6. Me estoy jugando la vida, me estoy jugando la suerte

Localicé a Óscar Lobato con una llamada telefónica al Diario de Cádiz. Teresa Mendoza, dije. Escribo un libro. Quedamos en comer al día siguiente en la Venta del Chato, un antiguo restaurante junto a la playa de Cortadura. Acababa de aparcar en la puerta, frente al mar, con la ciudad a lo lejos, soleada y blanca al extremo de su península de arena, cuando Lobato bajó de un baqueteado Ford lleno de periódicos viejos y con el cartel de Prensa escondido detrás del parabrisas. Antes de venir a mi encuentro estuvo charlando con el guardacoches y le dio una palmada en la espalda, que el otro agradeció como una propina. Lobato era simpático, hablador, inagotable en anécdotas e informaciones. Quince minutos más tarde ya éramos íntimos, y yo había ampliado mis conocimientos sobre la venta —una auténtica venta de contrabandistas, con dos siglos de historia—, sobre la composición de la salsa que nos sirvieron con el venado, sobre el nombre y la utilidad de todos y cada uno de los centenarios enseres que decoraban las paredes del restaurante, y sobre el garum, la salsa de pescado favorita de los romanos cuando aquella ciudad se llamaba Gades y los turistas viajaban en trirreme. Antes del segundo plato supe también que estábamos cerca del Observatorio de Marina de San Fernando, por donde pasa el meridiano de Cádiz, y que en 1812 las tropas de Napoleón que asediaban la ciudad —no llegaron a la puerta de Tierra, precisó Lobato— tenían allí uno de sus campamentos.

—¿Viste la película Lola la Piconera?

Nos tuteábamos desde hacía rato. Le dije que no; que no la había visto; y entonces me la contó de cabo a rabo. Juanita Reina, Virgilio Teixeira y Manuel Luna. Dirigida por Luis Lucia en 1951. Y según la leyenda, falsa por supuesto, a la Piconera la fusilaron los gabachos exactamente aquí. Heroína nacional, etcétera. Y esa copla. Que viva la alegría y la pena que se muera, Lola, Lolita la Piconera. Se me quedó mirando mientras yo ponía cara de estar interesadísimo en todo aquello, guiñó un ojo, le dio un tiento a su copa de Yllera —acabábamos de descorchar la segunda botella— y se puso a hablar de Teresa Mendoza sin transición alguna. Por las buenas.

—Esa mejicana. Ese gallego. Ese hachís arriba y abajo, con todo cristo jugando a las cuatro esquinas… Tiempos épicos —suspiró, con su gotita de nostalgia en mi honor—. Tenían su peligro, claro. Gente dura. Pero no había la mala leche que hay ahora.

Seguía siendo reportero, acotó. Como entonces. Un puto reportero de infantería, valga la expresión. Y a mucha honra. Al fin y al cabo no sabía hacer otra cosa.

Le gustaba su oficio, aunque siguieran pagando la misma mierda que diez años atrás. Después de todo, su mujer llevaba un segundo sueldo a casa. Sin hijos que dijeran tenemos hambre, papi.

—Eso —concluyó— te da más liberté, egalité y fraternité.

Hizo una pausa para corresponder al saludo de unos políticos locales trajeados de oscuro que ocuparon una mesa próxima —un concejal de cultura y otro de urbanismo, susurró a media voz. No tienen ni el bachillerato—, y luego siguió con Teresa Mendoza y el gallego. Se los encontraba de vez en cuando por La Línea y por Algeciras, con su cara de india medio guapita ella, muy morena y aquellos ojazos grandes, de venganza, que tenía en la cara. No era gran cosa, más bien menudilla, pero cuando se arreglaba quedaba aparente. Con bonitas tetas, por cierto. No muy grandes, pero así —Lobato acercaba las manos y apuntaba los índices hacia fuera, como los pitones de un toro—. Un poco hortera de indumento, al estilo de las chavalas de los del hachís y el tabaco, aunque menos aparatosa: pantalones muy ceñidos, camisetas, tacones altos y todo eso. Arreglá pero informal. No se mezclaba mucho con las otras. Tenía dentro su puntito de clase, aunque no se pudiera precisar en qué afloraba eso. Quizás hablando, porque lo hacía suave, con su acento tan cariñoso y educado. Con esos hermosos arcaísmos que utilizan los mejicanos. A veces, cuando se peinaba con moño, la raya al medio y el pelo muy tirante para atrás, lo de la clase se le notaba más. Como Sara Montiel en Veracruz. Veintialguno, debía de tener. Años. A Lobato le llamaba la atención que nunca usara oro, sino plata. Pendientes, pulseras. Todo plata, y escasa. Algunas veces se ponía siete aros juntos en una muñeca, semanario le parecía que se llamaban. Cling, cling. Lo recordaba por el tintineo.

—En el ambiente la fueron respetando poco a poco. Primero, porque el gallego tenía buen cartel. Y segundo, porque era la única mujer que salía a jugársela ahí afuera.

Al principio la gente se lo tomaba a coña, ésta de qué va y todo eso. Hasta los de Aduanas y los picoletos se choteaban. Pero cuando corrió la voz de que le echaba los mismos cojones que un tío, la cosa cambió.

Le pregunté por qué tenía buen cartel Santiago Fisterra, y Lobato juntó el pulgar y el índice en un círculo de aprobación. Era legal, dijo. Callado, cumplidor. Muy gallego en el buen sentido. Me refiero a que no era uno de esos cabrones encallecidos y peligrosos, ni tampoco de los informales o los fantasmas que menudean en el bisnes del hachís. Éste era discreto, nada broncas. Cabal. Muy poco chulo, para que me entiendas. Iba a lo suyo como quien va a la oficina. Los otros, los llanitos, podían decirte mañana a las tres, y a esa hora le estaban echando un polvo a la parienta o de copas en un bar, y tú apoyado en una farola con telarañas en la espalda, mirando el reloj. Pero si el gallego te decía mañana salgo, no había más que hablar. Salía, con un par, aunque hubiera olas de cuatro metros. Un tipo de palabra. Un profesional. Lo que no siempre era bueno, porque hacía sombra a muchos. Su aspiración era reunir suficiente viruta para dedicarse a otra cosa. Y a lo mejor por eso se llevaban bien Teresa y él. Parecían enamorados, desde luego. Tomados de la mano, abracitos, ya sabes. Lo normal. Lo que pasa es que en ella había algo que no podías nunca controlar del todo. No sé si me explico. Algo que obligaba a preguntarte si era sincera. Ojo, no me refiero a hipocresía ni nada de eso. Pondría la mano en el fuego a que era una buena chica… Hablo de otra cosa. Yo diría que Santiago la quería más a ella que ella a él. ¿Capisci?… Porque Teresa se quedaba siempre un poco lejos. Sonreía, era discreta y buena mujer, y estoy seguro de que en la cama se lo pasaban de puta madre. Pero ese puntito, ¿sabes?… Algunas veces, si te fijabas —y fijarse es mi oficio, compadre—, había algo en su forma de mirarnos a todos, incluso a Santiago, que daba a entender que no se lo creía del todo. Igual que si tuviera en alguna parte un bocadillo envuelto en papel albal y una bolsa con alguna ropa y un billete de tren. La veías reír, tomarse su tequila —le encantaba el tequila, claro—, besar a su hombre, y de pronto le sorprendías en los ojos una expresión rara. Como si estuviera pensando: esto no puede durar.

Esto no puede durar, pensó. Habían hecho el amor casi toda la tarde, como para no acabársela; y ahora cruzaban bajo el arco medieval de la muralla de Tarifa. Ganada a los moros —leyó Teresa en un azulejo puesto en el dintel— reinando Sancho IV el Bravo, el 21 de septiembre de 1292. Una cita de trabajo, dijo Santiago. Media hora de coche. Podemos aprovechar para tomar una copa, dar un paseo. Y luego cenar costillas de cerdo en Juan Luis. Y allí estaban, con el atardecer agrisado por el levante que peinaba borreguillos de espuma blanca en el mar, frente a la playa de los Lances y la costa hacia el Atlántico, y el Mediterráneo al otro lado, y África oculta en la neblina que la tarde oscurecía desde el este, sin prisas, del mismo modo que ellos caminaban enlazados por la cintura, internándose por las calles estrechas y encaladas de la pequeña ciudad donde siempre soplaba el viento, en cualquier dirección y casi los trescientos sesenta y cinco días del año. Ese atardecer soplaba muy fuerte, y antes de adentrarse en la ciudad habían estado mirando cómo rompía el mar en las escolleras del aparcamiento bajo la muralla, junto a la Caleta, donde el agua pulverizada salpicaba el parabrisas de la Cherokee. Y estando allí bien cómodos, oyendo música de la radio y recostada ella en el hombro de Santiago, Teresa vio pasar mar adentro, lejos, un velero grande con tres palos como los de las películas antiguas, que iba muy despacio hacia el Atlántico hundiendo la proa bajo el empuje de las rachas más fuertes, difuminado entre la cortina gris del viento y la espuma como si se tratara de un barco fantasma salido de otros tiempos, que no hubiera dejado de navegar en muchos años y en muchos siglos. Luego habían salido del coche, y por las calles más protegidas fueron hacia el centro de la ciudad, mirando escaparates. Ya estaban fuera de la temporada veraniega; pero la terraza bajo la marquesina y el interior del café Central seguían llenos de hombres y mujeres bronceados, de aspecto atlético, extranjero. Mucho güerito, mucho arete en la oreja, mucha camiseta estampada. Windsurfistas, había apuntado Santiago la primera vez que estuvieron allí. Que ya son ganas. En la vida hay gente para todo.

—A ver si un día te equivocas y dices que me quieres.

Se volvió a mirarlo cuando escuchó sus palabras. Él no estaba molesto, ni malhumorado. Ni siquiera se trataba de un reproche.

—Te quiero, pendejo.

—Claro.

Siempre se burlaba de ella con eso. A su manera suave, observándola, incitándola a hablar con pequeñas provocaciones. Parece que te costara dinero, decía. Tan sosa. Me tienes el ego, o como se diga, hecho una mierda. Y entonces Teresa lo abrazaba y lo besaba en los ojos, y le decía te quiero, te quiero, te quiero, muchas veces. Pinche gallego requetependejo. Y él bromeaba como si no le importara, igual que si se tratara de un simple pretexto de conversación, un motivo de burla, y el reproche debiera formulárselo ella a él. Deja, deja. Deja. Y al cabo paraban de reírse y se quedaban el uno frente al otro, y Teresa sentía la impotencia de todo cuanto no era posible, mientras los ojos masculinos la miraban con fijeza, resignados como si llorasen un poco adentro, silenciosamente, igual que un plebito que corre en pos de los compañeros mayores mientras éstos lo dejan atrás. Una pena seca, callada, que la enternecía; y entonces estaba segura de que a lo mejor sí quería a aquel hombre de veras. Y cada vez que eso pasaba, Teresa reprimía el impulso de alzar una mano y acariciar el rostro de Santiago de alguna manera difícil de saber, y de explicar y de sentir, como si le debiese algo y no pudiera pagárselo jamás.

—¿En qué piensas?

—En nada.

Ojalá no acabara nunca, deseaba. Ojalá esta existencia intermedia entre la vida y la muerte, suspendida en lo alto de un extraño abismo, pudiera prolongarse hasta que un día yo pronuncie palabras que de nuevo sean verdad. Ojalá que su piel y sus manos y sus ojos y su boca me borraran la memoria, y yo naciera de nuevo, o muriese de una vez, para decir como si fueran nuevas palabras viejas que no me suenen a traición o a mentira. Ojalá tenga —ojalá tuviera, tuviéramos— tiempo suficiente para eso.

Nunca hablaban del Güero Dávila. Santiago no era de aquellos a quienes puede hablarse de otros hombres, ni ella era de las que lo hacen. A veces, cuando él se quedaba respirando en la oscuridad, muy cerca, Teresa casi podía escuchar las preguntas. Eso ocurría aún, pero hacía tiempo que tales preguntas eran sólo hábito, rutinario rumor de silencios. Al principio, durante esos primeros días en que los hombres, hasta los que están de paso, pretenden imponer oscuros —inexorables— derechos que van más allá de la mera entrega física, Santiago hizo algunas de aquellas preguntas en voz alta. A su manera, naturalmente. Poco explícitas o nada en absoluto. Y rondaba como un coyote, atraído por el fuego pero sin atreverse a entrar. Había oído cosas. Amigos de amigos que tenían amigos. Y, ni modo. Tuve un hombre, resumió ella una vez, harta de verlo husmear en torno a lo mismo cuando las preguntas sin respuesta dejaban silencios insoportables. Tuve un hombre guapo y valiente y estúpido, dijo. Bien lanza. Un pinche cabrón como tú —como todos—, pero ése me agarró de chavita, sin mundo, y al final me fregó bien fregada, y me vi corriendo por su culpa, y fíjate si corrí lejos que me salté la barda y hasta aquí anduve, donde me encontraste. Pero a ti debe pelarte los dientes que tuviera un hombre o no, porque ese del que hablo está muerto y remuerto. Le dieron piso y se murió nomás, como todos nos morimos, pero antes. Y lo que ese hombre fuera en mi vida es cosa mía, y no tuya. Y después de todo eso, una noche que estaban cogiendo bien cogido, agarrados recio el uno al otro, y Teresa tenía la mente deliciosamente en blanco, desprovista de memoria o de futuro, sólo presente denso, espeso, de una intensidad cálida a la que se abandonaba sin remordimientos, abrió los ojos y vio que Santiago se había detenido y la miraba muy de cerca en la penumbra, y también vio que movía los labios, y cuando al fin regresó allí adonde estaban y prestó atención a lo que decía, pensó lo primero gallego menso, estúpido como todos, simple, simple, simple, con aquellas preguntas en el momento más inoportuno: él y yo, mejor él, mejor yo, me quieres, lo querías. Como si todo pudiera resumirse en eso y la vida fuera blanco y negro, bueno y malo, mejor o peor uno que otro. Y sintió de pronto una sequedad en la boca y en el alma y entre los muslos, una cólera nueva estallarle dentro, no porque él hubiera estado otra vez haciendo preguntas y eligiera mal el momento para hacerlas, sino porque era elemental, y torpe, y buscaba confirmación para cosas que nada tenían que ver con ella, removiendo otras que nada tenían que ver con él; y ni siquiera eran celos, sino orgullo, costumbre, absurda masculinidad del macho que aparta a la hembra de la manada; y le niega otra vida que la que él le clava en las entrañas. Por eso quiso ofender, y dañar, y lo apartó con violencia mientras escupía que sí, la neta, claro que sí, a ver qué se pensaba, el gallego idiota. Acaso creía que la vida empezaba con él y con su pinche verga. Estoy contigo porque no tengo mejor sitio adonde ir, o porque aprendí que no sé vivir sola, sin un hombre que se parezca a otro, y ya me vale madres por qué me eligió o elegí al primero. E incorporándose, desnuda, todavía no liberada de él, le dio una bofetada fuerte, un golpe que hizo a Santiago volver a un lado la cara. Y quiso pegarle otra pero entonces fue él quien lo hizo, arrodillado encima, devolviendo el bofetón con una violencia tranquila y seca, sin furia, sorprendida tal vez; y luego se la quedó mirando así como estaba, de rodillas, sin moverse, mientras ella lloraba y lloraba lágrimas que no salían de los ojos sino del pecho y la garganta, quieta boca arriba, insultándolo entre dientes, pinche gallego cabrón de la chingada, pendejo, hijo de puta, hijo de tu pinche madre, cabrón, cabrón, cabrón. Después él se tumbó a su lado y estuvo allí un rato sin decir nada ni tocarla, avergonzado y confuso, mientras ella seguía boca arriba sin moverse, y se iba calmando poco a poco, a medida que sentía las lágrimas secársele en la cara. Y eso fue todo, y aquella fue la única vez. No volvieron a levantarse la mano el uno al otro. Tampoco hubo, nunca, más preguntas.

—Cuatrocientos kilos —dijo Cañabota en voz baja—… Aceite de primera, siete veces más puro que la goma normal. La flor de la canela.

Tenía un gintonic en una mano y un cigarrillo inglés con filtro dorado en la otra, y alternaba las chupadas con los sorbitos cortos. Era bajo y rechoncho, con la cabeza afeitada, y sudaba todo el tiempo, hasta el punto de que sus camisas siempre estaban mojadas en las axilas y en el cuello, donde relucía la inevitable cadena de oro. Quizá, decidió Teresa, era su trabajo el que lo hacía sudar. Porque Cañabota —ignoraba si el nombre respondía a un apellido o a un apodo— era lo que en jerga del oficio se llamaba el hombre de confianza: un agente local, enlace o intermediario entre los traficantes de uno y otro lado. Un experto en logística clandestina, encargado de organizar la salida del hachís de Marruecos y asegurar su recepción. Eso incluía contratar a transportistas como Santiago, y también la complicidad de ciertas autoridades locales. El sargento de la Guardia Civil —flaco, cincuentón, vestido de paisano— que lo acompañaba aquella tarde era una de las muchas teclas que era preciso tocar para que sonara la música. Teresa lo conocía de otras veces, y sabía que estaba destinado cerca de Estepona. Había una quinta persona en el grupo: un abogado gibraltareño llamado Eddie Álvarez, menudo, de pelo ralo y rizado, gafas muy gruesas y manos nerviosas. Tenía un discreto bufete situado junto al puerto de la colonia británica, con diez o quince sociedades tapadera domiciliadas allí. Él se encargaba de controlar el dinero que a Santiago le pagaban en Gibraltar después de cada viaje.

—Esta vez convendría llevar notarios —añadió Cañabota.

—No —Santiago movía la cabeza, con mucha calma—. Demasiada gente a bordo. Lo mío es una Phantom, no un ferry de pasajeros.

Los notarios eran testigos que los traficantes metían en las planeadoras para certificar que todo iba según lo previsto: uno por los proveedores, que solía ser marroquí, y otro por los compradores. A Cañabota no pareció gustarle aquella novedad.

—Ella —indicó a Teresa— podría quedarse en tierra.

Santiago no apartó los ojos del hombre de confianza mientras volvía a mover la cabeza.

—No veo por qué. Es mi tripulante.

Cañabota y el guardia civil se volvieron a Eddie Álvarez, reprobadores, como si lo responsabilizaran de aquella negativa. Pero el abogado encogía los hombros.

Es inútil, decía el gesto. Conozco la historia, y además aquí sólo estoy mirando. A mí qué carajo me contáis. Teresa pasó el dedo por el vaho que empañaba su refresco. Nunca había querido asistir a esas reuniones, pero Santiago insistía una y otra vez. Te arriesgas como yo, decía. Tienes derecho a saber lo que pasa y cómo pasa. No hables si no quieres, pero nada te perjudica estar al loro. Y si a ésos les incomoda tu presencia, que les vayan dando. A todos. A fin de cuentas, sus mujeres están tocándose el chichi en casita y no se la juegan en el moro cuatro o cinco noches al mes.

—¿El pago como siempre? —preguntó Eddie Álvarez, atento a lo suyo.

El pago se haría al día siguiente de la entrega, confirmó Cañabota. Un tercio directo a una cuenta del BBV en Gibraltar —los bancos españoles de la colonia no dependían de Madrid sino de las sucursales en Londres, y eso proporcionaba deliciosas opacidades fiscales—, dos tercios en mano. Los dos tercios en dinero B, naturalmente. Aunque harían falta unas facturitas chungas para lo del banco. El papeleo de siempre.

Arregladlo todo con ella —dijo Santiago. Y miró a Teresa.

Cañabota y el guardia civil cambiaron una ojeada incómoda. Hay que joderse, decía aquel silencio. Meter a una tía en este jardín. En los últimos tiempos era Teresa quien se ocupaba cada vez más del aspecto contable del negocio. Eso incluía control de gastos, hacer números, llamadas telefónicas en clave y visitas periódicas a Eddie Álvarez. También una sociedad domiciliada en el despacho del abogado, la cuenta bancaria de Gibraltar y el dinero justificable puesto en inversiones de poco riesgo: algo sin demasiadas complicaciones, porque tampoco Santiago acostumbraba a enredarse la vida con los bancos. Aquello era lo que el abogado gibraltareño llamaba una infraestructura mínima. Una cartera conservadora, matizaba cuando llevaba corbata y se ponía técnico. Hasta poco tiempo atrás, y pese a su naturaleza desconfiada, Santiago había dependido casi a ciegas de Eddie Álvarez, que le cobraba comisión hasta por las simples imposiciones a plazo fijo cuando colocaba el dinero legal. Teresa había cambiado aquello, sugiriendo que todo se emplease en inversiones más rentables y seguras, e incluso que el abogado asociara a Santiago a un bar de Main Street para blanquear parte de los ingresos. Ella no sabía de bancos ni de finanzas, pero su experiencia como cambista en la calle Juárez de Culiacán le había dejado un par de ideas claras. Así que poco a poco se puso a la faena, ordenando papeles, enterándose de qué podía hacerse con el dinero en vez de inmovilizarlo en un escondite o en una cuenta corriente. Escéptico al principio, Santiago tuvo que rendirse a la evidencia: ella tenía buena cabeza para los números, y era capaz de prever posibilidades que a él ni le rondaban el pensamiento. Sobre todo tenía un extraordinario sentido común. Al contrario que en su caso —el hijo del pescador gallego era de los que guardaban el dinero en bolsas de plástico en el fondo de un armario—, para Teresa siempre existía la posibilidad de que dos y dos sumaran cinco. De modo que, ante las primeras reticencias de Eddie Álvarez, Santiago lo planteó claro: ella tendría voz y voto en lo del dinero. Ata más pelo de coño que cuerda de esparto, fue el diagnóstico del abogado cuando pudo cambiar impresiones con él a solas. Así que espero no termines haciéndola también copropietaria de toda tu pasta: La Gallegoazteca de Transportes S. A., o alguna murga de esa clase. He visto cosas más raras todavía. Porque las mujeres ya se sabe; y las mosquitas muertas, más. Empiezas follándotelas, luego las haces firmar papeles, después lo pones todo a su nombre, y al final se piran dejándote sin un duro. Ése, respondió Santiago, es asunto mío. Lee mis labios, anda. M-í-o. Y además me voy a cagar en tu puta madre. Y lo había dicho mirando al abogado con una cara tal, que éste casi metió las gafas en su vaso, se bebió muy callado el licor de whisky con hielo —en aquella ocasión estaban en la terraza del hotel Rock, con toda la bahía de Algeciras abajo— y no volvió a plantear reserva alguna sobre el asunto. Ojalá te pillen, gilipollas. O te ponga los cuernos esa zorra. Eso es lo que debía de estar pensando Eddie Álvarez, pero no lo dijo.

Ahora Cañabota y el sargento de la Guardia Civil observaban a Teresa, el aire hosco, y era evidente que los mismos pensamientos les ocupaban la cabeza. Las tías se quedan en casa viendo la tele, decía su silencio. A ver qué hace ésta aquí. Ella apartó los ojos, incómoda. Tejidos Trujillo, leyó en los azulejos de la casa que tenía enfrente. Novedades. No era agradable verse estudiada de aquel modo. Pero luego pensó que con esa forma de mirarla a ella también despreciaban a Santiago, y entonces volvió el rostro, con un punto de cólera, sosteniéndoles la mirada sin pestañear. Que fueran a chingar a su madre.

Al fin y al cabo —comentó el abogado, que no perdía detalle—, ella está muy metida.

—Los notarios sirven para lo que sirven —dijo Cañabota, que aún miraba a Teresa—. Y en los dos lados quieren garantías.

—Yo soy la garantía —opuso Santiago—. Me conocen de sobra.

—Esta carga es importante.

—Para mí todas lo son, mientras las paguen. Y no estoy acostumbrado a que me digan cómo tengo que trabajar.

—Las normas son las normas.

—No vengáis dando por culo con las normas. Éste es un mercado libre, y yo tengo mis propias normas.

Eddie Álvarez movía la cabeza con desaliento. Inútil discutir, apuntaba el gesto, habiendo tetas de por medio. Perdéis el tiempo.

—Los llanitos no ponen tantas pegas —insistió Cañabota—. Parrondi, Victorio… Ésos embarcan notarios y lo que haga falta.

Santiago bebió un sorbo de cerveza mirando fijo a Cañabota. Ese tío lleva diez años en el negocio, le había comentado una vez a Teresa. Nunca ha ido a la cárcel. Eso me hace recelar de él.

—De los llanitos no os fiáis tanto como de mí.

—Eso lo dices tú.

—Pues hacedlo con ellos y no vengáis a tocarme los cojones.

El guardia civil seguía pendiente de Teresa, con una sonrisa desagradable en la boca. Iba mal afeitado, y algunos pelos blancos le asomaban en el mentón y bajo la nariz. Llevaba la ropa del modo indefinible con que suele llevarla la gente acostumbrada al uniforme, cuya indumentaria de paisano nunca termina por encajar del todo. Y vaya si te conozco, pensó Teresa. Te he visto cien veces en Sinaloa, en Melilla, en todas partes. Siempre eres el mismo. Déme sus documentos, etcétera. Y dígame nomás cómo salimos del problema. El cinismo del oficio. La excusa de que no llegas a fin de mes, con tu sueldo y con tus gastos. Cargamentos de droga aprehendidos de los que declaras la mitad, multas que cobras pero nunca pones en los informes, copas gratis, güilas, compadres. Y esas investigaciones oficiales que nunca van al fondo de nada, todo el mundo encubriendo a todo el mundo, vive y deja vivir, porque el que más y el que menos guarda un clavo de algo en el armario o un muerto bajo el piso. Lo mismo allá que acá, sólo que de eso allá la culpa no la tienen los españoles; porque de México se fueron hace dos siglos, y ni modo. Menos descarado aquí, claro. Europa y todo eso. Teresa miró al otro lado de la calle. Lo de menos descarado era algunas veces. El sueldo de un sargento de la Guardia Civil, de un policía o de un aduanero español no daba para pagarse un Mercedes del año como el que aquel fulano había estacionado sin disimulo en la puerta del café Central. Y seguro que iba a trabajar con ese mismo auto a su pinche cuartel, y nadie se sorprendía, y todos, jefes incluidos, disimulaban como si no vieran nada. Sí. Vive y deja vivir.

Seguía la discusión en voz baja, mientras la camarera iba y venía trayendo más cervezas y gintonics. Pese a la firmeza de Santiago sobre el asunto de los notarios, Cañabota no se daba por vencido. Si te pillan y tiras la carga, remachaba. A ver cómo justificas eso sin testigos. Equis kilos por la borda y tú de regreso, tan campante. Además, esta vez son italianos, y ésos tienen muy mala hostia; te lo digo yo que los trato. Mafiosi cabroni. A fin de cuentas, un notario es una garantía para ellos y para ti. Para todos. Así que por una vez deja a la señora en tierra y no te obceques. No me jodas y no te obceques y no te jodas.

—Si me pillan y tiro los fardos —respondía Santiago—, todo el mundo sabe que es porque los he tenido que tirar… Es mi palabra. Y eso lo entiende quien me contrata.

—Y dale, Perico. ¿No voy a convencerte?

—No.

Cañabota miró a Eddie Álvarez y se pasó la mano por el cráneo afeitado, declarándose vencido. Luego encendió otro de aquellos cigarrillos de filtro raro. Y para mí que es joto, pensó Teresa. Éste batea por la zurda. La camisa del hombre de confianza estaba encharcada, y un reguero de sudor le corría por un lado de la nariz, hasta el labio superior. Teresa seguía callada, la vista fija en su propia mano izquierda puesta sobre la mesa. Uñas largas pintadas de rojo, siete aros de plata mejicana, un encendedor estrechito de plata, regalo de Santiago por su cumpleaños. Deseaba con toda el alma que terminase la conversación. Salir de allí, besar a su hombre, lamerle la boca, clavarle las uñas rojas en los riñones. Olvidarse por un rato de todo aquello. De todos ellos.

—Un día vas a tener un disgusto —apuntó el guardia civil.

Eran las primeras palabras que pronunciaba, y se las dijo directamente a Santiago. Lo miraba con deliberada fijeza, como si se estuviera grabando sus rasgos en la memoria. Una mirada que prometía otras conversaciones en privado, en la intimidad de un calabozo, donde a nadie le sorprendiera escuchar unos cuantos gritos.

—Pues procura no ser tú quien me lo dé.

Aún se estudiaron un poco más, sin palabras; y ahora era la expresión de Santiago la que indicaba cosas. Por ejemplo, que existían calabozos donde apalear a un hombre hasta matarlo, pero también callejones oscuros y aparcamientos donde un guardia civil corrupto podía verse con un palmo de navaja en la ingle, ris, ras, justo donde late la femoral. Y que por ahí cinco litros de sangre se vaciaban en un jesús. Y que a quien empujas cuando subes por una escalera, puedes tropezártelo cuando bajas. Y más si es gallego, y por más que te fijes nunca sabes si sube o baja.

—Vale, de acuerdo —Cañabota golpeaba suave las palmas de las manos, conciliador—. Son tus putas normas, como dices. Vamos a no mosquearnos… Todos estamos en esto, ¿no es verdad?

—Todos —ayudó Eddie Álvarez, que se limpiaba las gafas con un kleenex.

Cañabota se inclinó un poco hacia Santiago. Llevara notarios o no, el negocio era el negocio. El bisnes.

—Cuatrocientos kilos de aceite en veinte niños de a veinte —puntualizó, trazando cifras y dibujos imaginarios con un dedo sobre la mesa—. Para alijar el martes por la noche, con el oscuro… El sitio lo conoces: Punta Castor, en la playita que está cerca de la rotonda, justo donde acaba la circunvalación de Estepona y empieza la carretera de Málaga. Te esperan a la una en punto.

Santiago lo pensó un momento. Miraba la mesa como si de veras Cañabota hubiese dibujado la ruta allí.

—Algo lejos lo veo, si tengo que bajar por carga a Al Marsa o a Punta Cires y luego alijar tan temprano… Del moro a Estepona hay cuarenta millas en línea recta. Tendré que cargar todavía con luz, y el camino de vuelta es largo.

—No hay problema —Cañabota miraba a los otros animándolos a confirmar sus palabras—. Pondremos un mono encima del Peñón, con unos prismáticos y un boquitoqui para controlar a las Hachejotas y al pájaro. Hay un teniente inglés allí arriba que nos come en la mano, y además se folla a una torda nuestra en un puticlub de La Línea… En cuanto a los niños, no hay pegas. Esta vez te los pasarán de un pesquero, cinco millas a levante del faro de Ceuta justo cuando dejas de ver la luz. Se llama el Julio Verdú y es de Barbate. Canal 44 de banda marina: dices Mario dos veces, y ya te irán guiando. A las once te abarloas al pesquero y cargas, luego pones rumbo norte arrimándote a la costa sin prisas, y alijas a la una. A las dos, los niños acostados y tú en casita.

—Así de fácil —dijo Eddie Álvarez.

—Sí —Cañabota miraba a Santiago, y el sudor volvía a correrle junto a la nariz—. Así de fácil.

Despertó antes del alba, y Santiago no estaba. Esperó un rato entre las sábanas arrugadas. Agonizaba septiembre, pero la temperatura seguía siendo la misma que en las noches del verano que dejaban atrás. Un calor húmedo como el de Culiacán, diluido al amanecer en la brisa suave que entraba por las ventanas abiertas: el terral que venía por el curso del río, deslizándose en dirección al mar durante las últimas horas de la noche. Se levantó, desnuda —siempre dormía desnuda con Santiago, como lo había hecho con el Güero Dávila—, y al ponerse ante la ventana sintió el alivio de la brisa. La bahía era un semicírculo negro punteado por luces: los barcos que fondeaban frente a Gibraltar, Algeciras a un lado y el Peñón al otro, y más cerca, al extremo de la playa donde se encontraba la casita, el espigón y las torres de la refinería reflejados en el agua inmóvil de la orilla. Todo era hermoso y tranquilo, y el alba todavía estaba lejos; así que buscó el paquete de Bisonte en la mesilla de noche y encendió uno apoyada en el alféizar de la ventana. Estuvo así un rato sin hacer nada, sólo fumando y mirando la bahía mientras la brisa de tierra le refrescaba la piel y los recuerdos. El tiempo transcurrido desde Melilla. Las fiestas de Dris Larbi. La sonrisa del coronel Abdelkader Chaib cuando ella le exponía las cosas. Un amigo quisiera hacer tratos, etcétera. Ya sabe. Y usted va incluida en el trato, había preguntado —o afirmado— el marroquí la primera vez, amable. Yo hago mis propios tratos, respondió ella, y la sonrisa del otro se intensificó. Un tipo inteligente, el coronel.

Bien chilo y correcto. No había ocurrido nada, o casi nada, en relación con los márgenes y límites personales establecidos por Teresa. Pero eso no tenía nada que ver. Santiago no le había pedido que fuera, y tampoco le prohibió ir. Era, como todos, previsible en sus intenciones, en sus torpezas, en sus sueños. También iba a llevarla a Galicia, decía. Cuando todo acabara, irían juntos a O Grove. No hace tanto frío como crees, y la gente es callada. Como tú. Como yo. Habrá una casa desde la que se vea el mar, y un tejado donde suene la lluvia y silbe el viento, y una goleta amarrada en la orilla, ya lo verás. Con tu nombre en el espejo de popa. Y nuestros hijos jugarán con planeadoras de juguete guiadas por radiocontrol entre las bateas de mejillones.

Cuando acabó el cigarrillo, Santiago no había vuelto. No estaba en el baño, así que Teresa recogió las sábanas —le había venido la pinche reglamentaria durante la noche—, se puso una camiseta y cruzó el saloncito a oscuras, en dirección a la puerta corrediza que daba a la playa. Vio luz allí, y se detuvo a mirar desde dentro de la casa. Híjole. Santiago estaba sentado bajo el porche, con un short, el torso desnudo, trabajando en una de sus maquetas de barcos. El flexo que tenía sobre la mesa iluminaba las manos hábiles que lijaban y ajustaban las piezas de madera antes de pegarlas. Construía un velero antiguo que a Teresa le parecía precioso, con el casco formado por listones de distinto color que el barniz ennoblecía, todos muy bien curvados —los mojaba para luego darles forma con un soldador— y con sus clavos de latón, la cubierta como las de verdad y la rueda del timón que había construido en miniatura, palito a palito, y que ahora quedaba muy bien cerca de la popa, junto a un pequeño tambucho con su puerta y todo. Cada vez que Santiago veía la foto o el dibujo de un barco antiguo en una revista, lo recortaba con cuidado y lo guardaba en una carpeta gruesa que tenía, de donde sacaba las ideas para hacer sus modelos cuidando hasta los menores detalles. Desde el saloncito, sin hacer notar su presencia, ella siguió mirándolo un rato, el perfil iluminado a medias que se inclinaba sobré las piezas, la forma en que las levantaba para estudiarlas de cerca, en busca de imperfecciones, antes de encolarlas minuciosamente y ponerlas en su lugar. Todo bien padre. Parecía imposible que aquellas manos que Teresa conocía tanto, duras, ásperas, con uñas que siempre estaban manchadas de grasa, poseyeran esa admirable habilidad. Trabajar con las manos, le había oído decir una vez, hace mejor al hombre. Te devuelve cosas que has perdido o que estás a punto de perder. Santiago no era muy hablador ni de muchas frases, y su cultura era apenas más amplia que la de ella. Pero tenía sentido común; y como estaba callado casi siempre, miraba y aprendía y disponía de tiempo para darle vueltas a ciertas ideas en la cabeza.

Sintió una profunda ternura observándolo desde la oscuridad. Parecía al mismo tiempo un niño ocupado con un juguete que absorbe su atención, y un hombre adulto y fiel a cierta misteriosa clase de ensueños. Algo había en aquellas maquetas de madera que Teresa no llegaba a comprender del todo, pero que intuía cercano a lo profundo, a las claves ocultas de los silencios y la forma de vida del hombre del que era compañera. A veces veía a Santiago quedarse inmóvil, sin abrir la boca, mirando uno de esos modelos en los que invertía semanas y hasta meses de trabajo, y que estaban por todas partes —ocho en la casa, y el que ahora construía, nueve—, en el saloncito, en el pasillo, en el dormitorio. Estudiándolos de una manera extraña. Daba la impresión de que trabajar tanto tiempo en ellos equivaliese a haber navegado a bordo en tiempos y mares imaginarios, y ahora encontrara en sus pequeños cascos pintados y barnizados, bajo sus velas y jarcias, ecos de temporales, abordajes, islas desiertas, largas travesías que había hecho con la mente a medida que aquellos barquitos iban tomando forma. Todos los seres humanos soñaban, concluyó Teresa. Pero no del mismo modo. Unos salían a rifársela en el mar en una Phantom o al cielo en una Cessna. Otros construían maquetas como consuelo. Otros se limitaban a soñar. Y algunos construían maquetas, se la rifaban y soñaban. Todo a la vez.

Cuando iba a salir al porche oyó cantar los gallos en los patios de las casas de Palmones, y de pronto sintió frío. Desde Melilla, el canto de los gallos se asociaba en su recuerdo con las palabras amanecer y soledad. Una franja de claridad se destacaba por levante, silueteando las torres y las chimeneas de la refinería, y en aquella parte el paisaje pasaba del negro al gris, transmitiendo el mismo color al agua de la orilla. Pronto habrá más luz, se dijo. Y el gris de mis sucios amaneceres se iluminará primero con tonos dorados y rojizos, y luego el sol y el azul empezarán a derramarse por la playa y la bahía, y yo estaré de nuevo a salvo hasta la próxima hora del alba. Andaba en esos pensamientos cuando vio a Santiago levantar la cabeza hacia el cielo que clareaba, como un perro de caza que husmease el aire, y quedarse así absorto, suspendido el trabajo, un buen rato. Luego se puso en pie, estirando los brazos para desperezarse, apagó la luz del flexo y se quitó el pantalón corto, tensó una vez más los músculos de los hombros y los brazos como si fuese a abarcar la bahía, y anduvo hasta la orilla, metiéndose en el agua que la brisa alta apenas rozaba; un agua tan quieta que los aros concéntricos que se generaban al entrar en ella podían percibirse hasta muy lejos en la superficie oscura. Se dejó caer de frente y chapoteó despacio, hasta el límite donde hacía pie, antes de volverse y ver a Teresa, que había cruzado el porche quitándose la camiseta y entraba en el mar porque sentía mucho mas frío allá atrás, sola en la casa y en la arena que el amanecer agrisaba. Y de esa forma se encontraron con el agua por el pecho, y la piel desnuda y erizada de ella se entibió al contacto con la del hombre; y cuando sintió su miembro endurecido apretar primero contra sus muslos y después contra su vientre abrió las piernas aprisionándolo entre ellas mientras besaba su boca y su lengua con sabor a sal, y se sostuvo medio ingrávida alrededor de sus caderas mientras él se le metía bien adentro y se vaciaba lenta y largamente, sin prisas, al tiempo que Teresa le acariciaba el pelo mojado, y la bahía se aclaraba alrededor de los dos, y las casas encaladas de la orilla se iban dorando con la luz naciente, y unas gaviotas volaban por encima en círculos, entre graznidos, yendo y viniendo de las marismas. Y entonces pensó que la vida era a veces tan hermosa que no se parecía a la vida.

Fue Óscar Lobato quien me presentó al piloto del helicóptero. Nos vimos los tres en la terraza del hotel Guadacorte, muy cerca del lugar en donde habían vivido Teresa Mendoza y Santiago Fisterra. Había un par de primeras comuniones que se celebraban en los salones, y la pradera estaba llena de críos que alborotaban persiguiéndose bajo los alcornoques y los pinos. Javier Collado, dijo el periodista. Piloto del helicóptero de Aduanas. Cazador nato. De Cáceres. No lo invites a un cigarrillo ni a alcohol porque sólo bebe zumos y no fuma. Lleva quince años en esto y conoce el Estrecho como la palma de su mano. Serio, pero buena gente. Y cuando está ahí arriba, frío como la madre que lo parió.

—Hace con el molinillo cosas que no he visto hacer a nadie en mi puta vida.

El otro se reía oyéndolo. No le hagas caso, apuntaba. Exagera. Luego pidió un granizado de limón. Era moreno, bien parecido, de cuarenta y pocos años, delgado pero ancho de espaldas, el aire introvertido. Exagera un huevo, repitió. Se le veía incómodo con los elogios de Lobato. Al principio se había negado a hablar conmigo, cuando hice una gestión oficial a través de la dirección de Aduanas en Madrid. No hablo de mi trabajo, fue su respuesta. Pero el veterano reportero era amigo suyo —me pregunté a quién diablos no conocía Lobato en la provincia de Cádiz—, y éste se brindó a terciar en el asunto. Te lo trajino sin problemas, dijo. Y allí estábamos. En cuanto al piloto, yo me había informado a fondo y sabía que Javier Collado era una leyenda en su ambiente: de esos que entraban en un bar de contrabandistas y éstos decían joder y se daban con el codo, mira quién está ahí, con una mezcla de rencor y de respeto. El modo de operar de los traficantes cambiaba en los últimos tiempos, pero él seguía saliendo seis noches a la semana, a cazar hachís desde allá arriba. Un profesional —aquella palabra me hizo pensar que a veces todo depende de a qué lado de la valla, o de la ley, el azar lo ponga a uno—. Once mil horas de vuelo en el Estrecho, apuntó Lobato. Persiguiendo a los malos.

—Incluidos, claro, tu Teresa y su gallego. In illo tempore.

Y de eso hablábamos. O para ser más exactos, de la noche en que Argos, el BO-105 de Vigilancia Aduanera, volaba a altura de búsqueda sobre una mar razonablemente llana, rastreando el Estrecho con su radar. Ciento diez nudos de velocidad. Piloto, copiloto, observador. Rutina. Habían despegado de Algeciras una hora antes, y tras patrullar frente al sector de costa marroquí conocido en jerga aduanera como el economato —las playas situadas entre Ceuta y Punta Cires— ahora iban sin luces en dirección nordeste, siguiendo de lejos la costa española. Había guerreros, comentó Collado: maniobras navales de la OTAN al oeste del Estrecho. Así que la patrulla de aquella noche se centró en la parte de levante, en busca de un objetivo que adjudicarle a la turbolancha que navegaba, también a oscuras, mil quinientos pies más abajo. Una noche de caza como otra cualquiera.

—Estábamos cinco millas al sur de Marbella cuando el radar nos dio un par de ecos que estaban abajo, sin luces —precisó Collado—. Uno inmóvil y otro yéndose para tierra… Así que le dimos la posición a la Hachejota y empezamos a bajar hacia el que se movía.

—¿Adónde iba? —pregunté.

Arrumbada a Punta Castor, cerca de Estepona —Collado se volvió a mirar en dirección este, más allá de los árboles que ocultaban Gibraltar, como si pudiera verse desde allí—. Un sitio bueno para alijar, porque la carretera de Málaga está cerca. No hay piedras, y puedes meter la proa de la lancha en la arena… Con gente preparada en tierra, descargar no lleva más de tres minutos. —¿Y eran dos los ecos en el radar?

—Sí. El otro estaba quieto más afuera, separado unos ocho cables… Cosa de mil quinientos metros. Como si esperara. Pero el que se movía estaba casi en la playa, así que decidimos ir primero a por él. El visor térmico nos daba una estela ancha a cada pantocazo —al observar mi expresión confusa, Collado puso la palma de la mano sobre la mesa, subiéndola y bajándola apoyada en la muñeca para imitar el movimiento de una planeadora—. Una estela ancha indica que la lancha va cargada. Las que navegan vacías la dejan mas fina, porque sólo meten la cola del motor en el agua… El caso es que fuimos a por ella.

Vi que descubría los dientes en una mueca, a la manera de un depredador que mostrara el colmillo al pensar en una presa. Aquel tipo, comprobé, se animaba rememorando la cacería. Se transformaba. Y déjalo de mi cuenta, había dicho Lobato. Es un buen tío; y si lo confías, se relaja. Punta Castor, proseguía Collado, era un descargadero habitual. En aquel tiempo los contrabandistas no llevaban todavía GPS para situarse, y navegaban a ojo marino. El sitio era fácil de alcanzar porque salías de Ceuta con rumbo sesenta o noventa, y al perder de vista la luz del faro bastaba poner rumbo nornoroeste, guiándote por la claridad de La Línea, que quedaba por el través. Al frente se veían en seguida las luces de Estepona y de Marbella, pero era imposible confundirse porque el faro de Estepona se veía antes. Apretando fuerte, en una hora estabas en la playa.

—Lo ideal es trincar a esa gente in fraganti, con los cómplices que esperan en tierra… Quiero decir cuando están en la playa misma. Antes tiran los fardos al agua, y después corren que se las pelan.

—Corren que te cagas —remachó Lobato, que había ido de pasajero en varias de aquellas persecuciones.

—Eso es. Y resulta tan peligroso para ellos como para nosotros —ahora Collado sonreía un poquito, acentuando el aire cazador, como si eso especiara el asunto—… Así era entonces, y sigue igual.

Disfruta, decidí. Este cabrón disfruta con su trabajo. Por eso lleva quince años saliendo de montería nocturna, y tiene a cuestas esas once mil horas de las que hablaba Lobato. La diferencia entre cazadores y presas no es tanta. Nadie se mete en una Phantom sólo por dinero. Nadie lo persigue sólo por sentido del deber.

Aquella noche, prosiguió Collado, el helicóptero de Aduanas bajó despacio, en dirección al eco más próximo a la costa. La Hachejota —Cherna Beceiro, el patrón, era un tipo eficiente— estaba acercándose a cincuenta nudos de velocidad, y aparecería allí en cinco minutos. Así que descendió hasta los quinientos pies. Se disponía a maniobrar sobre la playa, haciendo saltar a tierra si era necesario al copiloto y al observador, cuando de pronto se encendieron luces allá abajo. Había vehículos iluminando la arena, y la Phantom pudo verse un instante junto a la orilla, negra como una sombra, antes de pegar un quiebro a babor y salir a toda velocidad entre una nube de espuma blanca. Entonces Collado dejó caer detrás el helicóptero, encendió el foco y se puso a perseguirla a un metro del agua.

—¿Has traído la foto? —le preguntó Óscar Lobato.

—¿Qué foto? —inquirí.

Lobato no contestó; miraba a Collado con aire guasón. El piloto le daba vueltas a su vaso de limonada, como si no terminara por decidirse del todo.

—A fin de cuentas —insistió Lobato— han pasado casi diez años.

Collado aún dudó un instante. Después puso un sobre marrón sobre la mesa.

—A veces —explicó, señalando el sobre— fotografiamos a la gente de las planeadoras durante las persecuciones, a fin de identificarlos… No es para la policía ni para la prensa, sino para nuestros archivos. Y no siempre resulta fácil, con el foco oscilando, y el aguaje y todo eso. Unas veces las fotos salen y otras no.

—Ésta sí salió —Lobato se reía—. Enséñasela de una vez.

Collado sacó la foto del sobre y la puso en la mesa, y al verla se me secó la boca. 18x24 en blanco y negro, y la calidad no era perfecta: demasiado grano y un ligero desenfoque. Pero la escena quedaba reflejada con razonable nitidez, ya que esa fotografía había sido hecha volando a cincuenta nudos de velocidad y a un metro del agua, entre la nube de espuma que levantaba la planeadora lanzada a toda potencia: un patín del helicóptero en primer plano, oscuridad alrededor, salpicaduras blancas, que multiplicaban el destello del flash de la cámara. Y entre todo eso podía verse la parte central de la Phantom por su través de babor, y en ella la imagen de un hombre moreno, empapado el rostro de agua, que miraba la oscuridad ante la proa, inclinado sobre el volante del timón. Detrás de él, arrodillada en el piso de la planeadora, las manos en sus hombros como si le fuera indicando los movimientos del helicóptero que los acosaba, había una mujer joven, vestida con una chaqueta impermeable oscura y reluciente por la que chorreaba el agua, el pelo mojado por los rociones y recogido atrás en una coleta, los ojos muy abiertos con la luz reflejada en ellos, la boca apretada y firme. La cámara la había sorprendido vuelta a medias para mirar a un lado y un poco arriba hacia el helicóptero, la cara empalidecida por la proximidad del flash, la expresión crispada por la sorpresa del fogonazo. Teresa Mendoza con veinticuatro años.

Había ido mal desde el principio. Primero la niebla, apenas dejaron atrás el faro de Ceuta. Luego, el retraso en la llegada del pesquero al que estuvieron aguardando en alta mar, entre la brumosa oscuridad desprovista de referencias, con la pantalla del Furuno saturada de ecos de mercantes y ferrys, algunos peligrosamente cerca. Santiago estaba inquieto, y aunque Teresa no podía ver de él sino una mancha oscura, lo notaba por su forma de moverse de un lado a otro de la Phantom, de comprobar que todo estaba en orden. La niebla los escondía lo suficiente para que ella se atreviera a encender un cigarrillo, y lo hizo agachándose bajo el salpicadero de la lancha, oculta la llama y manteniendo después la brasa protegida en el hueco de la mano. Y tuvo tiempo de fumar tres más. Por fin el Julio Verdú, una sombra alargada donde se movían siluetas negras como fantasmas, se materializó en la oscuridad al mismo tiempo que una brisa de poniente se llevaba la niebla en jirones. Pero tampoco la carga fue satisfactoria: a medida que les pasaban del pesquero los veinte fardos envueltos en plástico y Teresa los iba estibando en las bandas de la planeadora, Santiago manifestó su extrañeza de que fueran más grandes de lo esperado. Tienen el mismo peso pero más tamaño, comentó. Y eso significa que no son pastillas de jabón sino de las otras: chocolate corriente, del malo, en vez de aceite de hachís, más puro, más concentrado y más caro. Y en Tarifa, Cañabota había hablado de aceite.

Después todo fue normal hasta la costa. Iban con retraso y el Estrecho estaba como un plato de sopa, así que Santiago subió el trim de la cola del cabezón y puso la Phantom a correr hacia el norte. Teresa lo sentía incómodo, forzando el motor con brusquedad y con prisas, como si aquella noche deseara especialmente acabar de una vez. No pasa nada, respondió evasivo cuando ella preguntó si algo no iba bien. No pasa nada de nada. Estaba lejos de ser un tipo hablador, pero Teresa intuyó que su silencio era más preocupado que otras veces. Las luces de La Línea clareaban a poniente, por el través de babor, cuando los dos resplandores gemelos de Estepona y Marbella aparecieron en la proa, más visibles entre pantocazo y pantocazo, la luz del faro de la primera bien clara a la izquierda: un destello seguido de otros dos, cada quince segundos. Teresa acercó la cara al cono de goma del radar para ver si podía calcular la distancia a tierra, y entonces, sobresaltada, vio un eco en la pantalla, inmóvil una milla a levante. Observó con los prismáticos en esa dirección; y al no ver luces rojas ni verdes temió que se tratara de una Hachejota apagada y al acecho. Pero el eco desapareció al segundo o tercer barrido de la pantalla, y eso la hizo sentirse más tranquila. Tal vez la cresta de una ola, concluyó. O quizás otra planeadora que esperaba su momento de acercarse a la costa.

Quince minutos después, en la playa, el viaje se torció bien gacho. Focos por todas partes, cegándolos, y gritos, alto a la Guardia Civil, alto, alto, decían, y luces azules que destellaban en la rotonda de la carretera, y los hombres que descargaban, el agua por la cintura, inmóviles con los fardos en alto o dejándolos caer o corriendo inútilmente entre chapoteos. Santiago bien iluminado a contraluz, agachándose sin decir palabra, ni una queja, ni una blasfemia, nada en absoluto, resignado y profesional, para darle atrás a la Phantom, y después, apenas el casco dejó de rozar la arena, todo el volante a babor y el pedal pisado a fondo, roooaaaar, corriendo a lo largo de la orilla en apenas tres palmos de agua, la lancha primero encabritada como si fuera a levantar la proa hasta el cielo y luego dando breves pantocazos a todo planeo en el agua mansa, zuaaaas, zuaaaas, alejándose en diagonal de la playa y de las luces en busca de la oscuridad protectora del mar y de la claridad lejana de Gibraltar, veinte millas al sudoeste, mientras Teresa agarraba por las asas, uno tras otro, los cuatro fardos de veinte kilos que habían quedado a bordo, levantándolos para arrojarlos fuera, con el rugido del cabezón ahogando cada zambullida mientras se hundían en la estela.

Fue entonces cuando cayó sobre ellos el pájaro: Oyó el rumor de sus palas arriba y atrás, levantó la vista; y tuvo que cerrar los ojos y apartar la cara porque en ese momento la deslumbró un foco desde lo alto, y el extremo de un patín iluminado por aquella luz osciló a un lado y a otro muy cerca de su cabeza, obligándola a agacharse mientras apoyaba las manos en los hombros de Santiago; sintió bajo la ropa de éste sus músculos tensos, encorvado como estaba sobre el volante, y vio su rostro iluminado a ráfagas por el foco de arriba, toda la espuma que saltaba en salpicaduras mojándole la cara y el pelo, más chilo que nunca; ni cuando cogían y ella lo miraba de cerca y se lo habría comido todo después de lamerlo y morderlo y arrancarle la piel a tiras estaba de guapo como en ese momento, tan obstinado y seguro, atento al volante y a la mar y al gas de la Phantom, haciendo lo que mejor sabía hacer en el mundo, peleando a su manera contra la vida y contra el destino y contra aquella luz criminal que los perseguía como el ojo de un gigante malvado. Los hombres se dividen en dos grupos, pensó ella de pronto. Los que pelean y los que no. Los que aceptan la vida como viene y dicen chale, ni modo, y cuando se encienden los focos levantan los brazos en la playa, y los otros. Los que hacen que a veces, en mitad de un mar oscuro, una mujer los mire como ahora yo lo miro a él.

Y en cuanto a las mujeres, pensó. Las mujeres se dividen, empezó a decirse, y no terminó de decirse nada porque dejó de pensar cuando el patín del pinche pájaro, a menos de un metro sobre sus cabezas, vino a oscilar cada vez más cerca. Teresa golpeó el hombro izquierdo de Santiago para advertirle, y éste se limitó a asentir una vez, concentrado en gobernar la lancha. Sabía que por mucho que se acercara el helicóptero nunca llegaría a golpearlos, salvo por accidente. Su piloto era demasiado hábil para permitir que eso ocurriera; porque, en tal caso, perseguidores y perseguidos se irían juntos abajo. Aquélla era una maniobra de acoso, para desconcertarlos y hacerles cambiar el rumbo, o cometer errores, o acelerar hasta que el motor, llevado al límite, se fuera a la chingada. Ya había ocurrido otras veces. Santiago sabía —y Teresa también, aunque ese patín tan próximo la asustara— que el helicóptero no podía hacer mucho más, y que el objeto de su maniobra era obligarlos a pegarse a la costa, para que la línea recta que la planeadora debía seguir hasta Punta Europa y Gibraltar se convirtiera en una larga curva que prolongase la caza y diera tiempo a que los de la planeadora perdieran los nervios y varasen en una playa, o a que la Hachejota de Aduanas llegase a tiempo para abordarlos.

La Hachejota. Santiago indicó el radar con un gesto, y Teresa se movió de rodillas por el fondo de la bañera, notando los golpes del agua bajo el pantoque, para pegar la cara al cono de goma del Furuno. Agarrada a la banda y al asiento de Santiago, con la intensa vibración que el motor transmitía al casco entumeciéndole las manos, observó la línea oscura que cada barrido les dibujaba a estribor, cerquísima, y la extensión clara al otro lado. En media milla estaba todo limpio; pero al duplicar el alcance en la pantalla encontró la esperada mancha negra moviéndose con rapidez a ocho cables, resuelta a cortarles el paso. Pegó la boca a la oreja de Santiago para gritárselo por encima del rugir del motor, y lo vio asentir de nuevo, fijos los ojos en el rumbo y sin decir palabra. El pájaro bajó un poco más, el patín casi tocando la banda de babor, y volvió a elevarse sin lograr que Santiago desviase un grado la ruta: seguía encorvado sobre el volante, concentrado en la oscuridad a proa, mientras las luces de la costa corrían a lo largo de la banda de estribor: primero Estepona con la iluminación de su larga avenida y el faro extremo, luego Manilva y el puerto de la Duquesa, con planeadora a cuarenta y cinco nudos ganando poco a poco mar abierto. Y fue entonces, al comprobar por segunda vez el radar, cuando Teresa vio el eco negro de la Hachejota demasiado cerca, más rápido de lo que pensaba, a punto de entrarles por la izquierda y al mirar en esa dirección distinguió entre la neblina del aguaje, pese al resplandor blanco del foco del helicóptero, el centelleo azul de su señal luminosa cerrándoles cada vez más. Eso planteaba la alternativa de costumbre: varar en la playa o tentar la suerte mientras el flanco amenazador que se iba perfilando en la noche se acercaba dando bandazos, golpes con la amura procurando romperles el casco, parar el motor, tirarlos al agua. El radar ya estaba de más, así que moviéndose de rodillas —sentía los violentos pantocazos de la lancha en los riñones— Teresa se situó otra vez detrás de Santiago, las manos en sus hombros para prevenirlo sobre los movimientos del helicóptero y la turbolancha; derecha e izquierda, cerca y lejos; y cuando le sacudió cuatro veces el hombro izquierdo porque la pinche Hachejota era ya un muro siniestro que se abalanzaba sobre ellos, Santiago levantó el pie del pedal para quitarle de golpe cuatrocientas vueltas al motor, bajó el power trim con la mano derecha, metió todo el volante a la banda de babor, y la Phantom, entre la nube de su propio aguaje, describió una curva cerrada, padrísima, que cortó la estela de la turbolancha aduanera, dejándola un poco atrás en la maniobra.

Teresa sintió deseos de reír. Órale. Todos apostaban al límite en aquellas extrañas cacerías que hacían latir a ciento veinte golpes por minuto el corazón, conscientes de que la ventaja sobre el adversario estaba en el escaso margen que definía ese límite. El helicóptero volaba bajo, amagaba con el patín, marcaba la posición a la Hachejota; pero la mayor parte del tiempo iba de farol, porque no podía establecer contacto real. Por su parte, la Hachejota cruzaba una y otra vez ante la planeadora para hacerla saltar en su estela y que el cabezón se gripase al girar la hélice en el vacío; o acosaba, lista para golpear, sabiendo su patrón que sólo podía hacerlo con la amura, porque montar la proa significaba matar en el acto a los ocupantes de la Phantom, en un país donde a los jueces había que explicarles mucho ese tipo de cosas. También Santiago sabía todo eso, gallego listo y requetecabrón como era, y arriesgaba hasta el máximo: giro a la banda contraria, buscar la estela de la Hachejota hasta que ésta parase o diera marcha atrás, cortar su proa para frenarla. Incluso aminorar de pronto delante con mucha sangre fría, confiando en los reflejos del otro para detener la turbolancha y no pasarles por encima, y cinco segundos después acelerar, ganando una distancia preciosa, con Gibraltar cada vez más cerca. Todo en el filo de la navaja. Y un error de cálculo bastaría para que ese equilibrio precario entre cazadores y cazados se fuera al diablo.

—Nos la han jugado —gritó de pronto Santiago.

Teresa miró alrededor, desconcertada. Ahora la Hachejota estaba de nuevo a la izquierda, por la parte de afuera, apretando inexorable hacia tierra, la Phantom corriendo a cincuenta nudos en menos de cinco metros de sonda y el pájaro pegado encima, fijo en ellos el haz blanco de su foco. La situación no parecía peor que minutos antes, y así se lo dijo a Santiago, acercándose de nuevo a su oreja. No vamos tan mal, gritó. Pero Santiago movía la cabeza como si no la oyera, absorto en pilotar la lancha, o en lo que pensaba. Esa carga, le oyó decir. Y luego, antes de callarse del todo, añadió algo de lo que Teresa sólo pudo entender una palabra: señuelo. Igual está diciendo que nos tendieron un cuatro, pensó ella. Entonces la Hachejota les metió la amura, y el aguaje de las dos lanchas abarloadas a toda velocidad se volvió nube de espuma pulverizada que los empapó, cegándolos, y Santiago se vio obligado a ceder poco a poco, a llevar la Phantom cada vez más hacia la playa, de manera que ya estaban corriendo por el rebalaje, entre la rompiente del mar y la orilla misma, con la Hachejota por babor y algo más abierta, el helicóptero arriba, y las luces de tierra pasando veloces a pocos metros por la otra banda. En tres palmos de agua.

Chale, que no hay sonda, reflexionó Teresa atropelladamente. Santiago llevaba la planeadora lo más pegada a la orilla que podía, para mantener lejos a la otra lancha, cuyo patrón, sin embargo, aprovechaba cada oportunidad para arrimarles el costado. Aun así, calculó ella las probabilidades de que la Hachejota tocara fondo, o aspirase una piedra que chingara hasta la madre los álabes, de la turbina, eran mucho menores que las que tenía la Phantom de tocar la arena con la cola del motor en mitad de un pantocazo, y después clavar la proa y que ellos dos chuparan Faros hasta la resurrección de la carne. Diosito. Teresa apretó los dientes en la boca y las manos en los hombros de Santiago cuando la turbolancha se acercó de nuevo entre la nube de espuma, adelantándose un poco hasta cegarlos otra vez con su aguaje y dando luego una leve guiñada a estribor para apretarlos más contra la playa. Aquel patrón también era bravo de veras, pensó. De los que se tomaban en serio su chamba. Porque ninguna ley exigía tanto. O sí, cuando las cosas se tornaban personales entre machos gallos cabrones, que de cualquier desmadre hacían palenque. De lo cerca que estaba, el costado de la Hachejota parecía tan oscuro y enorme que la excitación que la carrera producía en Teresa empezó a verse desplazada por el miedo. Nunca habían corrido de ese modo por dentro del rebalaje, tan cerca de la orilla y en tan poca agua, y a trechos el foco del helicóptero dejaba ver las ondulaciones, las piedras y las alguitas del fondo. Apenas hay para la hélice, calculó. Vamos arando la playa. De pronto se sintió ridículamente vulnerable allí, empapada de agua, cegada por la luz, estremecida por los pantocazos. No mames con la ley y con lo otro, se dijo. Están echándose un pulso, nomás. Le cae al que se raje. A ver quién aguanta más pulque, y yo en medio. Qué triste pendejada morirse por esto.

Fue entonces cuando se acordó de la piedra de León. La piedra era una roca no muy alta que velaba a pocos metros de la playa, a medio camino entre La Duquesa y Sotogrande. La llamaban así porque un aduanero llamado León había roto en ella el casco de la turbolancha que patroneaba, raaaas, en plena persecución de una planeadora, viéndose obligado a varar en la playa con una vía de agua. Y aquella piedra, acababa de recordar Teresa, se hallaba justo en la ruta que ahora seguían. El pensamiento le produjo una descarga de pánico. Olvidando la cercanía de los perseguidores, miró a la derecha en busca de referencias para situarse por las luces de tierra que pasaban al costado de la Phantom. Tenía que estar, decidió, requetechingadamente cerca.

—¡La piedra! —le gritó a Santiago, inclinándose por encima de su hombro—… ¡Estamos cerca de la piedra!

A la luz del foco perseguidor lo vio afirmar con la cabeza, sin apartar su atención del volante y de la ruta, echando de vez en cuando ojeadas a la turbolancha y a la orilla para calcular la distancia y la profundidad a la que planeaban. En ese momento la Hachejota se apartó un Poco, el helicóptero se acercó más, y al mirar hacia lo alto haciéndose visera con una mano, Teresa entrevió una silueta oscura con un casco blanco que descendía hasta el patín que el piloto procuraba situar junto al motor de la Phantom. Quedó fascinada por aquella imagen insólita: el hombre suspendido entre cielo y agua que se agarraba con una mano a la puerta del helicóptero y en la otra empuñaba un objeto que ella tardó en reconocer como una pistola. No irá a dispararnos, pensó aturdida. No pueden hacerlo. Esto es Europa, carajo, y no tienen derecho a tratarnos así, a puros plomazos. La planeadora dio un salto más largo y ella se cayó de espaldas, y al levantarse desencajada, a punto de gritarle a Santiago nos van a quemar, cabrón, afloja, frena, párate antes de que nos bajen a tiros, vio que el hombre del casco blanco acercaba la pistola a la carcasa del cabezón y vaciaba allí el cargador, un tiro tras otro, fogonazos naranja en el resplandor del foco entre los miles de partículas de agua pulverizada, con los estampidos, pam, pam, pam, pam, casi apagados por el rugir del motor de la planeadora, y las palas del pájaro, y el rumor del mar y el chasquido de los golpes del casco de la Phantom en el agua somera de la orilla. Y de pronto el hombre del casco blanco desapareció de nuevo dentro del helicóptero, y éste ganó un poco de altura sin dejar de mantenerlos alumbrados, y la Hachejota volvió a acercarse peligrosamente mientras Teresa miraba estupefacta los agujeros negros en la carcasa del motor y éste seguía funcionando como si tal cosa, a toda madre y ni un rastro de humo siquiera, del mismo modo que Santiago mantenía impávido el rumbo de la planeadora, sin haberse vuelto una sola vez a mirar lo que estaba ocurriendo ni preguntarle a Teresa si seguía ilesa, ni otra cosa que no fuera continuar aquella carrera que parecía dispuesto a prolongar hasta el fin del mundo, o de su vida, o de sus vidas.

La piedra, recordó ella otra vez. La piedra de León tenía que estar allí mismo, a pocos metros por la proa. Se incorporó detrás de Santiago para escudriñar al frente, intentando atravesar la cortina de salpicaduras iluminada por la luz blanca del helicóptero y distinguir la roca en la oscuridad de la orilla que serpenteaba ante ellos. Espero que él la vea a tiempo, se dijo. Espero que lo haga con margen suficiente para maniobrar y esquivarla, y que la Hachejota nos lo permita. Estaba deseando todo eso cuando vio la piedra delante, negra y amenazadora; y sin necesidad de mirar hacia la izquierda comprobó que la turbolancha aduanera se abría para esquivarla al mismo tiempo que Santiago, la cara chorreando agua y los ojos entornados bajo la luz cegadora que no los perdía un instante, tocaba la palanca del trim power y giraba de golpe el volante de la Phantom, entre una racha de aguaje que los envolvió en su nube luminosa y blanca, eludiendo el peligro antes de acelerar y volver a rumbo, cincuenta nudos, agua llana, otra vez por dentro de la rompiente y en la mínima sonda. En ese momento Teresa miró hacía atrás y vio que la piedra no era la pinche piedra; que se trataba de un bote fondeado que en la oscuridad se le parecía, y que la piedra de León todavía estaba delante, aguardándolos. De modo que abrió la boca para gritarle a Santiago que la de atrás no era, cuidado, aún la tenemos a proa, cuando vio que el helicóptero apagaba el foco y ascendía bruscamente, y que la Hachejota se separaba con una violenta guiñada mar adentro. También se vio a sí misma como desde afuera, muy quieta y muy sola en aquella lancha, igual que si todos estuvieran a punto de abandonarla en un lugar húmedo y oscuro. Sintió un miedo intenso, familiar, porque había reconocido La Situación. Y el mundo estalló en pedazos.