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De los dos apartamentos que Kyle había escogido, Bennie prefirió el situado en el viejo barrio de los mataderos, cerca del hotel Gansevoort, en un viejo edificio de más de ciento veinte años que había sido construido con el único propósito de descuartizar cerdos y reses. Sin embargo, esas matanzas eran cosa del pasado, y el promotor urbanístico había hecho un estupendo trabajo a la hora de borrar todo rastro de aquello y convertir la planta baja en una zona de tiendas de lujo, el primer piso en un conjunto de oficinas, y todos los demás en modernos apartamentos. A Bennie le daba igual que el sitio fuera moderno o no, y su ubicación no podría haberle importado menos. Pero lo que sí le impresionó fue que el apartamento situado justo encima del 5D, el 6D, también estuviera disponible para alquilar. Bennie se apresuró a quedárselo por un período de seis meses y una cantidad de cinco mil doscientos dólares al mes. Luego, esperó a que Kyle alquilara el 5D.

Sin embargo, este se inclinaba por un piso de dos plantas en una casa sin ascensor en Beekman Street, cerca del ayuntamiento y el puente de Brooklyn. Era más pequeño y algo más barato —tres mil ochocientos al mes—, aunque el precio por metro cuadrado seguía estando por las nubes. En New Haven, habían gastado mil dólares al mes entre dos por un apartamento de mala muerte pero que era tres veces mayor que todo lo que había visto en Manhattan.

Scully & Pershing le había pagado una gratificación de veinticinco mil dólares por haber firmado con ellos, y Kyle había pensado asegurarse con ellos un apartamento a principios de verano, que era cuando abundaban más. Su intención era encerrarse en su nueva madriguera y estudiar sin descanso durante seis semanas, hasta presentarse en julio al examen del Colegio de Abogados.

Cuando Bennie comprendió que Kyle se disponía a alquilar el apartamento de Beekman Street, no tuvo más remedio que mandar a uno de sus hombres para que hiciera una oferta irresistible al propietario. La cosa funcionó, y Kyle no tuvo más remedio que poner rumbo al barrio de los mataderos. Cuando por fin acordó verbalmente quedarse el 5D por cinco mil cien al mes durante un año, empezando el 15 de junio, Bennie envió a toda prisa un grupo de técnicos para que «decoraran» el lugar dos semanas antes de la entrada de Kyle. Instalaron dispositivos de escucha en todas las paredes de todas las habitaciones. Pincharon las líneas de teléfono y de internet y las conectaron a los ordenadores que tenían instalados justo encima, en el 6D. Situaron cuatro cámaras —una en cada estancia, en el salón, la cocina y los dos dormitorios— que podían ser retiradas inmediatamente si se daba la circunstancia que alguien se ponía a curiosear; también estas estaban conectadas a los ordenadores del piso de arriba, de manera que Bennie y sus muchachos podían observar a Kyle en todo momento salvo cuando se duchaba, afeitaba, lavaba los dientes o utilizaba el retrete. Algunas actividades —pocas— debían permanecer en el ámbito privado.

El 2 de junio, Kyle cargó todas sus pertenencias en su jeep Cherokee y salió de Yale y de New Haven. Durante unos cuantos kilómetros se dedicó a la nostalgia de despedirse de sus días de estudiante; pero, cuando cruzó Bridgeport, solo pensaba en el examen del Colegio de Abogados y en lo que lo esperaba después. Se dirigió a Manhattan, donde esperaba pasar unos días con unos amigos antes de instalarse definitivamente en el número 15. Todavía no había firmado el contrato de alquiler, y la agencia inmobiliaria empezaba a impacientarse porque él no respondía a sus llamadas.

Tal como estaba previsto, el 3 de junio fue en taxi hasta el hotel Península, en el centro, y se encontró con Bennie en su suite del décimo piso. Su contacto iba vestido tan anodinamente como de costumbre: traje oscuro, camisa blanca, corbata neutra y zapatos negros. Sin embargo, ese día había un par de diferencias: se había quitado la chaqueta y encima de la camisa llevaba un arnés de reluciente cuero negro del que asomaba una Beretta de 9 mm. Le bastaba con un rápido movimiento de la mano derecha para que la pistola entrara en acción. Kyle repasó todos los comentarios sarcásticos que se le ocurrieron al ver semejante arma, pero en el último momento decidió guardárselos. Estaba claro que Bennie quería que se fijara en la pistola, y que incluso la mencionara.

«No le hagas ni caso», se dijo mientras se sentaba en su posición de costumbre, la pierna derecha cruzada sobre la izquierda, los brazos sobre el pecho y una expresión de desprecio.

—Felicidades por tu graduación —le dijo Bennie de pie junto a la ventana que daba a la Quinta Avenida, mientras bebía café en una taza de plástico—. ¿Fue todo bien?

«Tú estuviste allí, cabrón. Tus hombres me estuvieron observando mientras Joey y yo nos tomábamos una pizza. Sabes lo que mi padre y yo tomamos para cenar y cuántos martinis se metió entre pecho y espalda. Viste a Joey salir del restaurante griego borracho como una cuba, y cuando tus espías me fotografiaron en pijama, seguramente también ellos empezaban a dar cabezadas.»

—De fábula.

—Me alegro. ¿Has encontrado ya apartamento?

—Eso creo.

—¿Dónde?

—¿Y a ti qué te importa? Creo que habíamos acordado que te mantendrías alejado.

—Solo intento ser amable, Kyle. Eso es todo.

—¿Por qué? La verdad es que me jode toda esta comedia de que cuando nos vemos empieces a hacer como si fuéramos amigos de toda la vida. No estoy aquí porque quiera, no estoy aquí charlando de chorradas contigo porque me apetezca. Estoy aquí porque me estás haciendo chantaje. Te desprecio, ¿te enteras? Será mejor que no lo olvides y que dejes de hacerte el simpático. No va con tu personalidad.

—La verdad es que puedo ser muy capullo.

—No es que puedas, es que lo eres.

Bennie tomó otro sorbo de café sin dejar de sonreír.

—Lo que tú digas. ¿Puedo preguntarte cuándo tienes el examen del Colegio de Abogados?

—No, porque ya sabes exactamente qué día me examino. ¿Para qué estoy aquí, Bennie? ¿Cuál es el propósito de esta reunión?

—Únicamente el de ser amable, decir hola y darte la bienvenida a Nueva York, felicitarte por la graduación, preguntar qué tal tu familia, esas cosas…

—Estoy conmovido.

Bennie dejó la taza de café y cogió una gruesa carpeta que entregó a Kyle.

—Aquí tienes las últimas aportaciones a la demanda de Trylon-Bartin: las alegaciones de desistimiento, las declaraciones juradas de apoyo, las pruebas aportadas, los informes de apoyo y los contrarios, todo el lote. Como sabes, el asunto se halla bajo secreto de sumario, de modo que esta carpeta que tienes entre manos no está autorizada.

—¿Cómo la has conseguido?

Bennie respondió con la misma taimada sonrisa que empleaba cada vez que Kyle planteaba una pregunta que no tenía respuesta.

—Cuando no estés preparando el examen del Colegio, puedes ir echándole un vistazo.

—Una pregunta: se me ocurre que es mucho suponer que Scully & Pershing me vayan a destinar a la sección de Litigios que precisamente se encarga de este caso, y aún es más suponer que permitan que un profesional recién llegado le ponga los ojos encima. Estoy seguro de que lo habréis pensado.

—¿Y la pregunta es…?

—¿Qué pasa si no llego ni a acercarme remotamente a este caso?

—Tu grupo de recién incorporados contará con un centenar de novatos, lo mismo que el año pasado y el anterior. Aproximadamente un diez por ciento de ellos serán destinados al departamento de Litigios. Los demás se dedicarán a otras tareas: fusiones, adquisiciones, temas fiscales, transacciones, finanzas, propiedades, herencias y todo el maravilloso abanico de servicios que cubre un bufete como ese.

»Dentro de ese panorama, tú serás la estrella del equipo de litigadores novatos no solo porque eres el más brillante, sino porque trabajarás dieciocho horas diarias, siete días a la semana, y además besarás todos los culos que tengas que besar, darás todas las puñaladas por la espalda que tengas que dar y harás todo lo que hay que hacer en esos casos para triunfar en un gran bufete. Desearás trabajar en ese caso y lo pedirás, y como se trata del caso más importante que lleva el bufete, al final acabarán incorporándote al equipo que lo lleva.

—Siento haberlo preguntado.

—Y mientras te abres paso lentamente hacia el caso, nos irás proporcionando otras valiosas informaciones.

—¿Como cuáles?

—Es demasiado pronto para hablar de eso. Por el momento, en lo único en lo que debes concentrarte es en aprobar el examen del Colegio de Abogados.

—No sabes cuánto te lo agradezco. No se me había ocurrido.

Estuvieron lanzándose puyas otros diez minutos hasta que Kyle se fue bruscamente, como de costumbre. Desde el taxi llamó a la agencia inmobiliaria y les dijo que había cambiado de opinión acerca de vivir en el barrio de los viejos mataderos. El agente se enfadó muchísimo, pero mantuvo la calma. Kyle no había firmado nada, y ellos carecían de base legal con que reclamarle. Kyle le prometió que volvería a llamarlo dentro de unos días para reemprender la búsqueda de un apartamento más pequeño y económico.

A continuación, trasladó sus cosas a la habitación vacía de un piso del Soho que ocupaban Charles y Charles, dos graduados de Derecho por Yale que habían acabado un año antes que él y que estaban trabajando para dos megabufetes. Los dos habían jugado a lacrosse en Hopkins y seguramente eran pareja, aunque siempre habían sido muy discretos, al menos en Yale. A Kyle le daba lo mismo el tipo de relación que tuvieran, lo que necesitaba era una cama durante un tiempo y un sitio donde guardar sus pertenencias. Y de paso también necesitaba que Bennie fuera honrado un tiempo. Los Charles le ofrecieron ocupar gratis la habitación que tenían libre, pero él insistió en pagarles doscientos dólares a la semana. Entre otras cosas, el apartamento era un lugar ideal para estudiar, puesto que los dos Charles raramente aparecían durante el día, aplastados como estaban en un engranaje de trabajo de cien horas semanales.

Cuando se hizo evidente que la operación de Bennie se había saldado con un fracaso que había costado seis meses de alquiler del apartamento 6D en el viejo edificio reformado del matadero más la costosa «decoración» del 5D que había justo debajo y más los cuatro mil cien mensuales por un año que había tenido que pagar por el de Beekman Street, Bennie se subió por las paredes pero no se dejó arrastrar por el pánico. El dinero despilfarrado no constituía un factor que había que tener en cuenta. Lo que le molestaba profundamente era lo impredecible que había resultado todo. Durante los últimos cuatro meses, Kyle no había hecho nada para sorprenderlos. Las tareas de vigilancia habían sido de lo más tranquilas. Habían analizado a fondo el viaje a Pittsburg de febrero y ya no les preocupaba. Un civil solía ser un objetivo fácil porque se atenía a unos modos predecibles. ¿Por qué iba a querer nadie sacudirse de encima una vigilancia si no sabía que estaba allí? La cuestión era cuánto sabía o sospechaba Kyle y hasta qué punto resultaba predecible.

Bennie se lamió las heridas durante una hora y después empezó a planear su siguiente paso: una rápida investigación de Charles y Charles y un examen aún más rápido de su apartamento.

El segundo tratamiento de desintoxicación de Baxter Tate empezó con una llamada a su puerta. Y después con otra. No había contestado a las llamadas a su móvil. Un taxi lo había dejado en su casa a las cuatro de la mañana desde una discoteca de moda de Beverly Hills, y el taxista lo había tenido que ayudar a entrar.

Después de la cuarta llamada, abrieron la puerta sin esfuerzo porque Baxter no se había molestado en cerrarla. Los dos individuos, especialistas en rescatar a miembros de la familia con problemas de adicción, encontraron a Baxter en la cama, vestido todavía con la ropa de la noche anterior: camisa de hilo blanca manchada de licor, chaqueta de hilo negra de Zegna, vaqueros de Armani desteñidos y mocasines Bragano que dejaban al descubierto sus bronceados tobillos. Se hallaba en estado comatoso y respiraba pesadamente, pero no roncaba. Aún estaba vivo, pero no por mucho tiempo, no al ritmo que llevaba.

Los hombres registraron rápidamente el dormitorio y el baño contiguo en busca de armas. Los dos iban armados, pero escondían sus pistolas bajo sus cazadoras. A continuación llamaron por radio al coche que los esperaba y un tercer individuo entró en el apartamento. Era el tío de Baxter, alguien llamado Walter Tate, el tío Wally, el hermano del padre de Baxter, el único de los cinco hermanos que había hecho algo en la vida. La fortuna bancaria de la familia tenía tres generaciones de antigüedad y disminuía a un ritmo constante aunque no preocupante. La última vez que Walter había visto a su sobrino había sido en el despacho de un abogado de Pittsburg para recoger los restos del desastre de otro episodio de borrachera al volante.

Dado que sus cuatro hermanos eran incapaces de tomar la menor decisión en lo tocante a sus vidas, hacía tiempo que Walter había asumido el papel de cabeza de familia. Vigilaba las inversiones, se reunía con los abogados, recibía a la prensa cuando resultaba necesario e intervenía a regañadientes cada vez que alguno de sus sobrinos se metía en problemas. Su propio hijo se había matado haciendo parapente.

Aquella era su segunda intervención con Baxter, y sería la última. La primera había tenido lugar en Los Ángeles, dos años antes, y Walter había acabado enviando a Baxter a un rancho de Montana donde este había recobrado la sobriedad, montado a caballo, hecho unos cuantos amigos y visto la luz. Cuando volvió a su carrera de actor en Hollywood, la sobriedad le duró dos semanas. Walter se había impuesto un límite: dos tratamientos de desintoxicación. Después de eso, y en lo que a él hacía referencia, sus sobrinos podían matarse si eso les placía.

Baxter llevaba nueve horas ajeno a las cosas del mundo cuando el tío Wally lo agarró por la pierna y lo sacudió con la fuerza suficiente para arrancarlo de su sueño de borracho. La visión de tres desconocidos mirándolo, desconcertó al joven, que retrocedió, aterrorizado, hasta la cabecera de la cama; entonces reconoció a su tío. Estaba un poco más calvo y un poco más gordo que la última vez. ¿Cuánto tiempo hacía de eso? La familia nunca se reunía; de hecho, sus miembros hacían esfuerzos titánicos para mantenerse alejados los unos de los otros.

Baxter se frotó los ojos y las sienes mientras notaba el repentino asalto de un brutal dolor de cabeza. Miró a su tío Wally y a los dos desconocidos.

—Bueno, bueno, ¿y cómo está la tía Rochelle? —preguntó con voz pastosa.

Rochelle había sido la primera esposa de Walter, pero era la única que Baxter recordaba. Ella lo había aterrorizado de niño, y él le guardaba un imborrable rencor.

—Murió el año pasado —contestó Walter.

—No sabes cuánto lo lamento. ¿Qué te trae por Los Ángeles? —Se quitó los mocasines y se abrazó a la almohada. Estaba claro cómo iba a acabar todo aquello.

—Vamos a hacer un viajecito, Baxter, los cuatro. Te vamos a meter en otra clínica para que te limpien a fondo y a ver si pueden recomponerte.

—O sea que esto es una intervención, ¿no?

—En efecto.

—Qué bien. Por aquí resulta de lo más normal. Es un milagro que alguien consiga rodar una maldita película al año con todas las rehabilitaciones que se hacen. Todo el rato te piden ayuda para que eches una mano con alguna intervención. Lo digo en serio. No lo vas a creer, pero hace un par de meses tomé parte en una. Un «enlace», así es como me llamaban, pero supongo que ya sabes de qué va eso. ¿Te lo imaginas? Yo sentado en una habitación de hotel con otros enlaces, a algunos los conozco y a otros no. Entonces entra el pobre Jimmy con una cerveza en la mano y se encuentra con esa emboscada. Su hermano lo hace sentar, y todos empezamos por turno a soltarle al pobre Jimmy el rollo de la mierda que es. Lo hacemos llorar, pero la verdad es que todos lloran, ¿no? Yo también lloré, ¿verdad? Ahora me acuerdo. Tendrías que haberme oído soltarle a Jimmy una conferencia sobre los males del vodka y la cocaína. De no haber estado llorando se habría lanzado contra mí. ¿Me puede dar alguien un vaso de agua? ¿Quiénes son esos tipos?

—Vienen conmigo —contestó el tío Wally.

—Me lo imaginaba.

Uno de los especialistas entregó a Baxter una botella de agua que este se bebió a grandes tragos, derramándose el líquido por la barbilla.

—¿Tiene alguien una aspirina? —preguntó con tono de desesperación.

Le entregaron unas cuantas pastillas y otra botella de agua. Cuando se lo hubo tragado todo, preguntó:

—¿Adónde esta vez?

—A Nevada. Hay una clínica cerca de Reno, en las montañas, con unos paisajes espectaculares.

—No será otro rancho para aficionados, ¿verdad? No podría soportar otros treinta días a caballo. Todavía me duele el culo después de aquella cura de desintoxicación.

El tío Wally seguía de pie ante la cama. No se había movido un paso.

—Esta vez no habrá nada de caballos. Es un sitio diferente.

—Ah, ¿sí? Eso es lo que dicen siempre. Los colegas de aquí siempre están hablando de sus últimas rehabilitaciones, siempre comparando sus notas. Es una estupenda forma de ligar en un bar. —Hablaba con los ojos cerrados, mientras el dolor le atenazaba el cerebro.

—No. Esta vez es diferente.

—¿Diferente en qué sentido?

—Es más dura y estarás allí más tiempo.

—¿Más? ¿Cuánto más?

—Tanto como haga falta.

—¿No podría prometerte ahora mismo que dejaré la bebida y saltarnos la maldita cura?

—No.

—Entonces, ¿debo suponer que el que estés aquí acompañado de tu penoso séquito significa que mi participación no es precisamente voluntaria?

—Precisamente.

—¿Y que si os digo que os vayáis al infierno y que voy a llamar a la policía porque habéis irrumpido en mi casa por la fuerza y que no pienso irme con vosotros, si digo todo eso, tú simplemente sacarás a colación el tema del fideicomiso familiar?

—Exacto.

La náusea lo golpeó igual que un puñetazo en el estómago. Baxter saltó de la cama y se quitó la chaqueta mientras corría a trompicones hacia el cuarto de baño. La vomitona fue larga y estuvo salpicada de imprecaciones. Luego, se lavó la cara, contempló en el espejo sus ojos enrojecidos e hinchados y no tuvo más remedio que reconocer que unos días en dique seco no serían mala idea. Aun así, era incapaz de imaginar toda una vida sin alcohol ni drogas.

El fideicomiso familiar había sido establecido por un bisabuelo que no tenía la menor idea de lo que estaba haciendo. En los días anteriores a los aviones particulares, los yates de lujo, la cocaína y los innumerables modos de dilapidar una fortuna familiar, lo prudente consistía en preservar el dinero para las generaciones venideras. Pero el abuelo de Baxter había intuido el peligro. Contrató a los mejores abogados y modificó el régimen del fideicomiso para que una junta de asesores pudiera ejercer cierta actividad discrecional. Parte del dinero llegaba a manos de Baxter todos los meses y le permitía vivir cómodamente sin trabajar; pero las cantidades importantes de verdad podían cerrarse igual que un grifo, y ese grifo lo controlaba el tío Wally con mano de hierro.

Y si el tío Wally decía que había que ir a una cura de desintoxicación, pues se iba.

Baxter salió del baño, se apoyó contra el marco de la puerta y miró a los tres. Ninguno se había movido. Se volvió hacia los especialistas.

—¿Y vosotros vais a romperme los pulgares si opongo resistencia?

—No —fue la respuesta.

—Vámonos, Baxter —dijo el tío Wally.

—¿Hago las maletas?

—No.

—¿Vamos en tu avión?

—Sí.

—La última vez me diste permiso para coger una gorda.

—Los de la clínica dicen que puedes beber lo que te dé la gana antes de llegar. El bar está lleno.

—¿Cuánto dura el vuelo?

—Noventa minutos.

—Entonces tendré que darme prisa.

—No me cabe duda de que te las apañarás.

Baxter hizo un gesto abarcando la habitación y el resto de la casa.

—¿Y qué me dices de esto, de las facturas, de la chica de servicio y del correo?

—Nosotros nos ocuparemos de todo. Vámonos.

Baxter se cepilló los dientes, se peinó, se puso una camisa limpia y siguió al tío Wally y a los otros dos hasta una furgoneta negra que estaba aparcada en la calle. Condujeron en silencio durante unos minutos, hasta que la tensión se rompió definitivamente cuando Baxter se echó a llorar en el asiento de atrás.