Cualquier esperanza de poder realizar un trabajo productivo se esfumó a las siete y media de la mañana del lunes, cuando los doce nuevos abogados asignados a Litigios fueron arrojados a los abismos del departamento de Revisión y Documentación. Ya en su primer año en la universidad, Kyle había oído terroríficas historias sobre dispuestos y brillantes profesionales que habían sido encerrados y encadenados en algún deprimente sótano y a los que, a continuación, habían entregado toneladas de densos documentos para que los leyeran. Y a pesar de que sabía que su primer año en el bufete incluiría abundantes dosis de semejante castigo, lo cierto era que no estaba preparado para ello. Él y Dale —que estaba más guapa cada día pero que seguía sin mostrar personalidad alguna— fueron asignados al caso de un cliente al que la prensa económica estaba crucificando.
Su nuevo jefe ese día, una junior de rango superior llamada Karleen, los llamó a su despacho y les explicó la situación. Durante los días siguientes se dedicarían a revisar importante documentación y facturarían al menos ocho horas diarias a trescientos dólares la hora. Esa sería su tarifa hasta que se publicaran los resultados de los exámenes del Colegio de Abogados, en noviembre. Suponiendo que aprobasen, su tarifa pasaría automáticamente a cuatrocientos dólares la hora.
Nadie dijo una palabra sobre lo que ocurriría en caso de que no superasen el examen. Los junior de Scully & Pershing tenían un porcentaje de aprobado del noventa y dos por ciento, de modo que se daba por hecho que lo lograrían.
Ocho horas de trabajo se consideraba lo mínimo, al menos por el momento; si a ellas se les sumaba el rato de la comida y el de los cafés, salía una jornada de diez horas diarias. Se empezaba como muy tarde a las ocho y nadie pensaba en marcharse antes de las siete.
Por si sentían curiosidad, Karleen había facturado veinticuatro mil horas el año anterior. Llevaba cinco años en el bufete y se comportaba como si llevara allí toda la vida. Una futura socia. Kyle echó un vistazo al elegante despacho y se fijó en el diploma de la facultad de Derecho de Columbia. También había una foto de una Karleen más joven a caballo, pero ninguna con novio, marido o hijos.
También les advirtió de que era posible que alguno de los socios los necesitara para algún proyecto urgente, de manera que debían estar preparados. Sin duda, Revisión y Documentación carecía de cualquier glamour, pero representaba una red de seguridad para los recién llegados.
—Siempre podéis bajar allí y encontrar trabajo que facturar —les explicó Karleen—. Ocho horas se considera lo mínimo, pero no hay un tope máximo.
«¡Qué bien!», pensó Kyle. Si por alguna razón no había suficiente con una jornada de diez horas diarias, la puerta de Revisión y Documentación siempre estaba abierta para quien quisiera más.
Su primer caso trataba de un cliente que respondía al ridículo nombre de Placid Mortgage[3]. Ridículo en opinión de Kyle, que se guardó muy mucho de expresarla mientras Karleen les explicaba a grandes rasgos las características del caso. Se remontaba a 2001, cuando una nueva hornada de reguladores gubernamentales tomó las riendas y adoptó una actitud menos rigorista. En consecuencia, Placid y otras grandes empresas de crédito hipotecario se lanzaron a una agresiva campaña de captación de clientes. Hicieron mucha publicidad, especialmente en internet, y convencieron a millones de estadounidenses de clase baja y media de que estaban en situación de comprar una casa que de ningún modo podían permitirse en realidad. El truco estaba en la vieja hipoteca de tipo variable que, en manos de los sinvergüenzas de Placid, varió de mil maneras imaginables. Placid sedujo a miles de clientes, descuidó los trámites burocráticos, se embolsó suculentas comisiones y revendió los activos basura en el mercado secundario. La empresa se había deshecho de los títulos cuando el recalentado mercado hipotecario se derrumbó, el valor de las casas cayó en picado y el número de demandas por impago se multiplicó.
Karleen utilizó un lenguaje mucho más suave en su exposición, pero hacía tiempo que Kyle sabía que el bufete representaba a Placid. Había leído numerosas historias sobre la quiebra del mercado hipotecario y visto que el nombre de Scully & Pershing se mencionaba a menudo, siempre relacionado con la defensa de Placid.
En esos momentos, los abogados estaban intentando limpiar los restos del desastre. Placid había sido bombardeada con todo tipo de demandas, pero la peor era una demanda colectiva en la que participaban treinta y cinco mil de sus antiguos prestatarios. Y había sido presentada en Nueva York el año anterior.
Karleen los condujo a una larga sala con aspecto de mazmorra, desprovista de ventanas, con el suelo de cemento, mal iluminada y repleta de cajas apiladas y con las palabras «Placid Mortgage» escritas en un extremo. Era justamente la montaña de la que Kyle tanto había oído hablar. Las cajas, como les explicó Karleen, contenían los archivos de los treinta y cinco mil demandantes. Había que revisarlos todos.
—No estáis solos —les dijo Karleen con una falsa sonrisa, justo cuando Kyle y Dale estaban a punto de presentar su renuncia—. Tenemos otros abogados e incluso algunos auxiliares jurídicos haciendo lo mismo. —Abrió una caja, sacó una gruesa carpeta y les hizo un rápido resumen de lo que estaba buscando el equipo encargado del juicio—: Algún día, en pleno juicio, será de una importancia crucial que nuestros abogados puedan declarar ante el juez que han examinado todos y cada uno de los documentos de este caso.
Kyle dio por sentado que para el bufete también era crucial tener clientes dispuestos a pagar tranquilamente por un trabajo tan inútil, y, de repente, comprendió que en breves minutos pondría en marcha el contador y empezaría a cobrar trescientos dólares por cada hora de su tiempo. La cabeza le daba vueltas. Él no valía semejante cantidad ni de lejos. Ni siquiera era abogado.
Karleen los dejó allí y se marchó haciendo resonar sus tacones en el suelo de cemento. Kyle se quedó mirando las cajas y después a Dale, que parecía tan anonadada como él.
—Esto tiene que ser una broma —comentó.
Pero Dale estaba decidida a demostrar algo, de manera que cogió una de las cajas, la depositó en la mesa y sacó un fajo de carpetas. Kyle se fue a la otra punta de la sala, lo más lejos posible, y se procuró unos cuantos archivos.
Abrió uno y miró el reloj: eran las siete y cincuenta minutos. En el bufete se facturaba por décimas. Una décima parte de una hora eran seis minutos; dos décimas, doce; etc. Una hora coma seis equivalía a una hora y treinta y seis minutos.
¿Debía atrasar el reloj dos minutos, hasta las siete y cuarenta y ocho para poder facturar dos décimas antes de las ocho; o debía tomárselo con calma, situarse y esperar a las siete y cincuenta y cuatro para empezar su primer minuto facturable como abogado? La respuesta era más que obvia: aquello era Wall Street, donde todo se hacía con agresividad. En caso de duda, se facturaba con agresividad y punto. De lo contrario, lo haría el tipo que iba detrás y uno ya no podría recuperar la ventaja.
Tardó una hora en leer de cabo a rabo el expediente. Para ser exactos, una hora y dos minutos. Y, de repente, ya no sintió el menor escrúpulo por facturar a Placid los trescientos sesenta dólares que costaba su revisión. Hacía bien poco, escasamente noventa minutos, no creía que su persona valiera trescientos dólares la hora, entre otras razones porque ni siquiera había superado todavía el examen del Colegio de Abogados. Sin embargo, la situación había cambiado: Placid le debía ese dinero porque su insaciable codicia había hecho que les llovieran las demandas. Alguien tenía que buscar entre los restos y sería él quien les facturara agresivamente, aunque solo fuera por venganza. En la otra punta de la mesa, Dale trabajaba diligentemente y sin distraerse.
En algún punto del tercer expediente, Kyle hizo una pausa lo bastante larga para meditar algunas cuestiones. Mientras su contador seguía funcionando se preguntó dónde estaría la sala destinada al caso Trylon-Bartin. ¿Dónde se hallarían aquellos documentos altamente secretos y de qué modo estarían protegidos? ¿En qué clase de bóveda acorazada los habrían encerrado? La mazmorra en la que se encontraba parecía un lugar sin especiales medidas de seguridad pero, claro, ¿quién iba a querer gastarse una pasta en proteger un montón de hipotecas que no valían nada? Si Placid tenía trapos sucios que esconder, desde luego no estarían donde él pudiera encontrarlos.
Se preguntó sobre su vida. En ese momento, en la tercera hora de su carrera profesional, ya se estaba cuestionando su cordura. ¿Qué clase de persona podía pasar horas sentado allí, revisando aquellos interminables papeles carentes de sentido sin volverse loco? ¿Cómo iba a ser la vida de un novato? ¿Sería mejor de hallarse en algún otro bufete?
Dale desapareció unos minutos y regresó. Seguramente una breve visita al aseo. Kyle estaba dispuesto a apostar que no había detenido el contador.
El almuerzo era en la cafetería que el bufete tenía en la planta cuarenta y tres. Los de Scully & Pershing hablaban mucho de lo bien que se comía, de los magníficos chefs que la dirigían, de lo frescos que eran los alimentos que estos preparaban y de lo variado y digesto de los menús. Los junior eran libres de salir del edificio para ir a comer donde quisieran; no obstante, pocos se atrevían. Aunque las normas del bufete eran ampliamente publicadas, existían otras no escritas: entre ellas estaba la que decía que los recién incorporados no podían comer fuera salvo que fuera acompañando a un cliente a quien se pudiera presentar la factura. La mayoría de los socios utilizaban los servicios de la cafetería porque para ellos era importante dejarse ver con sus subalternos, presumir de buena cocina y, lo más importante, dar ejemplo comiendo en tan solo treinta minutos. La decoración era de estilo art decó, y estaba realizada con gusto. Aun así, el ambiente seguía recordando al de un comedor de prisiones.
Había un reloj en cada pared, y casi se podía oír el tictac de todos ellos.
Kyle y Dale se unieron a Tim Reynolds en una pequeña mesa situada junto a un gran ventanal desde donde se disfrutaba de fantásticas vistas a los rascacielos de al lado. Tim parecía hallarse en estado de shock: mirada vidriosa y extraviada, habla lenta y en voz baja. Intercambiaron sus respectivas historias sobre los horrores de Revisión y Documentación y empezaron a hacer bromas sobre sus renuncias a proseguir la profesión de abogado. La comida resultó buena, aunque el almuerzo no era para comer, sino solo una excusa para alejarse de los documentos.
Sin embargo, no duró mucho. Cuando se levantaron acordaron encontrarse para tomar algo después del trabajo, la primera señal de vida de Dale, y volvieron a sus respectivos encierros. Dos horas más tarde, Kyle tenía alucinaciones y soñaba con sus días de gloria en Yale, cuando editaba la prestigiosa revista jurídica de la universidad desde su propio despacho y dirigía a una docena de brillantes estudiantes. Sus largas horas de trabajo allí se convertían en un producto acabado, en una importante revista que se publicaba ocho veces al año y era leída y consultada tanto por jueces como por abogados y eruditos. Entonces, su nombre había figurado en el encabezamiento, como editor. Muy pocos eran los estudiantes que recibían semejante honor. Durante todo un año había sido «el Hombre».
Por lo tanto, ¿cómo era posible que hubiera caído tan rápido y tan bajo?
«Todo esto no es más que parte del campamento —se decía una y otra vez—, el entrenamiento básico.»
Aun así, ¡qué desperdicio! Placid, sus accionistas, sus acreedores y seguramente los impositores estadounidenses tendrían que tragarse los honorarios legales, los honorarios facturados con tan poco entusiasmo por un tal Kyle McAvoy que, tras revisar nueve de los treinta y cinco mil expedientes, había llegado al convencimiento de que el cliente del bufete debía dar con sus huesos en la cárcel: el consejero delegado, los directores y el consejo de administración en pleno. Todos ellos sin excepción. No se podía meter en la cárcel a una empresa, pero había que hacer una excepción con todos y cada uno de los empleados que habían trabajado en Placid Mortgage.
¿Qué diría John McAvoy si pudiera ver a su hijo en esos momentos? Kyle se echó a reír y se estremeció solo de pensarlo. Los comentarios serían graciosos y crueles, y él los aceptaría sin rechistar. En esos instantes, su padre estaría en su despacho, asesorando a algún cliente, o en los tribunales, tratando con otros abogados como él. En cualquier caso, estaría relacionándose con gente de carne y hueso, conversando de verdad, y su vida sería cualquier cosa menos aburrida.
Dale se encontraba sentada a quince metros de distancia, dándole la espalda. Y por lo que podía apreciar, se trataba de una bonita espalda, curvilínea y ceñida. En esos momentos no podía distinguir nada más, pero ya había examinado las demás partes: las piernas delgadas, la cintura estrecha, el pecho escaso. No se podía tener todo en esta vida. Se preguntó qué pasaría si en los siguientes días: 1) le echara los tejos; 2) tuviera éxito, y 3) se cerciorara de que los descubrían. ¿Lo despedirían? En ese momento se le antojó una gran idea. ¿Qué diría Bennie de eso, de un despido feo e injusto de Scully & Pershing? Cualquier joven tenía derecho a ir detrás de las mujeres. ¿Qué más daba si lo ponían de patitas en la calle? Al menos sería por algo que había valido la pena.
Y Bennie se quedaría sin espía. Y su espía sería despedido sin ser expulsado del Colegio de Abogados.
Interesante.
Naturalmente, con su mala suerte, habría otro vídeo, esta vez de él y Dale; y Bennie pondría sus sucias manos encima de esa grabación y… O quizá no.
Kyle dio vueltas a todas esas cuestiones mientras seguía facturando a trescientos dólares la hora. Y no pensó en detener el contador porque quería que Placid sufriera todo lo posible y más.
Se había enterado de que Dale se había graduado en Ciencias Exactas a los veinticinco, ni más ni menos que en el MIT, y que había dado clases durante unos años antes de concluir que eso la aburría. Entonces se puso a estudiar Derecho en Cornell. El porqué había llegado a la conclusión de que podría hacer la transición de las aulas a los tribunales era algo que no había quedado claro, al menos para Kyle. En esos momentos, una clase llena de esforzados alumnos de Geometría se le antojaba una fiesta. Dale tenía treinta años, no se había casado y justo había empezado la ardua tarea de desembrollar su reservada y compleja personalidad.
Se levantó para caminar unos pasos, para hacer cualquier cosa con tal de que la sangre volviera a fluir por su atrofiado cerebro.
—¿Te apetece un café? —le preguntó a Dale.
—No, gracias —dijo ella y lo cierto fue que sonrió.
Las dos tazas de café cargado que se tomó no hicieron gran cosa para estimular su mente y, hacia el final de la tarde, Kyle empezó a preocuparse por posibles daños cerebrales permanentes. Para no correr riesgos, tanto él como Dale decidieron esperar hasta las siete antes de fichar para marcharse. Salieron juntos, bajaron en el ascensor sin decir palabra pero pensando lo mismo: que estaban violando otra de las normas no escritas al irse tan pronto. De todas maneras, se lo quitaron de la cabeza y se dirigieron al bar irlandés, situado a cuatro manzanas, donde Tim Reynolds había ocupado un pequeño reservado y estaba terminando su primera pinta de cerveza. Lo acompañaba Everett, un recién salido de la NYU que había sido asignado al grupo de prácticas del departamento Inmobiliario. Cuando los cuatro se hubieron sentado y situado sacaron sus FirmFone y los dejaron encima de la mesa como si fueran pistolas.
Dale pidió un martini, y Kyle, una gaseosa. Cuando el camarero se alejó, Tim preguntó:
—¿No bebes alcohol?
—No. Lo dejé en la universidad.
Era su respuesta habitual, y Kyle sabía las reacciones que suscitaba.
—¿Tuviste que dejarlo?
—Sí. Había empezado a beber demasiado, de modo que lo dejé.
—¿Y pasaste por rehabilitación, Alcohólicos Anónimos y todo eso? —quiso saber Everett.
—No. Me limité a consultar a un especialista que me convenció de que mi relación con el alcohol no haría más que empeorar. La dejé de golpe y no he vuelto desde entonces.
—Es impresionante —comentó Tim, apurando su pinta de cerveza.
—Yo tampoco bebo —declaró Dale—; pero, después de lo de hoy creo que voy a empezar a darle a la botella.
Tratándose de alguien que carecía por completo de sentido del humor, el comentario tenía su gracia. Tras reírse a gusto, empezaron a repasar sus vivencias del primer día. Tim había facturado ocho coma seis horas leyendo los antecedentes legislativos de una antigua ley de Nueva York destinada a desincentivar la presentación de demandas colectivas. Everett había facturado nueve horas leyendo contratos de alquiler. Sin embargo, Dale y Kyle fueron los ganadores con la descripción de la mazmorra y los treinta y cinco mil archivos.
Cuando llegaron las bebidas brindaron por Placid Mortgage y los cuatrocientos mil impagos que había provocado; brindaron por Tabor, que había jurado que se quedaría trabajando hasta medianoche, y brindaron por Scully & Pershing y sus formidables sueldos iniciales. A medio martini, la ginebra empezó a hacer efecto en el esponjoso cerebro de Dale, y la chica se puso a reír por lo bajo. Cuando ella pidió el segundo cóctel, Kyle se disculpó y se marchó a casa caminando.
A las cinco y media de la tarde del martes, Kyle estaba poniendo fin a su segundo día en la mazmorra y preparando mentalmente el borrador de su carta de dimisión.
Había logrado sobrevivir a la jornada repitiendo sin cesar la frase mágica: «Me pagan doscientos mil dólares al año».
Pero, a las cinco y media, tanto le daba lo mucho que le pagaran. Fue entonces cuando sonó su FirmFone con un correo electrónico de Doug Peckham. Decía: «Kyle, necesito que me ayudes. En mi despacho. Ahora mismo, si puedes».
Kyle se olvidó de golpe de la carta de dimisión, se puso en pie de un salto y corrió hacia la puerta.
—Tengo que ir sin falta a ver a Doug Peckham —le dijo a Dale al pasar—. Es uno de los socios y está en el departamento de Litigios. Tiene algo para mí.
Si aquello sonó cruel, no le importó; si sonó presuntuoso, tampoco. Dale pareció sorprenderse y sentirse ofendida, pero él la dejó allí, sola en la mazmorra con Placid. Subió corriendo por la escalera, y cuando llegó al despacho de Peckham estaba sin aliento. El socio hablaba por teléfono, de pie, y le hizo un gesto para que se sentara en la butaca de piel que había frente al escritorio. Después de despedirse de su interlocutor con un: «Eres un gilipollas, Slade, un gilipollas integral», colgó, miró a Kyle, forzó una sonrisa y le preguntó:
—Bueno, ¿qué tal va todo?
—Destinado a Revisión y Documentación. —No hacía falta que dijera nada más.
—Lamento oírlo, pero todos hemos pasado por eso. Mira, te he llamado porque necesito que me eches una mano. ¿Estás dispuesto? —Peckham se dejó caer en su silla giratoria y empezó a balancearse sin apartar los ojos de Kyle.
—A lo que sea. En estos momentos hasta te sacaría brillo a los zapatos.
—Ya brillan bastante. Tengo aquí un caso del Distrito Sur de Nueva York, un caso gordo. Estamos defendiendo a Barxen una demanda colectiva presentada por unos tipos que se tomaron sus gusanos para el corazón y acabaron cascando. Es un caso importante, liado y complejo que está en marcha en varios estados. El jueves por la mañana comparecemos ante el juez Cafferty, ¿lo conoces?
«Solo llevo aquí dos días. No conozco a nadie», estuvo a punto de contestar Kyle.
—No —dijo simplemente.
—Lo llaman «Cafeína Cafferty». Sufre de no sé qué desequilibrio hormonal que lo mantiene despierto todo el día y toda la noche. Cuando no se está medicando se dedica a llamar a los abogados y ponerlos de vuelta y media porque sus casos avanzan muy despacio. Y cuando se medica, los llama igual pero no los pone tan verdes. La cuestión es que no deja que los casos se le eternicen. Es un buen juez y un verdadero dolor de cabeza. La cuestión es que nuestro asunto lleva tiempo aletargado y ahora Cafferty nos amenaza con enviarlo a otra jurisdicción.
Kyle tomaba notas como un poseso y aprovechó la primera pausa en el relato para preguntar:
—¿«Gusanos para el corazón»?
—La verdad es que se trata de un medicamento que se come el colesterol que se deposita en las arterias, incluidos los ventrículos derecho e izquierdo. Desde el punto de vista médico es un asunto complejo que no debe preocuparte. Tenemos dos socios que son médicos de carrera y que se ocupan de ese aspecto del caso. Hay cuatro socios en total, así como diez abogados junior. Yo soy el director de orquesta. —Eso último lo dijo con excesiva presunción.
A continuación, se puso en pie y se acercó a la ventana para echar un vistazo a la ciudad. Su blanca y almidonada camisa le iba holgada y conseguía disimular sus michelines.
Como de costumbre, el sumario de Bennie había sido certero. El primer matrimonio de Peckham se hundió cuando este, recién reclutado al salir de Yale, llevaba un año y un mes trabajando en el bufete. Su actual mujer también era abogada de un importante bufete situado en la misma calle. También ella trabajaba muchas horas. Tenían dos niños de corta edad. El apartamento del Upper West Side donde vivían estaba valorado en tres millones y medio de dólares, y también poseían la casa de rigor en los Hamptons. El año anterior, Doug había ganado un millón trescientos mil dólares, y su esposa, un millón doscientos mil. Él estaba considerado un gran especialista judicial con una gran habilidad para defender empresas farmacéuticas. Sin embargo, rara vez llegaba a comparecer en juicio. Seis años antes había sido la parte perdedora de un importante caso relacionado con un analgésico que inducía a la gente al suicidio, al menos en opinión del jurado. Scully & Pershing lo envió dos semanas a un spa en Italia, para que descansara.
—Cafferty quiere quitarse el caso de en medio —comentó Peckham, estirando la dolorida espalda—. Nosotros, como es normal, lucharemos contra eso; pero, para serte sincero, preferiría ver ese caso en otra jurisdicción. Hay cuatro posibilidades: el condado de Duval, en Florida; en Memphis ciudad; en un condado rural de Nebraska llamado Fillmore o en Des Plaines, Illinois. Tu misión, si la aceptas, consistirá en investigar esas cuatro jurisdicciones. —Volvió a sentarse y a balancearse en su silla—. Necesito saber cómo son los jurados de cada sitio, qué tipo de sentencias pronuncian, cómo funcionan las grandes corporaciones en esos sitios. Ya sabes que existen empresas que venden ese tipo de información, y te diré que nosotros las contratamos a todas, pero no siempre son acertadas en sus diagnósticos. Muchos números pero poca informaron útil de verdad. Vas a tener que cavar muy hondo, Kyle, llamar a un montón de abogados de cada uno de esos sitios y husmear como un topo. ¿Cuento contigo?
Como si Kyle hubiera tenido otra elección.
—Claro. Me parece estupendo.
—Yo no lo llamaría «estupendo». Necesito tener este informe el jueves a las siete y media de la mañana. ¿Todavía no te has quedado a trabajar toda la noche?
—No. Solo llevo aquí…
—Vale, vale. Ya puedes ponerte manos a la obra. Quiero un informe tipo memorando, pero no hace falta que hagas nada especial. Dispondrás de diez minutos para hacer tu exposición. ¿Algo más?
—Ahora mismo no.
—Estaré aquí hasta las diez de la noche, así que puedes enviarme una nota si necesitas algo.
—Gracias. Y gracias por sacarme de Revisión y Documentación.
—Es una pérdida de tiempo.
El teléfono de sobremesa de Peckham volvía a sonar cuando Kyle salió de su despacho. Fue directamente a su cubículo, cogió su ordenador y salió corriendo hacia la monumental biblioteca del bufete, situada en el piso treinta y nueve. Había al menos otras cuatro bibliotecas más pequeñas repartidas por las demás plantas, pero Kyle aún tenía que localizarlas.
No recordaba haber estado tan emocionado por un trabajo de investigación en su vida. Se trataba de un caso real, con su fecha límite, con un juez irascible y toda una serie de decisiones estratégicas pendientes. El memorando que iba a preparar sería leído por abogados de verdad que confiarían en su contenido en el fragor de la batalla.
Casi sentía lástima por los pobres novatos que había dejado atrás en Revisión y Documentación. Sin embargo, sabía que no tardaría en volver allí. Se olvidó de cenar hasta que dieron las diez de la noche y solo entonces se tomó un sandwich frío que compró en una máquina mientras leía informes sobre jurados. Sin un saco de dormir a mano, abandonó la biblioteca a medianoche —todavía quedaban allí una veintena de abogados— y se fue en taxi hasta su apartamento. Durmió cuatro horas e hizo el camino de regreso andando al bufete en veinte minutos cuando lo normal era hacerlo en treinta. No tenía intención de empezar a engordar. El gimnasio particular de Scully & Pershing en el piso cuarenta era una broma porque siempre estaba vacío. Unas pocas secretarias lo utilizaban a la hora de almorzar, pero no había abogado en la casa dispuesto a que lo pillaran allí.
Su contador empezó a funcionar puntualmente a las cinco de la mañana. A las nueve ya estaba llamando a distintos abogados del condado de Duval, en Florida, y de los alrededores de Jacksonville. Contaba con una larga lista de casos que habían ido a juicio y tenía intención de hablar con tantos abogados como pudiera localizar por teléfono.
Cuantas más llamadas hacía, más se alargaba su lista. Tenía letrados de Florida, Memphis, el oeste de Tennessee, Lincoln, Omaha y varias docenas en Chicago. Localizó más casos y más juicios y llamó a más abogados. Rastreó todos los casos de Barx de los últimos veinte años y comparó los veredictos.
Durante ese tiempo, no supo nada de Doug Peckham. No recibió ningún mensaje suyo, ninguna llamada a través del FirmFone, que descansaba en su mesa junto a la libreta de notas. A Kyle le encantaba que le dieran rienda suelta y lo dejaran actuar a discreción. Dale le envió un e-mail pidiéndole que comieran juntos. Se reunió con ella en la cafetería, a la una, para tomar una ensalada rápida. Ella seguía presa en la tumba de Placid pero, gracias al cielo, le habían enviado a otros tres novatos para ayudarla con el trabajo. Los tres estaban pensando en dimitir. Dale parecía realmente complacida de que alguien a quien conocía hubiera recibido un encargo de verdad.
—Guárdame algunas carpetas de Placid —le dijo Kyle al salir de la cafetería—. Mañana estaré de vuelta.
A medianoche del miércoles salió de la biblioteca después de haber facturado a Barx dieciocho horas. Seis el día anterior. Añadió otras dos la madrugada del jueves mientras daba los últimos toques a su memorando y ensayaba su presentación ante Peckham y su equipo de abogados veteranos. Puntualmente a las siete y media fue al despacho del socio y vio que la puerta estaba cerrada.
—Estoy citado a las siete y media —explicó educadamente a una de las secretarias.
—Le haré saber que está usted aquí —le contestó ella sin hacer el menor ademán de coger el teléfono.
Transcurrieron cinco minutos mientras Kyle intentaba calmar su nerviosismo y parecer tranquilo. Tenía un nudo en el estómago y el cuello empapado en sudor. «¿Por qué? —se preguntaba—, ¿acaso no estamos en el mismo bando?» Pasaron diez minutos, quince… Podía oír voces dentro del despacho de Peckham. Al fin, uno de los abogados abrió la puerta y Kyle entró. Peckham pareció sorprenderse al verlo.
—¡Ah, Kyle! ¡Me había olvidado! —exclamó chasqueando los dedos—. Tendría que haberte enviado un mensaje. La comparecencia se ha aplazado. Ya no tienes que hacer tu exposición, pero conserva el memorando. Puede que más adelante lo necesite.
Kyle se quedó boquiabierto y miró en derredor. Dos junior estaban encorvados sobre una mesa de trabajo, rodeados de papeles, y otros dos se hallaban sentados junto al escritorio. Todos parecían encontrar la situación muy graciosa.
La falsa fecha límite.
Naturalmente, Kyle había oído hablar de aquella pequeña maniobra, en la que a algún indefenso junior se hacía pasar por la trituradora para que redactase un informe en un tiempo récord, un informe que tenía que presentar en un plazo muy breve pero que al final no sería utilizado. Aun así, al cliente se le facturaría y este pagaría; de manera que el trabajo, aunque no fuera necesario, rendiría beneficios para el bufete.
Sí, Kyle había oído hablar de la falsa fecha límite, pero no había visto la trampa que le tendían.
—Sí, claro, no hay problema —dijo mientras retrocedía.
—Gracias —contestó Peckham, volviendo a la lectura de sus papeles—. Luego nos vemos.
—Vale.
Kyle estaba ya en la puerta cuando Peckham levantó la mirada y preguntó:
—Por cierto, Kyle, ¿cuál es el mejor sitio para que Barx presente el caso?
—Nebraska, el condado de Fillmore —respondió Kyle sin dudarlo.
Dos de los abogados soltaron una sonora carcajada mientras que los otros dos parecían pasárselo en grande.
—¿Nebraska? —preguntó uno de ellos—. Nadie presenta un caso en Nebraska.
—Gracias, Kyle —dijo Peckham en tono desdeñoso—. Buen trabajo. Y ahora sal de aquí.
A cambio de doscientos mil dólares al año más gratificaciones, el trabajo debía tener necesariamente sus momentos de humillación. «Te pagan para esto —se repetía Kyle mientras se alejaba—. Tómatelo lo mejor que puedas. Tienes que ser duro. Esto le pasa a todo el mundo.»
Cuando entró de nuevo en la mazmorra, se las arregló para sonreír. Y, cuando Dale le preguntó qué tal había ido, contestó:
No sabría decirte.
En la otra punta de la sala, dos jóvenes abogados repasapan los expedientes de las hipotecas. Kyle los saludó con un gesto de la cabeza y se sentó junto a Dale. Dejó el FirmFone en la mesa, sacó una libreta de notas y el bolígrafo. Abrió una caja, extrajo un expediente y volvió a sumergirse en el universo de Placid Mortgage. Pisaba territorio conocido y se sintió extrañamente a salvo en él. No le esperaban males ni humillaciones. Una larga trayectoria profesional como revisor de documentos sería sin duda aburrida, pero también resultaría mucho menos arriesgada que la de especialista en juicios.