Hay muchas novelas complejas, que deben mucho a muchos. Además de César Batman Güemes, Élmer Mendoza y Julio Bernal —mis carnales de Culiacán, Sinaloa—, La Reina del Sur nunca habría sido posible sin la amistad del mejor piloto de helicóptero del mundo: Javier Collado, a bordo de cuyo BO-105 viví muchas noches de caza nocturna persiguiendo planeadoras en el Estrecho. A Chema Becerro, patrón de una turbolancha HJ de Aduanas, debo la reconstrucción minuciosa del último viaje por mar de Santiago Fisterra, piedra de León incluida. Mi deuda de gratitud incluye a Patsi O’Brian y sus exactos recuerdos carcelarios, el asesoramiento técnico de Pepe Cabrera, Manuel Céspedes, José Bedmar, José Luis Domínguez Iborra Julio Verdú y Aurelio Carmona, la generosa amistad de Sealtiel Alatriste, Óscar Lobato, Eddie Campello, René Delgado, Miguel Tamayo y Germán Dehesa, el entusiasmo de mis editoras Amaya Elezcano y Marisol Schulz, la implacable mente bolmesiana de María José Prada y la sombra protectora de la siempre fiel Ana Lyons; sin olvidar a Sara Vélez, que prestó su rostro para la ficha policial y la foto de juventud de su compatriota Teresa Mendoza. Excepto algunos de los nombres antes citados, que aparecen con su identidad real en la novela, el resto —personas, direcciones, sociedades, embarcaciones, lugares— es ficción o ha sido utilizado con la libertad que es prestigio del novelista. En cuanto a los otros nombres que por razones obvias no pueden ser mencionados aquí, ellos saben quiénes son, cuánto les debe el autor y cuánto les debe esta historia.