Teo Aljarafe regresó dos días más tarde con un informe satisfactorio. Pagos recibidos puntualmente en Gran Caimán, gestiones para conseguir un pequeño banco propio y una naviera en Belice, buena rentabilidad de los fondos blanqueados y dispuestos, limpios de polvo y paja, en tres bancos de Zúrich y en dos de Liechtenstein. Teresa escuchó con atención su informe, revisó los documentos, firmó algunos papeles tras leerlos minuciosamente, y después se fueron a comer a casa Santiago, frente al paseo marítimo de Marbella, con Pote Gálvez sentado fuera, en una de las mesas de la terraza. Habas con jamón y chicharra asada, mejor y más jugosa que la langosta. Un Señorío de Lazán, reserva del 96. Teo estaba locuaz, simpático. Guapo. La chaqueta en el respaldo de la silla y las mangas de la camisa blanca con dos vueltas sobre los antebrazos bronceados, las muñecas firmes y ligeramente velludas, Patek Philippe, uñas pulidas, la alianza reluciendo en la mano izquierda. A veces volvía su perfil impecable de águila española, la copa o el tenedor a medio camino, para mirar hacia la calle, atento a quien entraba en el local. Un par de veces se levantó para saludar. Tomás Pestaña, que cenaba al fondo con un grupo de inversores alemanes, los había ignorado en apariencia cuando entraron. Pero al rato vino el camarero con una botella de buen vino. De parte del señor alcalde, dijo. Con sus saludos.
Teresa miraba al hombre que tenía ante ella, y meditaba. No iba a contarle ese día, ni mañana ni al otro, y tal vez no lo hiciera nunca, lo que llevaba en el vientre. Y sobre eso, además, algo resultaba bien curioso: al principio creyó que pronto empezaría a tener sensaciones, conciencia física de la vida que empezaba a desarrollarse en su interior. Pero no sentía nada. Sólo la certeza y las reflexiones a que ésta la llevaba. Quizá el pecho le había aumentado un poco, y también desaparecieron los dolores de cabeza; pero sólo se sentía encinta cuando meditaba sobre ello, leía otra vez el parte médico, o comprobaba las dos faltas marcadas en el calendario. Sin embargo —pensaba en ese instante, oyendo la conversación banal de Teo Aljarafe—, aquí estoy. Preñada como una vulgar maruja, que dicen en España. Con algo, o alguien, de camino, y todavía sin decidir qué voy a hacer con mi perrona vida, con la de esa criatura que aún no es nada pero será si lo consiento —miró atenta a Teo, como al acecho de una señal decisiva—. O con la vida de él.
—¿Hay algo en marcha? —preguntó Teo en voz baja, el aire distraído, entre dos sorbos al vino del alcalde.
—Nada de momento. Rutina.
A los postres él propuso ir a la casa de la calle Ancha o a cualquier buen hotel de la Milla de Oro, y pasar allí el resto de la tarde, y la noche. Una botella, un plato de jamón ibérico, sugirió. Sin prisas. Pero Teresa negó con la cabeza. Estoy cansada, dijo arrastrando la penúltima sílaba. Hoy no me apetece mucho.
—Hace casi un mes que no —comentó Teo.
Sonreía, atractivo. Tranquilo. Le rozó los dedos, tierno, y ella se quedó mirando su propia mano inmóvil sobre el mantel, igual que si no fuera realmente suya. Con aquella mano, pensó, le había disparado en la cara al Gato Fierros.
—¿Cómo están tus hijas?
La miró, sorprendido. Teresa nunca preguntaba por su familia. Era una especie de pacto tácito con ella misma, que siempre cumplía a rajatabla. Están bien, dijo tras un momento. Muy bien. Pues qué bueno, respondió ella. Qué bueno que estén bien. Y su mamá, supongo. Las tres.
Teo dejó la cucharilla del postre en el plato y se inclinó sobre la mesa, observándola con atención. Qué pasa, dijo. Cuéntame qué te ocurre hoy. Ella miró alrededor, la gente en las mesas, el tráfico en la avenida iluminada por el sol que empezaba a descender sobre el mar. No me pasa nada, respondió, bajando más la voz. Pero te he mentido, dijo después. Hay algo en marcha. Algo que no te conté todavía.
—¿Por qué?
—Porque no siempre te lo cuento todo.
La miró, preocupado. Impecable franqueza. Cinco segundos casi exactos, y luego desvió la vista hacia la calle. Cuando volvió a mirarla sonreía un poco. Bien chilo. Volvió a tocarle la mano y esta vez tampoco ella la retiró.
—¿Es importante?
Órale, se dijo Teresa. Así son las pinches cosas, y cada cual ayuda a hacerse su propio destino. Casi siempre la jaladita final viene de ti. Para lo bueno y para lo malo.
—Si —respondió—. Hay un barco en camino. Se llama Luz Angelita.
Había oscurecido. Los grillos cantaban en el jardín como si se hubieran vuelto locos. Cuando se encendieron las luces Teresa ordenó apagarlas, y ahora estaba sentada en los escalones del porche, la espalda contra uno de los pilares, mirando las estrellas sobre las espesas copas negras de los sauces. Tenía una botella de tequila con el precinto intacto entre las piernas, y atrás, en la mesa baja situada junto a las tumbonas, sonaba música mejicana en el estéreo. Música sinaloense que Pote Gálvez le había prestado aquella misma tarde, quihubo, patrona, esto es lo último de los Broncos de Reynosa que me consiguieron de allá, dígame nomás qué le parece:
Venía rengueando la yegua,
traía la carga ladeada.
Iba sorteando unos pinos
en la sierra de Chihuahua.
Poquito a poco, el gatillero enriquecía su colección de corridos. Le gustaban los más duros y violentos; más que nada, decía muy serio, para torcer la nostalgia, Que uno es de donde mero es, y ni modo. Su rockola particular incluía a toda la raza norteña, desde Chalino —palabras mayores, doña— hasta Exterminador, los Invasores de Nuevo León, el As de la Sierra, El Moreño, los Broncos, los Huracanes y demás grupos pesados de Sinaloa y de allí arriba; los que habían convertido la nota roja, de los diarios en materia musical, canciones que hablaban de tráficos y de muertos y de agarrarse a plomazos, de cargas de la fina, avionetas Cessna y trocar del año, federales, guachos, traficantes y funerales. Del mismo modo que en otro tiempo lo fueron los corridos de la Revolución, los narcocorridos eran ahora la nueva épica, la leyenda moderna de un México que estaba allí y no tenía intención de cambiar, entre otras razones porque parte de la economía nacional dependía de aquello. Un mundo marginal y duro, armas, corrupción y droga, donde la única ley que no se violaba era la ley de la oferta y la demanda.
Allí murió Juan el Grande,
pero defendió a su gente.
Hizo pasar a la yegua
y también mató al teniente.
Carga ladeada, se llamaba la canción. Como la mía, pensaba Teresa. En la cubierta del cede, los Broncos de Reynosa se daban la mano y uno de ellos dejaba entrever, bajo la chaqueta, una enorme escuadra al cinto. A veces observaba a Pote Gálvez mientras oía aquellas rolas, atenta a la expresión del gatillero. Seguían tomando juntos una copa de vez en cuando. Qué onda, Pinto, éntrale a un tequila. Y se quedaban allí los dos callados, oyendo música, el otro respetuoso y guardando la distancia, y Teresa lo veía chasquear la lengua y mover la cabeza, órale, sintiendo y recordando a su manera, pisteando mentalmente por el Don Quijote y La Ballena y los antros culichis que le vagaban por la memoria, añorando quizás a su compa el Gato Fierros, que a esas horas no era más que huesos embutidos en cemento, bien lejos de sus rumbos, sin nadie que le llevara flores al panteón y sin nadie que le cantara corridos a su puerca memoria de hijo de la chingada, el Gato, sobre quien Pote Gálvez y Teresa no habían vuelto a cambiar una sola palabra, nunca.
A don Lamberto Quintero
lo seguía una camioneta.
Iban con rumbo al Salado,
nomás a dar una vuelta.
En el estéreo sonaba ahora el corrido de Lamberto Quintero, que con el del Caballo Blanco de José Alfredo era uno de los favoritos de Pote Gálvez. Teresa vio la sombra del gatillero asomarse a la puerta del porche, echar un vistazo y retirarse en seguida. Lo sabía allá dentro, siempre al alcance de su voz, escuchando. Usted ya tendría corridos para saltarse la barda si estuviera en nuestra tierra, patrona, había dicho una vez, como al hilo de otra cosa. No añadió a lo mejor yo también saldría en algunos; pero Teresa sabia que lo pensaba. En realidad, decidió mientras le quitaba el precinto al Herradura Reposado, todos los pinches hombres aspiraban a eso. Como el Güero Dávila. Como el mismo Pote. Como, a su manera, Santiago Fisterra. Figurar en la letra de un corrido real o imaginario, música, vino, mujeres, dinero, vida y muerte, aunque fuese al precio del propio cuero. Y nunca se sabe, pensó de pronto, mirando la puerta por la que había asomado el gatillero. Nunca se sabe, Pinto. A fin de cuentas, el corrido siempre te lo escriben otros.
Un compañero le dice:
nos sigue una camioneta.
Lamberto sonriendo dijo:
Pa’ qué están las metralletas.
Bebió directamente de la botella. Un trago largo que bajó por su garganta con la fuerza de un disparo. Aún con la botella en la mano alargó un poco el brazo, en alto, ofreciéndosela con una mueca sarcástica a la mujer que la contemplaba entre las sombras del jardín. Pura cabrona que no te quedaste en Culiacán, y a veces ya no sé si eres tú quien pasó a este lado, o yo la que me fui allá contigo, o si cambiamos papeles en la farsa y a lo mejor eres tú la que está sentada en el porche de esta casa y yo, la que estoy medio escondida mirándote a ti y a lo que llevas en las entrañas. Había hablado de eso una vez más —intuía que la última— con Oleg Yasikov aquella misma tarde, cuando el ruso la visitó para ver si estaba a punto lo del hachís, después que todo estuvo hablado y salieron a pasear hasta asomarse a la playa como solían. Yasikov la miraba de soslayo, estudiándola a la luz de algo nuevo que no era mejor ni peor sino más triste y frío. Y no sé, dijo, si ahora que me has contado ciertas cosas yo te veo diferente, o eres tú, Tesa, la que de alguna forma está cambiando. Sí. Hoy, mientras conversábamos, te miraba. Sorprendido. Nunca me habías dado tantos detalles ni hablado en ese tono. Niet. Parecías un barco soltando amarras. Perdona si no me expreso bien. Sí. Son cosas complicadas de explicar. Hasta de pensar.
Lo voy a tener, dijo ella de pronto. Y lo hizo sin meditarlo antes, a bocajarro, tal como la decisión se fraguaba en ese instante dentro de su cabeza, vinculada a otras decisiones que ya había tomado y a las que estaba a punto de tomar. Yasikov permaneció parado, inexpresivo, un rato mas bien largo; y luego movió la cabeza, no para aprobar nada, que no era asunto suyo, sino para sugerir que ella era dueña de tener lo que quisiera, y también que la creía muy capaz de atenerse a las consecuencias. Dieron unos pasos y el ruso miraba el mar que se agrisaba con el atardecer, y por fin, sin volverse a ella, dijo: nunca te dio miedo nada, Tesa. Niet de niet. Nada. Desde que nos conocemos no te he visto dudar cuando te jugabas la libertad y la vida. Nunca jamás. Por eso te respeta la gente. Sí. Por eso te admiro yo.
—Y por eso —concluyó— estás donde estás. Sí. Ahora.
Fue entonces cuando ella se rió fuerte, de un modo extraño que hizo volver la cabeza a Yasikov. Ruso de tu pinche madre, dijo. No tienes la menor idea. Yo soy la otra morra que tú no conoces. La que me mira, o ésa a la que miro; ya no estoy segura ni de mí. La única certeza es que soy cobarde, sin nada de lo que hay que tener. Fíjate: tanto miedo tengo, tan débil me siento, tan indecisa, que gasto mis energías y mi voluntad, las quemo todas hasta el último gramo, en ocultarlo. No puedes imaginar el esfuerzo. Porque yo nunca elegí, y la letra me la escribieron todo el tiempo otros. Tú. Pati. Ellos. Figúrate lo pendeja. No me gusta la vida en general, ni la mía en particular. Ni siquiera me gusta la vida parásita, minúscula, que ahora llevo dentro. Estoy enferma de algo que hace tiempo renuncié a comprender, y ni siquiera soy honrada, porque me lo callo. Son doce años los que llevo así. Todo el tiempo disimulo y callo.
Después de eso quedaron los dos en silencio, mirando cómo terminaba de oscurecerse el mar. Al fin Yasikov movió otra vez la cabeza, muy lentamente.
—¿Has tomado una decisión sobre Teo? —preguntó con suavidad.
—No te preocupes por él.
—La operación…
—Tampoco te preocupes por la operación. Todo está en regla. Incluido Teo.
Bebió más tequila. Las palabras del corrido de Lamberto Quintero fueron quedando atrás cuando se puso en pie y caminó botella en mano por el jardín, junto al rectángulo oscuro de la piscina. Mirando pasar las morras él estaba descuidado, decía la canción. Cuando unas armas certeras la vida allí le quitaron. Anduvo entre los árboles; las ramas bajas de los sauces le rozaban el rostro. Las últimas estrofas se apagaron a su espalda. Puente que va a Tierra Blanca, tú que lo viste pasar. Recuérdales que a Lamberto nunca se podrá olvidar. Llegó hasta la puerta que daba a la playa, y en ese momento oyó tras ella, sobre la gravilla, los pasos de Pote Gálvez.
—Déjame sola —dijo sin volverse.
Los pasos se detuvieron. Siguió caminando y se quitó los zapatos cuando sintió bajo sus pies la arena blanda. Las estrellas formaban una bóveda de puntos luminosos hasta la línea oscura del horizonte, sobre el mar que rumoreaba en la playa. Fue hasta la orilla, dejando que el agua le mojase los pies en sus idas y venidas. Había dos luces separadas e inmóviles: pesqueros que faenaban cerca de la costa. La claridad lejana del hotel Guadalmina la iluminó un poco cuando se quitó los tejanos, las bragas y la camiseta, para luego adentrarse muy despacio en el agua que le erizaba la piel. Todavía llevaba la botella en la mano, y bebió otra vez para quitarse el frío, un trago muy largo, vapor de tequila que ascendió por la nariz hasta sofocarle el aliento, el agua en las caderas, olas suaves que la balanceaban sobre los pies clavados en la arena del fondo. Después, sin atreverse a mirar a la otra mujer que estaba en la playa junto al montoncito de ropa, observándola, arrojó la botella al mar y se dejó hundir en el agua fría, sintiéndola cerrarse, negra, sobre su cabeza. Nadó unos metros a ras del fondo y luego emergió sacudiéndose el cabello y el agua de la cara. Entonces empezó a internarse mas y más en la superficie oscura y fría, impulsándose con movimientos firmes de las piernas y los brazos, metiendo la cara hasta la altura de los ojos y alzándola de nuevo para respirar, adentro y más adentro cada vez, alejándose de la playa hasta que ya no hizo pie y todo desapareció paulatinamente excepto ella y el mar. Aquella masa sombría como la muerte a la que sentía deseos de entregarse, y descansar.
Regresó. Volvió sorprendida de hacerlo, mientras le daba vueltas a la cabeza intentando averiguar por qué no había seguido nadando hasta el corazón de la noche. Creyó adivinarlo cuando pisaba de nuevo el fondo de arena, medio aliviada y medio aturdida al sentir la tierra firme, y salió del agua estremeciéndose por el frío sobre su piel mojada. La otra mujer se había ido. Ya no estaba junto a la ropa tirada en la playa. Sin duda, pensó Teresa, ha decidido adelantarse, y me espera allí adonde voy.
La claridad verdosa del radar iluminaba desde abajo, en la penumbra, la cara del patrón Cherki, los pelos blancos que le despuntaban en la barbilla mal afeitada.
—Ahí está —dijo, señalando un punto oscuro en la pantalla.
La vibración de la máquina del Tarfaya hacía temblar los mamparos de la estrecha timonera. Teresa estaba apoyada junto a la puerta, protegida del frío de la noche por un jersey grueso de cuello alto, las manos en los bolsillos del chaquetón de agua. Tocando la pistola con la derecha. El patrón se volvió a mirarla.
—En veinte minutos —dijo— si usted no dispone otra cosa.
—Es su barco, patrón.
Rascándose la cabeza bajo el gorro de lana, Cherki echó un vistazo a la pantallita iluminada del GPS. La presencia de Teresa lo incomodaba, como al resto de los tripulantes. Era inusual, protestó al principio. Y peligroso. Pero nadie le había dicho que pudiera elegir. Tras confirmar la posición, el marroquí hizo girar la rueda del timón a estribor, observando atento cómo la aguja del compás iluminado en la bitácora se establecía en el punto deseado, y después puso el piloto automático. En la pantalla de radar, el eco estaba ahora justo en la proa, a veinticinco grados de la flor de lis que en el compás señalaba el norte. Diez millas justas. Los otros puntitos oscuros, débiles rastros de dos planeadoras que se habían alejado después de transbordar al pesquero sus últimos fardos de hachís, estaban fuera del alcance del radar desde hacía treinta minutos. El banco de Xauen ya quedaba muy atrás, por la popa.
—Iallah Bismillah —dijo Cherki.
Vamos allá, tradujo Teresa. En el nombre de Dios. Aquello la hizo sonreír en la penumbra. Mejicanos, marroquíes o españoles, casi todos tenían su santo Malverde en alguna parte. Comprobó que Cherki se volvía de vez en cuando, observándola con curiosidad y mal disimulado reproche. Era un marroquí de Tánger, pescador veterano. Aquella noche ganaba lo que sus palangres no le daban en cinco años. El balanceo del Tarfaya en la marejada se atenuó un poco cuando el patrón empujó la palanca para aumentar la velocidad en el nuevo rumbo, intensificándose el estrépito de la máquina. Teresa vio que la corredera subía hasta los seis nudos. Miró afuera. Al otro lado de los cristales empañados de salitre, la noche discurría negra como la tinta negra. Ahora iban con las luces de navegación encendidas; en los radares se les veía lo mismo con luces que sin ellas, y un barco apagado levantaba sospechas. Encendió otro cigarrillo para atenuar los olores: el gasóleo que sentía en el estómago, la grasa, los palangres, la cubierta impregnada del rastro de pescado viejo. Sentía un apunte de náusea. Y espero no marearme ahora, pensó. A estas alturas. Con todos esos cabrones mirando.
Salió afuera, a la noche y a la cubierta mojada por el relente. La brisa le revolvió el cabello, aliviándola un poco. Había sombras acurrucadas contra la regala, entre los fardos de cuarenta kilos envueltos en plástico, con asas para facilitar su transporte: cinco marroquíes bien pagados, de confianza, que como el patrón Cherki ya habían trabajado otras veces para Transer Naga. A proa y a popa, medio perfiladas en las luces de navegación del pesquero, Teresa distinguió dos sombras más: sus escoltas. Marroquíes de Ceuta, jóvenes, silenciosos y en buena forma, de lealtad probada, cada uno con una pistola ametralladora Ingram 380 con cincuenta balas bajo el chaquetón y dos granadas MK2 en los bolsillos. Harkeños, los llamaba el doctor Ramos, que disponía de una docena de hombres para situaciones como aquélla. Llévese dos harkeños, jefa, había dicho. Para quedarme yo tranquilo mientras usted se encuentra a bordo. Ya que se empeña en ir esta vez, lo que me parece un riesgo innecesario y una locura, y encima no se lleva a Pote Gálvez, permítame al menos organizar un poco su seguridad. Ya sé que todo el mundo está bien pagado y tal. Pero por si las moscas.
Fue hasta la popa y comprobó que la última goma, una Valiant de diez metros de eslora con dos potentes cabezones, seguía allí, remolcada por un grueso cabo, aún con treinta fardos a bordo y su piloto, otro marroquí, bajo unas mantas. Después fumó apoyada en la regala húmeda, mirando el rastro fosforescente de la espuma que levantaba la proa del pesquero. No necesitaba estar allí, y lo sabía. El malestar de su estómago se agudizó como un reproche. Pero no era ésa la cuestión. Había querido ir, supervisarlo todo en persona, por motivos complejos que tenían mucho que ver con las ideas que la rondaban en los últimos días. Con el curso inevitable de cosas que ya no tenían vuelta atrás. Y sintió miedo —el familiar e incómodo antiguo miedo físico, arraigado en su memoria y en los músculos de su cuerpo— cuando horas antes se acercaba en el Tarfaya a la costa marroquí para supervisar la operación de carga desde las gomas, sombras planas y bajas, figuras oscuras, voces apagadas sin una luz, sin un ruido innecesario, sin otro contacto por radio que anónimos chasquidos de los boquitoquis en sucesivas frecuencias preestablecidas, una sola llamada de teléfono móvil por cada embarcación para comprobar que todo iba bien en tierra, mientras el patrón Cherki vigilaba con ansiedad el radar al acecho de un eco, de la mora, de un imprevisto, del helicóptero, del foco que los iluminase y desatara el desastre o el infierno. En algún lugar de la noche, mar adentro, a bordo del Fairline Squadron, luchando contra el mareo a base de comprimidos y resignación, Alberto Rizocarpaso estaba sentado ante la pantalla de un PC portátil conectado a Internet, con sus aparatos de radio y sus teléfonos y sus cables y sus baterías alrededor, supervisando todo aquello como un controlador de tráfico aéreo sigue el movimiento de los aviones que le son confiados. Más al norte, en Sotogrande, el doctor Ramos estaría fumando una pipa tras otra, atento a la radio y a los teléfonos móviles por los que nunca había hablado nadie antes, y que sólo iban a usarse una vez esa noche. Y en un hotel de Tenerife, muchos cientos de millas hacia el Atlántico, Farid Lataquia jugaba las últimas cartas del arriesgado farol que iba a permitir, con suerte, rematar Tierna infancia según los planes previstos.
Es cierto, pensó Teresa. Tenía razón el doctor. No necesito estar aquí, y sin embargo aquí me veo, apoyada en la borda de este pesquero maloliente, arriesgando la libertad y la vida, jugando el extraño juego al que no puedo sustraerme esta vez. Despidiéndome de tantas y tantas cosas que mañana, cuando salga el sol que ahora anda reluciendo por el cielo de Sinaloa, habrán quedado atrás para siempre. Con una Beretta bien engrasada y con el cargador repleto de parque parabellum que me pesa en el bolsillo. Una escuadra que no cargo encima desde hace doce años, y que tiene más que ver conmigo, si algo ocurre, que con los otros. Mi garantía de que si algo sale mal no iré a una pinche cárcel marroquí, ni tampoco a una española. La certeza de que en cualquier momento puedo ir a donde yo quiera ir.
Arrojó la colilla al mar. Es como pasar el último trámite, reflexionaba. La última prueba antes de descansar. O la penúltima.
—El teléfono, señora.
Tomó el celular que le alargaba el patrón Cherki, entró en la timonera y cerró la puerta. Era un SAZ88 especial, codificado para uso de la policía y los servicios secretos, del que Farid Lataquia había conseguido seis unidades pagando una fortuna en el mercado clandestino. Mientras se lo llevaba a la oreja miró el eco que el patrón señalaba en la pantalla de radar. A una milla, la mancha oscura del Xoloitzcuintle se concretaba con cada barrido de la antena. Había una luz en el horizonte, entrevista en la marejada.
—¿Es el faro de Alborán? —preguntó Teresa.
—No. Alborán está a veinticinco millas y el faro se ve sólo desde diez. Esa luz es el barco.
Escuchó a través del teléfono. Una voz masculina dijo «verde y rojo a mis ciento noventa». Teresa se volvió a comprobar el GPS, miró de nuevo la pantalla de radar, y lo repitió en voz alta mientras el patrón movía el círculo de alcance del radar para calcular la distancia. «Todo okey por mi verde», dijo entonces la voz del teléfono; y antes de que Teresa repitiese esas palabras se cortó la comunicación.
—Nos están viendo —dijo Teresa—. Vamos a abarloarnos por su estribor.
Estaban fuera de las aguas marroquíes, pero eso no eliminaba el peligro. Miró a través de los cristales hacia el cielo, temiendo ver aparecer la sombra de mal agüero del helicóptero de Aduanas. Quizá sea el mismo piloto, pensó, quien vuele esta noche. Cuánto tiempo entre una y otra. Entre esos dos instantes de mi vida.
Marcó el número memorizado de Rizocarpaso. Cuéntame de arriba, dijo al oír el lacónico «Cero Cero» del gibraltareño. «En el nido y sin novedad», fue la respuesta. Rizocarpaso estaba en contacto telefónico con dos hombres, situado uno en la cima del Peñón con unos potentes binoculares nocturnos, y otro en la carretera que pasaba cerca de la base del helicóptero en Algeciras. Cada uno con su celular. Centinelas discretos.
—El pájaro sigue en tierra —le comentó a Cherki, cortando la comunicación.
—Gracias a Dios.
Había tenido que contenerse para no preguntar a Rizocarpaso por el resto de la operación. La fase paralela. A esa hora ya debían tenerse noticias, y la ausencia de novedad empezaba a inquietarla. O visto de otro modo, se dijo con una mueca amarga, a tranquilizarla. Miró el reloj de latón atornillado en un mamparo de la timonera. En cualquier caso, de nada servía atormentarse más. El gibraltareño comunicaría la noticia cuando la supiera.
Ahora se apreciaban nítidas las luces del barco. El Tarfaya iba a apagar las suyas cuando estuviese cerca, para camuflarse con su eco de radar. Miró la pantalla. Media milla.
—Puede preparar a su gente, patrón.
Cherki abandonó la timonera, y Teresa lo oyó dar órdenes. Cuando ella se asomó a la puerta, las sombras ya no estaban acurrucadas junto a la regala: se movían por cubierta disponiendo cabos y defensas, y apilando fardos en la amura de babor. Se había cobrado el cabo de remolque, y el motor de la Valiant resonaba mientras su piloto se disponía a efectuar sus propias evoluciones. Los harkeños del doctor Ramos continuaban inmóviles, sus Ingram y sus granadas bajo la ropa, como si nada fuera con ellos. El Xoloitzcuintle se distinguía muy bien ahora, con los contenedores apilados en cubierta y sus luces de navegación, blanca de alcance y verde de estribor, reflejándose en las crestas de la marejada. Teresa lo veía por primera vez, y aprobó la elección de Farid Lataquia. Una obra muerta poco elevada, que la carga acercaba al nivel del mar. Eso iba a facilitar la maniobra.
Cherki regresó a la timonera, desconectó el piloto automático y empezó a gobernar a mano, aproximando con cuidado el pesquero al portacontenedores, paralelo a la banda de estribor y por su aleta. Teresa encaró los prismáticos para estudiar el barco: disminuía la marcha, sin llegar a detenerse. Vio hombres moviéndose entre los contenedores. Arriba, en el alerón de estribor del puente, otros dos observaban el Tarfaya: sin duda el capitán y un oficial.
—Puede apagar, patrón.
Estaban lo bastante cerca para que los respectivos ecos de radar se fundieran en uno. El pesquero quedó a oscuras, iluminado sólo por las luces del otro barco, que había alterado ligeramente el rumbo para protegerlos en su banda de sotamar. Ya no se veía la luz de alcance, y la verde relucía en el alerón del puente como una esmeralda cegadora. Estaban casi abarloados, y tanto en la banda del pesquero como en la del portacontenedores los marineros disponían gruesas defensas. El Tarfaya ajustó su velocidad, avante despacio, a la del Xoloitzcuintle. Unos tres nudos, calculó Teresa. Un momento después oyó un disparo apagado: el chasquido del lanzacabos. Los hombres del pesquero recogieron el cabo que iba al extremo de la guía y lo afirmaron en las bitas de cubierta, sin tensar demasiado. El lanzacabos disparó otra vez. Un largo a proa, otro a popa. Manejando cuidadosamente el timón, el patrón Cherki se abarloó al portacontenedores, borda con borda, y dejó la máquina en marcha pero sin engranar. Los dos barcos navegaban ahora a la misma velocidad, el grande gobernando al chico. La Valiant, hábilmente maniobrada por su piloto, ya estaba también amadrinada al Xoloitzcuintle, a proa del pesquero, y Teresa vio cómo los tripulantes del barco empezaban a izar fardos. Con suerte, pensó vigilando el radar mientras tocaba la madera del timón, todo habrá terminado en una hora.
Veinte toneladas rumbo al Mar Negro, sin escalas. Cuando la goma arrumbó al noroeste recurriendo al GPS conectado al radar Raytheon, las luces del Xoloitzcuintle se perdían en el horizonte oscuro, muy a levante. El Tarfaya, que había vuelto a encender las suyas, estaba algo más cerca, su luz de alcance balanceándose en la marejada, navegando sin prisas hacia el sudoeste. Teresa dio una orden, y el piloto de la planeadora empujó la palanca del gas, aumentando la velocidad, el casco de la semirrígida pantoqueando en las crestas, los dos harkeños sentados en la proa para darle estabilidad, las capuchas de las chaquetas de agua subidas para protegerse de los rociones.
Teresa marcó de nuevo el número memorizado, y al oír el seco «Cero Cero» de Rizocarpaso dijo sólo: los niños están acostados. Luego se quedó mirando la oscuridad hacia poniente, como si pretendiera ver cientos de millas más allá, y preguntó si había novedad. «Negativo», fue la respuesta. Cortó la comunicación y miró la espalda del piloto sentado en el banco central de gobierno de la Valiant. Preocupada. La vibración de los potentes motores, el rumor del agua, los golpes en la marejada, la noche alrededor como una esfera negra, traían recuerdos buenos y malos; pero no era ése el momento, concluyó. Había demasiadas cosas en juego, cabos sueltos que iban a ser anudados. Y cada jalón que la planeadora recorría a treinta y cinco nudos, milla tras milla, la acercaba a la resolución ineludible de esos asuntos. Sintió deseos de prolongar la carrera nocturna desprovista de referencias, con lucecitas muy lejanas que apenas marcaban la tierra o la presencia de otros barcos en las tinieblas. Prolongarla indefinidamente para retrasarlo todo, suspendida entre el mar y la noche, lugar intermedio sin responsabilidades, simple espera, con los cabezones rugientes empujando a la espalda, la goma de las bandas tensándose elástica en cada salto del casco, el viento en la cara, las salpicaduras de espuma, la espalda oscura del hombre inclinado sobre los mandos que tanto le recordaba la espalda de otro hombre. De otros hombres.
Era, en suma, una hora tan sombría como ella misma. La propia Teresa. O al menos así sentía la noche y así se sentía ella. El cielo sin el fino creciente de luna que sólo había durado un rato, desprovisto de estrellas, con una bruma que se iba entablando inexorable desde levante, y que en ese momento engullía el último reflejo de la luz de alcance del Xoloitzcuintle. Teresa escudriñándose atenta el corazón seco, la cabeza tranquila que ordenaba cada una de las piezas pendientes como si fuesen billetes de dólar en los fajos que manejó siglos atrás en la calle Juárez de Culiacán, hasta el día en que la Bronco negra se detuvo a su lado, y el Güero Dávila bajó la ventanilla, y ella, sin saberlo, emprendió el largo camino que ahora la tenía allí, junto al Estrecho de Gibraltar, enredada en el bucle de tan absurda paradoja. Había pasado el río en plena crecida, con la carga ladeada. O estaba a punto de hacerlo.
—El Sinaloa, señora.
El grito la sobresaltó, arrancándola de sus pensamientos. Híjole, se dijo. Precisamente Sinaloa, esta noche y ahora. El piloto señalaba las luces que se acercaban rápidamente al otro lado de los rociones de agua y las siluetas de los guardaespaldas agazapados en la proa. El yate navegaba iluminado, blanco y esbelto, las luces hiriendo el mar, con rumbo nordeste. Inocente como una paloma, pensó mientras el piloto hacía describir un amplio semicírculo a la Valiant y la acercaba a la plataforma de popa, donde un marinero estaba listo para recibirla. Antes de que los guaruras que acudían a sostenerla llegasen hasta ella, Teresa calculó el vaivén, apoyó un pie en un costado de la goma, y saltó a bordo aprovechando el impulso del siguiente bandazo. Sin despedirse de los de la lancha ni mirar atrás anduvo por cubierta, entumecidas las piernas por el frío, mientras el marinero soltaba el cabo y la planeadora se iba rugiendo. con sus tres ocupantes, misión cumplida, de vuelta a su base de Estepona. Teresa bajó a quitarse el salitre del rostro con agua dulce, encendió un cigarrillo y se sirvió tres dedos de tequila en un vaso. Bebió de golpe frente al espejo del baño, sin respirar. La violencia del trago le arrancó lágrimas, y se quedó allí, el cigarrillo en una mano y el vaso vacío en la otra, mirando aquellas gotas caerle despacio por la cara. No le gustó su expresión; o tal vez la expresión no era suya, sino que pertenecía a la mujer que miraba desde el espejo: cercos bajo los ojos, el pelo revuelto y rígido de sal. Y aquellas lágrimas. Volvían a encontrarse, y parecía más cansada y más vieja. De pronto fue al camarote, abrió el armario donde estaba el bolso, extrajo la cartera de piel con sus iniciales y estuvo un rato estudiando la ajada media fotografía que siempre guardaba allí, la mano en alto y la foto ante los ojos, comparándose con la morra joven de ojos muy abiertos, el brazo del Güero Dávila enfundado en la chamarra de piloto, protector, sobre sus hombros.
Sonó el teléfono codificado que llevaba en el bolsillo de los tejanos. La voz de Rizocarpaso informó brevemente, sin adornos ni explicaciones innecesarias. «El padrino de los niños ha pagado el bautizo», dijo. Teresa pidió confirmación, y el otro respondió que no había duda: «Acudió a la fiesta toda la familia. Acaban de confirmarlo en Cádiz». Teresa cortó la comunicación y se metió el celular en el bolsillo. Sentía regresar la náusea. El alcohol ingerido combinaba mal con el ronroneo del motor y el balanceo del barco. Con lo que acababa de escuchar y con lo que iba a ocurrir. Devolvió cuidadosamente la foto a la cartera, apagó el cigarrillo en el cenicero, calculó los tres pasos que la separaban del váter, y tras recorrer con calma esa distancia se arrodilló para vomitar el tequila y el resto de sus lágrimas.
Cuando salió a cubierta, lavada otra vez la cara y abrigada por la chaqueta de agua sobre el jersey de cuello alto, Pote Gálvez aguardaba inmóvil, silueta negra apoyada en la regala.
—¿Dónde está? —preguntó Teresa.
El gatillero tardó en responder. Como si lo pensara. O como si le diera a ella la oportunidad de pensarlo.
—Abajo —dijo al fin—. En el camarote número cuatro.
Teresa descendió, sujetándose al pasamanos de teca. En el pasillo, Pote Gálvez murmuró con permiso, patrona, adelantándose para abrir la puerta cerrada con llave. Echó un vistazo profesional al interior y después se hizo a un lado para dejarle paso. Teresa entró, seguida por el gatillero, que volvió a cerrar la puerta a su espalda.
—Vigilancia Aduanera —dijo Teresa— ha abordado esta noche el Luz Angelita.
Teo Aljarafe la miraba inexpresivo, como si estuviera lejos y nada de eso tuviera que ver con él. La barba de un día le azuleaba el mentón. Se encontraba tumbado en la litera, vestido con unos arrugados pantalones chinos y un suéter negro, en calcetines. Sus zapatos estaban en el suelo.
—Lo asaltaron trescientas millas al oeste de Gibraltar —prosiguió Teresa—. Hace un par de horas. En este momento lo llevan a Cádiz… Iban siguiéndole la pista desde que zarpó de Cartagena… ¿Sabes de qué barco te hablo, Teo?
—Claro que lo sé.
Él ha tenido tiempo, se dijo ella. Aquí dentro. Tiempo para meditar. Pero ignora dónde se jugó el albur de la sentencia.
—Hay algo que no sabes —explicó Teresa—. El Luz Angelita viene limpio. Lo más ilegal que van a encontrar en él, cuando lo desguacen, serán un par de botellas de whisky que no pagaron impuestos… ¿Comprendes lo que eso significa?
El otro se quedó inmóvil, la boca entreabierta, procesando aquello.
—Un señuelo —dijo al fin.
—Eso mismo. ¿Y sabes por qué no te informé antes de que ese barco era un señuelo?… Porque necesitaba que, cuando pasaras la información a la gente para la que haces de madrina, todos lo creyeran igual que lo creíste tú.
Seguía mirándola del mismo modo, con extrema atención. Dirigió un vistazo fugaz a Pote Gálvez y volvió a mirarla a ella.
—Has hecho otra operación esta noche.
Sigue siendo listo y me alegro, pensó ella. Quiero que entienda por qué. De otro modo sería más fácil, quizás. Pero quiero que lo entienda. Tiene usted una enfermedad incurable. Chale. Un hombre tiene derecho a eso. A que no le mientan sobre su final. Todos mis hombres murieron sabiendo siempre por qué morían.
—Sí. Otra operación de la que tú no te enteraste. Mientras los coyotes de Aduanas se frotaban las manos, abordando el Luz Angelita en busca de una tonelada de coca que nunca embarcó, nuestra gente hacía negocios en otro sitio.
—Muy bien planeado… ¿Desde cuándo lo sabes?
Podría negar, pensó de pronto. Podría negarlo todo, protestar indignado, decir que me he vuelto loca. Pero ha pensado lo suficiente desde que Pote lo encerró aquí. Me conoce. Para qué perder el tiempo, pensará. Para qué.
—Desde hace mucho. Ese juez de Madrid… Espero que hayas obtenido beneficios de esto. Aunque me gustaría saber que no lo hiciste por dinero.
Teo torció la boca y a ella le gustó aquel temple. Casi lograba sonreír, el bato. Pese a todo. Sólo parpadeaba en exceso. Nunca hasta entonces lo había visto parpadear tanto.
—No lo hice sólo por dinero.
—¿Te presionaron?
Otra vez casi apuntó la sonrisa. Pero fue sólo una mueca sarcástica. Con poca esperanza.
—Imagínate.
—Comprendo.
—¿De veras comprendes? —Teo analizaba aquella palabra, el ceño fruncido, en busca de augurios sobre su futuro—… Sí, puede ser. Eras tú o era yo.
Tú o yo, repitió Teresa en sus adentros. Pero olvida a los otros: el doctor Ramos, Farid Lataquia, Rizocarpaso… Todos los que confiaron en él y en mí. Gente de la que somos responsables. Docenas de personas fieles. Y un judas.
—Tú o yo —dijo en voz alta.
—Exacto.
Pote Gálvez parecía fundido con las sombras de los mamparos, y ellos dos se miraban a los ojos con calma. Una conversación como tantas. De noche. Faltaba música, una copa. Una noche igual que otras.
—¿Por qué no viniste a contármelo?… Podríamos haber dado con una solución.
Teo negó con la cabeza. Se había sentado en el borde de la litera, los calcetines en el piso.
—A veces todo se complica —dijo con sencillez—. Uno se enreda, se rodea de cosas que se vuelven imprescindibles. Me dieron la oportunidad de salirme, conservando lo que tengo… Borrón y cuenta nueva.
—Sí. Creo que también puedo comprender eso.
De nuevo aquella palabra, comprender, pareció traspasar la mente de Teo como una esperanza. La miraba muy atento.
—Puedo contarte lo que quieras saber —dijo—. No habrá necesidad de que me…
—Te interroguen.
—Eso es.
—Nadie va a interrogarte, Teo.
Seguía observándola, expectante, sopesando aquellas palabras. Más parpadeo. Un vistazo rápido a Pote Gálvez, de nuevo a ella.
—Muy hábil, lo de esta noche —dijo al fin, con cautela—. Usarme para colocar el señuelo… Ni se me pasó por la imaginación… ¿Era coca?
Tanteo, se dijo ella. Todavía no renuncia a vivir.
—Hachís —respondió—. Veinte toneladas.
Teo se quedó pensándolo. De nuevo el intento de sonrisa que no llegaba a cuajarle en la boca.
—Supongo que no es buena señal que me lo cuentes —concluyó.
—No. La neta que no lo es.
Teo ya no parpadeaba. Seguía alerta, en busca de otras señales que sólo él sabía cuáles eran. Sombrío. Y si no lees en mi cara, se dijo ella, o en mi forma de callar lo que me callo, o en la manera en que escucho lo que todavía tienes que decir, es que todo este tiempo junto a mí no te sirvió de nada. Ni las noches ni los días, ni la conversación ni los silencios. Dime entonces adónde mirabas al abrazarme, pinche pendejo. Aunque tal vez resulte que tienes dentro más casta de la que creí. Si es así, te juro que me tranquiliza. Y me alegra. Cuanto más puro hombres sean tú y todos, más me tranquiliza y más me alegra.
—Mis hijas —murmuró Teo de pronto.
Parecía comprender al fin, como si hasta entonces hubiese considerado otras posibilidades. Tengo dos hijas, repitió absorto, mirando a Teresa sin mirarla. La débil luz de la lámpara del camarote le hundía mucho las mejillas, dos manchas negras prolongadas hasta las mandíbulas. Ya no parecía un águila española y arrogante. Teresa observó el rostro impasible de Pote Gálvez. Tiempo atrás, ella había leído una historia de samuráis: cuando se hacían el harakiri, un compañero los remataba para que no perdieran la compostura. Los párpados ligeramente entornados del gatillero, pendiente de los gestos de su patrona, reforzaban esa asociación. Y es una lástima, se dijo Teresa. La compostura. Teo estaba aguantando bien, y me habría gustado verlo así hasta el final. Recordarlo de ese modo cuando no tenga otra que recordar, si es que yo misma sigo viva.
—Mis hijas —le oyó repetir.
Sonaba apagado, con ligero temblor. Como si de repente su voz tuviera frío. Extraviados los ojos en un lugar indefinido. Ojos de un hombre que ya estaba lejos, muerto. Carne muerta. Ella la conoció tensa, dura. Había disfrutado con ella. Ahora era carne muerta.
—No me chingues, Teo.
—Mis hijas.
Era todo tan singular, reflexionó Teresa, asombrada. Tus hijas son hermanas de mi hijo, concluyó en sus adentros, o lo serán tal vez, si cuando pasen siete meses todavía respiro. Y mira qué carajo me importa lo mío. Qué me importa eso mismo que también es tuyo y que te vas sin saber siquiera, y maldita la falta que te hace saberlo. No experimentaba piedad, ni tristeza, ni temor. Sólo la misma indiferencia que sentía hacia lo que cargaba en el vientre; el deseo de acabar con aquella escena del mismo modo que quien solventa un trámite molesto. Soltando amarras, había dicho Oleg Yasikov. Y nada atrás. A fin de cuentas, se dijo, ellos me trajeron hasta aquí. Hasta este punto de vista. Y lo hicieron entre todos: el Güero, Santiago, don Epifanio Vargas, el Gato Fierros, el mismo Teo. Hasta la Teniente O’Farrell me trajo. Miró a Pote Gálvez y el gatillero sostuvo la mirada, los párpados siempre entornados, a la espera. Es su juego de ustedes, pensó Teresa. El que han jugado siempre, y yo sólo estaba cambiando dólares en la calle Juárez. Nunca ambicioné nada. No inventé sus pinches reglas, pero al fin tuve que componerme con ellas. Empezaba a enojarse, y supo que lo que restaba por hacer no debía hacerlo enojada. Así que contó por dentro hasta cinco, el rostro inclinado, serenándose. Después asintió despacio, casi imperceptiblemente. Entonces Pote Gálvez extrajo su revólver del cinto y buscó la almohada de la litera. Teo repitió una vez más lo de sus hijas; después fue sumiéndose en un gemido largo parecido a una protesta, un reproche, o un sollozo. Las tres cosas, quizás. Y cuando ella iba hacia la puerta, observó que él mantenía los ojos absortos y fijos en el mismo sitio, sin ver otra cosa que el pozo de sombras al que lo asomaban. Teresa salió al pasillo. Ojalá, pensaba, se hubiera puesto los zapatos. No era forma de morirse para un hombre, hacerlo en calcetines. Oyó el disparo amortiguado cuando ponía las manos en la barandilla de la escala para subir a cubierta.
Los pasos del gatillero sonaron a su espalda. Sin volverse, esperó a que se acodara junto a ella, en la regala mojada. Había una línea de claridad despuntando por levante, y las luces de la costa brillaban cada vez más cerca, con los destellos del faro de Estepona justo al norte. Teresa se subió la capucha del chaquetón. Arreciaba el frío.
—Voy a volver allá, Pinto.
No dijo adónde. No hacía falta. La pesada humanidad de Pote Gálvez se inclinó un poco más sobre la borda. Muy pensativo y callado. Teresa oía su respiración.
—Ya es hora de arreglar cuentas pendientes.
Otro silencio. Arriba, en la luz del puente, se recortaban las siluetas del capitán y del hombre de guardia. Sordos, mudos y ciegos. Ajenos a todo salvo a mirar sus instrumentos. Ganaban lo bastante como para que nada de lo que pasaba a popa fuera asunto suyo. Pote Gálvez seguía inclinado, mirando el agua negra que le rumoreaba debajo.
—Usted, patrona, siempre sabe lo que hace… Pero me late que eso puede estar cabrón.
—Antes me ocuparé de que no te falte nada.
El gatillero se pasaba una mano por el pelo. Un gesto perplejo.
—Quihubo, mi doña… ¿Sola?… No me ofenda usted.
El tono era dolido de veras. Testarudo. Se quedaron los dos mirando la luz intermitente del faro en la distancia.
—Nos pueden torcer a los dos —dijo Teresa suavemente—. Bien gacho.
Pote Gálvez estuvo callado otro rato. Uno de esos silencios, intuyó ella, que son balance de una vida. Se giró a mirarlo de soslayo, y vio que el guarura se pasaba de nuevo la mano por el pelo y después hundía un poco la cabeza entre los hombros. Parece un oso grandote y leal, pensó. Requetederecho. Con ese aire resignado, resuelto a pagar sin discutir. Según las reglas.
—Pos fíjese que es la de ahí, patrona… Igual da morirse en un sitio que en otro.
Miraba atrás el gatillero, a la estela del Sinaloa, donde el cuerpo de Teo Aljarafe se había hundido en el mar lastrado con cincuenta kilos de pesas de plomo.
—Y a veces —añadió— está bien que uno elija, si puede.