En la planta baja de la facultad de Derecho de Yale hay una sala para estudiantes, y la pared donde se halla la puerta está llena de carteles y avisos que anuncian puestos de becarios e incluso ofertas de trabajo en el ámbito del ejercicio del Derecho en pro de los desfavorecidos. La universidad estimula a los alumnos para que decidan dedicar algunos años a defender a mujeres maltratadas, niños víctimas de abusos, reos condenados a muerte, inmigrantes, menores que han escapado de casa, indigentes acusados de algún delito o sin techo solicitantes de asilo político, inmigrantes llegados en patera de Haití, estadounidenses encerrados en cárceles extranjeras y extranjeros encerrados en cárceles estadounidenses, personas que se acogen a la Primera Enmienda, aquellas que han sido injustamente condenadas a muerte o a cadena perpetua, activistas medioambientales, etc.
En Yale tienen gran fe en el ejercicio del Derecho entendido como beneficio público. A menudo las solicitudes de ingreso son aprobadas o rechazadas por la predisposición al voluntariado o por las opiniones del solicitante a favor de consagrar sus conocimientos jurídicos en beneficio del mundo. A los estudiantes de primer año se los satura con las virtudes de esa rama de la profesión y se espera de ellos que se involucren en su ejercicio lo antes posible.
Y la mayoría de ellos lo hace. Alrededor del ochenta por ciento de los recién ingresados dicen sentirse atraídos por el mundo del Derecho para ayudar al prójimo. Sin embargo, llega un momento, normalmente a mediados del segundo año, en que las cosas empiezan a cambiar. Los grandes bufetes hacen su aparición en el campus para entrevistar y empezar su proceso de selección de personal. Ofrecen becas de verano con sueldos interesantes y la perspectiva de pasar diez semanas de entretenimiento y diversión en Nueva York, Washington o San Francisco. Y lo más importante: llegan llevando en el bolsillo las llaves de las ocupaciones más lucrativas. Entonces, en Yale, como en el resto de las más prestigiosas facultades de Derecho, se definen dos bandos, y muchos de los que se declaraban enamorados del sueño de ayudar a los menos favorecidos de repente cambian de bando y empiezan a soñar con poder jugar en la liga de primera división del ejercicio de la abogacía. Sin embargo, muchos no se dejan seducir y siguen aferrados a sus idílicos principios de servicio público. Los dos bandos están perfectamente definidos, pero de forma civilizada.
Y cuando un editor del Yale Law Journal acepta un trabajo mal pagado en algún servicio de asistencia legal, sus compañeros de bando y la mayoría de la facultad lo consideran un héroe. Pero si, de repente, cambia de opinión y se refugia en Wall Street, esas mismas personas lo ven con ojos menos favorables.
En consecuencia, la vida de Kyle se volvió desdichada. Sus amigos en el bando del servicio público se quedaron atónitos, mientras que los partidarios de Wall Street estaban demasiado ocupados para que les importara. Su relación con Olivia quedó reducida a un poco de sexo una vez a la semana y solo porque lo necesitaban. Ella decía que Kyle había cambiado, y él estaba de peor humor, más sombrío, preocupado por algo que, fuera lo que fuese, no quería compartir con ella.
«Si lo supieras…», se decía Kyle.
Olivia había aceptado una beca de verano para trabajar con un grupo en contra de la pena de muerte en Texas, y en consecuencia estaba entusiasmada y tenía grandes planes para cambiar las cosas en aquel estado. Cada vez se veían menos, pero cada vez discutían más.
Uno de los profesores favoritos de Kyle era un viejo radical que había pasado la mayor parte de la década de los sesenta manifestándose contra una cosa u otra y que seguía siendo el primero en organizar peticiones en contra de cualquier asunto del campus que considerara una injusticia. Cuando se enteró de que Kyle había cambiado de bando, lo llamó y le pidió que quedaran para comer. Estuvieron una hora discutiendo entre tacos y enchiladas en un restaurante mexicano. Kyle hizo ver que le fastidiaba aquella intrusión, pero en su fuero interno sabía que se equivocaba. El profesor despotricó tanto como quiso, pero no consiguió nada. Al final, se marchó, despidiéndose de Kyle con un descorazonador «me has decepcionado».
«Muchas gracias», le replicó este; entonces se maldijo mientras caminaba hacia el campus. Luego, maldijo a Bennie Wright, a Elaine Keenan, a Scully & Pershing y a todos los que en esos momentos ocupaban un lugar en su desdichada vida. Llevaba una época que mascullaba y maldecía constantemente.
Al cabo de unos cuantos encuentros con sus amigos, a cuál más desagradable, Kyle reunió por fin el valor para presentarse en casa.
Los McAvoy se habían establecido en el este de Pensilvania a finales del siglo XVIII, junto con otros miles de colonos escoceses. Durante varias generaciones se dedicaron a cultivar la tierra, hasta que decidieron trasladarse a Virginia, a los dos estados de Carolina e incluso más al sur. Algunos se quedaron atrás, como el abuelo de Kyle, un sacerdote presbiteriano que falleció antes de que este naciera. El reverendo McAvoy dirigió varias iglesias en las afueras de Filadelfia antes de ser trasladado a York en 1960. Su único hijo, John, acabó el instituto y regresó a casa tras haber pasado por la facultad y servido en Vietnam.
En 1975, John McAvoy dejó su mal pagado trabajo como auxiliar en un pequeño bufete de York dedicado a la propiedad inmobiliaria, cruzó Market Street, alquiló dos habitaciones en un viejo edificio reformado, colgó su rótulo de oficina y se declaró listo para pleitear. El derecho inmobiliario era demasiado aburrido para él. John anhelaba saborear el dramatismo de los tribunales y paladear la miel de un veredicto favorable. La vida en York no tenía suficientes alicientes para él, un ex marine, aficionado a la lucha.
Trabajó muy duramente y trató a todo el mundo equitativamente. Sus clientes podían llamarlo por teléfono a casa, y si era necesario, aceptaba recibirlos los sábados por la tarde. Atendía llamadas domésticas, de los hospitales y de la cárcel. Se definía a sí mismo como un «abogado callejero», un abogado para todos aquellos que trabajaban en fábricas, eran perjudicados o resultaban heridos en ellas. Sus clientes no eran bancos ni compañías de seguros ni importantes agencias inmobiliarias ni grandes empresas. No cobraba a sus clientes por horas. A menudo, no les cobraba en absoluto. A veces, los honorarios los percibía en especies: leña, huevos, aves de corral, carne y prestaciones de servicio doméstico. Su despacho fue creciendo y se extendió por los pisos inferiores y superiores del edificio hasta que, finalmente, John acabó comprando la casa entera. Por allí pasaban abogados jóvenes que no solían quedarse más de tres años. John McAvoy era exigente con sus subordinados, pero más amable con sus secretarias. Una de ellas, Patty, se casó con él después de dos meses de dejarse cortejar y no tardó en quedarse embarazada.
El despacho de John McAvoy no tenía una especialidad concreta aparte de la de representar a clientes con dificultades a la hora de pagar. Todo el mundo podía entrar, con cita previa o sin ella, y hablar con John si este estaba disponible. Se ocupaba de testamentos y propiedades, de divorcios, de demandas por daños y perjuicios, de delitos menores y de cientos de asuntos diversos que, de un modo u otro, acababan llamando a la puerta de sus oficinas de Market Street. El tráfico de personas era constante. Las puertas se abrían temprano y se cerraban tarde. La recepción rara vez estaba vacía. Gracias a la cantidad de trabajo y a una frugalidad muy presbiteriana, el despacho cubría gastos y proporcionaba a la familia McAvoy unos ingresos que, en York, la situaban en una confortable clase media. De haber sido más ambicioso, más selectivo o más exigente a la hora de cobrar, John podría haber doblado sus ingresos y haberse hecho socio del club de golf, pero aborrecía ese deporte y no le gustaban los tipos ricos de la ciudad. Pero, de todos modos lo más importante era que el ejercicio de la abogacía constituía para él una manera de ayudar a los menos afortunados.
En 1980, Patty dio a luz a dos gemelas y, tres años más tarde, a Kyle que, antes de ingresar en la guardería, ya rondaba por la oficina de su padre. Tras el divorcio de sus padres, el chico prefirió la estabilidad del bufete a los vaivenes de la custodia compartida, de modo que todos los días, al finalizar el colegio, se instalaba en un pequeño cuarto del piso de arriba y hacía sus deberes. A los diez años ya se ocupaba de la fotocopiadora, de preparar café y de poner orden en la pequeña biblioteca. A cambio, cobraba un dólar la hora en metálico. A los quince dominaba el manejo de la jurisprudencia y era capaz de redactar informes sobre cuestiones elementales. En el instituto, cuando no estaba jugando al baloncesto, dedicaba su tiempo a acompañar a su padre al despacho o a los tribunales.
A Kyle le encantaba el pequeño bufete. Charlaba con los clientes mientras esperaban para ver a su padre, coqueteaba con las secretarias e importunaba a los abogados. Contaba chistes cuando el ambiente se volvía tenso, especialmente cuando John McAvoy echaba un rapapolvo a alguien, y bromeaba con los colegas que llegaban de visita. Todos los abogados y jueces de Nueva York conocían a Kyle, y no era infrecuente que entrara discretamente en el despacho de algún juez para presentarle una petición o argumentar sus fundamentos en caso necesario, y que saliera de allí con el documento aprobado. Los bedeles de los tribunales lo trataban como si fuera un letrado más.
Antes de que tuviera que ir a la universidad, siempre estaba en el despacho los martes por la tarde, a las cinco, cuando el señor Weeks se presentaba para entregar su habitual lote de alimentos: verduras frescas, huevos y pollo en verano y primavera, y cerdo y caza en invierno. El señor Weeks llevaba diez años haciéndolo puntualmente todos los martes, a las cinco, para pagar su parte de los honorarios pendientes. Nadie sabía exactamente cuánto debía y lo que le faltaba por pagar, pero estaba claro que el señor Weeks se consideraba en deuda todavía. Incluso había explicado a un joven Kyle que su padre, el mejor abogado donde los hubiese, había obrado el milagro y logrado que su hijo mayor no acabara entre rejas.
Y aunque no era más que un adolescente, Kyle se había convertido en el abogado extraoficial de la señorita Brily, una vieja loca a quien habían echado de todos los bufetes de York y que recorría las calles arrastrando una carretilla con una caja de madera llena de documentos que, según ella, demostraban que era la heredera de unas minas de carbón de Pensilvania. Kyle leyó todos y cada uno de los «documentos» y llegó a la conclusión de que su portadora estaba más chiflada incluso de lo que la gente creía. Aun así, se hizo cargo del caso y escuchó todos los desvaríos de la anciana. En esa época ganaba cuatro dólares la hora y se merecía hasta el último céntimo. Su padre no tardó en colocarlo en la recepción para que examinara los nuevos clientes que, a primera vista, dieran la impresión de que iban a hacerle perder el tiempo.
Salvo por los habituales sueños de adolescente de convertirse en una estrella del deporte, Kyle siempre supo que sería abogado. No estaba seguro de qué clase de abogado sería ni de dónde ejercería; pero, para cuando se marchó de York camino de Duquesne, dudaba seriamente que algún día volviera. También su padre lo dudaba, aunque, como cualquier progenitor, soñaba con el orgullo que sería para él cambiar el nombre de su bufete por el de McAvoy & McAvoy. Siempre había exigido a su hijo trabajo duro y buenas notas, pero incluso él se sorprendió por el éxito académico de Kyle en la facultad de Derecho. Cuando este empezó sus entrevistas de trabajo con los grandes bufetes, John tuvo mucho que decir sobre la cuestión.
Kyle había llamado y avisado a su padre de que llegaría a York el viernes por la tarde a última hora. Habían quedado para cenar. Como de costumbre, la oficina estaba en plena ebullición cuando llegó, a las cinco y media. La mayoría de los bufetes cerraban el viernes por la tarde temprano, y la mayoría de los abogados estaban en el Colegio o en el club de golf; pero John McAvoy trabajaba hasta tarde porque muchos de sus clientes recibían su paga a final de semana y algunos se presentaban entonces para entregar un cheque o comprobar la evolución de sus casos. Hacía seis semanas que Kyle no había estado en casa, desde Navidad, y la oficina parecía más destartalada que nunca. La moqueta pedía a gritos un cambio, y las estanterías estaban más combadas que nunca. Su padre no había encontrado el modo de dejar el tabaco, de modo que estaba permitido fumar, y una capa de humo flotaba en el ambiente.
Sybil, la secretaria principal, colgó de golpe el teléfono nada más ver entrar a Kyle, se puso en pie con un grito de satisfacción y lo abrazó, aplastándolo contra sus enormes pechos. Se dieron un par de besos en las mejillas y ambos disfrutaron de tan afectuosa demostración. John McAvoy se había ocupado de los dos divorcios de Sybil, y su último marido no tardaría en verse en la calle. Kyle se había enterado de los detalles durante las últimas vacaciones de Navidad. En el bufete trabajaban tres secretarias y dos abogados más, y Kyle fue subiendo de despacho en despacho para saludarlos a todos mientras recogían sus papeles y limpiaban sus mesas. Puede que al jefe le gustara alargar la jornada los viernes por la tarde, pero el resto del personal del bufete estaba cansado.
Kyle se tomó un refresco sin azúcar en la sala de la máquina de café y escuchó los ruidos del bufete que iba cerrando. Los contrastes con lo que había visto en Scully & Pershing resultaban realmente llamativos. Allí, en York, solo había colegas que además eran amigos y confiaban los unos en los otros. El ritmo de trabajo podía ser intenso, pero nunca despiadado. El jefe era una buena persona, la clase de individuo a quien uno querría tener como abogado. Los clientes tenían un nombre y una cara. Se trataba de un mundo totalmente opuesto al de las duras calles de Manhattan.
Se preguntó por enésima vez por qué no se lo había contado todo a su padre desde el principio; por qué no lo había vomitado, empezando con Elaine y sus acusaciones y siguiendo con la policía y sus interrogatorios. Cinco años antes había estado a punto de correr a casa y pedir ayuda a su padre; pero el momento pasó, y John McAvoy nunca se enteró de tan feo episodio. Ninguno de los cuatro implicados —Kyle, Joey Bernardo, Alan Strock y Baxter Tate— se lo había contado a sus padres, entre otras razones porque la investigación finalizó antes de que se vieran obligados a hacerlo.
Si se lo contaba en ese momento, la primera pregunta sería «¿Por qué no me lo dijiste entonces?», y Kyle no estaba preparado para contestarla. Además, a esa pregunta seguirían muchas más, todo un interrogatorio a cargo de alguien que era un experto interrogador de los tribunales y que no había dejado de sonsacarle desde que era pequeño. Para Kyle resultaba mucho más fácil guardarse sus secretos y confiar en que pasaría lo mejor.
Lo que tenía que decirle a su padre ya resultaba bastante difícil de por sí.
Cuando el último cliente y Sybil se hubieron marchado, y la puerta quedó cerrada, padre e hijo pudieron por fin sentarse tranquilamente y relajarse hablando primero de baloncesto y de jockey, después de las gemelas y, por último y como de costumbre, de Patty.
—¿Sabe tu madre que estás en la ciudad?
—No. Pensaba llamarla mañana. ¿Está bien?
—Perfectamente, nada ha cambiado.
La madre de Kyle vivía y trabajaba en un loft situado en un viejo almacén de York. Era un gran espacio con muchas ventanas que le proporcionaban toda la luz que necesitaba para seguir adelante con su pintura. John pagaba el alquiler y todo lo demás que ella podía necesitar mediante una asignación mensual de tres mil dólares. No se trataba de una pensión de alimentos y mucho menos por el cuidado de los hijos, sino simplemente de un regalo que se sentía obligado a hacerle porque ella no podía mantenerse: la madre de Kyle no había vendido un cuadro en veinte años.
—Hablo por teléfono con ella todas las semanas.
—Lo sé.
Patty no era mujer de ordenadores ni de móviles. Padecía una grave bipolaridad, y sus cambios de humor resultaban, como mínimo, sorprendentes. John todavía la quería y no se había vuelto a casar, a pesar de que había tenido más de un ligue. Patty, en cambio, había pasado por dos relaciones desastrosas, ambas con artistas mucho más jóvenes que ella, y John siempre había estado allí para recoger los pedazos. Su relación era complicada, por decir algo.
—¿Y qué tal en la facultad?
—Acabándose. Me gradúo dentro de tres meses.
—¡Quién lo diría!
Kyle se armó de valor y decidió no andarse por las ramas.
—He cambiado de opinión con respecto al trabajo y he decidido aceptar la oferta de Scully & Pershing en Nueva York.
Su padre encendió lentamente otro cigarrillo. Tenía sesenta y dos años. Era corpulento, pero no gordo, y tenía una cabeza grande y de abundante cabello, ondulado y canoso. A sus veinticinco años, Kyle ya había perdido más pelo que su padre en toda su vida.
John dio una larga calada a su Winston y escrutó a su hijo desde detrás de sus gafas de lectura.
—¿Por alguna razón en concreto?
Kyle había memorizado toda una lista de razones, pero sabía que resultarían muy poco convincentes, las expusiera como las expusiese.
—Lo de prestar ayuda legal es una pérdida de tiempo. Tarde o temprano, acabaré en Wall Street, así que, ¿por qué no empezar allí de entrada?
—No puedo creerlo.
—Lo sé, sé que es un cambio muy radical.
—No. Una traición, eso es lo que es.
—Significa jugar en primera división, papá.
—¿En términos de qué? ¿De dinero?
—Para empezar, sí.
—De ninguna manera. Hay abogados especialistas en pleitos que ganan diez veces más cada año que los socios de los bufetes más importantes de Nueva York.
—Sí, y por cada uno de ellos que se ha hecho millonario hay cientos que se mueren de hambre. El promedio de ganancias es muy superior en los bufetes grandes.
—Acabarás odiando hasta el último minuto que pases en uno de esos bufetes.
—Puede que no.
—¡Claro que sí! Tú has crecido aquí, rodeado de gente, de clientes de carne y hueso. En Nueva York no los verás ni aunque estés diez años.
—Es un buen bufete, papá. Uno de los mejores.
John cogió un lápiz y fingió que se ponía a escribir.
—Deja que apunte lo que acabas de decir para que te lo pueda recordar dentro de un año.
—Adelante. Lo que he dicho es «Es un buen bufete, papá. Uno de los mejores».
—Acabarás aborreciendo el bufete y sus casos, incluso a las secretarias y a los novatos que empiecen contigo. Odiarás la rutina, la presión, la estulticia del trabajo que te encomendarán. ¿Qué me contestas?
—Que no estoy de acuerdo.
—¡Fantástico! —Dio una calada al cigarrillo y exhaló una enorme nube de humo—. Pensaba que querías hacer algo diferente y, de paso, ayudar a la gente. ¿No fueron esas tus palabras hace unas cuantas semanas?
—He cambiado de opinión.
—Pues vuelve a cambiar, todavía estás a tiempo.
—No, papá.
—Pero ¿por qué? ¡Tiene que haber una razón!
—Sencillamente, no quiero pasarme los próximos tres años en un rincón de la Virginia rural, intentando aprender español para poder escuchar los problemas de gente que, para empezar, están aquí de forma ilegal.
—Lamento decirlo, pero a mí me parece una manera estupenda de pasar los próximos tres años. No me convences. Dame otra razón —dijo John, haciendo girar su sillón y poniéndose en pie.
Era algo que Kyle había visto miles de veces: cuando su padre estaba nervioso, prefería caminar de un lado a otro gesticulando a placer. Se trataba de una costumbre adquirida en los tribunales, y Kyle se la esperaba.
—Me gustaría ganar dinero de verdad.
—¿Para qué, para comprarte juguetes? Descuida, no tendrás tiempo de jugar con ellos.
—Tengo intención de ahorrar…
—¡Pues claro! ¡Vivir en Nueva York es tan barato que podrás ahorrar una fortuna! —exclamó mientras caminaba ante una pared llena de diplomas y fotografías. Las mejillas se le estaban coloreando, señal de que el genio escocés estaba a punto de entrar en erupción—. Mira, no lo creo y no me gusta.
«No pierdas la calma —se dijo Kyle—, una palabra de más o subida de tono puede empeorar las cosas.» Sobreviviría a aquel enfrentamiento como había sobrevivido a los anteriores. Las palabras no tardarían en caer en el olvido, y él no tardaría en partir hacia Nueva York.
—¿Es solo cuestión de dinero, Kyle? —preguntó su padre—. Creía que te habíamos educado mejor.
—Mira, papá, no he venido para que me insultes. He tomado una decisión y te pido que la respetes. La verdad, muchos padres se sentirían orgullosos de que un hijo tuviera un trabajo como ese.
John McAvoy dejó de caminar, de fumar y se quedó mirando el atractivo rostro de su único hijo varón, un joven de veinticinco años que no solo era bastante maduro, sino también brillante, y decidió dar marcha atrás. La decisión estaba tomada, y él ya había dicho suficiente. Cualquier cosa que añadiera podría estar de más.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo—. Tú decides. Eres lo bastante inteligente para saber lo que quieres, pero soy tu padre y tengo derecho a opinar sobre esta decisión y las que vendrán. Para eso estoy aquí. Si la vuelves a pifiar me aseguraré de que lo sepas.
—No la voy a pifiar, papá.
—Ni yo a discutir más.
—¿Podemos ir a cenar? Me estoy muriendo de hambre.
—Y yo necesito una copa.
Fueron a Víctor, el restaurante italiano favorito de John y el ritual de todos los viernes por la noche desde que Kyle tenía memoria. Su padre tomaba su acostumbrado martini del fin de semana y él su habitual soda con una rodaja de limón. Pidieron pasta con albóndigas, Y John empezó a ablandarse con el segundo martini. Que su hijo fuera a trabajar en uno de los bufetes más prestigiosos del mundo tampoco sonaba tan mal.
Sin embargo, seguía perplejo por su brusco cambio de opinión.
«Si supieras…», no dejaba de repetirse Kyle mientras se dolía por no poder contarle la verdad.