El martes 2 de septiembre, a las ocho en punto de la mañana, ciento tres jóvenes profesionales, elegantemente vestidos y bastante inquietos, se reunieron en el vestíbulo de la sala de actos que el bufete tenía en el piso cuarenta y cuatro para un café o un zumo. Después de haber firmado en el registro y de que les dieran las tarjetas con su nombre, se presentaron, buscaron rostros amigos y charlaron nerviosamente entre ellos.
A las ocho y cuarto empezaron a entrar de uno en uno y les entregaron una gruesa carpeta con el emblema del bufete estampado con grandes letras góticas. El cartapacio contenía la información habitual en esos casos: la historia del bufete, páginas y más páginas con las normas de la casa, un directorio, impresos para el seguro médico, etc.
En el apartado «Diversos» había un desglose con los datos de los recién incorporados. Hombres: 71. Mujeres: 32. Caucasianos: 75. Afroamericanos: 13. Hispanos: 7. Asiáticos: 5. Otros: 3. Protestantes: 58. Católicos: 22. Judíos: 9. Musulmanes: 2. De religión no declarada: 12. Cada miembro figuraba con una pequeña fotografía y una biografía resumida en un párrafo. Dominaban los procedentes del grupo de las universidades más elitistas conocido con el nombre de Ivy League[2], pero también había alumnos de NYU, Georgetown, Stanford, Michigan, Texas, Chicago, Carolina del Norte, Virginia y Duke.
Kyle se sentó con el grupo de Yale y se entretuvo un rato con las cifras. Había catorce de Harvard —a los que en esos momentos resultaba imposible distinguir de los demás, pero que no tardarían en hacer que el resto de los incorporados supieran quiénes eran—, cinco de Yale, ninguno de Princeton porque no tenía facultad de Derecho, y nueve de Columbia.
Con su sueldo de doscientos mil dólares al año, aquellos ciento tres nuevos abogados sumaban una inversión total de veinte millones de dólares en talento fresco. Sin duda se trataba de un montón de dinero pero, en los primeros doce meses, cada uno facturaría como mínimo dos mil horas a unos trescientos o cuatrocientos dólares la hora. Aunque el número total de horas podía variar al final del año, se podía afirmar que los novatos generarían para el bufete unos setenta y cinco millones de dólares durante el ejercicio que tenían por delante. Semejantes cifras no figuraban en el cartapacio, pero el cálculo era sencillo.
También faltaban otros datos. De todos ellos, un quince por ciento se marcharía antes de dos años. Solo un diez por ciento conseguiría sobrevivir y convertirse en socio de la firma en un plazo de entre siete y ocho años. El número de bajas resultaba brutal, pero a Scully & Pershing no le importaba porque la oferta de mano de obra era ilimitada, aun siendo de la categoría de Harvard o Yale.
A las ocho y media, un grupo de hombres entró y se sentó tras la larga mesa que había en el estrado. El director del bufete, Howard Meezer, se acercó al atril y pronunció un florido discurso de bienvenida que sin duda sabía de memoria después de haberlo repetido año tras año. Después de explicarles lo cuidadosamente que habían sido seleccionados, dedicó unos minutos a alabar la grandeza de la firma. A continuación les resumió cómo sería el resto de la semana: los siguientes dos días los pasarían en aquella sala, escuchando distintas conferencias sobre todos los aspectos de su nuevo trabajo y de la vida en Scully & Pershing. El miércoles lo dedicarían por entero a un cursillo sobre ordenadores y tecnología. El jueves se dividirían en pequeños grupos y recibirían sus primeras orientaciones en sus respectivas especialidades. El tedio parecía acercarse rápidamente.
El siguiente orador habló sobre compensaciones y beneficios. A continuación, intervino el bibliotecario del bufete, que dedicó una larguísima hora a cuestiones de documentación legal. Un psicólogo dio una charla sobre estrés y presión laboral y, de la forma más amable posible, les recomendó que permanecieran solteros el mayor tiempo posible y, a los que ya no lo estaban, les explicó que los diez principales bufetes de Nueva York tenían entre sus empleados menores de treinta años un porcentaje de divorcio del setenta y dos por ciento.
La monotonía de las sesiones la interrumpió el equipo técnico en el momento en que repartió a cada uno un ordenador portátil nuevo y reluciente. A esto siguió una larga tutoría. Cuando los ordenadores estuvieron calientes, el siguiente asesor técnico les entregó el temido FirmFone. Era parecido a la mayoría de Smartphones del mercado, pero había sido diseñado especialmente para los abogados muy trabajadores de Scully & Pershing, diseñado y construido por una empresa de software y dispositivos electrónicos que el bufete había adquirido con gran éxito diez años antes. Iba equipado con información biográfica y de contacto de todos los letrados que trabajaban en las treinta oficinas del bufete repartidas por todo el mundo y también de todos los auxiliares y secretarias. Solo en Nueva York, eso suponía casi cinco mil personas. La base de datos incluía detallados sumarios de todos los clientes con una calificación de Standard & Poor, una pequeña biblioteca con las búsquedas más frecuentes, las sentencias de apelación más recientes tanto estatales como federales y una lista de todos los jueces y secretarios de juzgado de Nueva York y New Jersey. El teléfono disponía asimismo de conexión de alta velocidad a internet y de una apabullante colección de los más diversos accesorios. Era tan valioso que no tenía precio y, si alguno se perdía, era robado o extraviado, a su propietario le aguardaban un montón de situaciones muy poco agradables. Hasta que alguien dijera lo contrario, tenían que tenerlo a mano las veinticuatro horas del día, siete días a la semana.
En otras palabras, aquella pequeña joya de la tecnología controlaría sus vidas a partir de ese momento. El mundo de los megabufetes estaba lleno de historias terroríficas sobre el uso indebido del teléfono y el correo electrónico.
Se oyeron algunos gruñidos y comentarios de protesta entre los ciento tres nuevos profesionales, pero nada serio. Nadie quería pasarse de listo.
El almuerzo consistió en un improvisado bufet en el entresuelo. La tarde prosiguió con la misma tónica; a pesar de todo, el nivel de interés permaneció alto. Aquello no eran las aburridas clases de la facultad, sino algo importante. Las sesiones concluyeron a las seis. Mientras salían a paso vivo, todos charlaban ruidosamente sobre tomarse una copa en alguno de los bares más próximos.
Kyle pasó su primera prueba el miércoles. Él y otros once letrados fueron asignados al grupo de prácticas judiciales y conducidos a una sala de reuniones del piso treinta y uno. Allí les dio la bienvenida Wilson Rush, el principal especialista del bufete en Litigios y el encargado de llevar la demanda contra Bartin Dynamics, aunque ese caso no fue mencionado en ningún momento. Kyle había leído tanto acerca de Rush que tenía la impresión de conocerlo ya. El gran hombre contó algunas batallitas y anécdotas de casos que había llevado y se marchó rápidamente. Sin duda para demandar a alguna gran multinacional. Se distribuyeron más cartapacios entre los recién llegados y dio comienzo una conferencia sobre los aspectos básicos de la preparación de una demanda: alegaciones, mociones y demás acciones encaminadas a promover o interrumpir definitivamente el curso de la acción legal.
Entonces apareció el primer francotirador. Siempre había al menos uno en cada nueva hornada de jóvenes talentos, ya fuera en el primer año de la facultad o entre los recién incorporados a los bufetes de Wall Street. Los francotiradores se sentaban en primera fila, formulaban complicadas preguntas, hacían la rosca a profesores y conferenciantes, trabajaban todos los aspectos con tal de lograr una buena nota, apuñalaban a traición para conseguir entrar en la revista jurídica, aceptaban ofertas de trabajo solo de los bufetes más importantes aunque su reputación fuera dudosa y llegaban a ellos con la clara intención de convertirse en socios antes que nadie. Los francotiradores solían triunfar plenamente.
Su nombre era Jeff Tabor y todo el mundo se enteró enseguida de su procedencia porque en su primera pregunta deslizó el siguiente comentario:
—Bueno, en Harvard nos enseñaron que en la demanda inicial no hay que incluir todos los datos conocidos.
A lo cual, el abogado que daba la conferencia y llevaba cinco años de junior en el bufete respondió:
—Ya no estás en la universidad, chaval. Aquí, las cosas se hacen a nuestra manera y, si no, ahí está la puerta.
Todo el mundo se echó a reír salvo el francotirador.
A las nueve de la noche de ese mismo día, los doce nuevos abogados del departamento judicial se reunieron en un restaurante de tres tenedores del centro para lo que se suponía tenía que ser una agradable cena con Doug Peckham, el socio del bufete que había supervisado la becaría de Kyle el verano anterior. Esperaron en el bar mientras se tomaban una copa. A las nueve y cuarto hicieron el primer comentario sobre la tardanza de Peckham. Todos ellos llevaban el FirmFone en el bolsillo. De hecho, todos tenían dos teléfonos encima. Kyle se había guardado el suyo viejo en el bolsillo derecho del pantalón, y el FirmFone en el izquierdo. A las nueve y media debatieron la posibilidad de llamar a Peckham, pero decidieron esperar un poco más. A las diez menos veinte, este llamó a Kyle y se disculpó rápidamente. Había asistido a un juicio que se había alargado, y en esos momentos estaba en el despacho atendiendo un asunto urgente. Los nuevos abogados debían seguir adelante con la cena y no preocuparse de la factura.
El hecho de que uno de los socios del bufete estuviera trabajando a las diez de la noche abrió el apetito de todos y también estableció el tema de conversación de la cena. Mientras corría el vino, empezaron a contarse las peores anécdotas de explotación laboral que habían oído del mundo de los grandes bufetes. El premio a la mejor historia se lo llevó Tabor el Francotirador, que, con un par de copas en el cuerpo había dejado de ser el gilipollas de la mañana. Durante una entrevista de trabajo a la que había asistido el año anterior había pasado a ver a un antiguo amigo de la universidad. Este llevaba dos años como junior en un megabufete y se sentía totalmente desdichado con su trabajo. No solo su despacho era diminuto sino que, durante la conversación, Tabor vio a su amigo intentando disimular bajo el escritorio un saco de dormir. Curioso, le preguntó para qué era y supo la respuesta al instante. Su amigo le explicó, avergonzado, que a menudo se quedaba a dormir allí las noches que se veía saturado de trabajo. Tabor insistió y al final le arrancó la verdad: aquel bufete era un lugar espantoso donde la mayoría de los recién incorporados ocupaban la misma planta, que se apodaba «El camping».
El nonagésimo día de la rehabilitación de Baxter Tate, en Washoe Retreat, Walter Tate entró en la pequeña sala de reuniones y estrechó la mano de su sobrino. Luego, hizo lo mismo con el doctor Boone, el terapeuta-jefe de Baxter. Walter había hablado con él varias veces por teléfono, pero no lo conocía personalmente.
Baxter estaba bronceado, en forma y de relativo buen humor. Había pasado noventa días sin drogas ni alcohol, su período de dique seco más largo en los últimos diez años. Aunque por las presiones de su tío había aceptado firmar un documento que permitía a la clínica tenerlo encerrado un período máximo de seis meses, se sentía listo para marcharse. No obstante, Wally no estaba plenamente convencido.
La reunión la conducía el doctor Boone, que se lanzó a un prolijo relato de la mejora experimentada por Baxter. Una vez debidamente sobrio, Baxter había cubierto sin problemas los pasos iniciales de la terapia. Había tomado conciencia de su problema. El día vigésimo tercero había reconocido que era un drogadicto y un alcohólico, pero no había admitido su dependencia de la cocaína, su droga favorita. En todo momento se había mostrado bien dispuesto hacia sus terapeutas e incluso hacia los demás pacientes. Había hecho abundante ejercicio físico todos los días y se había vuelto un fanático de la dieta: nada de té, café o azúcar. En pocas palabras: Baxter se había convertido en un paciente modélico y, hasta ese momento, su rehabilitación constituía todo un éxito.
—Pero ¿está en condiciones de poder salir de aquí? —quiso saber el tío Wally.
El doctor Boone miró largamente a Baxter.
—¿Lo estás? —le preguntó.
—¡Claro que lo estoy! —contestó este—. ¡Me siento estupendamente y disfruto llevando una vida de total sobriedad!
—Eso ya lo he oído antes, Baxter —contestó Walter—. La última vez, cuánto tiempo te mantuviste seco después de salir, ¿dos semanas?
—La mayoría de los adictos necesitan más de un tratamiento de desintoxicación —intervino el doctor Boone.
—Esa vez fue diferente —objetó Baxter—. Solo estuve treinta días y cuando salí sabía perfectamente que volvería a beber.
—No podrás mantenerte sobrio si sigues en Los Ángeles.
—Puedo mantenerme sobrio en cualquier parte.
—Lo dudo.
—¿Dudas de mí?
—Sí, dudo de ti. Todavía te queda mucho por demostrar, hijo.
Tío y sobrino suspiraron y miraron a la vez al doctor Boone. Había llegado el momento del veredicto, de la última palabra en lo tocante a aquel carísimo centro de rehabilitación.
—Quiero que me dé su más sincera opinión —le pidió Walter.
El médico asintió y, sin dejar de mirar a Baxter, dijo: —No estás listo, Baxter. No estás listo porque no estás furioso. Debes alcanzar un punto en el que te sientas furioso con tu antigua manera de ser, con tu viejo mundo y con todas tus adicciones. Tienes que llegar a odiar lo que eras, y cuando ese odio y esa furia te consuman, entonces deberás tener la determinación de no volver a nada de todo eso. Puedo verlo en tus ojos. No crees en ello. Volverás a Los Ángeles y tus viejos amigos. Un día asistirás a una fiesta y te tomarás una copa y te dirás que no pasa nada, que puedes controlarte y que no hay problema. Eso es lo que te ha ocurrido anteriormente. Empiezas con unas cervezas, tres o cuatro, y a partir de ahí vas cuesta abajo y sin frenos. La bebida es lo primero, pero la coca no tarda en aparecer. Si tienes suerte, volverás por aquí, y lo intentaremos de nuevo. Si no, te matarás de un modo u otro.
—No creo una palabra de lo que dice —protestó Baxter.
—He hablado con los demás terapeutas y estamos todos de acuerdo: si dejamos que te vayas ahora hay muchas probabilidades de que vuelvas a las andadas.
—¡De ninguna manera!
—Entonces, ¿cuánto tiempo más tendrá que quedarse? —preguntó Walter.
—Eso dependerá de él. De todas maneras, es evidente que todavía no hemos avanzado lo suficiente porque no está furioso consigo mismo. —Boone miró a Baxter a los ojos—. Sigues soñando con esa fantasía de triunfar a lo grande en Hollywood. Quieres ser famoso, una estrella, quieres tener un montón de chicas a tus pies, ir a fiestas, salir en las revistas, protagonizar grandes películas… Mientras no te quites todo eso de la cabeza, no podrás mantenerte sobrio.
—Yo puedo encontrarte un trabajo de verdad —le propuso el tío Wally.
—No quiero un trabajo de verdad.
—¿Ves a qué me refiero? —preguntó el doctor Boone, poniéndose bruscamente en pie—. Estás aquí sentado, intentando convencernos de que puedes volver a Los Ángeles y empezar donde lo dejaste. No eres la primera víctima de Hollywood que veo. Conozco bien esos ambientes. Si vuelve ahora, dentro de un par de semanas estarás acudiendo de nuevo a todas las fiestas.
—¿Y si en lugar de volver a Los Ángeles se va a otro sitio? —preguntó el tío Wally.
—Cuando le demos el alta definitiva recomendaremos un cambio de residencia, lejos de sus antiguos amigos. Evidentemente, la bebida la podrá conseguir en cualquier sitio, pero es el estilo de vida lo que debe cambiar.
—¿Qué te parece Pittsburg? —propuso Walter.
—¡Ni hablar! —saltó Baxter—. Mi familia está en Pittsburg y no hay más que verla. Antes prefiero morirme tirado en el arroyo.
—Deje que trabajemos con él otros treinta días —propuso el doctor Boone—. Luego volveremos a evaluar la situación.
Con una tarifa de mil quinientos dólares al día, hasta Walter Tate tenía un límite.
—¿Puede explicarme qué harán durante esos treinta días?
—Básicamente una terapia más intensiva. Cuanto más tiempo permanezca Baxter aquí, mayores son las posibilidades de que tenga éxito en su reentrada.
—¡«Reentrada»! —gruñó Baxter—. Me encanta esa palabra. No consigo creer que me estén haciendo esto entre todos.
—Confía en mí, Baxter. Hemos pasado muchas horas juntos y sé que todavía no estás preparado.
—¡Estoy preparado! ¡No sabe lo preparado que estoy!
—Confía en mí.
—Muy bien —interrumpió Walter Tate, zanjando la cuestión—. Nos volveremos a ver dentro de un mes.