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El cursillo de orientación se prolongó durante todo el día siguiente y se volvió tan aburrido como los casos de demandas de los que los nuevos letrados no tardarían en tener que encargarse. El viernes, por fin, se abordó el asunto que había sido pasado por alto de forma tan evidente durante toda la semana: la asignación de despachos, la cuestión de los metros cuadrados. Nadie tenía la menor duda de que dispondría de un espacio reducido, espartanamente amueblado y alejado de cualquier vista. Así pues, la verdadera pregunta era hasta qué punto sería malo.

El departamento de Litigios ocupaba las plantas treinta y dos, treinta y tres y treinta y cuatro, y en algún lugar de ellas, lejos de las ventanas, los esperaban una serie de cubículos con sus nombres escritos en placas de identificación clavadas en los tabiques móviles. El de Kyle se hallaba en el piso treinta y tres y estaba dividido por separadores en cuatro zonas iguales, de manera que podía estar sentado a su mesa, hablar tranquilamente por teléfono y utilizar su ordenador en un ambiente de relativa intimidad y sin que nadie lo viera. No obstante, bastaba con que Tabor, a su derecha, o Dale Armstrong a su izquierda, empujaran medio metro hacia atrás sus sillas para que pudieran ver a Kyle y este a ellos.

En su escritorio cabía su ordenador portátil, una libreta de notas, el teléfono y poco más. Unos cuantos estantes remataban el conjunto. Kyle miró a su alrededor y comprobó que disponía del espacio justo para desplegar su saco de dormir. El viernes por la tarde ya se había cansado del bufete.

Dale era una genio de las matemáticas que había dado clase a nivel universitario antes de decidir por alguna razón que quería convertirse en abogada. Tenía unos treinta años, estaba soltera y era atractiva, poco sonriente y lo bastante fría para que sus colegas la dejaran en paz. Tabor era el francotirador de Harvard. El cuarto ocupante del cubículo se llamaba Tim Reynolds, un graduado de Penn que había echado el ojo a Dale desde el primer día, aunque ella no había mostrado el menor interés en corresponderlo. Entre el alud de normas internas con el que los habían bombardeado toda la semana, destacaba con especial importancia la que subrayaba que estaban estrictamente prohibidos los romances entre compañeros de trabajo. Si por alguna razón florecía el amor, uno de los dos tenía que marcharse; y si se descubría una aventura pasajera, los infractores serían sancionados, aunque la naturaleza de la sanción no se mencionaba explícitamente en los manuales internos. De hecho, ya corría el rumor de que el año anterior una abogada soltera había sido despedida y que al socio casado que le había echado los tejos lo habían trasladado a la oficina de Hong Kong.

Los cuatro compartían la misma secretaria. Se llamaba Sandra y llevaba con el bufete dieciocho largos y estresantes años. En su momento había llegado a ser secretaria ejecutiva de uno de los socios de mayor rango, pero la presión resultó excesiva y acabó bajando por el escalafón hasta terminar en el departamento de los recién llegados, donde pasaba la mayor Parte del tiempo ayudando a unos chavales que apenas unos meses antes todavía eran simples estudiantes.

La primera semana había llegado a su fin, y Kyle no había facturado una sola hora. Sin embargo, eso cambiaría el lunes siguiente. Cogió un taxi y se dirigió al hotel Mercer, en el Soho. La circulación era lenta, de modo que abrió el maletín y sacó el sobre de FedEx que le había mandado una correduría de bolsa de Pittsburg. La nota manuscrita de Joey decía: «Aquí tienes el informe. No estoy seguro de qué significa. Ponme unas líneas».

A Kyle le parecía imposible que Bennie Wright pudiera controlar la avalancha de correo que entraba y salía del bufete todos los días, el papeleo de mil quinientos abogados que escupían como máquinas comunicados y notas porque se suponía que eso debían hacer. La sala era más grande que la central de correos de una pequeña ciudad. Kyle y Joey habían decidido jugar sobre seguro con el correo ordinario y las entregas en veinticuatro horas.

El informe había sido elaborado por un despacho de detectives de Pittsburg. Constaba de ocho páginas y había costado dos mil dólares. Trataba de Elaine Keenan de veintitrés años, que vivía en esos momentos en un apartamento de Scranton, en Pensilvania, que compartía con otra mujer. Las dos primeras páginas abarcaban su familia, sus estudios y su historial laboral. Había sido alumna de Duquesne durante un año solamente. Un rápido vistazo a su fecha de nacimiento revelaba que todavía no había cumplido dieciocho años en el momento del suceso. Después de Duquesne, había asistido a distintas clases en varias facultades de Erie y Scranton, pero todavía no se había graduado. El semestre anterior se había apuntado a unas clases en la Universidad de Scranton. Era militante del Partido Demócrata y lucía dos pegatinas de campaña en el parachoques del Nissan de 2004 que figuraba a su nombre. Según los registros consultados, no era propietaria de vivienda alguna, no tenía armas ni tampoco valores en bancos extranjeros. Constaba que había tenido dos pequeños tropiezos con la ley, ambos referidos al consumo de alcohol sin tener la edad permitida y ambos despachados sin más por los tribunales; el segundo, no obstante, la había obligado a someterse a terapia. La abogada que la había representado se llamaba Michelin Chiz, más conocida como «Mike», lo cual resultaba algo llamativo puesto que Elaine trabajaba a media jornada en el bufete de Michelin Chiz & Associates. La señorita Chiz era conocida por ser una feroz especialista en divorcios que siempre se ponía de parte de las mujeres y estaba dispuesta a castrar a los maridos.

Elaine tenía un trabajo a tiempo completo en el ayuntamiento de Scranton por su cargo de subdirectora de parques y recreativos que le proporcionaba un sueldo de veinticuatro mil dólares. Llevaba dos años en el puesto. Antes de eso había pasado de trabajo en trabajo.

Su situación doméstica no estaba clara. Su compañera de apartamento era una joven de veintiocho años que trabajaba en un hospital y asistía a clases en la facultad local, que no había estado casada y que carecía de antecedentes penales. Elaine había sido sometida a vigilancia intermitente durante un período de treinta y seis horas. El primer día, después del trabajo, se reunió con su compañera de piso en el aparcamiento de un bar frecuentado por una clientela alternativa. Al verse, las dos se cogieron de la mano para entrar en el local. Allí se sentaron a una mesa en compañía de otras tres mujeres. Elaine pidió un refresco bajo en calorías y no tomó nada más fuerte. Fumaba pequeños cigarrillos de color marrón. Las dos mujeres se mostraron muy cariñosas la una con la otra, y lo que ya era obvio lo fue aún más.

Scranton contaba con un refugio para mujeres llamado Haven y lo anunciaba como un centro para mujeres que hubieran sufrido los estragos de la violencia doméstica o de agresiones sexuales. Se trataba de una institución sin ánimo de lucro, financiada por particulares y atendida por personal voluntario, entre ellos muchas mujeres que se declaraban víctimas.

En el boletín que Haven publicaba mensualmente, Elaine Keenan aparecía en la lista de voluntarias. Una de las mujeres del despacho de detectives llamó desde un teléfono de prepago a Elaine a su casa haciéndose pasar por víctima de una violación y diciéndole que necesitaba hablar con alguien. Le contó que tenía miedo de reconocerlo públicamente, pero que alguien de Haven le había dado su teléfono y sugerido que la llamara. Estuvieron hablando más de media hora, y durante ese tiempo Elaine admitió que también ella había sido víctima de una violación y que los violadores nunca habían comparecido ante la justicia. Se mostró ansiosa por ayudar, y quedaron en verse al día siguiente en las dependencias de Haven. Toda la conversación fue grabada y, naturalmente, al día siguiente no tuvo lugar ninguna reunión.

—Sigue creyéndose una víctima —dijo en voz baja Kyle en el asiento trasero del taxi.

Un mes antes de que se produjera la supuesta violación, se había acostado con Elaine. Esa noche, estaba durmiendo cuando ella se metió desnuda en su cama y consiguió a toda prisa lo que andaba buscando.

El taxi se detuvo frente al Mercer. Kyle guardó rápidamente el informe en un bolsillo interior del maletín, pagó al conductor y entró en el hotel. Bennie Wright lo esperaba en una habitación del tercer piso con su acostumbrado aspecto de llevar horas allí. No perdieron el tiempo con trivialidades.

—¿Qué tal ha ido la primera semana? —preguntó Bennie.

—Muy bien. Muchas conferencias y sesiones de orientación. Me han asignado al equipo de demandas judiciales —contestó Kyle como si fuera algo de lo que sentirse orgulloso. Ya había tenido su primer éxito.

—Es una buena noticia. ¿Alguna mención al caso Trylon?

—No. Todavía no hemos tenido acceso a ningún caso concreto. El lunes empezaremos a trabajar de verdad. Esta semana ha sido un simple precalentamiento.

—Claro. ¿Te han dado un portátil?

—Sí.

—¿De qué tipo?

—Estoy seguro de que ya lo sabes.

—Pues no, no lo sé. La tecnología cambia cada seis meses. Me gustaría verlo.

—No lo he traído.

—Está bien, no te lo olvides la próxima vez.

—Lo pensaré.

—¿Y qué me dices del teléfono? ¿Es una Blackberry?

—Muy parecido.

—Me gustaría verlo.

—No lo he traído.

—El bufete os exige que lo llevéis encima y conectado siempre, ¿no es verdad?

—Así es.

—Entonces, ¿por qué no lo llevas?

—Por la misma razón por la que no he traído el portátil: porque quieres verlos y yo no quiero enseñártelos hasta que esté preparado. En estos momentos no tienen ningún valor para ti; así pues, el único motivo por el que los quieres es para tenerme atrapado, ¿verdad, Bennie? Tan pronto como te entregue algo habré infringido la ley, habré violado el código deontológico de mi profesión, y tú me tendrás en tus manos. No soy estúpido, Bennie. Prefiero ir despacio.

—Escucha, Kyle, hace varios meses que llegamos a un acuerdo, ¿lo has olvidado? Por lo tanto, al aceptar hacer lo que yo te diga ya has quebrantado la ley y violado los principios éticos que quieras. Tu tarea consiste en encontrar información y entregármela. Y si yo quiero algo del bufete, tienes que proporcionármelo. Por lo tanto, te lo repetiré: quiero el portátil y el teléfono que te han dado.

—No. Todavía no.

Bennie caminó hasta la ventana.

—¿Sabes que Baxter Tate está en un centro de rehabilitación? —dijo tras un largo silencio.

—Lo sé.

—Ya lleva tiempo allí.

—Eso es lo que tengo entendido. Quizá logren limpiarlo de verdad y proporcionarle una nueva vida.

Bennie se dio la vuelta y se acercó amenazadoramente.

—Creo que necesitas que te recuerden quién está al mando aquí, Kyle. Si no obedeces mis órdenes no tendré más remedio que recordártelo. Ahora mismo estoy pensando seriamente en difundir la primera mitad del vídeo, en colgarlo en internet y avisar a todos los posibles interesados para que lo vean y pasen un buen rato.

Kyle se encogió de hombros.

—Lo único que se ve es a unos cuantos estudiantes borrachos.

—Tienes razón. No es gran cosa, pero ¿de verdad quieres que circule por ahí y todo el mundo lo vea? ¿Qué pensarían tus nuevos colegas de Scully & Pershing?

—Pues que yo no era más que otro estudiante gilipollas y borracho, lo mismo que ellos cuando tenían mi edad.

—Ya veremos… —Bennie cogió una carpeta delgada del mueble, la abrió y sacó una hoja de papel con una foto impresa en ella. Se la entregó a Kyle y le preguntó—: ¿Lo conoces?

Kyle negó con la cabeza. No. Se trataba de un varón, blanco, de unos treinta años, con chaqueta y corbata, al menos de hombros para arriba.

—Se llama Gavin Meade. Lleva cuatro años en el departamento de Litigios de Scully & Pershing. Es uno de los treinta y tantos letrados que están sudando sangre con la demanda Trylon. En circunstancias normales lo conocerías en un par de semanas, pero lo van a despedir.

Kyle sostuvo la hoja de papel y contempló el rostro bien parecido de Gavin Meade, preguntándose qué pecado habría cometido aquel infeliz.

—Según parece —dijo Bennie, disfrutando de su papel de verdugo—, también él ocultaba algo de su pasado. Le gustaba mostrarse violento con las chicas, aunque no las violaba, claro.

—Yo no he violado a nadie, y lo sabes.

—Quizá no.

—¿Qué pasa, Bennie? ¿Tienes otro vídeo? ¿Has estado buscando nuevamente entre la basura a ver a quién puedes joder la vida?

—No, nada de vídeos esta vez, solo unas simples declaraciones juradas. El señor Meade no viola a mujeres, solo les pega. En la universidad, hace diez años, tuvo una novia a la que le salieron unos cuantos morados y a la que, una noche, mandó al hospital. Al final, la policía intervino, y las cosas se pusieron feas para Meade. Fue detenido, encarcelado y acusado formalmente; pero, antes de que llegara el día del juicio, hubo un acuerdo económico. La chica no quería tener que comparecer. Al final, Meade salió libre, pero con cargos. Sin embargo, no fue problema para él porque mintió. Mintió cuando presentó su solicitud de entrada en la facultad de Michigan, y volvió a mentir cuando lo entrevistaron los de Scully & Pershing. Para el bufete, eso significaba despido fulminante.

—No sabes cuánto me alegro por ti, Bennie. Sé lo mucho que te gustan estas historias, así que ve a por él, acaba con ese infeliz.

—Todo el mundo tienes secretos en esta vida, Kyle. Y yo puedo arruinar la de quien sea.

—No me cabe duda de que eres la persona más indicada —dijo Kyle antes de salir dando un portazo.

El sábado al mediodía, tres autobuses salieron de las oficinas de Scully & Pershing con destino a algún lugar fuera de la ciudad. Llevaban a los ciento tres nuevos fichajes. Cada autobús iba bien provisto de todo tipo de bebidas y aperitivos, de manera que la gente se puso a trasegar sin parar. Tres horas más tarde, llegaron a un club náutico de los Hamptons. La primera fiesta se organizó en una carpa cerca de Montauk Beach. La cena tuvo lugar en otra carpa situada en los jardines del hotel. La segunda y última fiesta se celebró en la mansión de uno de los descendientes del Scully fundador.

Aquella escapada tenía como fin romper el hielo y hacer que los nuevos reclutas se sintieran contentos de formar parte del equipo. Estuvieron presentes varios de los principales socios del bufete, que se emborracharon tanto como sus subordinados. La noche se prolongó hasta altas horas de la madrugada, y el despertar a la mañana siguiente no resultó especialmente agradable. Después de un brunch tempranero, acompañado de hectolitros de café, pasaron a un amplio salón para escuchar los consejos de los sabios de la casa sobre cómo alcanzar la cima del éxito. Unos cuantos socios retirados, viejas leyendas del bufete, contaron batallitas, chistes malos y ofrecieron su consejo. El ambiente era distendido y se aceptaban todo tipo de preguntas.

Cuando los viejos chivos se hubieron marchado, un plantel muy distinto siguió con las historias. Un afroamericano, una mujer blanca, un hispano y un coreano —todos ellos con categoría de socio— charlaron sobre el compromiso del bufete con los principios de igualdad y demás.

Más tarde, se sirvió una comida a base de gambas y ostras en una playa privada. Luego, volvieron a subir todos a los autobuses, que los devolvieron a Manhattan. Llegaron al anochecer, y los jóvenes y fatigados abogados se fueron a sus casas a dormir unas cuantas horas.

Para ellos, el concepto de «agotamiento» estaba a punto de cobrar un nuevo significado.