Contrariamente a sus mejores intenciones, Kyle se despertó varias horas más tarde. Deseaba dormir para siempre, dejarse ir y que se olvidaran de él, pero se despertó en una habitación sofocante y en una cama dura. Durante unos segundos no supo dónde se encontraba ni cómo había llegado hasta allí. La cabeza aún le dolía, y tenía la boca seca. Sin embargo, la pesadilla no tardó en volver, y sintió el imperioso deseo de correr, de salir fuera, donde pudiera contemplar el motel y convencerse de que el encuentro con el detective Wright no había ocurrido. Necesitaba aire fresco y seguramente alguien con quien hablar.
Salió sigilosamente de la habitación, recorrió el pasillo y bajó por la escalera de puntillas. En el vestíbulo, un grupo de vendedores tomaba café y hablaba a toda prisa, impacientes por empezar su jornada. El sol brillaba en el cielo y había dejado de nevar. Fuera, el aire era fresco y penetrante, y lo inhaló como si se hubiera estado ahogando. Caminó hasta su jeep, puso el motor en marcha, encendió la calefacción y esperó a que la nieve acumulada en el parabrisas se derritiera.
El shock se le estaba pasando, pero la realidad era aún peor. Comprobó las llamadas en el móvil. Su novia había llamado seis veces; su compañero de piso, tres. Estaban preocupados. Le esperaba una clase a las nueve en punto y un montón de trabajo en la revista jurídica. Sin embargo, en esos momentos, nada —novia, compañero de piso, facultad o trabajo— despertaba su interés. Salió del Holiday Inn y condujo hacia el este por la Highway 1 hasta que dejó New Haven tras él. Se situó detrás de una máquina quitanieves y se contentó con mantener una velocidad de cincuenta por hora. Otros coches se situaron tras él y, por primera vez, se preguntó si alguien lo estaría siguiendo. Empezó a vigilar por el retrovisor.
En el pequeño pueblo de Guilford encontró una farmacia abierta y compró aspirinas. Se tomó un par con un refresco y se disponía a volver a New Haven cuando se fijó en el restaurante que había al otro lado de la calle. No había comido nada desde el almuerzo del día anterior y, de repente, se sintió hambriento. Casi pudo paladear el sabor del beicon tostado.
El restaurante estaba lleno de los parroquianos habituales a la hora del desayuno. Kyle encontró un asiento vacío en la barra y pidió huevos revueltos, beicon, patatas asadas, tostadas, café y zumo de naranja. Comió en silencio mientras oía a su alrededor el rumor de las conversaciones y las risas. El dolor de cabeza se le pasó rápidamente, y empezó a hacer planes para el día. Su novia planteaba un problema. Doce horas sin contacto, haber pasado la noche fuera de su apartamento: todos ellos comportamientos desacostumbrados en alguien tan disciplinado como él. En cualquier caso, no podía contarle la verdad. La verdad era cosa del pasado. El presente y el futuro serían una vida plagada de mentiras, ocultaciones, espionaje y más mentiras.
Olivia era una estudiante de primer año de Derecho en Yale, una joven de California graduada en la UCLA, muy brillante y ambiciosa, que no buscaba un compromiso serio. Hacía cuatro meses que salían juntos, y su relación era más informal que romántica. Aun así, a Kyle no le apetecía nada la idea de tener que contarle una confusa historia de una noche que se había desvanecido como si tal cosa.
Alguien se le acercó por detrás, y apareció una mano con una tarjeta de visita. Kyle miró a su derecha y se encontró cara a cara con el hombre a quien conocía como el Agente Especial Ginyard y que en ese momento iba vestido con vaqueros y un abrigo de pelo de camello.
—El señor Wright quiere verlo a las tres de la tarde, después de clase, en la misma habitación —dijo y desapareció antes de que Kyle pudiera replicar.
Este recogió la tarjeta, donde no había nada salvo un mensaje escrito a mano: «15 h. Habitación 222. Holiday Inn». La miró largo rato. Al final se dio cuenta de que la comida que tenía delante había dejado de interesarle.
«¿Es este el futuro que me espera? —se preguntó—, ¿tener a alguien siguiéndome siempre, acechando entre las sombras, escuchando?»
En la puerta del restaurante se estaba formando una cola de gente que esperaba para sentarse. La camarera le entregó la cuenta con una sonrisa que decía «gracias, pero es hora de marcharse». Kyle se levantó, pagó en la caja y salió. Una vez fuera hizo un esfuerzo por no examinar los coches aparcados en busca de quienes le seguían los pasos. Llamó a Olivia, que estaba durmiendo.
—¿Estás bien? —preguntó ella.
—Sí, perfectamente.
—No quiero saber nada más. Dime solo que no estás herido.
—No estoy herido, estoy bien y lo siento.
—No te disculpes.
—Sí, me estoy disculpando. Tendría que haberte llamado.
—No quiero saberlo.
—Sí, sí que quieres. ¿Aceptas mis disculpas?
—No lo sé.
—Eso está mejor. Esperaba que te enfadaras un poco.
—Pues no me hagas enfadar más.
—¿Qué tal si comemos?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque estoy ocupada.
—No puedes saltarte el almuerzo.
—¿Dónde estás?
—En Guilford.
—¿Y dónde está eso?
—En la carretera de New Haven. Hay un sitio estupendo para desayunar. Un día te llevaré.
—No sabes lo impaciente que estoy.
—Reúnete conmigo en The Grill a mediodía, por favor.
—Lo pensaré.
Regresó a New Haven negándose a mirar por el retrovisor cada medio kilómetro. Entró en su apartamento sin hacer ruido y se dio una ducha. Mitch, su compañero de piso, era capaz de dormir en pleno terremoto, y cuando salió del dormitorio encontró a Kyle tomando un café en la cocina y leyendo un periódico en internet. Le hizo unas cuantas preguntas sobre la noche anterior, pero Kyle las sorteó hábilmente y le dio a entender que se había encontrado con otra chica y que las cosas le habían salido realmente bien. Mitch se volvió a la cama.
Unos meses antes, los dos se habían prometido fidelidad mutua, de modo que, cuando Olivia se convenció de que Kyle no mentía, su actitud se suavizó un tanto. La historia que él había estado ensayando varias horas seguidas fue la siguiente: había pasado todo el día dando vueltas a su intención inicial de dedicarse al ejercicio de la abogacía en pro del interés público en lugar de unirse a un bufete importante. En sus planes no figuraba dedicarse de por vida a ejercer a favor de los oprimidos, así que, ¿por qué empezar por ahí? Tarde o temprano acabaría en Nueva York; por lo tanto, no tenía sentido aplazar lo inevitable. Después del partido de baloncesto se había dado cuenta de que tenía que tomar una decisión, de modo que había desconectado el móvil y salido a dar una vuelta con el coche por la Highway 1, hasta Rhode Island. Había perdido la noción del tiempo y, pasada la medianoche, le había pillado una nevada y se había visto obligado a alojarse en un motel de carretera.
Al final, y después de mucho pensarlo, había cambiado de opinión: aceptaría la oferta de Scully & Pershing e iría a trabajar a Nueva York.
Explicó todo eso mientras se tomaban un sandwich en The Grill. Olivia lo escuchó incrédula, pero no lo interrumpió. Pareció aceptar sin problemas lo de la noche anterior, pero no se tragó el repentino cambio de planes.
—¿Bromeas o qué? —le preguntó cuando Kyle le resumió su decisión.
—No ha sido fácil —respondió él a la defensiva. Sabía que aquello no iba a ser agradable.
—Pero si tú eras don pro bono, el letrado de la caridad.
—Lo sé, lo sé. Me siento como un traidor.
—Y lo eres. ¡Te estás vendiendo como todos los demás estudiantes de tercer año!
—Baja la voz, por favor —rogó Kyle, mirando alrededor—. No montemos una escena.
Olivia bajó el tono pero no las cejas.
—Tú mismo me lo has dicho cientos de veces, Kyle. Todos salimos de la facultad cargados de buenas intenciones, deseando hacer el bien, ayudar al prójimo y combatir las injusticias; pero, a lo largo del camino nos corrompemos y nos convertimos en prostitutas que se venden por dinero a las grandes corporaciones. Esas fueron tus palabras, Kyle.
—Sí, me resultan familiares.
—¡No puedo creerlo!
Comieron en silencio durante un rato, pero los sandwiches ya no eran importantes.
—Tenemos treinta años por delante para forrarnos —dijo al fin Olivia—. ¿Por qué no podemos dedicar un par de ellos a trabajar para los demás?
Kyle estaba contra las cuerdas y parecía angustiado.
—Lo sé, lo sé —farfulló lastimeramente— pero el momento es importante. No estoy seguro de que los de Scully & Pershing vayan a mantener su oferta.
Era mentira, desde luego; pero ¡qué demonios!, cuando se empezaba, ¿por qué parar? Los embustes se multiplicaban solos.
—¡Vamos, por favor! Podrás conseguir entrar en el bufete que te dé la gana tanto ahora como dentro de cinco años.
—No estoy tan seguro de eso. El mercado de trabajo se está contrayendo. Ya hay más de un bufete importante que ha anunciado despidos.
Olivia apartó el plato y se cruzó de brazos.
—¡Esto es increíble! —exclamó.
Y en ese momento a Kyle también se lo parecía; pero era importante que, a partir de ese instante y para siempre, diera la impresión de que había sopesado cuidadosamente los pros y los contras antes de tomar una decisión. En otras palabras: tenía que vender su historia, y Olivia era la primera prueba. Sus amigos serían la siguiente y a continuación llegaría la de sus profesores favoritos. Cuando hubiera ensayado unas cuantas veces y acabado de pulir la mentira, de algún modo reuniría el valor suficiente para ir a ver a su padre y comunicarle una noticia que sin duda desencadenaría una desagradable discusión. John McAvoy aborrecía la idea de que su hijo acabara trabajando para un gran bufete de Wall Street.
No obstante, la capacidad de vendedor de Kyle no bastó para convencer a Olivia. Intercambiaron unos cuantos comentarios mordaces más y acabaron marchándose cada uno por su lado. No hubo un beso de despedida, no hubo un abrazo ni tampoco la promesa de llamarse. Kyle pasó una hora en su despacho de la revista jurídica y después, a regañadientes, se dirigió al motel.
La habitación había cambiado poco. El ordenador y la cámara de vídeo se habían esfumado, y no había rastro de artefactos electrónicos. Sin embargo, Kyle estaba seguro de que alguien grabaría sus palabras de algún modo. La mesa plegable seguía siendo el terreno de juego, pero había sido colocada junto a la ventana. Las sillas plegables eran las mismas. El ambiente era igual de austero que el de una sala de interrogatorios hundida en el sótano de una comisaría.
El dolor de cabeza le había vuelto.
Kyle dejó encima de la mesa la tarjeta que Ginyard le había entregado y empezó con un amable: «Por favor, diga a ese hijo de puta que deje de seguirme».
—Teníamos cierta curiosidad. Eso es todo, Kyle.
—No quiero que me sigan, Bennie. ¿Está claro?
Bennie se limitó a contestar con una sonrisa taimada.
—El trato queda roto, Bennie —prosiguió Kyle—. No pienso pasarme la vida con una panda de esbirros a mi espalda, espiando mis movimientos. Olvídese de las vigilancias, de pinchar teléfonos, de poner micrófonos y de husmear en mi correo electrónico, Bennie. ¿Me está escuchando? No tengo intención de pasear por Nueva York preguntándome a quién llevo pegado a mis talones. No quiero hablar por teléfono y tener que pensar que puede que me esté escuchando uno de sus matones. Ya me ha jodido la vida, Bennie. Lo menos que puede hacer es respetar mi intimidad.
—No tenemos planes para…
—Eso es mentira, y usted lo sabe. Le voy a explicar cuál va a ser nuestro trato a partir de ahora, Bennie. En este mismo momento llegamos al acuerdo de que sus hombres se mantendrán alejados de mi vida. Nada de espiarme, de seguirme, de esconderse entre las sombras ni de jugar al gato y el ratón conmigo. Haré lo que quieran que haga, sea lo que sea eso, pero tienen que dejarme en paz.
—¿Y si no?
—¿Y si no? Si no me la jugaré con Elaine Keenan y su falsa acusación de violación. Mire, Bennie, si mi vida se va a ir al garete pase lo que pase, ¿qué más me da? Prefiero ser yo quien decida el cuándo y el cómo. Tengo a Elaine por un lado y a sus matones por el otro.
Bennie dejó escapar un suspiro y se aclaró la garganta.
—Lo entiendo, Kyle; pero, para nosotros es importante mantener el contacto con usted. Es la esencia de nuestro trabajo. A eso nos dedicamos.
—Es chantaje, puro y duro.
—Kyle, Kyle, basta de eso. No hace avanzar la pelota.
—Mire, déjese de la historia de la pelota. Ya estoy cansado.
—No podemos correr el riesgo de perder su rastro en Nueva York.
—Mire, Bennie, se lo resumiré: no me espiarán, no me seguirán y no me vigilarán. ¿Lo ha entendido, Bennie?
—Eso podría plantear un problema.
—Ya es un problema. ¿Qué quiere? Sabrá dónde vivo y dónde trabajo, que serán básicamente los mismos sitios durante los próximos cinco años. Pasaré dieciocho horas al día en la oficina, cuando no más. ¿Quiere decirme por qué es necesario que me tengan vigilado todo el tiempo?
—Es el procedimiento habitual.
—Entonces, cámbielo. Esto no es materia negociable. —Kyle se puso en pie y fue hacia la puerta.
—¿Adónde va? —preguntó Bennie, levantándose.
—No es asunto suyo, de modo que no me siga. ¡No me siga, Bennie! —Kyle tenía la mano en el picaporte.
—Vale, vale. Creo que por una vez podemos ser flexibles. Entiendo lo que quiere decir.
—¿Cuándo y dónde?
—Ahora.
—No, ahora no. Tengo cosas que hacer sin que me vigilen.
—Pero tenemos que hablar de muchas cosas todavía, Kyle.
—¿Cuándo?
—¿Qué le parece esta noche, a las seis?
—Estaré aquí a las ocho y solo durante una hora. Y mañana no pienso volver.