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Kyle subió al tren de las 7.22 horas en la estación de New Haven con destino a Grand Central. Se había puesto el mejor de sus dos trajes, una camisa blanca con una corbata muy aburrida y unos zapatos negros de cordones. Llevaba en la mano un elegante maletín, que su padre le había regalado por Navidad, y también la última edición del New York Times y del Wall Street Journal. En resumen, resultaba imposible distinguirlo del resto de ojerosos ejecutivos que se dirigían a sus trabajos.

Mientras el nevado paisaje pasaba como un borrón junto a la ventanilla, Kyle dejó vagar su mente. Se preguntó si algún día viviría en las afueras y si tendría que hacer todos los días un trayecto en tren de tres horas para que sus hijos pudieran asistir a los mejores colegios y pasear tranquilamente en bicicleta por calles llenas de hojas caídas. A los veinticinco años de edad, la perspectiva no resultaba precisamente seductora; pero lo cierto era que, en esos momentos, todo lo relacionado con su futuro parecía complicado y siniestro. Afortunado sería si no acababa acusado de algún delito grave o expulsado del Colegio de Abogados. La vida en los grandes bufetes ya era bastante difícil durante los primeros años para encima tener que soportar la presión adicional de robar información confidencial y rezar para no ser descubierto.

Quizá el viajar a diario para acudir al trabajo no fuera tan desagradable después de todo.

Al cabo de tres días y muchas horas de conversación, negociaciones, regateos y amenazas, Bennie Wright por fin se había marchado de la ciudad. Había regresado a las sombras, pero sin duda volvería a materializarse. Kyle odiaba su voz, su rostro, sus maneras, sus manos tranquilas y velludas, su calva, sus modales apremiantes y confiados. Odiaba todo lo relacionado con Bennie Wright y su empresa —o lo que esta fuera— y en más de una ocasión a lo largo de la semana anterior había cambiado de opinión en plena noche y lo había enviado al infierno.

Luego, en la oscuridad, había notado el contacto de las esposas, visto su foto en los diarios y la expresión del rostro de sus padres; y lo peor de todo: se había visto a sí mismo, incapaz de mirar a los miembros del jurado mientras el vídeo se proyectaba ante un tribunal sumido en el silencio.

«¿Está despierta?», preguntaba Joey Bernardo mientras Baxter Tate tenía a Elaine Keenan en el sofá.

«¿Está despierta?»

Aquellas palabras avivaban ecos en la sala.

La campiña cedió paso a los suburbios y el tren no tardó en meterse en el túnel bajo el East River para entrar en Manhattan. Kyle salió de Grand Central y cogió un taxi en la esquina de Lexington y la Cuarenta y dos. No había mirado por encima del hombro ni una sola vez.

Scully & Pershing alquilaba la mitad superior de un edificio llamado «110 Broad», una elegante construcción de cristal y acero de cuarenta y cuatro pisos situada en el corazón del barrio financiero. Kyle había pasado diez semanas allí como becario el verano anterior, dedicado a la rutina habitual de hacer amigos, ir de bares, ver a los Yankees y trabajar sin matarse unas pocas horas al día. Como trabajo era una bicoca, y todo el mundo lo sabía. Luego, si la seducción daba resultado —y siempre lo daba— los becarios se convertían en abogados junior después de graduarse, y sus vidas daban un giro de ciento ochenta grados.

Eran casi las diez de la mañana, y los ascensores estaban prácticamente vacíos. Hacía horas que los abogados se hallaban en sus despachos. Se apeó en el piso treinta, donde se hallaba el vestíbulo principal del bufete, y se detuvo durante un segundo para admirar las enormes letras de bronce que informaban a todos los visitantes de que se encontraban en el sagrado territorio de Scully & Pershing, Abogados; en el de sus dos mil cien letrados, en el mayor bufete que el mundo hubiera conocido, el primero y el único en presumir de más dos mil abogados en nómina; el bufete que más empresas de Fortune 5000 asesoraba, con oficinas en diez ciudades de Estados Unidos y en veinte capitales extranjeras; ciento treinta años de rígida tradición; un imán para los mejores talentos jurídicos que el dinero podía comprar. Sinónimo de poder, riqueza y prestigio.

No habían pasado ni cinco segundos y ya se sentía un intruso.

Las paredes estaban cubiertas de arte abstracto. Los muebles eran lujosos y modernos. Algún genio asiático se había encargado de la decoración, que era digna de salir en las revistas. Encima de la mesa había un folleto que abundaba en los detalles, ¡como si los que trabajaban allí tuvieran tiempo que perder disfrutando de los diseños de interior! Una guapa y menuda recepcionista subida a unos tacones de aguja anotó su nombre y le pidió que esperara un momento. Kyle se dio la vuelta y se quedó mirando un cuadro abstracto, tan abstracto que no supo qué estaba viendo. Al cabo de unos minutos de trance hipnótico, oyó que la recepcionista le decía:

—El señor Peckham lo está esperando. Es dos pisos más arriba.

Kyle subió por la escalera.

Como muchos bufetes de Manhattan, Scully & Pershing gastaba dinero en ascensores, zonas de recepción y salas de reuniones, en todas las zonas que los clientes y las visitas podían llegar a ver; pero en las entrañas de la máquina, allí donde se desarrollaba el verdadero trabajo, reinaba una eficiente austeridad. Las paredes estaban llenas de archivadores; las secretarias y las mecanógrafas, todas mujeres, trabajaban en diminutos cubículos, casi codo con codo; los chicos de las fotocopiadoras y de hacer recados lo hacían de pie. El metro cuadrado en Manhattan era demasiado caro para que pudieran disponer de su propio espacio, por reducido que fuera. Los socios de rango inferior y los junior más veteranos disfrutaban de pequeños despachos con vistas a los edificios vecinos.

Los recién contratados compartían unos estrechos cuartuchos sin ventanas, divididos en tres o cuatro diminutos cubículos apodados «jaulas», apartados de la vista de todos. Unas instalaciones incómodas, un horario infernal, unos jefes sádicos, una presión insoportable, todo ello formaba parte de la experiencia de trabajar en un bufete del más alto nivel. Antes de terminar su primer año en la facultad, Kyle ya había oído historias de todo tipo sobre lo que eso significaba. Scully & Pershing no era ni mejor ni peor que otros megabufetes cuando se trataba de comprar a los más brillantes cerebros recién salidos de la facultad y después quemarlos a fuerza de trabajar.

Los despachos más espaciosos se encontraban en las esquinas de cada planta, y en ellos los socios de pleno derecho tenían por ello derecho a poner sus cosas y decir la última palabra en decoración. Uno de ellos era Doug Peckham, un especialista en litigios, de cuarenta y un años, un hombre de Yale que había supervisado la becaría de Kyle y con quien este había trabado cierta amistad.

Pasaban unos minutos de las diez cuando acompañaron a Kyle hasta el despacho de Peckham. Un par de junior estaban saliendo y, fuera cual fuese el motivo de la reunión, estaba claro que no había ido bien. Los dos abogados parecían descompuestos, y Peckham hacía evidentes esfuerzos por recobrar la compostura.

Intercambiaron saludos y unas cuantas trivialidades, las clásicas bromas sobre Yale. Kyle sabía que Peckham facturaba ochocientos dólares la hora y que trabajaba un mínimo de diez diarias, y por lo tanto era consciente de lo valioso del tiempo que este le estaba dedicando.

—La verdad —dijo Kyle yendo al grano—, es que no estoy seguro de querer pasar dos años de mi vida en asesoramiento legal.

—No te lo reprocho, muchacho —contestó Peckham con voz rápida y entrecortada—. Tienes demasiado potencial para desperdiciarlo de esa manera. Tu futuro está aquí —dijo abriendo los brazos y abarcando su pequeño imperio.

Se trataba de un agradable despacho, sin duda espacioso si se comparaba con los demás, pero no era ningún reino.

—Si he de ser sincero, lo que más me gustaría sería trabajar en el departamento de Litigios.

—No veo que eso sea un problema. Lo hiciste muy bien como becario y nos dejaste muy impresionados. Yo mismo presentaré la solicitud. De todas maneras, ya sabes que el ambiente de los tribunales no es para todos los paladares.

Eso era lo que se decía en el mundillo. La trayectoria profesional de un especialista en juicios era de unos veinticinco años como promedio. Se trataba de un trabajo de mucha presión y gran estrés. Puede que Peckham tuviera cuarenta y un años, pero podía pasar fácilmente por cincuenta. Tenía el pelo completamente gris, grandes bolsas bajo los ojos, barriga y una buena papada. Seguramente hacía años que no iba al gimnasio.

—Debo decirte que mi fecha límite para aceptar la oferta del bufete ha pasado —confesó Kyle.

—¿Cuándo?

—Hace una semana.

—Bah, eso no será problema en el caso del editor de la revista jurídica de Yale. No te preocupes, hablaré con Woody, de Recursos Humanos, y lo arreglaremos. Nuestros fichajes han salido muy bien. Te unirás al mejor equipo de novatos que hemos tenido desde hace tiempo.

Eso mismo se decía todos los años en todos los bufetes.

—Gracias, me gustaría trabajar en el grupo de prácticas judiciales.

—Dalo por hecho.

Peckham miró el reloj: la entrevista había terminado. Sonó el teléfono. Fuera se oían voces apagadas. Mientras Kyle le estrechaba la mano y se despedía se dijo que no deseaba convertirse en otro Doug Peckham. Lo cierto era que no tenía ni idea de en qué quería convertirse o si, de hecho, lograría ser algo más que un abogado expulsado del Colegio; lo que sí sabía era que vender su alma para convertirse en socio de un gran bufete no entraba en sus planes.

En la puerta esperaban dos abogados jóvenes, pulcramente vestidos, no mucho mayores que Kyle. Presuntuosos, agobiados y nerviosos. Entraron en la guarida del león. La puerta apenas había empezado a cerrarse, pero Peckham ya alzaba la voz. ¡Menuda vida! Y ese era un día tranquilo en el departamento de Litigios. La verdadera presión estaba en los tribunales.

Mientras bajaba en el ascensor, Kyle se dio cuenta de lo absurdo del trabajo que le habían encargado. Cuando se marchara a casa, junto con otros cientos como él, se suponía que debía llevarse, oculta en su persona o entre sus efectos particulares, información secreta que no le pertenecía a él sino al bufete, y más concretamente a su cliente, para después entregar esa valiosa mercancía a Bennie, el de las manos velludas, o como demonios se llamara, que acto seguido la utilizaría en contra del bufete y su cliente.

En el ascensor viajaban otras cuatro personas. Unas gotas de sudor le perlaron la frente. «¿A quién estoy engañando? —se preguntó—. Mi vida se va a resumir en la posibilidad de acabar en la cárcel por violación en Pensilvania o en la de Nueva York por robo de material reservado. Pero también puedo verlo de otra manera: cuatro años de universidad y tres de posgrado en la facultad de Derecho, en total siete años bastante productivos con todo el futuro por delante, para convertirme en un ladrón muy bien pagado.»

Y encima no tenía nadie con quien hablar.

De repente, sintió deseos de largarse, de escapar de aquel ascensor, de la ciudad y de su comprometida situación. Cerró los ojos y habló un momento consigo mismo.

En Pensilvania tenían pruebas contra él; en Nueva York no, al menos de momento. Sin embargo, estaba convencido de que lo descubrirían. Aún faltaban meses para que cometiera el delito, pero ya sabía que lo atraparían.

A un par de manzanas encontró una cafetería. Se sentó junto a la ventana y estuvo un buen rato contemplando tristemente 110 Broad, la torre que no tardaría en convertirse en su hogar o en su prisión. Conocía de memoria los números, la estadística. Scully & Pershing contrataría a ciento cincuenta nuevos abogados junior en todo el mundo, de los cuales cien solo para la oficina de Nueva York. El bufete les pagaría a todos un buen sueldo que equivaldría casi a unos cien dólares la hora, y después cobraría a sus adinerados clientes por el trabajo de esos profesionales la misma cantidad multiplicada varias veces. De Kyle, lo mismo que de todos los novatos que se estrenarían en Wall Street, esperarían un mínimo de dos mil horas facturadas al año, aunque para causar buena impresión harían falta bastantes más. Las semanas de cien horas de trabajo no serían nada extraordinario. Transcurridos dos años, los junior empezarían a marcharse en busca de un ritmo de trabajo más razonable. La mitad lo habrían dejado a los cuatro. El diez por ciento sobreviviría y ascendería con uñas y dientes hasta que, tras siete u ocho años, serían premiados y pasarían a convertirse en socios. Los que no se hubieran quedado por el camino y el bufete no considerara aptos para ser socios serían despedidos.

El trabajo se había vuelto tan duro que la moda consistía en que los bufetes compitieran en el mercado como organizaciones donde lo importante era la calidad de vida y en las que los junior no tenían que facturar tantas horas, podrían disfrutar de más vacaciones y esas cosas. Sin embargo, la mayoría de las veces se trataba de un mero truco publicitario. En la cultura de adicción al trabajo de los grandes bufetes, se esperaba que los abogados más jóvenes facturaran tanto como los socios, al margen de lo que los jefes de personal les hubieran dicho durante un almuerzo meses antes.

Sin duda, el sueldo era magnífico: al menos, doscientos mil para empezar; cantidad que se podía doblar en cinco años cuando se alcanzaba la categoría de veterano. Siete años después, se volvía a multiplicar por dos si uno pasaba a ser socio de primer nivel. A los treinta y cinco años, los socios de pleno derecho podían ganar más de un millón de dólares al año y esperar que esa cantidad aumentara considerablemente con los años.

Números y más números. Kyle estaba harto de números. Echaba de menos las montañas Blue Ridge y un sueldo de treinta y dos mil dólares al año sin incentivos pero también sin la presión y el estrés de la vida en la ciudad. Anhelaba más libertad.

Sin embargo, lo que lo esperaba era otra reunión con Bennie Wright. Cogió un taxi que lo dejó en el Millenium Hilton de Church Street. Kyle pagó la carrera, saludó al portero y fue directamente a los ascensores para subir cuatro pisos y llegar a la habitación donde su contacto lo estaba esperando. Bennie le invitó a tomar una manzana de un cuenco que había en la mesa, pero Kyle rehusó sentarse e incluso quitarse la chaqueta.

—La oferta sigue en pie —explicó—. Empezaré en septiembre junto al resto de los nuevos junior.

—Bien. Lo contrario me habría sorprendido. ¿Estará en el departamento de Litigios?

—Eso opina Peckham.

Bennie tenía un expediente sobre Peckham y también de los socios que estaban en el departamento de Litigios y de muchos de los demás abogados del bufete.

—Sin embargo, no está garantizado —añadió Kyle.

—Usted se ocupará de que así sea.

—Ya veremos.

—¿Ha pensado en buscarse un apartamento en Manhattan?

—No. Todavía no.

—Bueno, pues nosotros hemos hecho los deberes y mirado algunos.

—Tiene gracia, no recordaba haberles pedido ayuda.

—Y hemos encontrado un par que podrían ser ideales.

—¿Ideales para quién?

—Para usted, naturalmente. Los dos están en Tribeca y bastante cerca de su oficina.

—¿Qué le hace pensar que tengo alguna intención de vivir donde ustedes quieren que viva?

—Nosotros correríamos con el alquiler. No son pisos precisamente baratos.

—Ya veo. Ustedes me encuentran un apartamento y lo pagan; de ese modo se aseguran de que no necesite un compañero de piso, lo cual significa una persona menos de la que preocuparse. ¿No es así, Bennie? Eso ayudará a mantenerme aislado. Además, si me pagan el alquiler querrá decir que estamos vinculados en lo económico. Usted me paga, y yo le entrego información confidencial, igual que dos astutos hombres de negocios, ¿verdad, Bennie?

—Encontrar un apartamento en esta ciudad puede ser un verdadero calvario. Solo pretendía ayudar.

—No sabe cuánto se lo agradezco. No me cabe duda de que esos pisos deben de ser fáciles a la hora de llenarlos de cámaras, micrófonos y artefactos que prefiero no imaginar. De todas maneras, ha sido un buen intento, Bennie.

—El alquiler es de cinco mil dólares al mes.

—Quédeselos. No me pueden comprar. Está claro que pueden chantajearme, pero comprarme no.

—¿Y dónde piensa vivir?

—Donde me dé la gana. Ya encontraré un sitio, y será sin su colaboración.

—Como usted quiera.

—De eso se trata, precisamente. ¿De qué más quiere que hablemos?

Bennie se acercó a la mesa, cogió una libreta de notas y la examinó como si no supiera lo que estaba escrito en ella.

—¿Ha ido alguna vez al psiquiatra? —preguntó.

—No.

—¿Y al psicólogo?

—Tampoco.

—¿A un consejero o a un terapeuta de algún tipo?

—Sí.

—Detalles, por favor.

—No fue nada.

—Entonces hablemos de ese «nada». ¿Qué ocurrió?

Kyle se apoyó en la pared y se cruzó de brazos. En su mente no le cabía duda de que Bennie ya sabía casi todo lo que él iba a contarle. Sabía demasiado.

—Después del incidente con Elaine y después de que la policía hubiera concluido su investigación, hablé con un asesor de los servicios universitarios de salud que me envió a un tal doctor Thorpe, un especialista en adicciones a las drogas y el alcohol que me obligó a mirar en lo más hondo de mí mismo y me convenció de que si seguía bebiendo la cosa acabaría mal.

—¿Era usted un alcohólico?

—No. Al menos el doctor Thorpe no lo creyó así. Ni yo tampoco, dicho sea de paso. De todas maneras empinaba demasiado el codo, sobre todo bebía alcohol de garrafón. En cambio, fumaba muy poca hierba.

—¿Y sigue usted seco?

—Dejé de beber, me hice mayor y encontré otros compañeros de piso. Desde entonces no he vuelto. Todavía tengo que echar de menos las resacas.

—¿Ni siquiera una cerveza de vez en cuando?

—No. Ni siquiera pienso en ello.

Bennie asintió, como si diera su aprobación.

—¿Y qué hay de esa chica?

—¿Qué pasa con ella?

—¿Esa relación va en serio?

—No estoy seguro de qué pinta usted en esto, Bennie. ¿Me lo quiere aclarar?

—Su vida ya va a ser bastante complicada sin romances de por medio. Una relación seria puede plantear problemas. Sería mejor si la aplazara unos años.

Kyle se echó a reír de incredulidad y frustración. Meneó la cabeza e intentó pensar en una réplica adecuada, pero no se le ocurrió nada. Lamentablemente, no tenía más remedio que estar de acuerdo con su torturador. Además, su relación con Olivia no parecía que fuera a llegar muy lejos.

—¿Y qué más, Bennie? ¿Será usted tan amable de darme permiso para tener amigos? ¿Podré ir a visitar a mis padres de vez en cuando?

—No tendrá tiempo.

Kyle se dirigió de repente a la puerta, la abrió violentamente y salió dando un sonoro portazo.