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A medida que la primavera llegaba a regañadientes a Nueva Inglaterra, el campus volvió a la vida y se sacudió de encima la larga y fría tristeza del invierno. Las plantas florecieron, el césped empezó a tomar color, los días se fueron haciendo más largos y los estudiantes encontraron innumerables razones para salir al exterior. Los frisbees volaban a cientos y, cada vez que salía el sol, se organizaban largas comidas o picnics. Los profesores se volvieron más perezosos, y las clases se hicieron más cortas.

Sin embargo, durante su último semestre en el campus, Kyle decidió hacer caso omiso de un ambiente tan festivo y se encerró en su despacho de la revista jurídica para trabajar fervientemente en el número de junio del Yale Law Journal. Iba a ser el último que preparara, y deseaba que fuera el mejor. El trabajo se convirtió en la excusa ideal para desatender todo lo demás. Al final, Olivia se hartó, y se separaron amistosamente. Sus amigos, todos ellos estudiantes de último curso a punto de graduarse, se dividían en dos grupos: los del primero se dedicaban a beber e ir de fiesta en fiesta en un desesperado intento de disfrutar del último minuto de la vida en el campus antes de ser arrojados al mundo real; los del segundo ya estaban pensando en su futuro profesional, estudiando para los exámenes del Colegio de Abogados y buscando apartamento en las grandes ciudades. A Kyle no le costó demasiado evitar a unos y a otros.

El 1 de mayo envió una carta a Joey Bernardo que decía lo siguiente:

Querido Joey:

Me gradúo el 25 de este mes. ¿Podrías venir, por uno de esos raros azares del destino? Alan no puede, y me da miedo preguntárselo a Baxter. Sería divertido poder pasar algunos días juntos. Nada de novias, por favor. Te ruego que me contestes por correo ordinario a esta dirección. Nada de e-mails ni de llamadas telefónicas. Ya te lo explicaré cuando nos veamos.

Un abrazo,

Kyle

La carta fue enviada, manuscrita, desde las dependencias de la revista jurídica, y allí llegó la respuesta una semana después.

Hola, Kyle:

¿Ahora prefieres el correo tortuga? La verdad, tienes una letra horrible, aunque seguramente es mejor que la mía. Allí estaré para tu graduación. Lo pasaremos estupendamente. ¿Qué demonios es tan secreto que no puedes explicarlo por teléfono o por correo electrónico? ¿Te estás viniendo abajo? Me parece que Baxter sí. Me temo que habrá muerto dentro de un año si no hacemos algo. Bueno, empieza a dolerme la mano y me siento como un vejestorio escribiendo con tinta y papel. Espero con impaciencia tu próxima carta.

Abrazos,

Joey

La respuesta de Kyle resultó más larga y rica en detalles. La contestación de Joey estuvo más cargada de ironía y de preguntas. Kyle la tiró a la papelera nada más leerla. Se cruzaron un par de cartas más y acabaron de planear el fin de semana.

No hubo forma de hacer salir a Patty McAvoy de su loft para que asistiera a la graduación de su hijo, aunque tampoco nadie lo intentó con demasiadas ganas. Lo cierto es que tanto a John como a su hijo no les molestó nada que decidiera quedarse en casa. Tres años antes ya había evitado asistir a la entrega de diplomas de Duquesne, lo mismo que a las de sus hijas. En pocas palabras, Patty no iba a las ceremonias de graduación por importantes que estas fueran. Se las había arreglado para estar en la boda de las gemelas, pero no había participado en los preparativos. John McAvoy se había limitado a firmar los cheques oportunos, y la familia se las había arreglado para sobrevivir a ambos calvarios.

Joey Bernardo llegó a New Haven el sábado por la tarde, la víspera de las ceremonias de la facultad de Derecho, y, tal como decían las instrucciones recibidas a través del correo ordinario, fue directamente a una oscura y cavernosa pizzería llamada Santo, situada a kilómetro y medio del campus. Exactamente a las tres de la tarde del sábado 24 de mayo, se deslizó en un reservado del rincón derecho de Santo y aguardó. La situación lo intrigaba y le hacía gracia. No dejaba de preguntarse si su amigo habría perdido un tornillo. Un minuto más tarde, este apareció por detrás y se sentó ante él. Se dieron la mano, y Kyle escudriñó la puerta de entrada, situada a la derecha y al fondo del restaurante. El establecimiento estaba casi vacío, y Bruce Springsteen atronaba por el canal musical.

—Bueno —dijo Joey—, ya puedes empezar a soltarlo.

—Me están siguiendo.

—Creo que has perdido la chaveta. La presión te ha afectado.

—Calla y escucha.

Una joven camarera se detuvo ante su mesa justo el tiempo necesario para preguntar si querían algo. Pidieron dos Coca-Cola Light, y Kyle encargó una pizza de pepperoni.

—La verdad es que no tengo hambre —comentó Joey cuando la chica se hubo marchado.

—Estamos en una pizzería, de manera que tenemos que pedir pizza; de lo contrario, pareceríamos sospechosos. Escucha, dentro de unos minutos, un gorila vestido con unos vaqueros gastados, un suéter de rugby verde y una gorra de golf caqui entrará por la puerta, no se fijará en nosotros y seguramente se sentará en la barra. Se quedará allí unos diez minutos o menos y después se marchará. Aunque no nos mirará, lo verá todo. Cuando tú salgas, uno de sus colegas te seguirá y anotará la matrícula de tu coche. En cuestión de minutos se habrán enterado de que me he reunido casi en secreto con mi viejo amigo Joey Bernardo.

—¿Y esos tíos son amigos tuyos?

—No. Son profesionales, pero como yo soy un tipo corriente y no un matón como ellos, dan por hecho que no me entero de que me están siguiendo.

—Estupendo. Eso lo aclara todo. ¿Y ahora podrías explicarme, viejo amigo, por qué te siguen?

—Es una historia muy larga.

—No habrás vuelto a beber, ¿verdad? No te estarás chutando o algo así, ¿no?

—Nunca me he chutado, y lo sabes. No he vuelto a la bebida y tampoco he perdido la chaveta. Hablo completamente en serio y necesito tu ayuda.

—Lo que necesitas es un psiquiatra, Kyle. Estás muy nervioso, tío, y tienes los ojos rojos.

La puerta se abrió y entró un tipo corpulento. Iba vestido exactamente como Kyle había dicho, pero con el añadido de unas gafas de concha.

—No lo mires —dijo Kyle cuando vio que su amigo se quedaba boquiabierto.

En ese momento llegaron las bebidas, y los dos tomaron un trago.

El gorila se sentó en la barra y pidió una cerveza de barril. Desde donde estaba podía ver la mesa de Kyle reflejada en el espejo del botellero, pero no escuchar lo que estaban diciendo.

—Las gafas que lleva, se las acaba de poner —comentó Kyle con una gran sonrisa, como si estuviera contando un chiste—. Unas gafas de sol llamarían demasiado la atención en un lugar como este, en cambio se ha puesto unas bien grandes para poder observar sin que lo pillemos. Por favor, Joey, sonríe. Ríe incluso. Se supone que somos dos viejos colegas recordando viejos tiempos y que no tenemos nada de que preocuparnos.

Joey estaba tan asombrado que se sentía incapaz de reír o sonreír siquiera; así pues, Kyle soltó una sonora carcajada y cogió un gran trozo de pizza tan pronto como la sirvieron. Parecía animado y sonriente.

—Por favor, Joey, come algo, sonríe y di alguna cosa.

—¿Se puede saber qué has hecho? ¿Ese tipo es policía o algo así?

—O algo así. No he hecho nada malo, pero se trata de una historia un tanto complicada en la que tú también intervienes. ¿Por qué no hablamos de los Pirates?

—Los Pirates están los últimos y seguirán estándolo en septiembre. Escoge otro tema u otro equipo. —Por fin, Joey cogió un trozo de pizza y le dio un mordisco—. Necesito una cerveza. Soy incapaz de tragarme una pizza si no es con cerveza.

Kyle llamó a la joven y perezosa camarera y pidió una cerveza.

En un rincón del restaurante había un gran televisor plano donde se veía un programa de la ESPN que emitía los mejores momentos del béisbol. Kyle y Joey estuvieron un rato comiendo en silencio mientras miraban el programa. El tipo del suéter verde se tomó su jarra de cerveza y, pasados diez minutos, pagó en efectivo y se marchó.

—¿Se puede saber qué demonios pasa? —exclamó Joey, cuando el gorila se hubo ido.

—Esa es una conversación que tú y yo debemos tener, pero no aquí. Nos llevará una hora más o menos. Luego, esa primera conversación dará pie a otra y a otra. Si lo hacemos este fin de semana, nos descubrirán. Los malos nos vigilan, y si nos ven enfrascados en algún tema serio sabrán de qué va. Es importante que nos acabemos la pizza, salgamos del restaurante y no nos vuelvan a ver juntos hasta que mañana te vayas de la ciudad.

—Caramba, pues gracias por invitarme.

—No te he invitado por lo de la graduación, Joey. Lo lamento. La razón de que te haya hecho venir es esta. —Kyle le pasó una hoja de papel doblada en cuatro—. Métetela en el bolsillo, rápido.

Joey la cogió, miró nerviosamente a su alrededor y se la guardó a toda prisa en el bolsillo trasero de los vaqueros.

—¿Qué es, Kyle?

—Confía en mí, Joey, por favor. Estoy metido en un lío y necesito ayuda. Solo puedo contar contigo, con nadie más.

—¿Y yo también estoy involucrado?

—Puede ser. Acabemos la pizza y salgamos de aquí. El plan es el siguiente: el Cuatro de Julio está a la vuelta de la esquina, entonces tú te presentas con tu magnífica idea de irnos a hacer rafting en el New River, tres días por el río y dos noches de acampada. Tú, yo y unos colegas de la vieja hermandad de Duquesne. Un fin de semana solo de tíos que se lo montan mientras todavía pueden. La lista que te he dado contiene los nombres y las direcciones de correo electrónico, material del que tú ya dispones. También está el nombre y la dirección de una tienda de material de Beckley, en Virginia Oeste. He hecho todos los preparativos.

Joey asentía como si nada de aquello tuviera sentido. Kyle prosiguió:

—El propósito de la excursión es quitarnos de encima la vigilancia. Cuando estemos navegando por el río, en plena montaña, no habrá modo de que puedan seguirme. Podremos hablar todo lo que queramos sin miedo a que nos observen.

—Esto es una locura y tú te has vuelto loco.

—Cierra esa boca, hombre. No me he vuelto loco. Hablo totalmente en serio. Me vigilan las veinticuatro horas del día. Me han pinchado el móvil y el ordenador.

—¿Y dices que no se trata de la poli?

—No. Son gente mucho más temible que la policía. Si estamos mucho rato juntos sospecharán y a ti se te complicará la vida. Anda, come un poco más de pizza.

—No tengo hambre.

Se produjo una larga pausa en la conversación. Kyle siguió comiendo, Joey siguió mirando la televisión y Bruce Springsteen siguió cantando.

—Escucha, tenemos que irnos —dijo Kyle al cabo de un momento—. Tengo mucho que contarte, pero no puedo hacerlo ahora. Si te apuntas a la excursión de rafting, nos lo pasaremos bien y además podré contarte toda la historia.

—¿Has hecho rafting alguna vez?

—Pues claro. ¿Y tú?

—No. No me gusta el agua.

—Nos darán chalecos salvavidas, no te preocupes. Vamos, Joey, te divertirás. Dentro de un año te habrás casado y se te habrá acabado la buena vida.

—Gracias, colega.

—Será solo una excursión de amigotes por el río, un puñado de viejos amigos de la universidad. Anda, envía esos correos y organízalo. ¿Qué me dices?

—Pues claro, Kyle, lo que tú digas.

—Estupendo, pero cuando me escribas utiliza la cobertura, ¿vale?

—¿Qué cobertura?

—Te la he apuntado. En los correos electrónicos que me mandes tienes que decir que vamos a ir al río Potomac, en Maryland. No podemos dar pistas a esos matones.

—Pero ¿qué crees que van a hacer, seguirnos río abajo en una lancha?

—No lo sé. Es solo por precaución. No los quiero rondando cerca.

—Todo esto es muy raro, Kyle. —Sí, y más raro será.

De repente, Joey apartó el plato y se inclinó hacia delante, apoyando los codos en la mesa y mirando fijamente a su amigo.

—De acuerdo, Kyle, pero tienes que darme una pista.

—Elaine ha vuelto con su cuento de la violación.

Con la misma velocidad que se había acercado, Joey se dejó caer contra el respaldo y pareció encogerse. ¿Elaine qué? Se había olvidado de su apellido. Lo cierto era que casi ni se había enterado de cuál era. Todo aquello había ocurrido cinco o seis años atrás, y la policía había dado carpetazo al caso. ¿Y por qué? Pues porque no había ocurrido nada. No se había producido ninguna violación. Un contacto sexual, seguramente, pero con esa chica todo era consentido. Tenía previsto casarse en diciembre con la mujer de sus sueños, y nada, absolutamente nada iba a estropearle los planes. Tenía su carrera, un brillante futuro profesional por delante y un buen nombre. ¿Cómo era posible que esa pesadilla siguiera coleando?

A pesar de tener tanto que decir, no consiguió decir nada y se quedó mirando con aire desamparado a Kyle, que sintió lástima hacia él.

«¿Está despierta?», pregunta Joey.

Ninguna respuesta de Baxter Tate. Ninguna respuesta de la chica.

—Escucha, Joey: esto es algo a lo que podemos enfrentarnos. Ya sé que da miedo, pero podemos manejarlo. Tenemos que hablar, y hacerlo durante horas; pero no aquí, no ahora. Será mejor que nos marchemos.

—De acuerdo, lo que tú digas.

Esa noche, Kyle se encontró con su padre para cenar en un restaurante griego llamado The Athenian. Se les unió Joey Bernardo, que ya se había tomado unas copas para preparar la noche y estaba tan apagado que resultaba aburrido. También cabía que estuviera aterrado, estupefacto o cualquier otra cosa. En cualquier caso, parecía muy preocupado. John McAvoy se tomó dos martinis antes de haber leído siquiera el menú y no tardó en empezar a contar batallitas de juicios y antiguos casos. Joey lo acompañó, cóctel tras cóctel, y la ginebra le dejó la lengua de trapo y el humor por los suelos.

Kyle lo había invitado con la idea de que evitara que su padre se lanzara a un último y desesperado intento de convencerlo para que resistiera los cantos de sirena de los perversos megabufetes e hiciera algo productivo con su vida. Pero, tras el segundo martini, y con un Joey apenas coherente, John McAvoy lo intentó de todas maneras. Kyle decidió comerse su humus con tostadas untadas de ajo y no discutir. Cuando llegó el vino tinto, su padre contó otra anécdota sobre haber representado a cierto infeliz que tenía un gran caso pero ni un céntimo. Naturalmente, y según la tradición de los relatos de abogados, había ganado el juicio. John McAvoy era el héroe de todas las historias que contaba, y en ellas los pobres eran salvados; los débiles, protegidos.

Kyle estuvo a punto de echar de menos a su madre.

Esa noche, mucho después de la cena, salió a dar un paseo por el campus por última vez como estudiante. Estaba asombrado por la velocidad con la que habían pasado aquellos tres últimos años; pero, al mismo tiempo, se sentía cansado de las clases, las aulas, los exámenes y de la mísera vida con su estipendio de estudiante. A sus veinticinco años era ya un hombre hecho y derecho, bien educado, sin malas costumbres ni vicios.

En ese momento, el futuro tendría que abrirse ante él lleno de promesas y de brillantes expectativas.

En cambio, solo sentía miedo y aprensión. Tras siete años de preparación académica y de un gran éxito como estudiante, todo se reducía a eso: a la lamentable vida de un espía a la fuerza.