La demanda se presentó en un tribunal federal del Distrito Sur de Nueva York, en la sección de Manhattan, a las cinco menos diez de la tarde de un viernes, una hora escogida deliberadamente para que atrajera la menor atención posible de la prensa. Una «Entrega de última hora». El abogado que la firmó era un conocido especialista en asuntos judiciales llamado Wilson Rush, uno de los socios principales de Scully & Pershing, que había llamado repetidamente por teléfono al funcionario de turno para asegurarse de que la demanda sería debidamente registrada antes de que el tribunal cerrase para el fin de semana. Como se hacía con todos los casos, se presentó electrónicamente. No hizo falta que ningún miembro del bufete fuera personalmente hasta el palacio de justicia Daniel Patrick Moynihan de Pearl Street y depositara un grueso pliego de documentos para dar comienzo al procedimiento. De las aproximadamente cuarenta demandas civiles presentadas ese día en el Distrito Sur era con mucho la más grave, la más compleja y la más esperada de todas. Las partes involucradas llevaban años peleándose y, a pesar de que sus disputas habían sido cumplidamente difundidas, la mayor parte de los asuntos eran demasiado delicados para ventilarlos en público. El Pentágono, numerosos miembros del Congreso e incluso la Casa Blanca habían intervenido intensamente para evitar el litigio, pero sus esfuerzos habían fracasado. Acababa de empezar la siguiente batalla de aquella guerra, y nadie esperaba que terminara rápidamente. Las partes y sus abogados lucharían de forma encarnizada durante años a medida que el caso fuera avanzando procesalmente y acabara, al fin, ante el Tribunal Supremo para su fallo definitivo.
Nada más llegar la demanda, el funcionario la depositó en un archivo de seguridad para evitar que su contenido quedara a la vista. Semejante proceder, singular y excepcional, había sido ordenado por el juez decano del distrito. Un escueto resumen de la demanda estaba listo y disponible para la prensa. Había sido preparado con la supervisión del señor Rush y también aprobado por el juez.
El demandante era Trylon Aeronautics, un conocido suministrador del departamento de Defensa, una empresa privada que llevaba cuarenta años diseñando y construyendo aviones de guerra. El demandado era Bartin Dynamics, una empresa pública, suministradora también del departamento de Defensa, situada en Bethesda, Maryland. Bartin facturaba un promedio anual de quince mil millones de dólares en concepto de contratos con el gobierno, una suma que representaba el noventa y cinco por ciento de su facturación total. Bartin recurría a los servicios de distintos abogados según los casos, pero en los más importantes se hacía representar por un conocido bufete de Wall Street llamado Agee, Poe & Epps.
Scully & Pershing empleaba a dos mil cien abogados en los cinco continentes y por ello presumía de ser el bufete más importante del mundo. Agee, Poe & Epps empleaba a doscientos menos, pero contaba con más oficinas repartidas por todo el globo y también presumía de ser el más importante. Ambos bufetes invertían un considerable tiempo presumiendo de tamaño, poder, prestigio, facturación o número y relevancia de sus respectivos clientes, en cualquier cosa que pudiera afirmar su importancia ante el otro.
El núcleo de la disputa era el último concurso abierto por el Pentágono para construir el Bombardero Hipersónico B-10, un avión de la era espacial con el que las autoridades militares llevaban soñando desde hacía décadas y que, en ese momento, podía hacerse realidad. Cinco años antes, las Fuerzas Aéreas habían llamado a sus principales proveedores para que cada uno presentara su mejor diseño del B-10, un estilizado bombardero llamado a sustituir la caduca flota de B-52 y B-22 y prestar servicio hasta el año 2060. Todo el mundo esperaba que Lockheed, el más importante de los fabricantes de material de defensa, encabezara el proyecto; pero enseguida se vio desplazado por la unión de Trylon y Bartin. Un consorcio formado por empresas extranjeras —inglesas, francesas e israelíes— desempeñaba un papel secundario en dicha unión.
El premio resultaba fabuloso. El Pentágono pagaría de entrada al ganador diez mil millones de dólares para que desarrollara las tecnologías más avanzadas y construyera un prototipo y, luego, le firmaría un contrato de suministro para la entrega de entre doscientos cincuenta y cuatrocientos cincuenta B-10 a lo largo de treinta años. Con un valor estimado de ochocientos mil millones de dólares, el contrato iba a ser el más jugoso de la historia del Pentágono. Los sobrecostes previstos desafiaban cualquier cálculo.
El diseño de Trylon-Bartin era impresionante. El B-10 podía despegar de cualquier base de Estados Unidos con la misma carga que un B-52, volar a velocidad de Mach-10 y depositar su carga al otro lado del mundo en una hora a una velocidad y altitud que desafiaban todos los sistemas de vigilancia habidos y por haber. Después de descargar lo que llevara, el B-10 era capaz regresar a su base sin repostar ni en tierra ni en el aire. La aeronave iba dando literalmente pequeños saltos por el límite de la atmósfera. Después de ascender a cuarenta mil metros de altitud, justo más allá de la atmósfera, el B-10 apagaba los motores y flotaba de regreso. Una vez allí, sus motores alimentados por aire se ponían en marcha y volvían a llevarlo a cuarenta mil metros. Semejante procedimiento, equivalente a hacer rebotar una piedra en una superficie de agua lisa, se repetía hasta que el avión alcanzaba su objetivo. Un bombardeo que empezaba en Arizona y finalizaba en algún lugar de Asia necesitaba unos treinta saltos, uno cada noventa segundos. Puesto que los motores solo se utilizaban de modo intermitente, la carga de combustible era mucho menor; además, al salir de la atmósfera y aventurarse en el frío espacio exterior, el rastro de calor desaparecía.
Después de tres años de intensa e incluso frenética labor de investigación y diseño, las Fuerzas Aéreas anunciaron que habían seleccionado el prototipo de Trylon-Bartin. El anuncio se hizo con la menor fanfarria posible, ya que las cifras en dólares resultaban pasmosas, el país estaba librando dos guerras, y el Pentágono había decidido que lo más prudente era dar la menor difusión posible a tan ambicioso contrato de suministro. Las Fuerzas Aéreas hicieron lo posible para restar importancia al programa del B-10, pero todo fue una pérdida de tiempo. Tan pronto como se anunció el ganador, las disputas surgieron en todos los frentes.
Lockheed volvió a la carga con sus senadores y grupos de presión. Trylon y Bartin, que habían sido siempre feroces competidores, empezaron a pelearse casi inmediatamente. La cantidad de dinero que había en juego hizo añicos cualquier idea de colaboración. Cada empresa reunió a sus políticos e influencias y se preparó para luchar por llevarse el pastel. Los ingleses, franceses e israelíes se mantuvieron al margen, pero no abandonaron el campo.
Tanto Trylon como Bartin reclamaban para sí el diseño original y las tecnologías desarrolladas. Los esfuerzos de mediación parecieron dar fruto al principio, pero acabaron fracasando. Entretanto, Lockheed se mantuvo en un muy visible segundo plano y aguardó. El Pentágono amenazó con romper el contrato y abrir un nuevo concurso. Hubo sesiones de los comités del Congreso mientras los gobernadores reclamaban para sí los puestos de trabajo y las inversiones en desarrollo. Los periodistas se explayaron con grandes artículos en las revistas, y los grupos que propugnaban un mayor control del gasto público se lanzaron contra el B-10 como si fuera una especie de transbordador espacial a Marte.
Entretanto, los abogados se prepararon en silencio para acudir a los tribunales.
Dos horas después de que la demanda fuera presentada, Kyle la vio en la web del tribunal federal. Se encontraba sentado a su mesa del despacho del Yale Law Journal, escribiendo en su ordenador un largo artículo. Llevaba tres semanas comprobando las listas de entrada de todos los tribunales federales de Nueva York y también de los estatales. Durante su primer y funesto encuentro, Bennie Wright le había mencionado que en Nueva York se presentaría próximamente una importantísima demanda, justo la que él tenía el encargo de espiar. En las reuniones siguientes, Kyle había intentado sonsacarle alguna información adicional sobre la demanda, pero todos sus preguntas fueron despachadas con un terminante «ya hablaremos después de eso».
Extrañamente, los datos de la demanda que aparecían en la página web solo mencionaban el nombre, la dirección, el bufete y el número de colegiado de Wilson Rush. Junto al título, aparecía la palabra «Seguridad», de modo que Kyle no logró tener acceso al contenido de la demanda. Durante las últimas tres semanas, a ningún otro caso presentado en el Distrito Sur de Nueva York se le había dado entrada de ese modo.
Los timbres de alarma empezaron a sonar.
Buscó información sobre Agee, Poe & Epps y estudió la larga listas de sus clientes corporativos. El bufete llevaba representando a Bartin Dynamics desde 1980.
Kyle se olvidó del trabajo de la revista jurídica que se le amontonaba en la mesa y por todo el despacho y se sumergió de lleno en internet. Una búsqueda en Trylon no tardó el revelarle el proyecto del Bombardero Hipersónico B-10 y todos los problemas que había causado y seguía causando.
Cerró la puerta del pequeño despacho y comprobó que en la impresora hubiera suficiente papel. Eran casi las ocho de un viernes y, aunque las editoriales jurídicas eran conocidas por sus disparatados horarios, todo el mundo se había marchado ya. Imprimió toda la información que pudo sobre Trylon y Bartin y añadió más papel. Encontró varias docenas de artículos sobre el fracaso del B-10, los imprimió todos y se puso a leer los más importantes.
Localizó un centenar de páginas web relacionadas con armamento y artefactos militares y entre ellas dio con una dedicada a cuestiones de guerra futurista con abundante información sobre los antecedentes del proyecto B-10. A continuación buscó en los archivos judiciales para ver cuántas veces Scully & Pershing habían presentado demandas en nombre de Trylon; luego, hizo lo mismo con Agee, Poe & Epps y Bartin. Cuanto más profundizaba y más grueso se volvía el archivo, peor se sentía.
Existía la remota posibilidad de que estuviera persiguiendo la demanda equivocada. No podía estar seguro de ello hasta que Wright se lo confirmara, pero había pocas dudas. Coincidía el momento, coincidían los bufetes y había miles de millones en juego, tal como Bennie había dicho. Dos empresas que eran antiguos rivales. Dos bufetes que se odiaban mutuamente.
Secretos militares, sustracción de tecnología, espionaje industrial, amenazas de demanda e incluso de investigación penal. En conjunto, se trataba de un lío monumental y sórdido. Y lo peor de todo era que esperaban que él, Kyle McAvoy, se involucrara en la pelea.
En las últimas semanas, se había preguntado con frecuencia qué clase de caso justificaba el coste de tan elaborado montaje. Dos empresas disputándose un filón era una descripción que podía hacer referencia a un montón de casos. Podía tratarse de un litigio antitrust, de una guerra de patentes o de dos laboratorios compitiendo por alguna píldora milagrosa. Sin embargo, la peor de todas las posibilidades era precisamente la que le había tocado: una disputa sobre un multimillonario contrato de suministros al Pentágono, rebosante de secretos militares y tecnológicos, de políticos con intereses en uno u otro bando y de ejecutivos implacables. La lista de calificativos resultaba interminablemente descorazonadora.
¿Por qué no volvía a York y se dedicaba a ejercer la abogacía junto a su padre?
A la una de la madrugada guardó todas sus notas en su mochila y dedicó varios segundos al inútil ritual de intentar despejar su mesa de papeles. Echó un vistazo alrededor, apagó las luces, cerró la puerta con llave y comprendió que cualquier operario mínimamente competente podría entrar siempre que quisiera. Estaba seguro de que Bennie y sus esbirros habían estado allí, seguramente cargados de sensores, micrófonos y artilugios en los que prefería no pensar.
Y también estaba seguro de que lo estaban observando. A pesar de sus exigencias a Bennie para que lo dejara en paz, sabía que lo seguían. Los había localizado más de una vez. Eran buenos, pero habían cometido algún error. El resto, se decía, consistía en comportarse como si no supiera que lo estaban observando; en desempeñar el papel de un estudiante cualquiera cargando con su mochila por el campus, mirando a las chicas. Nunca variaba su rutina, sus trayectos ni de plaza de aparcamiento. Siempre el mismo sitio para comer. Siempre la misma cafetería pare reunirse a veces con Olivia, después de las clases. Siempre en la facultad o en su apartamento, con escasas diversiones entre una y otro. Y puesto que sus costumbres no habían variado, tampoco sus fisgones lo habían hecho. Un objetivo tan fácil los había vuelto perezosos. Kyle, el inocente Kyle, los había adormecido y se había aprovechado de ello para desenmascararlos mientras daban cabezadas: una cara que ya había visto al menos tres veces, un joven y rubicundo rostro con gafas diferentes y un bigote que aparecía y desaparecía.
En una librería de viejo que había cerca del campus había empezado a comprar antiguas novelas de espías a un dólar cada una. Las había comprado de una en una. Llevaba siempre la última en la mochila y cuando la acababa la tiraba a la papelera de la facultad y compraba otra.
Daba por hecho que ninguna de sus comunicaciones era confidencial, y estaba convencido de que tanto su ordenador como su móvil estaban pinchados. Así pues, aumentó la frecuencia de sus correos electrónicos a Joey Bernardo, Alan Strock y Baxter Tate, pero todos los mensajes eran simples saludos con poca sustancia. Hizo lo mismo con los demás miembros de la hermandad Beta, siempre con el pretexto de animarlos a mantener el contacto; los llamó todas las semanas, aunque solo fuera para hablar de deportes, de la universidad o de sus carreras.
Si Bennie lo estaba escuchando, no oyó una sola palabra que le hiciera pensar que su presa lo sospechara.
Kyle llegó a la convicción de que para sobrevivir los siete años que tenía por delante debía pensar y actuar igual que sus adversarios. En alguna parte había una salida. Tenía que haberla, forzosamente.
Bennie apareció de nuevo y quedaron para verse un sábado en un sitio de pitas situado al norte de la ciudad, lejos del campus. Wright le había advertido que iría pasando más o menos todas las semanas a lo largo de la primavera hasta que Kyle se graduara en mayo. Este le había preguntado si era necesario, y Bennie le había contestado diciendo alguna trivialidad acerca de lo necesario que resultaba comunicarse regularmente.
A lo largo de sus sucesivos encuentros, la personalidad de Bennie se había ido suavizando ligeramente. Siempre sería el tipo duro y prosaico con una misión que cumplir, pero se comportaba como si deseara que el tiempo que debían pasar juntos fuera incluso agradable. Al fin y al cabo, le dijo, iban a estar muchas horas juntos, y eso siempre hacía que Kyle pusiera mala cara porque no quería tomar parte en ninguna agradable conversación.
—¿Algún plan para las vacaciones de primavera? —preguntó Bennie mientras desenvolvían sus pitas.
—Trabajar —contestó Kyle.
Las vacaciones habían empezado el día anterior, y medio Yale se había escapado al sur de Florida.
—Vamos, ¿vas a decirme que no piensas irte a la playa siendo tus últimas vacaciones universitarias?
—Pues sí. La semana que viene la pasaré en Nueva York buscando apartamento.
Bennie pareció sorprenderse.
—Podemos ayudarte con eso.
—Ya hemos hablado de esto, Bennie. No quiero tu ayuda. Los dos comieron en silencio durante un rato, hasta que Kyle preguntó:
—¿Alguna novedad con la demanda?
Bennie negó rápidamente con la cabeza.
—¿No la han presentado todavía? —preguntó Kyle—. ¿Por qué no me cuentas algo?
Bennie carraspeó y tomó un sorbo de agua.
—La semana que viene. Nos reuniremos cuando estés en Nueva York y te explicaré los detalles de la demanda.
—Estoy impaciente.
Siguieron comiendo.
—¿Cuándo te presentas al examen del Colegio de Abogados? —preguntó Wright.
—En julio.
—¿Dónde?
—En Nueva York, en algún sitio de Manhattan. La verdad es que no me apetece especialmente.
—Lo superarás sin problemas. ¿Cuándo esperas saber los resultados?
Bennie sabía perfectamente no solo la fecha y el lugar donde iba a tener lugar el examen, sino también cuándo se publicarían las notas en internet. Sabía lo que les pasaba a los jóvenes junior que no superaban la prueba. Lo sabía todo.
—A principios de noviembre. ¿Estudiaste en la facultad de Derecho?
Bennie estuvo a punto de soltar una risita.
—Oh, no. La verdad es que siempre he intentado mantenerme alejado de los abogados. Sin embargo, a veces el trabajo me obliga a lo contrario.
Kyle escuchó atentamente el acento. Aparecía y desaparecía. Pensó en los israelíes y en su talento para los idiomas, en especial entre los miembros del Mossad y los del ejército.
Y no por primera vez, se preguntó a favor y en contra de quién iba a espiar.
Se volvieron a encontrar cinco días más tarde en el Ritz-Carlton del Lower Manhattan. Kyle preguntó a Bennie si tenía una oficina en la ciudad o si siempre hacía su trabajo desde alguna suite de hotel, pero no obtuvo respuesta. Antes de la reunión, Kyle había estado viendo cuatro apartamentos, todos en Soho y Tribeca. El más barato costaba cuatro mil doscientos dólares al mes por setenta metros cuadrados sin ascensor; el más caro, seis mil quinientos dólares por noventa metros en un viejo almacén reformado. Fuera cual fuese el alquiler, Kyle tendría que pagarlo íntegramente de su bolsillo porque no quería compartir espacio con nadie. Su vida ya sería bastante complicada sin las tensiones derivadas de la convivencia. Además, a Bennie tampoco le gustaba la idea.
Este y sus hombres lo habían seguido en su recorrido con el agente inmobiliario y sabían exactamente dónde se hallaban situados los cuatro apartamentos. Cuando llegó al hotel, los hombres de Bennie ya habían llamado al agente para interesarse por los mismos apartamentos y concertar una visita. Kyle sin duda podía escoger dónde quería vivir, pero cuando se instalase, el lugar elegido estaría infestado de micrófonos.
Bennie tenía una caja llena de documentos en la mesa de su suite.
—La demanda se presentó el pasado viernes —explicó—, ante un tribunal federal de aquí, en Manhattan. La demandante es una empresa llamada Trylon Aeronautics. La demandada es una empresa que se llama Bartin Dynamics.
Kyle lo escuchó sin alterar su expresión. Las notas que había reunido sobre el caso y los litigantes ocupaban cuatro libretas enteras, más de doscientas páginas en total y no dejaba de aumentar de día en día. Estaba seguro de que no sabía tanto como su amigo Bennie allí presente, pero sí mucho.
Y Bennie sabía que él sabía. Desde su cómoda oficina de Broad Street, él y sus técnicos monitorizaban constantemente el portátil de Kyle y el ordenador de sobremesa de su despacho de la revista jurídica. Lo controlaban sin cesar, y cada vez que Kyle abría el portátil en su apartamento para mandar un mensaje a uno de sus profesores, Bennie lo sabía. Y cuando estaba trabajando en un artículo, Bennie lo sabía. Y cuando había estado investigando las demandas presentadas en Nueva York y hurgando entre la basura de Trylon y Bartin, Bennie también lo había sabido.
«Eso es, chaval, tú sigue haciéndote el tonto, que yo haré lo mismo. No hay duda de que eres muy listo, pero eres demasiado estúpido para darte cuenta de que la situación te supera.»