. Y creo que tú deberías disculparte con nosotros por acusarnos de algo que nunca ocurrió. Y en este momento quiero disculparme también por estar aquí. —Joey se puso en pie—. Esto ha sido una pésima idea. Adiós.

Caminó rápidamente hasta su coche y se marchó de Scranton. Mientras conducía de regreso a Pittsburg no dejó de maldecir a Kyle McAvoy y de escuchar en su cerebro la voz de Elaine.

«Tú me violaste, Joey.»

Sus palabras no solo resultaban dolorosas, sino que estaban desprovistas de toda duda. Puede que no hubiera sabido en su momento lo que había pasado en el apartamento, cinco años y medio antes; pero, en ese instante, lo sabía perfectamente.

Él no había violado a nadie. Lo que había empezado como sexo consentido, según lo había propuesto ella, se había convertido en algo muy distinto; al menos, en la mente de Elaine.

Si una chica consentía una relación sexual, ¿podía desdecirse a medio camino? Pero si consentía el sexo y perdía el conocimiento durante el acto, ¿cómo podía después pretender haber cambiado de opinión? Eran preguntas difíciles, y Joey estuvo luchando con ellas durante todo el camino mientras conducía.

«Tú me violaste, Joey.»

La mera acusación llevaba consigo una pesada carga de sospecha; por primera vez, Joey se cuestionó a sí mismo. ¿Realmente él y Baxter se habían aprovechado de Elaine?

Cuatro días más tarde, Kyle pasó por la sala de correo de Scully & Pershing y recogió una carta de Joey. Se trataba de un detallado resumen del encuentro, con la lista de sandwiches consumidos y una descripción del color del pelo de Elaine y los tatuajes idénticos. Tras describir los hechos, Joey daba su opinión:

EK se ha convencido completamente de que fue violada por varios de nosotros; desde luego, por BT y por JB, y puede que también por KM. Es una joven frágil, obsesionada y emocionalmente inestable; pero al mismo tiempo lleva su condición de víctima con cierto orgullo. Ha escogido la abogada adecuada, una tía dura como el granito que la cree a pies juntillas y que no dudaría en iniciar una demanda si contara con alguna prueba. Tiene el dedo en el gatillo. Si ese vídeo es la mitad de lo peligroso que dices, entonces será mejor que lo mantengas lejos de esas dos mujeres. Elaine y su abogada son dos víboras cabreadas y listas para morder.

Acababa con:

No estoy seguro de cuál va a ser tu siguiente encargo para mí, pero preferiría no tener que toparme más con Elaine. No me gusta que me llamen «violador». Todo el episodio fue de lo más crispante, eso sin contar con que tuve que mentir a Blair para salir de la ciudad. Tengo dos entradas para el partido de los Steelers y los Giants, el 26 de octubre. ¿Debo telefonearte para decírtelo y que los tíos que te siguen se enteren? Creo que deberíamos ir al partido y preparar nuestros siguientes movimientos.

Tu fiel servidor,

Joey

Kyle leyó la carta y el resumen en la biblioteca principal, escondido entre las estanterías de los libros de leyes antiguos. El mensaje de Joey confirmaba sus peores temores, pero no tenía tiempo de entretenerse con él. Rompió la carta y la tiró a la Papelera antes de salir. Tal como le había dicho a Joey, era necesario destruir inmediatamente cualquier correspondencia.

El hotel más cercano a su apartamento era el Chelsea Garden, que se hallaba a quince minutos de distancia caminando. A las once de la noche se arrastró por la Séptima Avenida, buscándolo. De no haber estado tan cansado habría disfrutado de la fresca noche de otoño, de la brisa que barría las hojas caídas en las aceras y del bullicio de media ciudad que seguía despierta y parecía dirigirse a alguna parte. Pero se sentía aturdido por la fatiga y solo era capaz de un pensamiento a la vez, e incluso eso le parecía demasiado a veces.

Bennie ocupaba una suite del hotel, y llevaba dos horas esperándolo porque su «activo» no había podido salir antes del despacho. Pero a Bennie no le importaba. Su «activo» pertenecía a esa oficina y cuanto más tiempo pasara allí, antes podría Bennie ponerse manos a la obra de verdad.

Aun así, Bennie le abrió con un áspero:

—Llegas dos horas tarde.

—Pues demándame.

Kyle se tumbó en la cama. Aquella era su cuarta reunión en Nueva York desde que se había trasladado a la ciudad y todavía tenía que entregar a Bennie algo de lo que se suponía que este no debía tener. Su comportamiento ético seguía intacto, y seguía sin haber infringido la ley.

Entonces, ¿por qué se sentía como un traidor?

Bennie estaba dando unos golpecitos en un tablero blanco con un diagrama, montado en un caballete.

—Si puedes prestarme atención un momento —dijo—. Esto no nos llevará mucho tiempo. Tengo café, si quieres.

Kyle no estaba dispuesto a ceder lo más mínimo. Se puso en pie de un salto, se sirvió una taza y dijo:

—Adelante.

—Este es el equipo de Trylon tal como está organizado en este momento —explicó Bennie—. En lo alto, aquí, está Wilson Rush. Por debajo hay ocho socios especialistas en litigios:

Masón, Bradley, Weems, Cochran, Green, Abbott, Etheridge y Wittenberg. ¿A cuántos has conocido?

Kyle estudió los ocho rectángulos con los nombres de cada uno y reflexionó unos segundos.

—Wilson Rush nos soltó un discurso durante la primera semana, pero no he vuelto a verlo desde entonces. Preparé un memorando para Abbott sobre un tema de garantías y traté con él brevemente. Un día comí en la cafetería con Wittenberg. También he visto a Bradley, a Weems y puede que a Etheridge; pero no puedo decir que los conozca. Es un bufete muy grande.

Kyle seguía sorprendiéndose por la cantidad de rostros nuevos con los que se topaba diariamente en los ascensores y los pasillos, en la cafetería, la biblioteca y ante las máquinas de café. Intentaba saludar y establecer un mínimo contacto, pero el reloj nunca dejaba de marcar y facturar acababa siendo lo más importante.

Su supervisor era Doug Peckham, y Kyle se alegró de no ver su nombre en la pizarra.

Había varios rectángulos más abajo de los de los socios. Bennie los señaló con el dedo.

—Hay dieciséis veteranos y, bajo ellos, otros dieciséis más jóvenes. Sus nombres están en ese archivador de allí. Tendrás que memorizarlos.

—Claro, Bennie. —Kyle echó un vistazo al cartapacio azul de cinco centímetros. Los tres últimos eran de color negro y más gruesos. Acto seguido estudió los nombres de la pizarra.

—¿Con cuántos de estos colaboradores has trabajado?

—Con cinco, seis, tal vez siete —dijo él sin hacer ningún esfuerzo por recordar la cifra exacta. ¿Cómo iba a saber Bennie con quién había trabajado? Que Bennie recordara los nombres de los cuarenta y un abogados asignados al caso Trylon era algo que a Kyle tampoco le interesaba demasiado.

Algunos de aquellos nombres aparecerían en la demanda presentada ante los tribunales, pero solo los más importantes. ¿De cuántos informadores disponía Bennie?

—Esta es una colaboradora veterana que se llama Sherry Abney —dijo mientras señalaba hacia una caja más pequeña—. ¿La conoces?

—No.

—Es una de las promesas del bufete y va camino de convertirse en socia. Tiene dos títulos de Harvard y ha hecho prácticas en los tribunales federales. Informa directamente a Masón, que es el responsable del procedimiento de entrega de documentos a la parte contraria. Bajo ella está un junior de segundo año llamado Jack McDougle. McDougle tiene un problema con la cocaína. En el bufete no lo sabe nadie, pero están a punto de echarlo, de manera que no tardarán en saberlo. Su marcha será fulminante.

Kyle contempló el recuadro con el nombre de McDougle y se le ocurrieron tantas preguntas que no supo por dónde empezar. ¿Cómo sabía Bennie todo aquello?

—Y tú quieres que ocupe su lugar.

—Quiero que te hagas el encontradizo con Sherry Abney Establece contacto, trátala. Tiene treinta años, está soltera pero está saliendo en serio con un banquero de inversiones del Chase que trabaja tanto como ella, lo cual no les deja mucho tiempo para diversiones. Por el momento no tienen fecha de boda o no la han anunciado. A ella le gusta el squash, cuando tiene tiempo, claro. Como sabes, el bufete tiene dos canchas de squash en el piso cuarenta, al lado del gimnasio. ¿Juegas al squash?

—Algo. —Kyle había aprendido en Yale—. No estoy seguro de dónde voy a sacar el tiempo.

—Ya se te ocurrirá algo. Esa chica puede convertirse en tu puerta de acceso al equipo del caso Trylon.

Kyle tenía intención de mantenerse lo más alejado posible del caso Trylon y de su equipo de litigadores.

—Hay un pequeño problema, Bennie —objetó—. Has hecho tus deberes, pero te has olvidado de algo: en este caso no se admiten novatos de primer año y por buenas razones. La primera es que no tenemos ni idea de nada porque acabamos de salir de la universidad; la segunda es que los tíos listos de Trylon seguro que han dicho a sus abogados que mantengan a los novatos alejados del caso. Eso es algo que ocurre, ya lo sabes. No todos nuestros clientes son tan estúpidos para pagar trescientos dólares la hora a unos chavales que no tienen ni idea. Así pues, Bennie, ya me dirás cuál es el Plan B.

—Hace falta paciencia, Kyle, y mano izquierda. Tendrás que empezar a trabajarte el caso Trylon con disimulo, estableciendo contacto con los veteranos, haciendo la rosca a quien haga falta. Puede que así tengamos suerte y consigas entrar.

Kyle estaba decidido a proseguir con la discusión sobre McDougle, no quería rendirse; pero, de repente, un individuo entró en la suite, procedente de la habitación contigua. El joven se sorprendió tanto que la taza de café estuvo a punto de escapársele de los dedos.

—Te presento a Nigel —dijo Bennie—. Dedicaremos con él unos minutos a la cuestión de los sistemas.

Nigel se acercó a Kyle y le tendió la mano.

—Es un placer —canturreó de una manera típicamente británica. A continuación se acercó al caballete y preparó su propia demostración.

El salón de la suite tenía cuatro metros cuadrados. Kyle lanzó una ojeada hacia la puerta doble por donde había entrado Nigel. Sin duda este había estado escondido al otro lado, escuchándolo todo.

—Scully & Pershing utiliza para los juicios un sistema de soporte que se llama Jury Box —empezó a explicar Nigel.

Sus gestos eran rápidos y precisos. Sin duda era británico, pero tenía un curioso acento. De unos cuarenta años, un metro setenta y cinco, setenta kilos, cabello corto y oscuro, salpicado de gris, ojos castaños. Ningún rasgo destacable salvo los pómulos marcados. Labios finos, sin gafas.

—¿Cuánto te han explicado del Jury Box, Kyle? —quiso saber.

—Lo básico. Lo he utilizado en varias ocasiones. —Kyle seguía sorprendido por la repentina aparición de Nigel.

—Es el sistema de soporte para juicios más habitual. Todos los documentos, los propios y los que entrega la parte contraria, son escaneados y almacenados en una biblioteca digital a la que tienen acceso los letrados que trabajan en el caso. El sistema permite sacar rápidamente cualquier papel, hacer búsquedas rápidas de palabras y frases clave, de lo que sea en realidad. ¿Me sigues?

—Sí.

—Resulta bastante seguro, y en la actualidad se ha convertido en una herramienta estándar. Sin embargo, al igual que el resto de los grandes bufetes, Scully & Pershing también utiliza otro sistema para los casos más delicados. Se llama el Barrister. ¿Lo conoces?

—No.

—Normal. Lo mantienen en un discreto segundo plano. Funciona más o menos como el Jury Box, pero resulta mucho más complicado acceder a él o piratearlo. Mantente alerta por si oyes algo de él.

Kyle asintió como si fuera a hacer precisamente lo que le decían. Desde el mes de febrero, desde aquella funesta noche en que le habían tendido una emboscada a la salida del partido de baloncesto, en las frías calles de New Haven, solo había tratado con Bennie Wright o como se llamara en realidad. Sin pararse a pensarlo, había dado por sentado que este, como contacto suyo, sería el único rostro visible de la operación. Sin duda había más caras, en concreto las del par de tipos que lo seguían día y noche y habían cometido los suficientes errores para que Kyle los descubriera. Sin embargo, no se le había ocurrido que llegarían a presentarle a alguien más con un nombre falso y que también trabajara en la operación.

¿Y por qué? Bennie era perfectamente capaz de llevar a cabo la pequeña presentación de Nigel.

—Y luego está el caso Trylon —siguió diciendo alegremente este—, que, me temo, es un caso por completo diferente. Mucho más complicado y seguro. En realidad se trata de un software que no tiene nada que ver. Lo más seguro es que haya sido diseñado específicamente para este caso. Tienen los documentos guardados en un almacén con una ametralladora en cada puerta. A pesar de todo, hemos hecho ciertos progresos. —Hizo una breve pausa para intercambiar una sonrisa de complicidad con Bennie.

¿Verdad que somos listos?

—Sabemos que el programa recibe el nombre clave de Sonic, igual que el Bombardero Hipersónico B-10. No es muy creativo, pero, claro, tampoco ellos lo son, ¿no? No se puede acceder a Sonic desde ese precioso portátil que os dieron el primer día. No señor, no hay portátil que pueda meter las narices en Sonic.

Nigel pasó al otro lado del caballete.

—En el piso dieciocho del edificio de Scully & Pershing hay una sala secreta, rodeada de fuertes medidas de seguridad. En ella hay toda una serie de ordenadores de sobremesa, un material de lo más sofisticado, y en ellos se encuentra Sonic. Los códigos de acceso cambian todas las semanas; las contraseñas, todos los días, a menudo dos veces al día. Hay que tener el identificador adecuado antes de entrar. Y si alguien lo intenta sin tenerlo, le anotan el nombre y hasta es posible que lo pongan de patitas en la calle.

«Pónganme de patitas en la calle», estuvo a punto de decir Kyle.

—Seguramente, Sonic no es más que una versión modificada del Barrister, de manera que tendrás que aprender cómo funciona este tan pronto tengas ocasión.

«No sabes lo impaciente que estoy», se dijo Kyle.

Lentamente, a través de la sorpresa y el cansancio, empezó a comprender que estaba cruzando la línea, y que lo estaba haciendo de un modo que no había previsto. Su pesadilla era salir de Scully & Pershing, llevándose secretos que no debía llevarse para entregárselos a Bennie, igual que Judas a cambio de treinta monedas de plata. Sin embargo, en esos momentos una fuente exterior le estaba proporcionando secretos del bufete. Todavía no había robado nada, pero en ningún caso y de ninguna manera debía tener conocimiento de la existencia de Sonic o de la sala secreta del piso dieciocho. Puede que saberlo no constituyera delito y que no violara ningún principio ético de la profesión, pero sin duda hacía que sintiera que no estaba bien.

—Bueno, ya basta por ahora —intervino Bennie—. Pareces agotado. Será mejor que te vayas a descansar.

—Oh, muchas gracias.

Cuando volvió a salir a la Séptima Avenida, Kyle miró el reloj. Casi era medianoche.