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Seis meses después de que la disputa entre Trylon y Bartin se hiciera pública con la presentación de la demanda, el campo de batalla había quedado establecido, y las tropas estaban en su sitio. Ambos contendientes habían presentado respectivas mociones para hacerse con una posición ventajosa; pero, hasta el momento, nadie había conseguido nada significativo. Naturalmente, seguían discutiendo acerca de plazos, previsiones, presentación de pruebas, quién debía ver qué documentos y cuándo.

Gracias a la ingente cantidad de abogados que trabajaban a la vez, el caso avanzaba con paso lento pero firme. No había juicio a la vista, aunque era demasiado pronto para eso. Scully & Pershing presentaba una factura mensual a Trylon de cinco millones y medio de dólares, así pues, ¿qué prisa había por concluir el caso?

En el otro bando, Bartin Dynamics pagaba prácticamente lo mismo a los encallecidos letrados de Agee, Poe & Epps por una defensa igualmente vigorosa y multimillonaria. APE había destinado cuarenta de sus abogados al caso y, lo mismo que su oponente, tenía tantos que podía doblar ese número cuando lo considerara necesario.

La cuestión más delicada no resultó ninguna sorpresa para ninguno de los dos equipos de letrados. Cuando el matrimonio forzoso de Trylon y Bartin se deshizo, cuando su proyecto conjunto saltó por los aires, se produjo una verdadera disputa por los documentos. Durante el desarrollo del Bombardero Hipersónico B-10 se habían generado cientos de miles, puede que hasta millones de documentos. Los investigadores de Trylon se llevaron todos los que pudieron, y los de Bartin hicieron lo mismo. El software fue de un lado a otro y parte acabó destruido. El hardware controlado por una de las compañías acababa fácilmente en manos de la otra. Miles de archivos de seguridad desaparecieron. Cajas y cajas de papeles fueron sustraídas y escondidas. Y en medio de aquel forcejeo, las dos empresas se acusaron mutuamente de mentir. Cuando al fin la histeria se calmó, nadie sabía exactamente qué tenía el otro.

Dada la naturaleza ultrasensible del proyecto y de los trabajos de investigación, el Pentágono contempló con espanto el poco edificante comportamiento de ambas compañías; y no solo eso, sino que al igual que varias agencias de seguridad, contaba con que Trylon y Bartin lavaran sus trapos sucios en privado. Al final no lo consiguió, y la lucha quedó en manos de los abogados y los tribunales.

Una de las principales tareas del señor Wilson Rush y su equipo de Scully & Pershing consistía en acumular, indexar, copiar y guardar todos los documentos en poder de Trylon. Para esa tarea, el bufete había alquilado una nave en Wilmington, en Carolina del Norte, a un par de kilómetros de las instalaciones de pruebas de Trylon, donde se había llevado a cabo la mayor parte de los ensayos del B-10. Antes de ocuparla, la habían convertido a prueba de fuego, viento y agua. Todas las ventanas fueron retiradas y sustituidas por bloques de hormigón. Una empresa de seguridad de Washington rodeó la instalación de alambradas y una red de veinte cámaras de vigilancia. Las cuatro grandes puertas fueron dotadas de alarmas de infrarrojos y detectores de metales. Guardias armados patrullaban los alrededores de la nave desde mucho antes de que llegaran los primeros papeles.

Cuando llegaron, lo hicieron en un camión-remolque que no llevaba el menor rótulo y que llegó escoltado por más personal armado. A mediados de septiembre y durante un período de dos semanas, las entregas se multiplicaron por docenas. La nave, apodada Fort Rush, empezó a cobrar vida a medida que las cajas de cartón se iban apilando, tonelada de papel tras tonelada de papel.

El recinto había sido alquilado por Scully y todos los contratos —los de renovación, los de servicios de seguridad, los de transporte—, supervisados personalmente y firmados por Wilson Rush. Una vez que los papeles de Trylon entraban en el almacén, recibían el sello MTC —«Material de Trabajo Confidencial»— y, a partir de ese momento, se ajustaban a un protocolo de seguridad distinto en lo referente a ser compartidos por la parte contraria.

Rush seleccionó a diez abogados de su equipo de letrados, a los diez más brillantes y fiables. Los pobres fueron enviados a Wilmington y llevados a Fort Rush, un largo hangar desprovisto de ventanas, con el suelo de cemento pintado y donde reinaba un acre olor industrial. En el centro se hallaba la montaña de cajas. A lo largo de las paredes había largas hileras de mesas y, más allá, diez enormes fotocopiadoras de aspecto feroz. Los cables y los conductos eléctricos corrían por todas partes. Naturalmente, las máquinas eran el último grito en tecnología y capaces de escanear al instante, cotejar y hasta grapar.

Lejos de sus despachos de Manhattan, los junior tenían permiso para trabajar en vaqueros y zapatillas de deporte; además, les prometieron jugosas gratificaciones y otros premios, pero nada pudo compensarles la plomiza tarea de copiar y escanear un millón de documentos, ¡y en Wilmington, por si fuera poco! La mayoría de ellos estaban casados y habían dejado en casa a sus mujeres e hijos. De los diez, cuatro ya se habían divorciado, y era más que probable que Fort Rush se convirtiera en la fuente de más rupturas conyugales.

Comenzaron su imponente tarea bajo la dirección de Wilson Rush en persona. Uno a uno, todos los documentos fueron copiados dos veces y, en una fracción de segundo, escaneados y enviados a la biblioteca virtual del bufete. Al cabo de varias semanas, cuando el trabajo quedara terminado, se podría acceder a dicha biblioteca mediante un código de seguridad y, una vez dentro, el abogado autorizado podría localizar cualquier documento en cuestión de segundos. Los expertos informáticos del bufete la habían diseñado y estaban orgullosamente convencidos de que las medidas de seguridad resultaban impenetrables.

Para demostrar a su equipo la importancia de su aparentemente anodina labor, el propio señor Rush se quedó durante tres días en Wilmington, dedicándose a desembalar, clasificar, copiar, escanear y volver a guardar papeles. Cuando se marchó, dejó a otros dos socios del bufete para que supervisaran el trabajo. Normalmente, un trabajo tan anodino habría sido contratado a un proveedor externo y supervisado por personal del bufete, pero tal cosa resultaba demasiado arriesgada con aquellos papeles. Era necesario que los manipularan abogados profesionales, conscientes de su importancia y valor. Los abogados profesionales que manejaban las fotocopiadoras cobraban un sueldo promedio de cuatrocientos mil dólares al año, y la mayoría de ellos tenía al menos un título de alguna de las universidades más prestigiosas del país. En ningún momento de sus estudios de grado o posgrado habían imaginado que acabarían haciendo fotocopias; pero, tras cuatro o cinco años en Scully & Pershing, no había nada que pudiera sorprenderlos.

Al cabo de la primera semana empezó la rotación: ocho días en la nave de Wilmington, cuatro en Manhattan y vuelta a Wilmington. Las tareas se repartieron y, al final, el bufete acabó destinando un total de quince abogados a aquel trabajo. Todos tenían estrictamente prohibido hablar con el personal de Nueva York de nada relacionado con Fort Rush. La seguridad y la confidencialidad eran de capital importancia.

El primer proyecto duró seis semanas. Dos millones y medio de documentos fueron copiados, clasificados e incorporados a la biblioteca. Los jóvenes profesionales concluyeron su estancia en Fort Rush y regresaron a Nueva York en un reactor privado.

Para entonces, Bennie ya sabía dónde estaba situada exactamente la nave y se había hecho una idea de sus medidas de seguridad; sin embargo, su interés por esos asuntos era pasajero. Naturalmente, lo que Bennie quería era tener acceso a la biblioteca virtual, acceso que solo su espía estaba en situación de proporcionarle.