17

Cuando Kyle salió de la oficina el viernes por la tarde, lo hizo pensando que la semana había sido un éxito. Un éxito deprimente. Había facturado treinta horas a Placid y veintiséis a Barx Biomed y, aunque ni un solo minuto de su valioso tiempo fuera a tener consecuencias para los clientes del bufete, no le pagaban para que se preocupara por esas cosas. Estaba allí solo para una cosa: para facturar. Si mantenía ese ritmo de cincuenta horas a la semana, llegaría a las dos mil quinientas al año, una cifra muy alta para cualquier abogado recién contratado y que sin duda llamaría la atención de los peces gordos.

En su primera semana, Tabor el Francotirador había facturado también cincuenta horas; Dale, cuarenta y cuatro, y Tim Reynolds, cuarenta y tres.

Al cabo de cinco días en el trabajo resultaba sorprendente lo sujetos que ya estaban al reloj.

Volvió caminando a su apartamento, se puso unos vaqueros y se marchó al estadio. Los Mets jugaban en casa contra los Pirates, que ya habían tirado por la borda otra temporada. Con diecisiete partidos por jugar, los Mets ocupaban el primer puesto por delante de los Phillies y estaban en racha.

Kyle había comprado al contado dos entradas a un vendedor recomendado por uno de los auxiliares jurídicos del bufete. A medida que se acercaba al estadio, localizó a los que lo vigilaban, lo mismo que estos a él.

Su asiento se hallaba quince filas por detrás del banquillo de los jugadores. La noche era cálida, y el estadio estaba abarrotado. Llegó justo a tiempo, cuando los Mets se disponían a realizar el primer lanzamiento. A su derecha tenía a un muchacho que llevaba un guante de béisbol en una mano y un helado en la otra; a su izquierda, a un verdadero hincha de los Mets, un tipo que llevaba un jersey, una gorra y hasta unas ridículas gafas con los colores del equipo. Bajo la gorra y las gafas se escondía la persona de Joey Bernardo, que había pasado toda su vida en Pittsburg y odiaba a los Mets casi tanto como odiaba a los Phillies.

—Haz ver que no me conoces —le dijo Kyle en voz baja sin apartar la vista del campo.

—No te preocupes, en estos momentos odio a los Mets casi tanto como a ti.

—Gracias. Me gustan las gafas.

—¿Me las puedo quitar? No veo una mierda con ellas.

—No.

Hablaban por la comisura de los labios y lo bastante alto para oírse el uno al otro. El estadio Shea era un constante griterío, y no era probable que pudieran escucharlos.

Joey tomó un trago de una lata de cerveza doble.

—¿De verdad te están siguiendo?

—Desde luego. Todos los días y a todas partes.

—¿Y saben que lo sabes?

—No lo creo.

—Pero ¿por qué?

—Cuestión de espionaje elemental.

—Claro.

—La información resulta crucial. Cuanto más escuchen y observen, más sabrán sobre mí. Si saben lo que como, lo que bebo, lo que me pongo, lo que escucho, con quién hablo, dónde voy a pasear y a comprar, entonces es posible que llegue un día en que utilicen dicha información en su beneficio. A ti y a mí puede parecemos una chorrada, pero a esos tipos no.

Joey tomó otro trago de cerveza mientras asimilaba aquello.

El bateador golpeó la bola, que salió volando por encima del muro izquierdo del campo, consiguió un homerun, y el estadio se puso en pie. Kyle y Joey reaccionaron igual que el resto de hinchas. Cuando la ovación se apagó, Kyle prosiguió:

—Por ejemplo, he encontrado una tienda estupenda en el centro donde venden todo tipo de artilugios de espionaje: cámaras diminutas, micrófonos ocultos, aparatos para pinchar el teléfono y otros cacharros de alta tecnología que el ejército ha descartado. La llevan unos tíos de lo más turbio que aseguran ser ex de la CÍA; aunque la verdad es que los tipos que realmente son ex de la CÍA no lo van pregonando por ahí.

»Localicé la tienda en internet, en la oficina en lugar de desde casa, y he ido un par de veces, siempre que he podido desembarazarme de los que me siguen. Puede que algún día necesite lo que tienen allí. Si los tipos que me vigilan se enteran de que he descubierto ese sitio seguro que les interesaba mucho.

—Todo esto es de lo más raro, tío.

Una mujer que estaba sentada delante de Joey se volvió y lo miró con curiosidad. Los dos amigos estuvieron callados hasta el final de la primera parte.

—¿Qué me dices del informe sobre Elaine? —preguntó Joey.

—Pues que me preocupa.

—¿Y ahora qué hacemos?

—Creo que deberías ir a verla.

—Ni hablar.

—Es fácil. No tienes más que hacerte el encontradizo y ver qué pasa.

—Muy fácil, desde luego. Lo único que tengo que hacer es ir a Scranton, una ciudad en la que hace más de diez años que no pongo los pies, encontrar a esa tía, reconocerla, dar por hecho que ella también me reconocerá a mí y luego, ¿qué? ¿Tener una agradable charla sobre la última vez que estuvimos juntos? ¿Recordar los viejos tiempos? ¡Por Dios, Kyle, me acusa de violación!

—Chis —le dijo este en voz baja, ordenándole que se callara.

La palabra «violación» quedó flotando en el aire.

—Lo siento —murmuró Joey, que se quedó un buen rato callado, mirando el partido.

Una feroz discusión se desató en la primera base, y los cincuenta mil hinchas se convirtieron en una sola voz.

—Sería un encuentro interesante y veríamos cómo reacciona —dijo Kyle en medio del estruendo—. Comprobaríamos si está dispuesta a hablar contigo, si está enfadada y busca venganza. Solo tienes que tomar el camino más fácil y decirle que ese encuentro siempre te ha preocupado y que querías hablar del tema; ver si está dispuesta a tener una conversación seria mientras os tomáis algo. ¿Qué puedes perder?

—¿Y si me reconoce, saca un pistolón y, ¡bang!, me pega cuatro tiros?

—En ese caso, yo me ocuparé de Blair —dijo Kyle con una sonrisa, a pesar de que la perspectiva de pasar un tiempo con la novia de su amigo no le resultaba nada agradable.

—Gracias. No sé si lo sabías, pero está embarazada. Gracias por preguntar.

—¿Cómo es que se ha quedado embarazada?

—Biología elemental, amigo. La verdad es que nos ha pillado por sorpresa a los dos.

—Felicidades, papi.

—Lo de casarse es una cosa, pero no estoy tan seguro del asunto de la paternidad.

—Yo pensaba que iba a dedicarse por entero a su carrera profesional.

—Sí, y yo también. Me dijo que tomaba la píldora, pero ya no estoy tan seguro.

Aquel no era un asunto que Kyle deseara abordar. Cuanto más hablaban, más fácil se hacía la conversación y eso no resultaba prudente.

—Voy al aseo —dijo.

—Tráeme una cerveza cuando vuelvas.

—No puedo. No nos conocemos, ¿recuerdas?

—Vamos, Kyle, ¿crees que hay alguien aquí observándonos?

—Sí, con prismáticos. Al menos son dos. Me siguieron hasta el estadio y seguro que compraron entradas a algún revendedor y ahora nos están controlando.

—Pero ¿por qué?

—Vigilancia básica, Joey. Soy un activo valioso, pero no confían en mí. Deberías leer más novelas de espías.

—Ese es tu problema: demasiadas novelas de espías.

Kyle se tomó su tiempo entre las entradas. Fue al baño y regresó con un refresco y cacahuetes. Una vez en su asiento, entabló conversación con el muchacho de su derecha, cuyo padre resultó que trabajaba en publicidad. Kyle se las arregló para mostrar genuino interés. Cascó unos cuantos cacahuetes, tiró las cascaras al suelo e hizo caso omiso de Joey durante un buen rato.

Este, medio cegado por las enormes gafas, sufrió en silencio. Tras cuatro entradas, los Pirates iban cuatro carreras por debajo, y Joey estaba dispuesto a marcharse. Al fin, Kyle cambió de postura y empezó a estudiar el marcador en el centro del campo.

—¿Alguna noticia de Baxter? —preguntó sin apenas mover los labios.

—Ninguna. Es como si lo hubieran encerrado bajo tierra.

—Sé cómo se siente uno. He pasado toda la semana metido en una especie de mazmorra.

—No quiero oírlo. Por el dinero que te pagan no tiene que haber queja alguna.

—Vale, vale. Seguro que ellos saben que está en rehabilitación y dónde se encuentra —comentó Kyle, mientras una bola era atrapada en el aire en la pista de avisos.

—¿«Ellos»?

—Los tipos que me vigilan. Fue su jefe quien me dijo, la semana pasada, que Baxter estaba desintoxicándose.

—¿Y cada cuánto te ves con ese tipo?

—Demasiado a menudo.

—¿Le has entregado ya algún material confidencial?

—No. Todavía no me he pringado.

Joey tomó un sorbo de cerveza y, mientras se tapaba la boca con la lata, preguntó:

—Si saben lo de Baxter, entonces seguro que me estarán vigilando a mí también.

—Es posible. Tienes que ser prudente y variar tus movimientos. Ten cuidado con la correspondencia.

—Fantástico. No sabes cuánto me alegro de saberlo.

—Mi apartamento está lleno de cámaras y micrófonos. Esa gente entra y sale cuando quiere. No tengo sistema de alarma. La verdad es que no quiero uno, pero sé cuándo han estado allí. Ellos no saben que yo lo sé, de manera que no les doy nada importante.

—¿Me estás diciendo que estás burlando la vigilancia de Unos profesionales?

—Eso creo.

Se produjo una nueva pausa en la conversación mientras los Pirates cambiaban una vez más de lanzador.

—¿Cuándo acabará esto, Kyle?

—No lo sé. Por el momento estoy dando pasos cortos y prudentes. Lo siguiente es establecer contacto con la chica y comprobar hasta qué punto están mal las cosas.

—No creo que estén nada bien.

—Ya veremos.

Kyle se metió la mano en el bolsillo, donde algo vibraba, y sacó el FirmFone. Abrió el mensaje, lo leyó y le entraron ganas de maldecir.

—¿Qué ocurre? —preguntó Joey, intentando no mirar el teléfono.

—Es uno de los socios del bufete. Tiene un asunto entre manos y me quiere en el despacho a las siete.

—Pero si mañana es sábado.

—Otro día cualquiera de oficina.

—Pero, esos tíos ¿están locos o qué?

—No. Solo son avariciosos.

Durante la séptima entrada, Kyle se levantó del asiento y se dirigió a las puertas de salida. Joey se quedó una entrada más, hasta que al final se marchó, dejando a sus queridos Pirates perdiendo una vez más.

Los vaqueros estaban permitidos el sábado y el domingo. El hecho de que el fin de semana también se aplicaran normas de vestir, por muy relajadas que fueran, decía mucho del funcionamiento de los bufetes de Wall Street. Para empezar, qué hacían ellos allí.

Kyle vestía vaqueros, lo mismo que Dale, que estaba espectacular con unos muy ceñidos que se había puesto. Tim Reynolds llevaba un pantalón de loneta caqui. Los tres se hallaban perplejos por encontrarse en una pequeña sala de conferencias del piso treinta y cuatro, a las siete de la mañana del segundo sábado de sus incipientes carreras. Allí se unieron a cuatro socios algo mayores que ellos, cuatro jóvenes a los que Kyle no había tenido el placer de ver ni de conocer durante sus dos primeras semanas en Scully & Pershing. Se hicieron las presentaciones de rigor, pero solo porque eran de rigor.

El socio que había llamado para convocar la reunión no estaba por ninguna parte. Su nombre era Tobías Roland, Toby a sus espaldas, y de todos los rumores que Kyle había oído circular, los peores hacían referencia a Roland, sobre quien se contaban innumerables historias, a cuál más siniestra. Estudiante en Yale, graduado de Columbia, salía de un barrio pobre y era un resentido. También era brillante, implacable e intrigante. Había ascendido a la categoría de socio en solo cinco años, principalmente porque trabajaba más que cualquiera de los «esclavos» del trabajo que poblaban el bufete y nunca se relajaba. Su idea de tomarse un rato libre consistía en un revolcón de diez minutos con una de sus secretarias en el sofá de su despacho. La mayoría de las secretarias estaban demasiado amedrentadas por él para protestar o denunciarlo. Aun así, algunas lo encontraban sexy para un revolcón rápido. Para divertirse se dedicaba a abroncar a los abogados más jóvenes con el peor lenguaje imaginable por las infracciones más insignificantes. Solía intimidar a los demás socios porque era más listo y casi siempre estaba mejor preparado. A los cuarenta y cuatro años era el especialista en juicios del bufete que más rendía y no había perdido ni uno en ocho años. Toby era el preferido de la mayoría de los abogados de empresa de las principales corporaciones. El año anterior, Kyle había leído y recortado un artículo de Fortune que halagaba la figura del mayor litigante de Scully & Pershing.

Cuando Toby Roland llamaba, uno acudía siempre corriendo y casi siempre con el estómago encogido.

Esa mañana, su lugar lo ocupaba un veterano llamado Bronson, el cual explicó sin el menor entusiasmo que estaba allí en representación del señor Roland, que a su vez se hallaba al final del pasillo, trabajando en otros aspectos de la demanda que tenían entre manos. Por lo tanto, podía hacer acto de presencia en cualquier momento. Dicha posibilidad mantuvo a todos en alerta.

El cliente era una importante compañía petrolífera que estaba a punto de ser demandada por una empresa holandesa a causa de unas reservas de crudo situadas en el golfo de México cuya titularidad se disputaban. Se esperaba que la demanda fuera presentada en Nueva Orleans, pero Roland había decidido presentar una contrademanda preventiva en Nueva York. El plan consistía en hacerlo a primera hora del lunes. Se trataba de una emboscada, de una audaz táctica que podía volverse en contra de Roland, pero también era el tipo de arriesgada maniobra por la que este era famoso.

Al cabo de unos minutos de escuchar cómo planteaban la demanda en términos parecidos al del desembarco de Normandía, Kyle comprendió que tanto su sábado como su domingo acababan de esfumarse y que pasaría los dos días buscando antecedentes legales en la biblioteca del bufete. Echó un vistazo a su FirmFone. Repasó los correos electrónicos y algo llamó su atención: a las siete y media de un sábado, el bufete estaba enviando un correo a todos sus abogados anunciándoles la dimisión de Gavin Meade, socio del departamento de Litigios. Sin más detalles. Ni más comentarios. Solo una rápida y discreta salida.

Bennie había dicho que todo el mundo tenía secretos. ¿Cómo lo habría hecho? Quizá mediante un paquete anónimo dirigido al departamento de Recursos Humanos. Declaraciones juradas, expedientes policiales, el lote completo. Pobre Meade… Diez años después de haber cometido el delito y después de haber estado dejándose la piel por cuatrocientos mil dólares al año recibía de repente un aviso para una reunión a puerta cerrada.

Bronson estaba parloteando acerca de ser el eje de una rueda cuyos radios conectaban con siete socios que se hallaban por debajo de él y otros tantos que conectaban con el señor Roland y los otros socios del departamento de Litigios. En el centro, él, Bronson, dirigiría el tráfico entre los novatos y los peces gordos. El organizaría el trabajo, supervisaría la investigación y manejaría la correspondencia entre los socios. En definitiva: todo pasaría por su mesa.

El tiempo era una cuestión crucial. Si corría el rumor, la compañía holandesa y sus abogados podrían hacer todo tipo de maldades. El aprovisionamiento de crudo de la nación, y puede que incluso el de la civilización occidental, se hallaba en juego.

Se levantaron y se dirigieron a la biblioteca.