Tras una serie de conversaciones telefónicas que se fueron haciendo progresivamente más y más tensas, al final llegaron a un acuerdo. El doctor Boone y el tío Wally accedieron, pero se las arreglaron para imponer una condición. Baxter saldría a primera hora, pero pasaría tres noches a medio camino, en una casa de Reno, antes de regresar al mundo real. Ciento cinco días después de haber llegado borracho perdido, con una tasa de alcohol en sangre de 0,28 y con considerables restos de cocaína en el cuerpo, Baxter cruzó las puertas y abandonó la seguridad de Washoe Retreat. Estaba limpio como una patena y pesaba cinco kilos menos. Y no solo había dejado las drogas y la bebida, sino también el tabaco. Se hallaba en forma, bronceado y con la mente despejada, y creía sinceramente que había derrotado a sus demonios y que, a partir de ese momento, llevaría una vida sin ninguno de esos vicios. Iba pertrechado para la batalla con las enseñanzas del doctor Boone y sus ayudantes. Había confesado sus pecados y se había rendido a un poder superior, fuera el que fuese. A sus veinticinco años se disponía a empezar una nueva vida y se sentía orgulloso y aprensivo a la vez, asustado incluso. A medida que fueron pasando los kilómetros, empezó a encontrarse más y más incómodo. Su confianza desaparecía rápidamente.
Había fracasado tantas veces y de tantas maneras… Casi era una tradición familiar. ¿Acaso lo llevaría escrito en su ADN?
Un ordenanza lo llevó desde la clínica de las montañas Nithingale hasta Reno, un trayecto de dos horas durante el que casi no hablaron. Cuando se aproximaron a la ciudad, un gran anuncio de carretera de una cerveza de importación en una botella verde les dio la bienvenida. La sexy joven que la sostenía habría sido capaz de persuadir a un hombre para que hiciera cualquier cosa. El miedo golpeó a Baxter con más fuerza aún. Lo consumía por dentro y le perlaba la frente de sudor. Deseó dar media vuelta, volver corriendo a la clínica, donde no había alcohol ni tentaciones; pero no dijo nada.
Hope Village se hallaba en una zona de mala muerte de las afueras de Reno, llena de edificios abandonados, casinos baratos y bares. Era el reino del Hermano Manny, el fundador, pastor y líder de Hope Village, que lo estaba esperando frente a la iglesia, cuando Baxter se apeó del coche y salió a la calurosa acera. Tomó la mano de Baxter y se la estrechó vigorosamente.
—El señor Tate, ¿verdad? ¿Puedo llamarte Baxter?
La pregunta sugería su propia respuesta: era Baxter, no el señor Tate.
—Desde luego —contestó, poniéndose rígido ante aquella arremetida física.
—Soy el Hermano Manny —dijo, rodeando los hombros de Baxter con el brazo y completando de ese modo la ruda Pero calurosa bienvenida—. Bienvenido a Hope Village.
Tenía unos cincuenta años, de origen hispano, piel broncínea y cabello gris recogido en una cola de caballo que le llegaba a la cintura, gran sonrisa dentona, ojos cálidos, una pequeña cicatriz junto a la aleta izquierda de la nariz y otra mayor en la mejilla derecha. En su rostro destacaba una cuidada perilla blanca.
—Bueno, eres otro evadido de Washoe Retreat —dijo con su voz grave y melodiosa—. ¿Cómo está el bueno del doctor Boone?
—Bien —contestó Baxter, que tenía el rostro del Hermano Manny casi pegado al suyo. Estaba claro que el contacto físico no lo molestaba, aunque hacía que Baxter se sintiera incómodo—. Le manda recuerdos.
—Es un buen hombre. Ven, te enseñaré esto. Tengo entendido que solo te quedarás tres noches, ¿no es eso?
—Así es. Tres noches.
Echaron a andar lentamente, sin que el Hermano Manny quitara el brazo del hombro de Baxter. Era un hombre corpulento, de amplio tórax, que vestía un pantalón de peto vaquero, camisa blanca y sandalias. Sin calcetines.
En su día, la iglesia había pertenecido a una floreciente congregación blanca que se había trasladado a otros barrios mejores. Mientras caminaba arrastrando los pies, Baxter se enteró de los antecedentes. Manny Lucera había encontrado al Señor durante su segunda estancia en la cárcel por el robo a mano armada con cuyo botín pensaba pagarse las drogas. Cuando fue puesto en libertad condicional, el Espíritu Santo guio sus pasos hasta Reno para que empezara allí su ministerio. La iglesia había crecido y, en esos momentos, albergaba un refugio para vagabundos en el sótano, un comedor de caridad que alimentaba a todos los que lo pedían, un centro comunal para los niños de la vecindad y otro de acogida para las mujeres y sus hijos que huían de los malos tratos conyugales. En esos momentos, el Hermano Manny estaba haciendo planes para un orfanato. Había comprado los viejos edificios contiguos y los estaba reformando. El sitio estaba lleno de gente entre empleados, voluntarios y gente de la calle, y todos ellos hacían casi reverencias cuando se cruzaban con él.
Se instalaron ante una mesa de picnic, a la sombra, y tomaron una limonada de lata.
—¿Cuál es tu droga? —preguntó Manny.
—Coca y alcohol, principalmente. Pero la verdad es que no digo que no a nada —reconoció Baxter.
Después de quince semanas desnudando su alma ante gente a la que no conocía de nada pero que lo sabía todo de él, ya no vacilaba a la hora de decir la verdad.
—¿Y durante cuánto tiempo?
—Empecé despacio, cuando tenía alrededor de catorce. Luego, a medida que me fui haciendo mayor la cosa fue en aumento. Ahora tengo veinticinco años, de modo que se puede decir que llevo once.
—¿De dónde eres?
—Nací en Pittsburg.
—¿Y tu historial familiar?
—Privilegiado.
El Hermano Manny formulaba las preguntas y asimilaba as respuestas con tanta naturalidad que, tras quince minutos juntos, Baxter tenía la sensación de que podía charlar durante horas con él y contarle cualquier cosa.
—¿Es tu primera rehabilitación?
—La segunda.
—Mira, durante veinte años yo he consumido todas las drogas que puedas imaginar y unas cuantas que ni te imaginas. He comprado, vendido, fabricado y robado drogas. Me han apuñalado cuatro veces; tiroteado, tres; y acabado en la cárcel dos por tenencia de drogas. Perdí a mi primera mujer y mis hijos por culpa de las drogas y el alcohol. Perdí mi oportunidad de estudiar y perdí ocho años de mi vida entre rejas. Un poco más y pierdo hasta la vida. Lo sé todo acerca de las adicciones porque he pasado por todas ellas. Soy asesor titulado en materia de adicciones a las drogas y el alcohol y trabajo con adictos todos los días. ¿Eres un adicto?
—Sí.
—Que Dios te bendiga, hermano. ¿Conoces a Cristo?
—Supongo. Mi madre me llevaba a misa por Navidad.
El Hermano Manny sonrió y levantó su orondo trasero de la silla.
—Deja que te enseñe tu habitación. No es el Ritz, pero servirá.
El refugio para vagabundos era una gran sala del sótano con un improvisado tabique divisorio: los hombres a un lado, las mujeres al otro. Los camastros de hierro del ejército se alineaban junto a la pared.
—La mayoría de esta gente trabaja durante el día. No son indigentes —explicó el Hermano Manny—. Empiezan a levantarse a las seis de la mañana. Aquí está tu cuarto.
Cerca de las duchas había un par de habitaciones pequeñas para una sola persona. Las camas eran un poco mejores y contaban con ventiladores portátiles. Manny abrió la puerta de una de ellas.
—Puedes quedarte con esta —dijo—. Es de un supervisor. Para tener derecho a un cuarto privado debes trabajar, así que ayudarás con las tareas de la cena y después, cuando todo el mundo se haya acostado, te encargarás de la seguridad.
Lo dijo con tal firmeza y rotundidad que cualquier intención de protestar quedó descartada de inmediato.
El mundo de Baxter daba vueltas como un tiovivo. Había comenzado el día en los cómodos confines de un rancho de rehabilitación de cinco estrellas y en ningún momento había dejado de pensar con impaciencia en el momento de partir. En ese instante se hallaba en el sofocante sótano de una vieja iglesia que era el hogar de cincuenta de las almas más pobres del país, e iba a tener que vivir con ellas durante los siguientes tres días. Y además, preparar sus desayunos y atajar sus disputas.
Baxter Tate, de los Tate de Pittsburg, banqueros de sangre azul que vivían en mansiones que pasaban de generación en generación, gente orgullosa y arrogante que se casaba con otra igual de otros clanes, produciendo acervos genéticos cada vez más cerrados.
¿Cómo había llegado a ese punto siendo tan joven?
Desde un punto de vista legal, podía marcharse cuando quisiera, coger la puerta, llamar un taxi y no volver a mirar atrás. No había tribunal que pudiera impedírselo. Puede que el tío Wally se llevara un chasco, pero si lo hacía esa sería seguramente su única preocupación.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó el Hermano Manny.
—La verdad es que no. —Ser sincero resultaba una agradable novedad.
—Acuéstate un rato. Estás muy pálido.
No pudo dormir por culpa del calor. Al cabo de una hora se levantó, se escabulló fuera y se fue caminando lentamente hacia el centro de la ciudad. Comió tarde en un restaurante barato. Su primera hamburguesa con patatas en meses. Tenía dinero suficiente para pasar un par de noches en un hotel, y estuvo dando vueltas a ese plan mientras caminaba sin rumbo por las calles. Pasó una y otra vez ante los casinos. Nunca había sido aficionado al juego, pero en cada casino había un bar, ¿o no? Naturalmente, los bares eran territorio prohibido, pero no podía soportar la idea de volver a Hope Village. Todavía no.
Se acercó a una mesa de blackjack, sacó cinco billetes de veinte, los cambió por fichas verdes y estuvo jugando unos minutos con apuestas de cinco dólares. Una camarera entrada en años pasó junto a él y le preguntó qué quería beber.
—Una botella de agua —respondió sin vacilar y se dio una simbólica palmada en la espalda.
El único jugador que lo acompañaba en la mesa era un vaquero, de sombrero negro incluido, que tenía una botella de cerveza delante. Baxter se bebió el agua, jugó sus manos y, de vez en cuando, echó un vistazo a la botella. Parecía tan inofensiva, tan bonita…
Cuando perdió todas sus fichas, se alejó de la mesa y se dio una vuelta por el casino. Era un lugar deprimente, medio lleno de gente que no tenía nada que hacer allí y que apostaba un dinero que no podía perder. Se acercó a la barra del bar de deportes, donde las pantallas mostraban antiguos partidos de fútbol y las clasificaciones de los equipos para el fin de semana. El bar estaba vacío. Se sentó en un taburete y pidió un vaso de agua.
¿Qué diría el doctor Boone de aquello? Apenas llevaba seis horas de «reingreso» y ya estaba sentado a la barra de un bar. «Tranquilo, doctor Boone: solo es agua. Si puedo resistir la tentación aquí, entonces lo que venga será fácil.» Se quedó sentado, tomando pequeños sorbos de agua y mirando de reojo las hileras de botellas de licor. ¿Por qué había tantas formas y medidas? ¿Por qué había tanta variedad de alcoholes? Un estante entero estaba dedicado a todo tipo de vodka, incluso al aromatizado que solía beber a litros en su época de borracho.
Gracias a Dios, esos días eran cosa del pasado.
Una sirena aulló en la distancia y sonaron campanas. Un jugador con suerte acababa de acertar un Jackpot, y el estruendo servía para recordar a todo el mundo lo fácil que resultaba ganar. El camarero llenó un vaso con cerveza a presión y lo puso ante Baxter con un golpe seco.
—¡Por cuenta de la casa! —anunció—. ¡Super Slot Jackpot!
Una ronda gratis para todos los clientes del bar, pero no había nadie salvo Baxter, que estuvo a punto de decir: «Llévesela, amigo. He dejado la bebida». Pero el camarero había desaparecido y, además, habría sonado tonto. ¿Cuántos abstemios se metían en el bar de un casino a las tres de la tarde?
El vaso estaba helado; la cerveza, también. Era de un color un poco más oscuro que de costumbre, y Baxter miró la marca en el escanciador: Nevada Palé Ale. Nunca la había probado. Sintió la boca seca, de modo que bebió agua. Durante ciento cinco días, el doctor Boone y su equipo le habían metido en la cabeza la idea de que un solo trago bastaría para devolverlo a sus antiguas adicciones. Había observado y escuchado a otros pacientes que se estaban desintoxicando contar sus relatos de repetidos fracasos, y todos decían lo mismo: no había que engañarse, resultaba imposible controlar un solo trago. Hacía falta observar una total abstinencia.
Quizá sí.
El vaso se cubrió de pequeñas gotas de condensación que resbalaron y humedecieron la servilleta que había debajo.
Tenía veinticinco años y nunca había creído de verdad, ni siquiera en su momento de mayor entrega en Washoe, que sería capaz de pasar el resto de sus días sin volver a probar una gota de alcohol. En lo más profundo de su ser sabía que tenía la fuerza de voluntad suficiente para tomarse una copa, puede que dos, y dejarlo ahí antes de que la situación escapara a su control. Si realmente pensaba volver a beber, ¿por qué no empezar ya? La última vez estuvo catorce días torturándose hasta que finalmente cedió, dos semanas en las que se mintió a sí mismo y especialmente a sus amigos acerca de las delicias de la vida de abstemio mientras no pasaba un segundo sin que anhelara un trago. ¿Por qué volver a pasar por lo mismo?
La cerveza se estaba calentando.
Oyó las voces de sus consejeros. Recordó las lágrimas de las confesiones de los demás internos. Se oyó proclamando la letanía del abstemio: «Soy un alcohólico, débil e indefenso, necesitado de la fuerza de un ser superior».
Y sí, los otros perdedores encerrados en Washoe Retreat eran débiles; pero él no. Él podía tomarse unas copas porque era fuerte. Consideró un montón de razones para convencerse de que nunca, por ningún concepto, volvería a sucumbir a los encantos y horrores de la cocaína y tampoco a los de los licores más fuertes. Solo una cerveza de vez en cuando y quizá un poco de vino.
Pan comido.
A pesar de todo, no se sentía capaz de alargar la mano y tocar el vaso. Se hallaba a menos de medio metro, perfectamente a su alcance, quieto, igual que una serpiente de cascabel lista para morder. Entonces se convirtió en una deliciosa tentación que le produjo un agradable cosquilleo. Un vaivén. El mal contra el bien.
«Tendrás que hacer nuevas amistades —le había repetido incontables veces el doctor Boone—, no puedes volver a tus antiguas costumbres. Busca nuevos lugares, nuevos amigos, nuevos desafíos, un nuevo sitio donde vivir.»
«Bueno, ¿y qué me dice de esto, doctor Boone? Estoy sentado por primera vez en un mugriento casino de Reno del que no recuerdo ni el nombre. Nunca había estado aquí antes, ¡ja, ja!»
Tenía las manos desocupadas y encima de la mesa; y, en un momento dado, se dio cuenta de que la derecha le temblaba ligeramente. Además, su respiración se había hecho pesada y jadeante.
—¿Se encuentra bien, amigo? —le preguntó el camarero al pasar.
Sí. No. Baxter asintió confusamente, incapaz de hablar. Tenía los ojos clavados en el vaso de cerveza. ¿Dónde se encontraba?, ¿qué estaba haciendo? Apenas seis horas después de haber salido de ciento cinco días de desintoxicación y ya estaba sentado en un bar, luchando consigo mismo sobre si tomarse o no una cerveza. Sin duda era un perdedor. Solo había que ver dónde se hallaba.
Alargó la mano izquierda y tocó el vaso y lo deslizó lentamente hacia él. Se detuvo cuando lo tuvo a quince centímetros de distancia. Le llegó el aroma de la cebada. El vaso seguía frío o al menos lo bastante frío.
La lucha entre el bien y el mal se convirtió en una lucha entre quedarse y marcharse. Estuvo a punto de conseguir levantarse, arrancarse de la barra y correr por entre las máquinas tragaperras hacia la salida. A punto. Curiosamente, fue Keefe quien lo ayudó a tomar una decisión. Keefe había sido su mejor amigo en Washoe. Keefe provenía de una buena familia que le estaba pagando su tercer tratamiento de desintoxicación. Los dos primeros habían fracasado cuando se convenció a sí mismo de que un simple canuto no podía hacerle daño.
Baxter murmuró para sus adentros: «Si me tomo esta cerveza ahora y las cosas no me salen como espero siempre podré volver a Washoe y mis dos fracasos me habrán convencido de que es necesaria una completa abstinencia. Como Keefe. Pero en este momento necesito esa cerveza.»
Cogió el vaso con ambas manos y lo levantó lentamente, oliendo su contenido a medida que se lo acercaba. Sonrió cuando el frío vidrio tocó sus labios. El primer sorbo de Nevada Palé Ale le pareció el néctar más maravilloso que había probado en su vida. Lo saboreó con los ojos cerrados y expresión extática.
Alguien gritó a pleno pulmón a su espalda.
—¡Ahí estás, Baxter!
Estuvo a punto de atragantarse y de dejar caer el vaso. Se dio la vuelta de un salto. Allí estaba el Hermano Manny, acercándose a grandes zancadas y, evidentemente, muy poco contento.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó, poniéndole una manaza en el hombro con actitud de estar listo para iniciar una pelea.
Baxter no estaba seguro de qué estaba haciendo. Se disponía a beberse una cerveza, algo totalmente prohibido; pero, en ese momento, se sentía tan profundamente horrorizado que a duras penas podía hablar. El Hermano Manny contempló fijamente el vaso de cerveza, lo cogió de manos de Baxter y lo dejó en la barra.
—Llévese esto —gruñó al camarero antes de sentarse en el taburete de al lado y acercarse hasta que su cara estuvo a escasos centímetros de la de Baxter—. Escucha, hijo —dijo en tono tranquilo y mesurado—, yo no puedo obligarte a que salgas de aquí ahora mismo. Es tu decisión, pero si quieres que te ayude, dilo. Yo te sacaré y te llevaré a mi iglesia, te prepararé un poco de café y te contaré algunas historias.
Baxter dejó caer los hombros y hundió la barbilla. Aún tenía el sabor de la cerveza en los labios.
—Esta podría ser la decisión más trascendental de tu vida —prosiguió el Hermano Manny—. Y tienes que tomarla ahora mismo, en este instante. Si te vas o te quedas. Si te quedas habrás muerto antes de cinco años. Si te quieres ir, dímelo y saldremos de aquí juntos.
Baxter cerró los ojos.
—Soy tan débil… —murmuró.
—Sí, pero yo no. Deja que te saque de aquí.
—Por favor.
El Hermano Manny prácticamente lo levantó del taburete y le rodeó los hombros con su enorme brazo. Pasaron lentamente ante las máquinas tragaperras y las mesas de ruleta desiertas. Se hallaban muy cerca de la puerta cuando el Hermano Manny se dio cuenta de que Baxter estaba llorando. Aquellas lágrimas lo hicieron sonreír. Un adicto debía primero tocar fondo antes de empezar a salir del pozo.
La oficina del Hermano Manny era un cuarto amplio y abarrotado junto a la sacristía. Su secretaria, su esposa en realidad, les llevó una jarra llena de café cargado y dos tazas desparejas. Baxter tomó asiento en un viejo sofá de piel y bebió furiosamente, como si quisiera quitarse el sabor de la cerveza de la boca. Por el momento, había dejado de llorar.
El Hermano Manny se sentó junto a él, en una mecedora de madera, y se balanceó sin cesar mientras hablaba:
—Estaba en la cárcel, en California. Era la segunda vez y formaba parte de una pandilla. Hacía cosas peores allí que cuando pateaba las calles. Un día me descuidé, me salí de mi territorio y los de una pandilla rival se me echaron encima. Me desperté en el hospital de la prisión con un montón de huesos rotos, cortes y magulladuras. Tenía el cráneo fracturado y me dolía horriblemente. Recuerdo haber pensado que la muerte no estaba tan mal. Estaba cansado de vivir, cansado de mi vida, cansado de ser el desgraciado que era. Sabía que, si sobrevivía, algún día me darían la condicional y volvería a la calle y a mis viejas costumbres. En el barrio donde crecí, la gente como yo acababa en la cárcel o moría joven. Parece bastante diferente del sitio donde tú creciste, ¿no, Baxter?
Baxter se encogió de hombros, y el Hermano Manny prosiguió:
—En muchos sentidos lo es; y en otros no. Mi vida solo trataba de mí, igual que la tuya. Me gustaban las cosas peores, igual que a ti. Placeres, egoísmo, orgullo… Esa era mi vida, como ha sido la tuya, imagino.
—Oh, sí.
—Son todo pecados. Y todo conduce al mismo final: a la desdicha, al dolor, a la destrucción y por fin a la muerte. Tú vas Por ese camino, hijo y, por lo que puedo ver, con muchas prisas.
Baxter asintió levemente.
—¿Y qué le ocurrió?
—Tuve suerte y sobreviví. Poco después conocí a un interno, un delincuente profesional al que nunca concederían la condicional, y resultó ser la persona más amable y feliz que había conocido. Era un tipo sin preocupaciones. Para él, todos los días eran hermosos y la vida un regalo. Y eso lo decía alguien que había pasado quince años en prisiones de máxima seguridad. Gracias a un clérigo de la cárcel, había conocido a Cristo y se había convertido en creyente. Me contó que rezaba por mí, de igual modo que lo hacía por otra gente que estaba allí. Una noche me invitó a estudiar la Biblia y tuve ocasión de escuchar a otros internos contar sus historias y alabar a Dios por su perdón, su amor, su fuerza y su promesa de eterna salvación. Imagínate a una panda de encallecidos criminales, que se han pasado la vida encerrados en los peores talegos, cantando canciones de alabanza al Señor. Es un asunto muy fuerte, y yo necesitaba un poco de eso; necesitaba perdón porque cargaba con un montón de pecados de mi pasado; necesitaba paz porque llevaba en guerra toda mi vida; necesitaba amor porque no había hecho más que odiar; necesitaba fuerza porque sabía que, en el fondo, era débil; necesitaba felicidad porque llevaba mucho tiempo siendo desdichado. Así pues, rezamos juntos, yo y aquellos tiarrones que eran como corderitos, y le confesé a Dios que yo era un pecador y que deseaba hallar la salvación a través de Jesucristo. Mi vida cambió al instante, Baxter. Fue un cambio tan asombroso que todavía hoy me cuesta creerlo. El Espíritu Santo entró en mi alma y el viejo Manny Lucera murió para siempre porque había nacido uno nuevo, uno a quien le habían perdonado sus pecados y prometido la eternidad.
—¿Y qué pasó con las drogas?
—Olvidadas. El poder del Espíritu Santo es mucho mayor que cualquier deseo humano. Lo he visto cientos de veces con adictos que han intentado de todo para desengancharse: clínicas de rehabilitación, psiquiatras, matasanos, medicamentos que venden como sustitutos… Cuando uno es adicto se encuentra indefenso ante el alcohol y las drogas. La fuerza tiene que provenir de alguna parte. Para mí, proviene del poder del Espíritu Santo.
—En estos momentos no me siento muy fuerte, precisamente.
—Y no lo eres. Mírate. Has pasado de la clínica de Washoe al bar de un casino mugriento en cuestión de horas. Hasta puede que sea un récord.
—No era mi intención ir a ese bar.
—Claro que no, pero fuiste.
—¿Y por qué? —preguntó con voz apagada.
—Porque nunca has dicho que no.
Una lágrima rodó por la mejilla de Baxter, que se la secó con el dorso de la mano.
—No quiero volver a Los Angeles.
—Y no debes, hijo.
—¿Puede ayudarme? En estos momentos no me encuentro muy bien. Quiero decir que estoy realmente asustado.
—Recemos juntos, Baxter.
—Lo intentaré.