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Wright se levantó por primera vez, se estiró y fue hasta un rincón, donde esperaba una caja de cartón. Era de color blanco, y alguien había escrito pulcramente con un grueso rotulador negro: re: kyle mcavoy y otros. Wright sacó algo del interior y, con la firmeza y tranquilidad propia del verdugo que se apresta a apretar el fatídico botón, sacó el disco de su funda, lo introdujo en el ordenador, apretó una serie de teclas y tomó asiento. Kyle apenas podía respirar.

Mientras el ordenador zumbaba, el detective empezó a hablar:

—El teléfono era un Nokia 6000 Smartphone, fabricado en el año 2003 con un software Camcorder ETI instalado, una tarjeta de memoria de un giga capaz de almacenar trescientos minutos de grabación de vídeo comprimido de calidad megapíxel a una velocidad de quince FPS. Se activaba por la voz. En su momento era el no va más. Una virguería de teléfono, realmente.

—¿Propiedad de quién?

Wright le sonrió maliciosamente.

—Lo siento, Kyle.

Por alguna razón, el detective creyó que sería de alguna ayuda mostrar el teléfono en cuestión. Apretó una tecla y en la pantalla del ordenador apareció una fotografía del Nokia.

—¿Recuerda haberlo visto?

—No.

—Eso me parecía. Le resumiré la escena por si los detalles le resultan confusos. Es 25 de abril de 2003, el último día de clase. Los exámenes finales comienzan al cabo de una semana. Es viernes y hace un calor poco habitual para tratarse de Pittsburg. Ese día las temperaturas han alcanzado casi los treinta grados, todo un récord. Así pues, los chicos de Duquesne deciden hacer lo que hacen todos los estudiantes: empiezan a beber por la tarde y hacen grandes planes para seguir bebiendo durante toda la noche. Un montón de gente se congrega en el bloque de apartamentos donde usted tiene uno alquilado con otros tres amigos. La fiesta empieza en la piscina. Básicamente son miembros de la hermandad Beta y algunas chicas. Usted nada un poco, toma el sol, se bebe una cerveza y escucha a Phish. Las chicas van en biquini, y la vida es bella. En algún momento, después de que haya oscurecido, la fiesta se traslada a su apartamento. Piden pizzas. La música, de Widespread Panic en ese momento, está a todo volumen. Corre la cerveza, y alguien se presenta con un par de botellas de tequila que, naturalmente, desaparecen con rapidez. ¿Recuerda algo de todo esto?

—La mayor parte.

—Tiene usted veinte años y está terminando su segundo curso.

—Sí, lo sé.

—El tequila se mezcla con Red Bull, y usted y su pandilla preparan unos cuantos tragos. Estoy seguro de que se tomó varios.

Kyle asintió sin apartar los ojos de la pantalla.

—En un momento dado, la ropa empieza a desaparecer, y el propietario del móvil decide grabar en secreto todo aquello. Supongo que quería su propio vídeo de las chicas con las tetas al aire. ¿Recuerda usted el apartamento, Kyle?

—Claro. Viví allí durante un año.

—Hemos examinado el lugar. Desde luego es un estercolero, como la mayoría de las viviendas estudiantiles; pero, según el casero, no ha cambiado. Nosotros creemos que lo más probable es que el tipo del móvil lo colocara en la encimera estrecha que separa la pequeña cocina del resto de la sala. Ese sitio parece ser el favorito para dejar libros de texto, agendas, botellas vacías de cerveza y todo lo que pasó esa noche por el apartamento.

—Así es.

—El caso es que nuestro hombre coge el móvil y, en medio del jaleo de la fiesta, lo esconde junto a un libro. La escena inicial es bastante desmadrada. La hemos estudiado con atención y hay seis chicas y nueve chicos, todos bailando en distintos grados de desnudez. ¿Le suena, Kyle?

—Algo, sí.

—Sabemos los nombres de todos.

—¿Me lo va a enseñar o solo piensa hablar?

—No sea tan impaciente —dijo Wright, y le dio a una tecla—. Son las once y cuarto de la noche cuando empieza el vídeo —añadió antes de darle a otra tecla.

La pantalla explotó con un frenesí de música —Widespread Panic tocando «Aunt Avis», de su disco Bombs and Butterflies— y cuerpos agitándose y dando vueltas. En algún rincón de su cerebro, Kyle había esperado una grabación oscura y llena de grano de unos cuantos Beta empinando el codo en la penumbra; sin embargo, estaba contemplando unas imágenes bastante nítidas grabadas con un teléfono móvil. El ángulo elegido por el desconocido propietario del aparato proporcionaba una vista prácticamente completa del apartamento 6-B del 4880 de East Chase.

Los quince juerguistas parecían todos bastante bebidos Todas las chicas iban desnudas de cintura para arriba, lo mismo que casi todos los chicos. El baile consistía en un constante cambio de parejas donde todos se tocaban y sobaban. No había nadie que no llevara una bebida en la mano, y la mitad tenía un cigarrillo o un porro en la otra. Las carnes al aire eran para todos y las caricias y los toqueteos, los de rigor. Los cuerpos se juntaban un rato y cambiaban de compañero de juegos. Algunos de los invitados eran ruidosos y gritones, mientras que otros parecían atontados por el correr del alcohol y drogas. Muchos parecían cantar a coro con la música, y también los había que se enroscaban en largos besos mientras con sus manos buscaban zonas más íntimas.

—Me parece que usted es el de las gafas de sol —comentó Wright, satisfecho.

—Muchas gracias.

Gafas de sol, una gorra amarilla de los Pirates, un pantalón corto de talle bajo de un blanco sucio y un cuerpo delgado cuya palidez invernal pedía rayos de sol. Un vaso de plástico en una mano y un cigarrillo en la otra. Con la boca abierta, cantando. Un gilipollas borracho. Un veinteañero al borde del desmayo.

En esos momentos, cinco años después, no sintió nostalgia alguna ni añoró el desenfado de aquellos días. No echaba de menos las juergas ni las resacas ni el despertarse tarde en cama ajena. Pero, al mismo tiempo, tampoco sentía remordimientos. Sin duda le avergonzaba que lo hubieran grabado en ese estado, pero hacía mucho tiempo de eso. Sus veinte años habían sido como los de los demás y no había salido de juerga ni más ni menos que el resto de sus amigos y conocidos.

La música se detuvo un momento entre canción y canción, y corrieron más copas. Una de las chicas se desplomó en un sillón con todo el aspecto de haber acabado allí la noche. Luego, siguió sonando la música.

—Esto dura otros ocho minutos —dijo Wright, consultando sus notas. Kyle no tenía la menor duda de que el detective y su gente habían analizado y memorizado cada segundo, cada fotograma—. Como habrá notado, Elaine Keenan no aparece por ninguna parte. Ella asegura que estaba en la habitación contigua, bebiendo con otros amigos.

—Eso quiere decir que ha vuelto a cambiar su historia.

Wright hizo caso omiso y dijo:

—Si no le importa, avanzaré rápidamente hasta el momento en que aparece la policía. ¿Recuerda a la poli, Kyle?

—Sí.

La grabación avanzó con celeridad durante más o menos un minuto, hasta que Wright apretó finalmente la tecla «reproducir».

—A las once y veinticinco, la fiesta se interrumpió bruscamente. Escuche.

En plena canción y con casi los quince jóvenes a la vista, bailando, bebiendo y gritando, alguien fuera de plano chilló: «¡La pasma, la pasma!». Kyle se vio cogiendo a una chica y desapareciendo del encuadre. La música cesó. Las luces se apagaron. La pantalla estaba casi a oscuras.

—Según nuestros archivos, esa primavera la policía se presentó tres veces en su apartamento. Esta fue la última. Un joven llamado Alan Strock, uno de sus compañeros de piso, abrió la puerta y charló con los agentes. Les juró que no había ningún menor bebiendo, que no pasaba nada y que estaría encantado de apagar la música y no hacer más ruido. La policía le dio una oportunidad y se marchó tras amonestarlo, suponiendo que todo el mundo se había escondido en los dormitorios —continuó Wright.

—La mayoría huyó por la puerta trasera —dijo Kyle.

—Lo que fuera. El caso es que el vídeo del móvil estaba en modo de activación por la voz, así que se desconectó después de seis minutos de casi completo silencio. Se encontraba como mucho a seis metros de la puerta principal. Su propietario salió corriendo presa del pánico, y en la confusión alguien dio un golpe al aparato, de modo que la imagen se reajustó sola y no podemos ver tanto como antes. Pasan unos veinte minutos y todo está silencioso. A las once cuarenta y ocho, suenan voces y se enciende la luz. —Kyle se acercó a la pantalla. Casi una tercera parte del encuadre estaba obstruido por algo de color amarillo—. Seguramente un listín de teléfonos o las Páginas Amarillas —comentó el detective. La música volvió a sonar, pero a un volumen mucho más bajo.

Los cuatro compañeros de piso —Kyle, Alan Strock, Baxter Tate y Joey Bernardo— aparecieron en el salón, con copas en la mano. A continuación entró Elaine Keenan, que no dejaba de hablar y fumaba lo que parecía un canuto. Solo resultaba visible la mitad del sofá. El televisor, que no se veía, estaba encendido. Baxter Tate se acercó a la chica, le dijo algo, dejó su copa y se quitó la camiseta. Él y Elaine cayeron en el sofá, dándose el lote mientras los demás miraban la televisión o daban vueltas por ahí. Hablaban, pero la música y el televisor ahogaban sus palabras. Alan Strock caminó hasta situarse frente a la cámara, quitándose la camiseta y diciendo algo a Baxter, que quedaba oculto a la vista. No se oía a Elaine. Solo resultaba visible menos de la mitad del sofá, pero se apreciaba un lío de piernas.

Luego, las luces se apagaron y, durante un segundo, la sala quedó a oscuras. Lentamente, el resplandor del televisor rebotó en las paredes hasta proporcionar cierta claridad. Joey Bernardo apareció en el encuadre, quitándose también la camiseta. Se detuvo y se quedó mirando el sofá, donde tenía lugar algún tipo de frenética actividad.

—Escuche —susurró Wright.

Joey dijo algo que Kyle no llegó a entender.

—¿Lo ha entendido? —preguntó el detective.

—No.

Wright detuvo la grabación.

—Nuestros expertos han analizado el audio. En este momento, Joey Bernardo pregunta a Baxter si Elaine está dormida. Obviamente, Baxter Tate se está tirando a Elaine, que está inconsciente por la borrachera, y Bernardo, que pasaba por delante, se ha parado al ver lo que ocurría y ha preguntado si la chica estaba consciente. ¿Quiere volverlo a oír, Kyle?

—Sí.

Wright rebobinó el vídeo y lo pasó de nuevo. Kyle se acercó todo lo que pudo y, con la nariz pegada a la pantalla, miró atentamente, escuchó más atentamente aún y oyó la palabra «despierta». El detective asintió gravemente.

La acción prosiguió, con la música y el televisor de fondo. Aunque el apartamento estaba a oscuras, se podían distinguir figuras moviéndose entre las sombras. Al fin, Baxter Tate se levantó del sofá y se puso en pie. Estaba completamente desnudo y se alejó. Otra figura, la de Joey Bernardo, ocupó rápidamente su lugar. Alguno de los sonidos apenas resultaban audibles.

Una especie de chirrido regular surgió de la pantalla.

—Creemos que ese ruido lo hace el sofá —comentó Wright—. ¿Nos lo podría aclarar?

—No.

Al cabo de poco, se oyó un largo gemido y el ruido cesó. Joey se levantó del sofá y desapareció.

—Básicamente esto es el final del vídeo —dijo Wright—. La grabación sigue durante otros doce minutos, pero no ocurre nada. Si la chica, Elaine, se levantó o se movió del sofá, no se ve. Estamos casi completamente seguros de que Baxter Tate y Joey Bernardo se lo montaron con ella, pero no tenemos pruebas de que usted o Alan Strock lo hicieran.

—Yo no lo hice, ya se lo aseguro.

—¿Tiene idea de dónde estaba usted cuando se consumaron las violaciones? —preguntó Wright, apretando una tecla y apagando la pantalla.

—Estoy seguro de que usted tiene su propia teoría.

—Muy bien. —Wright volvía a estar armado con su bolígrafo y su libreta de notas—. Elaine dice que se despertó en el sofá varias horas más tarde, alrededor de las tres de la mañana, desnuda y con la vaga sensación de haber sido violada. Le entró pánico. No sabía dónde estaba y reconoce que todavía estaba bastante borracha. Al final, encontró su ropa, se vistió y lo vio a usted dormido en un sillón frente al televisor. Entonces recordó dónde se encontraba y recordó más de lo sucedido. No hay ni rastro de Tate, Bernardo o Strock. Ella intenta hablar con usted, lo zarandea por el hombro; pero, como no obtiene respuesta, acaba saliendo a toda prisa del apartamento y refugiándose en el de al lado, donde al fin se duerme.

—Y no mencionó lo de la violación durante cuatro días, ¿no es así, señor detective? ¿O es que acaso ha vuelto a cambiar su historia?

—Cuatro días. En efecto.

—Muchas gracias. Cuatro días, ni una palabra a nadie en cuatro días, ni a sus amigas ni a sus compañeras de piso ni a sus padres. Ni una palabra a nadie de que había sido violada. Entonces, de repente, decide que ha sido una violación. La policía no acababa de creer su historia, ¿verdad? Al final se presentaron en nuestro apartamento y en la casa Beta para hacer un montón de preguntas y marcharse con unas pocas respuestas. ¿Y por qué? Pues porque no hubo ninguna violación. Todo fue consentido, créame. Esa chica habría consentido cualquier cosa.

—¿Cómo iba a consentir nada estando inconsciente, Kyle?

—Si estaba inconsciente, ¿cómo es posible que recuerde haber sido violada? No hubo un examen médico que lo certificara, ninguna prueba. Solo tenemos un vacío de memoria y una joven sumamente confundida. La policía cerró el caso hace cinco años y debería hacer lo mismo ahora.

—Pero no ha sido así. El caso está aquí, y el Gran Jurado creyó que el vídeo demostraba que hubo violación.

—Todo eso no es más que basura y usted lo sabe. Este asunto no va de una violación, sino de dinero. La familia de Baxter Tate es inmensamente rica y Elaine se ha buscado un abogado ambicioso. Esta acusación no es más que un intento de intimidación para chantajear.

—¿Me está diciendo que está dispuesto a arriesgarse a pasar por el espectáculo de un juicio y una sentencia? ¿Quiere que un jurado vea ese vídeo, donde aparece usted y uno de sus compañeros de piso mientras los otros dos se aprovechan de una chica sin sentido?

—Yo no le puse la mano encima.

—No, pero estaba allí, muy cerca, apenas a unos metros.

—No lo recuerdo.

—Qué oportuno.

Kyle se puso en pie lentamente y fue al cuarto de baño. Llenó otro vaso de plástico, vació el contenido, volvió a llenarlo y se lo bebió. A continuación, se sentó en el borde de la cama y hundió la cabeza en las manos. No, no quería que un jurado viera ese vídeo. El solo lo había visto una vez y ya rezaba para que fuera la última. Se imaginó sentado en la sala de un tribunal junto a sus tres antiguos compañeros, con las luces apagadas, al juez frunciendo el ceño, a Elaine llorando, a sus padres aguantando el tipo estoicamente en la primera fila, y al jurado conteniendo el aliento. La escena le revolvió el estómago.

Se sabía inocente, pero no estaba nada seguro de que un jurado estuviera de acuerdo.

Wright sacó el disco y lo guardó cuidadosamente en su funda.

Kyle se quedó mirando la carpeta del tamaño de un archivador durante largo rato. Se oyó ruido en el pasillo: voces apagadas, pasos. Quizá los del FBI se estaban impacientando. Pero le daba igual. Le pitaban los oídos y no sabía por qué.

En su mente, los pensamientos se sucedían uno tras otro, y le resultó imposible aclararse, pensar racionalmente, concentrarse en lo que debía decir y en lo que no. Las decisiones que tomara en aquel desagradable momento tendrían consecuencias para siempre. Durante un instante pensó en los tres jugadores de lacrosse de Duke que habían sido injustamente acusados de violar a una bailarina de striptease. Al final los absolvieron, pero no sin antes tener que sufrir un calvario. Y en ese caso no había ninguna grabación, nada que los relacionara con la víctima.

«¿Está despierta?», preguntaba Joey a Baxter. ¿Cuántas veces resonaría esa pregunta en las paredes de un tribunal? Fotograma a fotograma, palabra por palabra. Cuando se retiraran a deliberar el veredicto, los miembros del jurado se sabrían el vídeo de memoria.

Wright seguía pacientemente sentado a la mesa, con las velludas manos enlazadas encima de la libreta de notas. El tiempo ya no significaba nada para él. Podía esperar eternamente.

—¿Estamos aún en medio campo? —preguntó Kyle, rompiendo el silencio.

—Ya lo hemos pasado. Andamos por las cuarenta yardas y seguimos.

—Me gustaría ver la acusación.

—Claro.

Kyle se levantó y contempló la mesa plegable. Entonces, el detective empezó a hacer una serie de movimientos sumamente confusos. Primero, cogió su cartera del bolsillo de atrás, sacó el permiso de conducir y lo dejó en la mesa. Luego, hizo lo mismo con su placa de policía. A continuación, de una caja del suelo extrajo varias tarjetas y placas y las alineó en la mesa antes de coger una carpeta y entregársela a Kyle.

—Feliz lectura —le dijo.

El encabezamiento de la carpeta decía: «Información». Kyle la abrió y sacó unas cuantas hojas grapadas. La primera parecía un documento oficial. En grandes letras se leía: «Comunidad de Pensilvania, condado de Allegheny, Sala de lo Civil». En letra más pequeña había escrito: «La Comunidad de Pensilvania contra Baxter F. Tate, Joseph N. Bernardo, Kyle L. McAvoy y Alan B. Strock». Había un número de referencia judicial, uno de archivo y varios sellos oficiales.

Entonces, Wright sacó unas tijeras y cortó limpiamente su carnet de conducir en dos mitades.

El primer párrafo decía: «La comunidad de Pensilvania contra los acusados citados anteriormente…».

Wright seguía cortando tarjetas de plástico que parecían ser carnets de conducir o tarjetas de crédito.

«… a los que, correspondiendo este tribunal por jurisdicción…»

Wright arrancó su placa de la cartera y la tiró encima de la mesa.

—Pero ¿se puede saber qué está haciendo? —preguntó Kyle al fin.

—Destruyendo pruebas.

—¿Qué pruebas?

—Lea la segunda página.

Kyle, que había llegado al final de la primera hoja, pasó a la siguiente. Estaba en blanco. Ni una frase ni una palabra ni una coma: nada de nada. Miró la tercera, la cuarta, la quinta… Todas en blanco. Wright estaba muy atareado sacándose de encima diversas placas e identificaciones. Kyle se quedó mirándolo con la acusación en la mano, perplejo.

—Siéntese, Kyle —le dijo el detective con una sonrisa, señalándole la silla plegable.

El joven intentó decir algo, pero solo consiguió que le saliera una especie de gemido. Entonces tomó asiento.

—No hay ninguna acusación, Kyle —dijo Wright, como si de repente todo tuviera sentido—. No hay ningún Gran Jurado, no hay policías, no hay ninguna detención, ningún juicio, nada salvo un vídeo.

—¿No hay policías?

—Oh, no. Todo esto es falso —dijo indicando el montón de documentos y carnets destruidos—. Yo no soy policía, y los tipos que hay al otro lado del pasillo no son agentes del FBI.

Kyle echó la cabeza hacia atrás como si fuera un boxeador herido y entornó los ojos. La acusación se le cayó de las manos.

—¿Y quién demonios es usted? —logró articular.

—Esa es una buena pregunta, Kyle. Una pregunta que llevará su tiempo contestar.

Incrédulo, Kyle cogió una de las placas —Ginyard, FBI— y la sostuvo en alto.

—Pero no puede ser. Yo lo comprobé en internet. Ese hombre trabaja realmente para el FBI.

—Desde luego. Los nombres son verdaderos, solo que los hemos tomado prestados para esta noche.

—¿Me está diciendo que se está haciendo pasar por un agente?

—Desde luego, pero se trata de un delito menor. No hay que preocuparse.

—Pero ¿por qué?

—Para llamar su atención, Kyle. Para convencerlo de que viniera hasta aquí y tuviera esta pequeña reunión conmigo. De lo contrario, se habría largado. Además, queríamos impresionarlo con nuestros recursos.

—¿Habla en plural?

—Sí. El bufete al que pertenezco. Mire, Kyle, yo trabajo para una empresa, una empresa privada que ha sido contratada para hacer un trabajo. Lo necesitamos, y esta es la manera en que reclutamos a nuestra gente.

Kyle dejó escapar una risa nerviosa. Las mejillas se le estaban coloreando, la sangre volvía a circularle por las venas. Sintió una oleada de alivio al saber que no lo iban a procesar, por el hecho de que lo hubieran salvado del pelotón de ejecución. Sin embargo, el enfado también crecía en su interior.

—¿Ustedes seleccionan su personal haciéndole chantaje? —preguntó.

—Si es necesario… Tenemos el vídeo y sabemos dónde está la chica. La verdad es que tiene un nuevo abogado, una mujer.

—¿Y sabe de la existencia del vídeo?

—No, pero si lo viera, a usted se le complicaría mucho la vida.

—No sé si consigo entenderle.

—Vamos, Kyle. En Pensilvania, el delito de violación prescribe a los doce años. A usted le quedan siete todavía. Si Elaine y su abogada se enteraran de que existe esta grabación, lo amenazarían con acusarlo para obligarlo a llegar a un acuerdo en una demanda por daños. Como usted mismo ha dicho, no sería más que un chantaje, pero funcionaría. Créame cuando le digo que su vida será mucho más tranquila y placentera si hace lo que le pedimos y nosotros mantenemos el vídeo bajo llave.

¿Me está diciendo que quiere contratarme?

En efecto.

¿Y para qué?

Para que sea abogado.