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Se trataba de un Holliday Inn antiguo, construido en los años sesenta, cuando los moteles y las cadenas de comida rápida competían por ver quién construía más a lo largo de las carreteras y las vías principales. Kyle había pasado por delante un montón de veces y nunca lo había visto. Estaba flanqueado por un comercio de electrodomésticos usados y un restaurante especializado en tortitas.

Cuando aparcó el jeep junto a una furgoneta con matrícula de Indiana, el aparcamiento estaba oscuro y medio vacío. Apagó las luces, pero dejó el motor encendido y la calefacción en marcha. Nevaba ligeramente. ¿Por qué no podía estar cayendo la nevada del siglo? ¿Por qué no se producía un terremoto o una inundación, cualquier cosa que interrumpiera aquella espantosa situación? ¿Por qué demonios estaba haciendo lo que aquellos hombres le decían?

Por el vídeo.

A lo largo de la última hora había pensado en llamar a su padre, pero semejante conversación habría durado demasiado. John McAvoy le proporcionaría el mejor consejo legal, y lo haría deprisa, pero los antecedentes de la historia eran demasiado complicados. Había pensado en llamar al profesor Bart Mallory, su tutor, su amigo, su brillante maestro de Derecho penal, un antiguo juez que sabría exactamente lo que había que hacer en una circunstancia como aquella; pero, una vez más, había demasiadas explicaciones que dar y muy poco tiempo para hacerlo. Había pensado en llamar a sus dos antiguos colegas de la hermandad Beta de Duquesne, pero ¿para qué? Cualquier consejo que pudieran ofrecerle sería tan descabellado como las estrategias que se le pasaban en ese momento por la cabeza. No tenía sentido arruinarles la vida. Llevado por el horror del momento había pensado en distintas formas de desaparecer: una rápida escapada al aeropuerto; una visita clandestina a la estación de autobuses más próxima; un salto desde lo alto de un puente…

Pero lo estaban observando, ¿verdad? Y seguramente también lo estaban escuchando, de modo que alguien compartiría sus llamadas telefónicas. De lo que estaba seguro era de que, en esos momentos, lo estaban vigilando. Puede que en la furgoneta de Indiana hubiera un par de matones con micrófonos y gafas de visión nocturna, pasándolo en grande mientras se gastaban el dinero de los contribuyentes espiándolo.

No podía asegurar que el Valium le estuviera haciendo efecto.

Cuando el reloj digital del salpicadero marcó las 9.58, apagó el motor, se apeó y echó a andar por la nieve dejando un claro rastro de huellas a cada paso. ¿Sería aquel su último momento de libertad? Había leído innumerables casos de gente implicada en algún delito que se había presentado voluntariamente en comisaría para responder a unas preguntas y que, de repente, se había encontrado ante una acusación formal, esposada y entre rejas. Arrollada por el sistema.

Las puertas de cristal se cerraron con estrépito tras él, y Kyle se detuvo un segundo en el desierto vestíbulo con la impresión de haber oído el portazo de los barrotes de una celda. Veía cosas, oía cosas, imaginaba cosas. Parecía que el Valium le había hecho el efecto contrario; tenía los nervios a flor de piel. Saludó al decrépito recepcionista que había en el mostrador, pero no recibió respuesta audible. Mientras subía en el mohoso ascensor hasta el segundo piso, se preguntó qué clase de loco entraría voluntariamente en la habitación de un motel llena de policías y agentes de la ley empeñados en acusarle de algo que nunca había ocurrido. ¿Por qué estaba haciendo algo así?

Por el vídeo.

Nunca lo había visto, y tampoco sabía de nadie que lo hubiera hecho. En el hermético mundo de los Beta corrían todo tipo de rumores, desmentidos y amenazas, pero nadie sabía si el «asunto de Elaine» había sido grabado de verdad. La certeza de que así era y el hecho de que la prueba material que lo demostraba se hallara en esos momentos en manos de la policía de Pittsburg le hizo considerar de nuevo la alternativa del puente.

«Espera un momento —se dijo—, no has hecho nada malo. No tocaste a esa chica. Al menos no esa noche.»

Nadie la había tocado. Al menos esa era la versión a prueba de bomba y requetejurada que circulaba entre los miembros de Beta. Pero ¿y si ese vídeo demostraba lo contrario? No lo sabría hasta que lo viera.

El desagradable olor a pintura fresca le golpeó cuando salió al pasillo del segundo piso. Se detuvo ante la habitación 222 y miró el reloj para asegurarse de que no llegaba ni un minuto antes de lo previsto. Llamó tres veces con los nudillos y enseguida oyó pasos y voces apagadas. Alguien corrió la cadena de seguridad y abrió la puerta bruscamente. El agente Ginyard apareció en el umbral.

—Me alegro de que se haya decidido a venir —dijo.

Kyle entró, dejando su viejo mundo detrás. El nuevo le pareció repentinamente aterrador.

Ginyard se había quitado la chaqueta y sobre la camisa, blanca, llevaba un arnés del que asomaba una enorme pistola negra. El agente Plant y los otros dos que había visto en Buster también se habían quitado la chaqueta para que el joven Kyle pudiera apreciar la variedad de su arsenal: automáticas Beretta de 9 mm con idénticas pistoleras y arneses negros de piel. Tipos armados hasta los dientes y todos con la misma expresión de desagrado, como si estuvieran encantados ante la posibilidad de pegarle un tiro a un violador.

—Buena decisión —dijo Plant.

Sin embargo, en la confusión del momento, Kyle se dijo que haber acudido era en realidad una pésima decisión.

La habitación 222 había sido convertida en una improvisada oficina: habían corrido la cama de matrimonio a un rincón; y las cortinas estaban cerradas. Encima de dos mesas plegables había todo tipo de indicios de que se trabajaba a conciencia: carpetas, sobres, libretas de notas y tres ordenadores portátiles conectados. En el más cercano, Kyle vio brevemente una foto suya sacada del anuario del instituto, el Central York, clase de 2001. Pinchadas en la pared de detrás de los ordenadores, se veían varias fotos de dieciocho por trece de tres de sus antiguos cofrades de Beta. En la pared del fondo había una de Elaine Keenan.

La habitación daba a otra contigua, y la puerta que las separaba estaba abierta. El agente n.° 5, misma pistola, mismo arnés, entró y fulminó a Kyle con la mirada.

«Cinco agentes, dos habitaciones y toneladas de papel, ¿para qué?, ¿para cazarme?», se preguntó Kyle mientras la cabeza le daba vueltas al ver en acción el poder de su gobierno.

—¿Le importa vaciarse los bolsillos? —le dijo Ginyard, tendiéndole una caja de cartón.

—¿Por qué?

—Por favor.

—¿Creen que voy armado? ¿De verdad piensan que voy a sacar un cuchillo y a lanzarme contra alguno de ustedes?

El agente n.° 5 encontró gracioso el comentario y rompió el hielo con una carcajada. Kyle sacó el llavero, lo hizo tintinear ante las narices de Ginyard y volvió a guardárselo.

—¿Le importa que lo registre? —dijo Plant, acercándose.

—Claro que no —contestó Kyle, alzando los brazos—. Los estudiantes de Yale solemos ir armados hasta los dientes.

Plant lo cacheó rápidamente y desapareció en la otra habitación.

—El detective Wright está al otro lado del pasillo —explicó Ginyard.

Una habitación más.

Kyle lo siguió al anodino pasillo y esperó mientras el agente llamaba a la puerta de la habitación 225. Cuando esta se abrió, Kyle entró solo.

Bennie Wright no exhibía armas de ningún tipo. Le estrechó la mano mientras decía rápidamente:

—Soy el detective Wright, del departamento de Policía de Pittsburg.

«Un verdadero placer —pensó Kyle—. ¿Puede decirme qué estoy haciendo aquí?»

Wright tendría unos cuarenta y tantos años, era bajo, pulcro y calvo, salvo por unos mechones negros que llevaba peinados hacia atrás, por encima de las orejas. Sus ojos también eran negros y estaban parcialmente ocultos tras unas gafas de lectura que llevaba apoyadas en la punta de la nariz. Cerró la puerta tras Kyle, le indicó un sitio y le dijo:

—¿Por qué no se sienta?

—¿Qué quiere de mí? —preguntó Kyle, sin moverse de donde estaba.

Wright pasó junto a la cama y se detuvo detrás de otra mesa plegable donde había un par de sillas metálicas baratas situadas frente a frente.

—Charlemos un poco, Kyle —le dijo en tono amable, y este se dio cuenta de que aquel hombre hablaba con un cierto acento. Era evidente que el inglés no era su lengua materna, aunque de esta tampoco había rastro alguno y a Kyle le pareció raro. Un policía de Pittsburg llamado Bennie Wright no debía tener acento.

En un rincón había instalada una pequeña cámara de vídeo de la que salían unos cables que se enchufaban en un portátil con pantalla de doce pulgadas.

—Por favor —insistió Wright, señalando la silla vacía frente a él y tomando asiento en la otra.

—Quiero que todo esto quede grabado —dijo Kyle.

Wright echó un vistazo por encima del hombro a la cámara.

—No hay problema —contestó.

Kyle se acercó a la mesa lentamente y se sentó. Wright se estaba arremangando la camisa. La corbata ya la tenía aflojada.

A la derecha de Kyle estaba el portátil con la pantalla en negro; a su izquierda, una gruesa carpeta sin abrir y, en medio, una libreta de notas, de hojas blancas, con un bolígrafo encima, esperando.

—Conecte la cámara —pidió Kyle.

Wright apretó una tecla del ordenador, y en la pantalla apareció el rostro de Kyle. Se vio a sí mismo, pero en su rostro solo pudo leer miedo.

Wright abrió eficientemente la carpeta y sacó los documentos pertinentes, como si el joven Kyle estuviera allí para solicitar una simple tarjeta de crédito de estudiante. Cuando encontró las hojas que buscaba, las colocó en el centro y dijo:

—Primero tenemos que darle a conocer sus derechos.

—No —repuso Kyle—. Primero tenemos que ver su placa e identificación.

Aquello molestó al detective, pero solo unos segundos. Sin decir palabra, sacó una cartera marrón de su bolsillo trasero, la abrió y le mostró el contenido.

—Hace más de veinte años que la tengo —dijo.

Kyle examinó la placa de bronce, que realmente mostraba señales del paso del tiempo: Benjamín J. Wright, departamento de Policía de Pittsburg, número 6658.

—¿Y qué me dice de su carnet de conducir?

Wright cerró la cartera, abrió otro compartimiento, buscó entre varias tarjetas y le entregó un permiso de Pensilvania.

—¿Satisfecho? —preguntó. Kyle se lo devolvió.

—¿Qué pinta el FBI en esta historia? —quiso saber.

—¿Podemos acabar primero con lo de sus derechos? —preguntó Wright, reordenando los papeles.

—Desde luego. Sé lo que son.

—Estoy seguro de que sí. Al fin y al cabo, es usted uno de los mejores estudiantes de una de las más prestigiosas facultades de Derecho del país. Un joven muy listo. —Kyle estaba leyendo mientras Wright hablaba—. Tiene derecho a guardar silencio. Cualquier cosa que diga podrá ser utilizada contra usted ante un tribunal. Tiene derecho a un abogado y si no puede costearse uno, el estado se lo proporcionará. ¿Alguna pregunta?

—No. —Kyle firmó los dos impresos y se los devolvió a Wright.

—¿Qué pinta el FBI en esta historia? —repitió.

—Créame, Kyle, el FBI es el último de sus problemas. —Las manos del detective eran velludas, tranquilas, y tenía los dedos entrelazados encima de la libreta de notas—. Mire, tenemos mucho que tratar, y el tiempo corre. ¿Ha jugado alguna vez al fútbol americano?

—Sí.

—Bien, entonces digamos que esta mesa es el campo. No es que sea un gran ejemplo, pero servirá. Usted está aquí y esta es la línea de gol. —Con su mano izquierda trazó una línea imaginaria ante el ordenador—. Tiene usted por delante cien yardas para marcar, para ganar, para salir de aquí de una pieza. —Con su mano derecha trazó otra línea cerca del grueso expediente. Entre una y otra mediaban ciento veinte centímetros—. Cien yardas, Kyle. Cuente conmigo, ¿vale?

—Vale.

Juntó las manos y dio un golpecito encima de la libreta.

—En algún lugar de por aquí, alrededor de las cincuenta yardas, le enseñaré el vídeo que constituye la fuente de todos estos problemas. Y no le gustará, Kyle; le repugnará, le hará vomitar. Pero, si podemos, proseguiremos su pequeña marcha hacia la línea de meta, y cuando lleguemos allí se sentirá realmente aliviado. Volverá a verse como el niño mimado, como el joven apuesto de ilimitado futuro y de pasado intachable que es. Sígame, Kyle, deje que yo sea su entrenador, el que le diga cómo hay que jugar, y juntos llegaremos a la tierra prometida. —Con su mano derecha señaló la línea de gol.

—¿Y qué hay de la acusación?

Wright tocó el expediente.

—Está aquí.

—¿Cuándo voy a verla?

—Deje de hacer preguntas, Kyle. Soy yo quien tiene que hacerlas. Y con un poco de suerte, usted tendrá las respuestas.

El acento no era español. Centroeuropeo, quizá, y tan leve que a ratos desaparecía del todo.

La mano izquierda de Wright volvió a situarse encima del ordenador.

—Ahora, Kyle, tenemos que empezar con lo básico, con los antecedentes, ¿de acuerdo?

—Como usted diga.

Wright sacó unos papeles del expediente, los estudió durante unos segundos y cogió el bolígrafo.

—Nació el 4 de febrero de 1983, en York, Pensilvania, tercer hijo y único varón de John y Patty McAvoy. Sus padres se divorciaron en 1989, cuando usted tenía seis años. Ninguno de los dos se ha vuelto a casar, ¿correcto?

—Correcto.

Wright escribió una marca en el papel y se lanzó a una serie de rápidas preguntas sobre familiares, sus fechas de nacimiento, educación, empleos, direcciones, aficiones e inclinaciones religiosas y políticas. A medida que la lista fue creciendo, Wright fue pasando hojas y las marcas se multiplicaron. Tenía todos y cada uno de sus datos en orden, incluso sabía dónde había nacido el sobrino de dos años de Kyle. Cuando acabó con la familia, sacó más papeles, y Kyle empezó a sentir los primeros síntomas de fatiga. Y eso solo era el principio.

—¿Quiere tomar algo?

—No.

—Su padre es abogado y actualmente ejerce en Nueva York. —Más que una pregunta era evidente que se trataba de una afirmación.

Kyle asintió. A continuación llegó un bombardeo sobre su padre, su vida, su trayectoria profesional, sus intereses. Kyle quiso preguntar más de una vez si aquello resultaba relevante, pero se mordió la lengua. Wright tenía toda la información, y Kyle no hacía más que confirmar lo que otros habían averiguado.

—Su madre es artista —le oyó decir Kyle.

__Sí, y dígame, ¿dónde estamos en el campo de fútbol en estos momentos?

—Acaba de recorrer sus primeras diez yardas. ¿Qué clase de artista?

—Es pintora.

Siguieron diez minutos de detalles sobre la vida de Patty McAvoy.

Al fin, el detective acabó con la familia y se centró en el sospechoso. Le hizo unas cuantas preguntas fáciles acerca de su infancia, pero no se entretuvo con los detalles.

«Ya los conoce», se dijo Kyle.

—Graduado con honores en el Instituto Central York, atleta destacado, Eagle Scout… ¿Por qué escogió la Universidad de Duquesne?

—Me ofrecieron una beca de baloncesto.

—¿Tuvo otras ofertas?

—Unas cuantas, de universidades más pequeñas.

—Pero en Duquesne no jugó usted mucho.

—Jugué trece minutos, hasta que me rompí los ligamentos de la rodilla en el primer partido.

—¿Y se operó?

—Sí, pero la rodilla estaba perdida. Dejé el baloncesto y me uní a un club de estudiantes.

—Luego entraremos en esa hermandad. ¿Le pidieron que volviera al equipo de baloncesto?

—Más o menos, pero la rodilla ya no funcionaba.

—Estudió Economía con notas casi perfectas. ¿Qué le ocurrió con el español en segundo? No sacó una «A».

—Supongo que tendría que haber escogido alemán.

—Una sola «B» en cuatro años no está mal. —Wright pasó una hoja y anotó algo. Kyle vio su propio rostro en la pantalla del ordenador y se dijo que debía relajarse.

—Premios especiales, una docena de organizaciones estudiantiles, campeonatos de softball primero, secretario del club de estudiantes y después presidente… Su expediente académico impresiona, Kyle, especialmente si tenemos en cuenta que también tuvo tiempo de llevar una activa vida social. Hábleme de su primera detención.

—Solo hubo una, por lo tanto no hay primera ni segunda. Hasta ahora, creo.

—¿Qué ocurrió?

—Una tontería típica de la hermandad, una fiesta que no se acabó hasta que apareció la policía. Me pillaron con una botella de cerveza abierta. Pura minucia. Pagué una multa de trescientos dólares y pasé seis meses a prueba. Después de eso, el expediente fue eliminado y Yale nunca llegó a enterarse.

—¿El asunto lo llevó su padre?

—Participó, pero en realidad lo llevó un abogado de Pittsburg.

—¿Quién?

—Una mujer. Se llamaba Sylvia Marks.

—He oído hablar de ella. ¿No está especializada en gamberradas de clubes de estudiantes?

—Sí. Y sabe hacer su trabajo.

—Yo creía que hubo un segundo arresto.

—No. La policía me paró una vez en el campus, pero no me detuvo. Solo recibí una advertencia.

—¿Qué estaba haciendo?

—Nada.

—Entonces, ¿por qué lo pararon?

—Unos cuantos chavales de la hermandad se tiraban cócteles molotov. Muy listos ellos. Pero yo no intervine y en mi expediente no figuró nada, así que me pregunto cómo ha podido enterarse.

Wright hizo caso omiso del comentario y anotó algo en la libreta. Cuando acabó, preguntó:

—¿Por qué decidió ir a la facultad de Derecho?

—Esa fue una decisión que tomé a los doce años. Siempre ser abogado. Mi primer trabajo consistió en ocuparme de la fotocopiadora del despacho de mi padre. Es como si hubiera crecido allí.

—¿Dónde presentó su solicitud para entrar en Derecho?

—En Penn, en Yale, en Cornell y en Stanford.

—¿Y fue aceptado?

—En las cuatro.

—¿Y por qué se decidió por Yale?

—Siempre fue mi primera elección.

—¿Y Yale le ofreció una beca?

—Incentivos económicos. Sí, y las otras también.

—¿Pidió dinero prestado?

—Sí.

—¿Cuánto?

—¿De verdad tiene que saberlo?

—No le haría la pregunta si no tuviera que saberlo. ¿Cree que hablo por el placer de escucharme?

—No sabría responder a eso.

—Volvamos a los créditos para estudios.

—Cuando me gradúe, en mayo, deberé unos sesenta mil.

Wright asintió, como si estuviera de acuerdo en que la cantidad era la correcta. Pasó otra página, y Kyle vio que estaba llena de preguntas.

—¿Escribe usted para la revista jurídica?

—Soy el editor jefe del Yale Law Journal.

—¿Y no es ese uno de los honores más prestigiosos de la facultad?

—Sí, hay quien lo dice.

—El verano pasado trabajó de becario en Nueva York. Hábleme de eso.

—Fue en uno de esos megabufetes de Wall Street, Scully & Pershing. La típica beca de verano. Nos cuidaron y mimaron, nos hicieron trabajar poco. Ya sabe, la clase de táctica persuasiva de todos los grandes bufetes. Primero cuidan a los novatos como a bebés y después, cuando los contratan, los hacen trabajar como esclavos.

—¿Los de Scully & Pershing le ofrecieron un puesto para cuando se graduara?

—Sí.

—¿Aceptó o lo rechazó?

—Ninguna de las dos cosas. No he tomado una decisión aún. El bufete me ha concedido más tiempo para que pueda hacerlo.

—¿Por qué le cuesta tanto decidirse?

—Tengo varias alternativas. Una de ellas es llegar a ser ayudante de un juez federal que puede que sea ascendido. Las cosas en ese ambiente van despacio.

—¿Tiene otras ofertas de trabajo?

—He tenido otras, sí.

—Hábleme de ellas.

—¿De verdad es importante?

—Todo lo que pregunto es importante, Kyle.

—¿Tiene un poco de agua?

—Estoy seguro de que hay en el cuarto de baño.

Kyle se puso en pie, pasó entre la cama y la cómoda, encendió la luz del pequeño cuarto de baño y se sirvió un poco de agua del grifo en un endeble vaso de plástico. Se la bebió de un trago y lo volvió a llenar. Cuando regresó a la mesa, dejó el vaso más o menos en la línea de las veinte yardas y se contempló de nuevo en la pantalla del ordenador.

—Solo por curiosidad —dijo—, ¿dónde me encuentro en el campo en estos momentos?

—En la tercera línea de largo. Hábleme de las otras ofertas de trabajo que le han hecho otros bufetes.

—Oiga —saltó Kyle—, ¿por qué no me enseña el vídeo de una vez y nos ahorramos toda esta basura? Si realmente existe y me implica, me levantaré y saldré de aquí para llamar a un abogado.

Wright se inclinó sobre los codos y juntó las yemas de los dedos. En la parte inferior de su rostro se dibujó una sonrisa mientras la parte superior se mantenía inexpresiva.

—Perder los nervios de este modo puede costarle la vida, Kyle —dijo con absoluta frialdad.

¿La vida en lo referente a un cuerpo muerto o la vida entendida como futuro? Kyle no estaba seguro. Respiró hondo y tomó otro trago de agua. El arranque de ira se había desvanecido, reemplazado por el miedo y la confusión.

La falsa sonrisa de Wright se amplió.

—Por favor, Kyle, hasta ahora lo ha estado haciendo muy bien. Solo quedan unas cuantas preguntas más antes de que entremos en asuntos más espinosos. Hábleme de los otros bufetes.

—Me ofrecieron un trabajo en Logan & Kupec, de Nueva York; también en Baker Potts, en San Francisco, y en Garton, de Londres. Rechacé las tres ofertas porque sigo buscando un trabajo de interés público.

—¿Haciendo qué?, ¿dónde?

—En Virginia, un puesto de asesoramiento a trabajadores inmigrantes.

—¿Y cuánto tiempo estaría en un puesto como ese?

—Un par de años, quizá. No lo sé. Es una opción como otra.

—Y con un sueldo mucho más bajo, ¿no?

—Sí. Mucho más bajo.

—¿Y cómo piensa devolver el crédito de estudios?

Ya se me ocurrirá algo. A Wright no le gustó aquella respuesta de listillo, pero decidió dejarla pasar. Echó un vistazo a sus notas, aunque no necesitaba ninguna comprobación. Sabía que el joven Kyle allí presente debía sesenta y un mil dólares en concepto de crédito de estudios que Yale le perdonaría en su totalidad si pasaba los siguientes tres años trabajando a cambio de un salario mínimo, defendiendo a los pobres, los desfavorecidos, los oprimidos o el medio ambiente. La oferta que Kyle tenía encima de la mesa provenía de la Piedmont Legal Aid, y el puesto estaba financiado por un megabufete de Chicago. Según las fuentes de Wright, Kyle había aceptado verbalmente el puesto, que le iba a proporcionar treinta y dos mil dólares al año. Wall Street podía esperar. Siempre estaría allí. Su padre lo había animado a pasar una temporada en las trincheras, ensuciándose las manos y lejos del estilo de los abogados corporativos a los que él, John McAvoy, despreciaba.

Según el expediente, Scully & Pershing ofrecía un sueldo base de doscientos mil dólares más las gratificaciones de costumbre. Las ofertas de los otros bufetes eran similares.

—¿Cuándo decidirá qué trabajo quiere? —preguntó Wright.

—Muy pronto.

—¿Hacia qué se inclina?

—No me inclino hacia nada.

—¿Está seguro?

—Claro que estoy seguro.

Wright cogió el expediente, moviendo la cabeza y frunciendo el ceño severamente, como si le hubieran insultado. Sacó más papeles, los hojeó y miró fijamente a Kyle.

—¿Acaso no ha adquirido un compromiso verbal para aceptar un puesto en una organización llamada Piedmont Legal Aid, de Winchester, Virginia, donde empezará a trabajar el dos de septiembre de este año?

Kyle dejó escapar un suspiro y miró su imagen en el monitor. Sí, parecía tan débil como se sentía. Estuvo a punto de espetar «¿Cómo demonios lo sabe?», pero eso habría equivalido a admitir la verdad. Sin embargo, tampoco podía negarla porque Wright ya la conocía. Mientras buscaba ansiosamente alguna excusa, su adversario se aprestó a darle la puntilla.

—Mire, Kyle, llamaremos a esto «la mentira número uno» —dijo Wright con una mueca burlona—. Si de algún modo llegamos a la mentira número dos, entonces apagaremos la cámara, nos daremos las buenas noches y nos volveremos a ver mañana, durante el arresto. Ya sabe: esposas, foto para la ficha policial, puede que uno o dos periodistas. No volverá a pensar en inmigrantes ilegales ni en Wall Street, se lo garantizo. Escuche, Kyle, será mejor que no me mienta. Sé demasiado.

Kyle estuvo a punto de contestar «Sí, señor», pero se las arregló de algún modo para simplemente asentir.

—Así pues, tiene pensado desempeñar algún tipo de trabajo solidario durante un par o tres de años, ¿no?

—Sí.

—¿Y después?

—No lo sé, pero estoy seguro de que me uniré a un bufete de los grandes y empezaré una nueva etapa.

—¿Qué opina de Scully & Pershing?

—Que es grande, poderoso y tiene dinero. Tengo entendido que es el bufete más grande del mundo, en función de a quién haya absorbido la semana anterior. Tiene oficinas en treinta ciudades de los cinco continentes, y cuenta con profesionales realmente brillantes que se presionan mucho unos a otros y especialmente a los socios más jóvenes. ¿Es el tipo de trabajo que le gusta? Me es difícil decirlo. El dinero que pagan es una pasada; y el trabajo, brutal. Sin embargo, trabajar allí es como jugar en primera división. Supongo que, tarde o temprano, acabaré allí o en algún sitio parecido.

—¿En qué departamento estuvo el verano pasado?

—Pasé un poco por todos. Pero básicamente estuve en el de Pleitos y Demandas.

—Litigios. ¿Le gusta pleitear?

—No especialmente. ¿Puedo preguntarle qué tienen que ver estas preguntas con lo de Pittsburg?

Wright levantó los codos de la mesa e intentó relajarse echándose hacia atrás en la silla plegable. Cruzó las piernas y apoyó la libreta de notas en su muslo izquierdo mientras mordisqueaba el extremo del bolígrafo y contemplaba a Kyle como si fuera un famoso psiquiatra analizando a un paciente.

—Hablemos de su club de estudiantes de Duquesne.

—Como quiera.

—Había diez miembros en su grupo, ¿no?

—Nueve.

—¿Mantiene el contacto con todos ellos?

—Hasta cierto punto.

—La acusación cita su nombre y otros tres, así que hablemos de ellos. ¿Dónde está Alan Strock?

La acusación. En algún sitio de aquella condenada carpeta, a menos de un metro de distancia, se hallaba la acusación. ¿Cómo era posible que su nombre figurara en ella? No había tocado a la chica, no había sido testigo de ninguna violación, no había visto a nadie en el acto sexual. Recordaba vagamente haber estado presente en la habitación, pero en algún momento de la noche, del episodio, se había desmayado. ¿Cómo podía ser cómplice si no estaba consciente? Esa sería su defensa en un juicio, y sería una buena defensa; pero el fantasma de un juicio le resultaba demasiado terrorífico de imaginar. El juicio llegaría mucho después de la detención, de la publicidad y del espanto de ver su foto en los periódicos. Cerró los ojos, masajeó las sienes y pensó en las llamadas que tendría que hacer; primero a su padre y después a su madre. Luego habría más: a los jefes de personal que le habían ofrecido trabajo, a sus hermanas… Ante todos ellos proclamaría su inocencia, pero sabía que nunca conseguiría alejar del todo la sombra de la sospecha de violación.

En esos momentos no tenía la menor confianza en el detective Wright y en el trato que este se guardaba en la manga. Si realmente existía una acusación formal, no habría milagro capaz de enterrarla.

—¿Qué me dice de Alan Strock? —insistió el detective.

—Está en la facultad de Medicina, en Ohio State.

—¿Alguna correspondencia reciente?

—Solo un correo electrónico, hace unos días.

—¿Y Joey Bernardo?

—Sigue en Pittsburg, trabajando para una firma de corredores de bolsa.

—¿Algún contacto reciente?

—Por teléfono, hace unos días.

—¿Les mencionó a Elaine Keenan?

—No.

—Se diría que han hecho todo lo posible por olvidarse de ella, ¿no le parece?

—Así es.

—Bueno, pues la chica ha vuelto a aparecer.

—Está claro que sí.

Wright se acomodó en la silla, descruzó las piernas, estiró la espalda y volvió a la posición anterior, con los codos encima de la mesa.

Elaine se marchó de Duquesne tras su primer año empezó diciendo en voz baja, como si tuviera una larga historia que contar. Estaba muy alterada. Sus notas eran un desastre. En estos momentos asegura que la violación le produjo serios trastornos emocionales. Estuvo viviendo con sus padres durante un año en Erie. Luego, empezó a vagar por ahí. Mucha automedicación, alcohol y drogas. Consultó a varios terapeutas, pero nada la ayudó. ¿Sabe usted algo de esto?

—No. Después de que se marchara no volví a saber nada de ella.

—El caso es que tiene una hermana mayor en Scranton que la acogió y la ayudó, incluso le pagó la cura de desintoxicación. Luego, encontró a un loquero que sin duda hizo un buen trabajo con Elaine. En estos momentos, está limpia, sobria, se encuentra estupendamente y su memoria se ha recuperado de forma prodigiosa. También se ha procurado una buena abogada y, como es natural, reclama justicia.

—Parece usted un tanto escéptico.

—Soy policía, Kyle. Eso quiere decir que soy escéptico con todo; pero tengo entre manos el caso de esta joven, que parece creíble cuando asegura que fue violada, y además tengo un vídeo que constituye una poderosa prueba. Y por si fuera poco, anda por ahí una abogada sedienta de sangre.

—Todo esto no es más que una forma de chantaje, ¿verdad? Seguro que al final solo se trata de dinero.

—No sé a qué se refiere, Kyle.

—Lo sabe perfectamente. El cuarto acusado es Baxter Tate, y todos sabemos lo que eso significa. La familia Tate tiene mucho dinero que le viene de antiguo. Baxter nació rico. ¿Cuánto quiere esa chica?

—Las preguntas las haré yo, si no le importa. ¿Se acostó alguna vez con…?

—Sí, me acosté con Elaine Keenan, al igual que casi todos los miembros de nuestra hermandad. Esa chica estaba más loca que una cabra. Pasaba más tiempo en el piso de los Beta que los propios Beta, aguantaba bebiendo más que todos nosotros juntos y siempre tenía un surtido de píldoras en el bolso. Sus problemas empezaron mucho antes de que llegara a Duquesne. Créame, no querrá ir a juicio.

—¿Cuántas veces se acostó con ella?

—Una vez, creo que fue como cosa de un mes antes de la presunta violación.

—¿Sabe si Baxter Tate tuvo relaciones sexuales con ella la noche en cuestión?

Kyle hizo una pausa y respiró hondo antes de contestar.

—No, no lo sé. Perdí el conocimiento.

—¿Y Baxter reconoció haberse acostado con Elaine Keenan esa noche?

—A mí no me lo dijo.

Wright acabó de escribir una larga frase en su libreta mientras el ambiente se despejaba. Kyle casi pudo oír la cámara funcionando. La miró y vio que la pequeña luz roja seguía observándolo.

—¿Dónde está Baxter? —preguntó Wright tras una larga pausa.

—En algún lugar de Los Ángeles. En cuanto se graduó, se largó a Hollywood para convertirse en actor. No es que fuera un tío muy estable, la verdad.

—¿A qué se refiere?

—Baxter viene de una familia rica que está aún más desestructurada que la mayoría de las familias ricas. Le gustan la marcha y las fiestas, le gustan las tías y la bebida y las drogas y no ha dado señales de haber madurado. Su objetivo en la vida es convertirse en un gran actor y matarse bebiendo. Quiere morir joven, un poco al estilo James Dean.

—¿Ha intervenido en alguna película?

—En ninguna que yo sepa; pero sí ha protagonizado muchas borracheras.

De repente, Wright pareció aburrirse de las preguntas, Había dejado de escribir, y su mirada empezó a vagar. Guardó unos cuantos papeles en la carpeta y, por fin, dio un golpecito en el centro de la mesa con el dedo.

—Hemos hecho bastantes progresos, Kyle, gracias. La pelota está en el medio campo. ¿Quiere que veamos el vídeo?