2

Buster’s Deli era un establecimiento largo y estrecho, con reservados de vinilo rojo a lo largo de la pared derecha. A la izquierda estaba la barra; y detrás de esta, la parrilla. Al fondo había un par de máquinas del millón. En las paredes colgaban en ordenado desorden todo tipo de recuerdos y objetos relacionados con Yale. Kyle había comido allí unas cuantas veces durante su primer año en la facultad; de eso hacía muchos meses.

Los dos últimos reservados estaban debidamente ocupados por el gobierno federal. Sin embargo, en la última mesa había una tercera e idéntica gabardina charlando con Plant y Ginyard, esperando. Cuando Kyle se acercó despacio, el agente lo miró y le ofreció la sonrisa burlona de rigor antes de sentarse en el siguiente reservado. El n.° 4 estaba allí, tomando café lentamente. Plant y Ginyard habían pedido unos sandwiches con patatas fritas y pepinillos, aunque estaban intactos. La mesa estaba llena de comida y tazas de café. Plant se puso en pie y pasó al otro lado, de modo que él y su compañero pudieran mirar cara a cara a su víctima. Seguían con las gabardinas puestas. Kyle se sentó en el reservado.

La iluminación era escasa y decrépita, de modo que el rincón del fondo estaba oscuro. El estruendo de las máquinas del millón se mezclaba con el ruido del partido que emitían en el canal deportivo de la ESPN y que se veía en la pantalla plana de la barra.

—¿Hacen falta cuatro? —preguntó Kyle, señalando con la cabeza a los otros dos agentes sentados en el reservado a su espalda.

—Esos son solo los que usted puede ver —contestó Ginyard.

—¿Le apetece un sandwich? —dijo Plant.

—No.

Una hora antes se moría de hambre; pero, en esos momentos, sus sistemas digestivo, excretor y nervioso se encontraban al borde del colapso mientras intentaba respirar normalmente y aparentar que lo conseguía. Sacó un bolígrafo barato y una tarjeta y, con toda la calma que fue capaz de reunir, dijo:

—Me gustaría que me enseñaran esas placas otra vez.

Las respuestas que obtuvo fueron idénticas: primero incredulidad; luego ofensa y después un gesto de «qué más da» mientras rebuscaban en sus bolsillos y sacaban sus más preciadas posesiones. Las dejaron en la mesa, y Kyle cogió primero la de Ginyard. Anotó el nombre completo —Nelson Edward Ginyard— y el número de identificación cogiendo el bolígrafo con fuerza, igual que un alumno aplicado. La mano le temblaba, pero no creyó que nadie lo notara. Frotó el emblema de latón con cuidado, sin saber exactamente qué estaba buscando, pero tomándose todo su tiempo.

—¿Podría ver algún documento de identificación con fotografía? —pidió.

—Pero ¿qué demonios…?

—El documento, por favor.

—No.

—No pienso hablar hasta que haya acabado con los preliminares. Simplemente enséñeme su carnet de conducir. Yo le enseñaré el mío.

—Ya tenemos copia.

—Me da igual. El documento.

Ginyard puso los ojos en blanco mientras metía la mano en su bolsillo trasero. Sacó una cartera estropeada y mostró un permiso de conducir de Connecticut donde aparecía una siniestra foto del portador. Kyle la examinó y apuntó la fecha de nacimiento y los datos del permiso.

—Es peor que una foto de pasaporte —comentó.

—¿No quiere ver también una de mi mujer y mis hijos? —preguntó Ginyard, sacando una instantánea en color y lanzándola a la mesa.

—No, gracias. ¿De qué oficina son ustedes?

—De Hartford —contestó Ginyard y, señalando el otro reservado, añadió—: y ellos de Pittsburg.

A continuación, Kyle examinó la placa de Plant y su carnet de conducir. Cuando hubo acabado, sacó el móvil y empezó a teclear.

—¿Qué está usted haciendo? —preguntó Ginyard.

—Voy a comprobar sus identidades en internet.

—¿Cree usted que nos va a encontrar en alguna bonita página web del FBI? —preguntó Plant con un destello de furia. A ninguno de los dos parecía hacerles gracia, pero ninguno de ellos aparentaba preocupación.

—Sé en qué página buscar —dijo Kyle, introduciendo la dirección de un directorio federal poco conocido.

—No nos encontrará —le advirtió Ginyard.

—Esto llevará un minuto. ¿Dónde está la grabadora?

Plant sacó una grabadora digital del tamaño y forma de un cepillo de dientes eléctrico y la conectó.

—Por favor, digan la fecha, la hora y el lugar —ordenó Kyle con una seguridad en sí mismo que lo sorprendió incluso a él—. Y por favor, declaren que el interrogatorio todavía no ha empezado y que no se han hecho declaraciones previas.

—¡Sí, señor! —exclamó Plant—. ¡Me encantan los estudiantes de Derecho!

—Ve usted demasiada televisión —declaró Ginyard—. Adelante.

Plant colocó la grabadora en el centro de la mesa, entre un sandwich de atún y otro de pastrami, acercó un poco los labios y dijo lo que le habían dicho. Kyle estaba mirando el móvil, y cuando la página web apareció, introdujo el nombre de Nelson Edward Ginyard. Pasaron unos segundos, y nadie se sorprendió cuando se obtuvo confirmación de que existía un agente Ginyard en la oficina del FBI en Hartford.

—¿Quiere verlo? —preguntó Kyle, mostrándole la pequeña pantalla.

—Felicidades —replicó Ginyard—. ¿Ya está satisfecho?

—No. La verdad es que preferiría no tener que estar aquí.

—Puede marcharse cuando quiera —comentó Plant.

—Ustedes me pidieron diez minutos —dijo Kyle, mirando el reloj.

Los dos agentes se inclinaron hacia delante al mismo tiempo. Con cuatro codos en fila, el reservado pareció haber encogido de repente.

—¿Recuerda usted a un tipo llamado Bennie Wright que era investigador jefe de Delitos Sexuales en el departamento de Policía de Pittsburg?

El que había hablado era Ginyard, pero los dos miraban atentamente a Kyle, observando con atención todos sus tics nerviosos.

—No.

—¿No lo conoció hace cinco años, durante la investigación?

—No recuerdo haber conocido a ningún Bennie Wright. Podría ser, pero ese nombre no me suena. Al fin y al cabo, han pasado cinco años desde que no ocurrió ese suceso que nunca se produjo.

Los dos agentes meditaron la respuesta sin dejar de mirar fijamente a Kyle. Este tenía la impresión de que ambos querían decirle que estaba mintiendo.

En vez de eso, Ginyard dijo:

—Bueno, pues resulta que el detective Wright está en la ciudad y que le gustaría verlo a usted dentro de una hora.

—¿Otra reunión?

—Si no le importa… No será mucho rato, y es muy probable que pueda librarse de la acusación.

—¿Acusación de qué, exactamente?

—De violación.

—No hubo ninguna violación. Esa fue la conclusión a la que llegó la policía de Pittsburg, hace cinco años.

—Bueno, según parece, la chica ha vuelto —dijo Ginyard—. Ha rehecho su vida, se ha sometido a terapia intensiva y, lo mejor de todo, ahora se ha buscado una buena abogada.

Puesto que Ginyard no dijo más, no parecía que hubiera necesidad de responder. Kyle no pudo evitar encogerse un poco más. Miró la barra y los taburetes vacíos, echó un vistazo al televisor. Era un partido universitario, y las gradas estaban llenas de vociferantes estudiantes. Se preguntó qué hacía sentado donde se hallaba sentado.

«Sigue hablando —se dijo—, pero no les digas nada.»

—¿Puedo hacer una pregunta?

—Desde luego.

—Si la acusación se ha formalizado, ¿cómo se va a detener? ¿Por qué estamos hablando?

—Por orden del tribunal, está sometida a condición —explicó Ginyard—. Según el detective Wright, el fiscal tiene un trato que ofrecerle, una propuesta que en realidad viene del abogado de la víctima y que le permitirá a usted salir de este lío. Si sigue el juego, la acusación contra usted nunca verá la luz.

—Sigo sin entenderlo. Quizá debería llamar a mi padre.

—Eso es cosa suya; pero si es usted inteligente, esperará a haber hablado con el detective Wright.

—Ustedes no me han leído mis derechos.

—Esto no es un interrogatorio —intervino Plant—, y tampoco es una investigación —añadió cogiendo una grasienta patata frita del plato.

—Entonces, ¿qué demonios es?

—Una reunión.

Ginyard carraspeó, se recostó en el asiento y prosiguió: —Se trata de un delito estatal, Kyle. Todos lo sabemos. Normalmente no intervendríamos, pero puesto que usted está en Connecticut, y la acusación se formula en Pensilvania, los chicos de Pittsburg nos han pedido que les echemos una mano para concertar la próxima entrevista. Después de eso, les dejaremos campo libre.

—Sigo sin entenderlo.

—Vamos, una mente de abogado brillante como la suya… Seguro que no es tan tonto.

Se produjo una larga pausa mientras los tres sopesaban el siguiente movimiento. Plant devoró una segunda patata frita sin apartar los ojos de Kyle. Ginyard tomó un sorbo de café, torció el gesto por lo mal que sabía y siguió mirando. No había nadie jugando en las máquinas del millón. El establecimiento estaba desierto salvo por los cuatro agentes del FBI, el camarero —absorto en el partido— y Kyle.

Al fin, este se apoyó en los codos, se acercó a la grabadora y dijo en voz alta y clara:

—No hubo violación, no hubo delito. No hice nada malo.

—Estupendo, ¿por qué no habla con Wright?

—¿Y dónde está?

—A las diez en punto estará en el Holliday Inn de Saw Mili Road. Habitación 222.

—Es una mala idea. Creo que necesito un abogado.

—Puede que sí, puede que no —contestó Ginyard, acercándose, de modo que sus cabezas quedaron muy juntas—. Mire, sé que no se fía de nosotros, pero le ruego que me crea cuando le digo que debería usted hablar con Wright antes de decidir nada. Siempre puede llamar a un abogado o a su padre, aunque sea medianoche. O mañana. Si ahora se lo toma a la tremenda el resultado podría ser desastroso.

—Me marcho. Esta conversación ha terminado. Desconecte la grabadora.

Ninguno de los dos agentes hizo el menor gesto de apagarla, de modo que Kyle la miró un momento hasta que se acercó y dijo claramente:

—Soy Kyle McAvoy. Son las nueve menos diez de la noche y no tengo nada más que decir, de modo que me marcho de Buster’s Deli ahora mismo.

A continuación, se deslizó por el banco para salir; estaba a punto de levantarse cuando Plant le espetó:

—Tiene el vídeo.

Una coz en la entrepierna hubiera dolido menos. Kyle se aferró al vinilo rojo del asiento y creyó desmayarse. Lentamente se sentó de nuevo. Tenía la lengua y los labios secos, y el agua no le sirvió de gran cosa.

El vídeo. Uno de los miembros de la hermandad, uno de los borrachos de la fiesta, supuestamente había grabado algo con un móvil. Supuestamente había imágenes de una chica desnuda en un sofá, demasiado bebida para moverse mientras tres o cuatro hermanos Beta la contemplaban, también desnudos o camino de estarlo. Kyle recordaba vagamente la escena, pero nunca había visto la grabación. Según la leyenda de los Beta, había sido destruida. Los polis de Pittsburg la habían buscado sin encontrarla. Había desaparecido y había quedado sumida en el olvido y en el secreto de la hermandad Beta.

Plant y Ginyard volvían a mirarlo fijamente, codo con codo.

—¿Qué vídeo? —logró articular Kyle, pero su voz sonaba tan débil y tan poco convincente que ni él mismo se la creyó.

—El que ustedes, chicos, ocultaron a la policía —dijo Plant con rostro inexpresivo—. El vídeo que lo sitúa a usted en la escena del delito. El vídeo que le arruinará la vida y lo encerrará entre rejas durante más de veinte años.

¡Oh, ese vídeo!

—No sé de qué están hablando —contestó Kyle antes de beber más agua. Una arcada le atenazó el estómago y pensó que iba a vomitar.

—Yo creo que sí lo sabe —declaró Ginyard.

—¿Han visto ustedes esa grabación? —preguntó Kyle.

Los dos federales asintieron.

—Entonces saben que yo no toqué a esa chica.

—Puede que sí, y puede que no —dijo Ginyard—. Usted era un accesorio.

Kyle cerró los ojos y se masajeó las sienes para no vomitar. Aquella chica era una loca desmadrada que pasaba más tiempo en la casa de los Beta que en su dormitorio. Era una groupie, una pirada de las fiestas con abundante dinero de papá. Los miembros de la hermandad Beta se la habían pasado unos a otros y, cuando ella gritó «¡violación!», se callaron como muertos y se convirtieron en un muro impenetrable que negó cualquier autoría y proclamó su inocencia. La policía acabó por rendirse cuando se dio cuenta de que la chica era incapaz de dar detalles fiables. No se presentaron cargos, y por suerte ella acabó marchándose de Duquesne y desapareciendo. El increíble milagro de tan feo episodio fue que no se difundió y que no arruinó la vida de nadie más.

—La acusación lo cita a usted y a otros tres —dijo Ginyard.

—No hubo ninguna violación —insistió Kyle, sin dejar de masajearse las sienes—. Si hubo sexo, le aseguro que fue con el consentimiento de la chica.

—No pudo haber tal consentimiento si estaba desmayada —aclaró Ginyard.

—No estamos aquí para discutir, Kyle —intervino Plant—. Para eso están los abogados. Estamos aquí para llegar a un acuerdo. Si usted se decide a colaborar, todo esto quedará olvidado, al menos su participación en el asunto.

—¿Qué clase de trato?

—El detective Wright se lo explicará.

Kyle se echó hacia atrás y apoyó la cabeza en el respaldo del banco. Sentía deseos de suplicar, de rogar, de explicar que aquello no era justo, que estaba a punto de graduarse y pasar el examen del Colegio de Abogados para iniciar una brillante carrera profesional. Ante él se abría un futuro lleno de promesas, y tras él dejaba un pasado intachable. Bueno, casi.

Pero ellos ya sabían todo eso, ¿no? Miró la grabadora y decidió no darles nada de nada.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo—. Allí estaré.

Ginyard se acercó aún más.

—Tiene una hora por delante. Si hace una llamada telefónica, lo sabremos. Si trata de huir, lo seguiremos. ¿Lo ha entendido? No haga tonterías, Kyle. Está tomando la decisión correcta, se lo aseguro. Siga así, y la pesadilla acabará.

—No le creo.

—Ya lo verá.

Kyle los dejó con sus bocadillos fríos y el café malo. Subió a su jeep y condujo hasta su apartamento, a tres manzanas de distancia del campus. Rebuscó en el armario del baño de su compañero de habitación y encontró un Valium. Luego, cerró la puerta de su dormitorio, apagó la luz y se tumbó en el suelo.