5. Lo que sembré allá en la sierra

La espera. El mar oscuro y millones de estrellas cuajando el cielo. La extensión sombría, inmensa hacia el norte, limitada al sur por la silueta negra de la costa. Todo alrededor tan quieto que parecía aceite. Y una leve brisa de tierra apenas perceptible, intermitente, que rozaba el agua con minúsculos centelleos de extraña fosforescencia. Siniestra belleza, concluyó al fin. Ésas eran las palabras.

No era buena para expresar ese tipo de cosas. Le había costado cuarenta minutos. De cualquier modo, así era el paisaje, bello y siniestro; y Teresa Mendoza lo contemplaba en silencio. Desde el primero de aquellos cuarenta minutos estaba inmóvil, sin despegar los labios, sintiendo cómo el relente calaba poco a poco su jersey y las perneras de sus liváis. Atenta a los sonidos de tierra y del mar. Al amortiguado rumor de la radio encendida, canal 44, con el volumen al mínimo.

—Echa un vistazo —sugirió Santiago.

Lo dijo en un susurro apenas audible. El mar, le había explicado las primeras veces, transmite los ruidos y las voces de forma diferente. Según el momento, puedes oír cosas que se dicen a una milla de distancia. Lo mismo ocurre con las luces; por eso la Phantom estaba a oscuras, camuflada en la noche y el mar con la pintura negra mate que cubría su casco de fibra de vidrio y la carcasa del motor. Y por eso los dos estaban callados y ella no fumaba, ni se movían apenas. Esperando.

Teresa pegó la cara al cono de goma que ocultaba la pantalla del radar Furuno de 8 millas. A cada barrido de la antena, el trazo oscuro de la costa marroquí persistía con nitidez perfecta en la parte inferior del recuadro, mostrando la ensenada arqueada hacia abajo entre las puntas de Cruces y Al Marsa. El resto estaba limpio: ni una señal en la superficie del mar. Pulsó dos veces la tecla de alcance, ampliando el radio de vigilancia de una a cuatro millas. Con el siguiente barrido la costa apareció más pequeña y prolongada, incluyendo hacia levante la mancha precisa, adentrada en el mar, de isla Perejil. También allí estaba limpio. Ningún barco. Ni siquiera el eco falso de una ola en el agua. Nada.

—Esos cabrones —oyó decir a Santiago.

Esperar. Eso formaba parte de su trabajo; pero en el tiempo que llevaban saliendo juntos al mar, Teresa había aprendido que lo malo no era la espera, sino las cosas que imaginas mientras esperas. Ni el sonido del agua en las rocas, ni el rumor del viento que podía confundirse con una patrullera marroquí —la mora, en jerga del Estrecho— o con el helicóptero de Aduanas español, eran tan inquietantes como aquella larga calma previa donde los pensamientos se convertían en el peor enemigo. Hasta la amenaza concreta, el eco hostil que aparecía de pronto en la pantalla de radar, el rugido del motor luchando por la velocidad y la libertad y la vida, la huida a cincuenta nudos con una patrullera pegada a la popa, los pantocazos sobre el agua, las violentas descargas alternativas de adrenalina y miedo en plena acción, suponían para ella situaciones preferibles a la incertidumbre de la calma, a la imaginación serena. Qué mala era la lucidez. Y qué perversas las posibilidades aterradoras, fríamente evaluadas, que encerraba lo desconocido. Aquella espera interminable al acecho de una señal de tierra, de un contacto en la radio, resultaba semejante a los amaneceres grises que seguían encontrándola despierta en la cama cada madrugada, y que ahora también llegaban en el mar, con la noche indecisa clareando por levante, y el frío, y la humedad que volvía resbaladiza la cubierta y le mojaba las ropas, las manos y la cara. Chale. Ningún miedo es insoportable, concluyó, a menos que te sobren tiempo y cabeza para pensar en él.

Cinco meses, ya. A veces, la otra Teresa Mendoza a la que sorprendía desde el más allá de un espejo, en cualquier esquina, en la luz sucia de los amaneceres, seguía espiándola con atención, expectante por los cambios que poco a poco parecían registrarse en ella. Esos cambios no eran gran cosa, todavía. Y estaban más relacionados con actitudes y situaciones externas que con los auténticos sucesos que se registran adentro y modifican de veras las perspectivas y la vida. Pero de algún modo también ésos los sentía llegar, sin fecha ni plazo fijo, inminentes y a remolque de los otros, igual que cuando estaba a punto de dolerle la cabeza tres o cuatro días seguidos o de cumplirse el ciclo —para ella siempre irregular y doloroso— de los días incómodos e inevitables. Por eso resultaba interesante, casi educativo, entrar y salir de aquel modo de sí misma; poder mirarse desde el interior lo mismo que desde afuera. Ahora Teresa sabía que todo, el miedo, la incertidumbre, la pasión, el placer, los recuerdos, su propio rostro que parecía mayor que unos meses atrás, podían contemplarse desde ese doble punto de vista. Con una lucidez matemática que no le correspondía a ella, sino a la otra mujer que latía en ella. Y esa aptitud para tan singular desdoblamiento, descubierta, o más bien intuida, la tarde misma —distaba apenas un año— que sonó el teléfono en Culiacán, era la que le permitía observarse fríamente, a bordo de aquella lancha inmóvil en la oscuridad de un mar que ahora empezaba a conocer, ante la costa amenazadora de un país del que muy poco antes casi ignoraba la existencia, junto a la sombra silenciosa de un hombre al que no amaba o al que tal vez creía no amar, con riesgo de pudrirse el resto de sus años en una cárcel; idea que —el fantasma de Lalo Veiga era el tercer tripulante en cada viaje— la hacía estremecer de pánico cuando, como ahora, contaba con tiempo para meditar sobre ello.

Pero era mejor que Melilla, y mejor que cuanto había esperado. Más personal y más limpio. En ocasiones llegaba a pensar que hasta mejor que Sinaloa; pero entonces la imagen del Güero Dávila venía a su encuentro como un reproche, y ella se arrepentía en los adentros por traicionar de aquella manera el recuerdo. Nada era mejor que el Güero, y eso era cierto en más de un sentido. Culiacán, la bonita casa de Las Quintas, los restaurantes del malecón, la música de los chirrines y las bandas, los bailes, los paseos en coche a Mazatlán, las playas de Altata, todo cuanto ella había creído el mundo real que la ponía a gusto con la vida, se cimentaban en un error. Ella no vivía realmente en ese mundo, sino en el del Güero. No era su vida, sino otra donde había ido a instalarse cómoda y feliz hasta verse expulsada de pronto por una llamada telefónica, por el ciego terror de la huida, por la sonrisa de cuchillo del Gato Fierros y los estampidos de la Doble Águila en sus propias manos. Ahora, sin embargo, existía algo nuevo. Algo indefinible y no del todo malo en la oscuridad de la noche, y en el miedo tranquilo, resignado, que sentía cuando miraba alrededor, pese a la sombra próxima de un hombre que —eso había aprendido desde Culiacán— ya nunca podría hacer que se engañara de nuevo a sí misma, creyéndose protegida del horror, del dolor y de la muerte. Y, cosa extraña, aquella sensación, lejos de intimidarla, la acicateaba.

La obligaba a analizarse con más intensidad; con una curiosidad reflexiva, no exenta de respeto. Por eso a veces se quedaba mirando la foto donde habían estado ella y el Güero, mientras daba al mismo tiempo ojeadas al espejo, interrogándose sobre la distancia cada vez mayor entre aquellas tres mujeres: la joven con ojos asombrados del papel fotográfico, la Teresa que ahora vivía a este lado de la vida y del paso del tiempo, la desconocida que las observaba a las dos desde su —cada vez más inexacto— reflejo.

Chíngale, que estaba requetelejos de Culiacán. Entre dos continentes, con la costa marroquí a quince kilómetros de la española: las aguas del Estrecho de Gibraltar y la frontera sur de una Europa a la que no había soñado viajar en la vida. Allí, Santiago Fisterra era transportista por cuenta ajena. Tenía una casita alquilada en una playa de la bahía de Algeciras, por la parte española, y la planeadora amarrada en Marina Sheppard, protegida por la bandera inglesa del Peñón: una Phantom de siete metros de eslora con autonomía de ciento sesenta millas y motor de 250 caballos —cabezones los llamaban en el argot local, que Teresa empezaba a combinar con su mejicano sinaloense—, capaz de acelerar de cero a cincuenta y cinco nudos en veinte segundos. Santiago era un mercenario del mar. A diferencia del Güero Dávila en Sinaloa, él no tenía jefes ni trabajaba en exclusiva para ningún cártel. Sus empleadores eran traficantes españoles, ingleses, franceses e italianos instalados en la Costa del Sol. En lo demás se trataba más o menos de lo mismo: llevar cargas de un sitio a otro. Santiago cobraba a tanto por entrega, y respondía de pérdidas o fracasos con su propia vida. Pero eso era sólo en casos extremos. Aquel contrabando —casi siempre hachís, algunas veces tabaco de los almacenes gibraltareños— nada tenía que ver con el que Teresa Mendoza había conocido antes. El de estas aguas era un mundo duro, de raza pesada, pero menos hostil que el mejicano. Menos violencia, menos muertes. La gente no se bajaba a plomazos por una copa de más, ni cargaba cuernos de chivo como en Sinaloa. De las dos orillas, la norte era más tranquilizadora, incluso si caías en manos de la ley. Había abogados, jueces, normas que se aplicaban por igual a los delincuentes que a las víctimas. Pero el lado marroquí era distinto: ahí la pesadilla rondaba todo el tiempo. Corrupción en todos los niveles, derechos humanos apenas valorados, cárceles donde podías pudrirte en condiciones terribles. Con el agravante añadido de ser mujer, y lo que significaba caer en el engranaje inexorable de una sociedad musulmana como aquélla. Al principio Santiago se había negado a que ocupara el puesto de Lalo Veiga. Demasiado peligroso, dijo, zanjando el asunto. O creyendo zanjarlo. Todo bien serio y metido en puro macho, el gallego, raro que le salía a veces, menos brusco que el resto de los españoles cuando hablaban, tan cortantes y rudos todos ellos. Pero después de una noche que Teresa pasó con los ojos abiertos, mirando primero la oscuridad del techo y luego la familiar claridad gris, dándole vueltas en la cabeza, despertó a Santiago para decirle que había tomado una decisión. Y ni modo. Nunca volvería a esperar a nadie viendo telenovelas en ninguna casa de ninguna ciudad del mundo, y él podría elegir: o la admitía en la planeadora, o lo dejaba en ese momento, en el acto, para siempre y ahí nos vemos. Entonces él, mentón sin afeitar, ojos enrojecidos de sueño, se rascó el pelo revuelto y le preguntó si estaba loca o se había vuelto gilipollas o qué. Hasta que ella se levantó desnuda de la cama, y tal como estaba sacó su maleta del armario y empezó a meter cosas mientras procuraba no mirarse en el espejo ni mirarlo a él, ni pensar en lo que estaba haciendo. Santiago la dejó hacer observándola minuto y medio sin abrir la boca; y al fin, creyendo que se iba de veras —Teresa seguía metiendo ropa en la maleta sin saber si iba a irse o no—, dijo bueno, vale, de acuerdo. Al carallo con todo. No es a mí a quien los moros van a romper el coño si te agarran. Así que procura no caerte al agua como Lalo.

—Ahí están.

Un clic-clac sin palabras, tres veces repetido al mínimo volumen en la radio. Una sombra pequeña, dejando una estela de minúsculas fosforescencias en la superficie negra y quieta. Ni siquiera un motor, sino el apagado chapoteo de unos remos. Santiago observaba con los Baigish 6UM de visión nocturna, intensificadores de luz. Rusos. Los rusos habían atiborrado con ellos Gibraltar en plena liquidación soviética. Cualquier barco, submarino o pesquero que tocaba el puerto vendía todo lo que pudiera desatornillarse a bordo.

—Esos hijos de la gran puta llegan con una hora de retraso.

Teresa oía los susurros con la cara otra vez pegada al cono de goma del radar. Todo limpio afuera, dijo igual de bajo. Ni rastro de la mora. La embarcación se balanceó cuando Santiago se puso en pie, yendo a popa con un cabo.

—Salam Aleikum.

La carga venía bien empacada, con fundas herméticas de plástico dotadas de asas para manejarlas con facilidad. Pastillas de aceite de hachís, siete veces más concentrado y valioso que la resina convencional. Veinte kilos por paquete, calculó Teresa a medida que Santiago iba pasándoselos y ella los estibaba repartiendo la carga en las bandas. Santiago le había enseñado a encajar un fardo con otro para que no se movieran en alta mar, subrayando la importancia que tenía una buena estiba en la velocidad de la Phantom; tanta como el paso de la hélice o la altura de la cola del motor. Un paquete bien o mal colocado podía significar un par de nudos de más o de menos. Y en aquel trabajo, dos millas era un trecho nada despreciable. A menudo suponía la distancia entre la cárcel y la libertad.

—¿Qué dice el radar?

—Todo limpio.

Teresa podía distinguir dos siluetas oscuras en el botecito de remos. A veces llegaba hasta ella un comentario en lengua árabe, hecho en voz baja, o una expresión impaciente de Santiago, que seguía metiendo fardos a bordo. Miró la línea sombría de la costa, al acecho de alguna luz. Todo estaba a oscuras salvo algunos puntos distantes en la mole negra del monte Musa y en el perfil escarpado que a intervalos se recortaba hacia poniente, bajo el resplandor del faro de Punta Cires, donde alcanzaban a verse iluminadas algunas casitas de pescadores y contrabandistas. Comprobó de nuevo los barridos de la pantalla pasando de la escala de cuatro millas a la de dos, y ampliándola luego a la de ocho. Había un eco casi en el límite. Observó con los prismáticos de 7x50 sin ver nada, así que recurrió a los binoculares rusos: una luz muy lejana, moviéndose despacio hacia el oeste, seguramente un buque grande camino del Atlántico. Sin dejar de mirar por los binoculares se volvió hacia la costa. Ahora cualquier punto luminoso se apreciaba nítido en la visión verde del paisaje, definiendo las piedras y los arbustos, y hasta las levísimas ondulaciones del agua. Enfocó de cerca para ver a los dos marroquíes de la patera: uno joven, con cazadora de cuero, y otro de más edad, con gorro de lana y chaquetón oscuro. Santiago estaba de rodillas junto a la gran carcasa del motor, estibando a popa los últimos fardos: tejanos —así llamaban allí a los pantalones de mezclilla—, zapatillas, camiseta negra, el perfil obstinado vuelto de vez en cuando a uno y otro lado para echar un cauto vistazo alrededor. A través del dispositivo de visión nocturna, Teresa podía distinguir sus brazos fuertes, los músculos tensos al subir la carga. Hasta en ésas estaba bien chilo el cabrón.

El problema de trabajar como transportista independiente, fuera de las grandes mafias organizadas, era que alguien podía molestarse y deslizar palabras peligrosas en oídos inoportunos. Como en el mero México. Tal vez eso explicaba la captura de Lalo Veiga —Teresa tenía ideas al respecto, a las que no era ajeno Dris Larbi—, aunque después Santiago. procuró limitar imprevistos, con más dinero oportunamente repartido en Marruecos a través de un intermediario de Ceuta. Eso reducía beneficios pero aseguraba, en principio, mayores garantías en aquellas aguas. De cualquier modo, veterano en esa chamba, escarmentado por lo de Cala Tramontana y gallego receloso como era, Santiago no terminaba por fiarse del todo. Y hacía bien. Sus modestos medios no bastaban para comprar a todo el mundo. Además, siempre podía darse el caso de un patrón de la mora, un mehani o un gendarme disconformes con su parte, un competidor que pagase más de lo que Santiago pagaba y diera el pitazo, un abogado influyente necesitado de clientes a quienes sangrar. O que las autoridades marroquíes organizaran una redada de peces chicos para justificarse en vísperas de una conferencia internacional antinarcos. En todo caso, Teresa había adquirido la experiencia suficiente para saber que el verdadero peligro, el más concreto, se plantearía después, al entrar en aguas españolas, donde el Servicio de Vigilancia Aduanera y las Heineken de la Guardia Civil —las llamaban así porque sus colores recordaban esas latas de cerveza— patrullaban noche y día a la caza de contrabandistas. La ventaja era que, a diferencia de los marroquíes, los españoles nunca tiraban a matar, porque entonces les caían encima los jueces y los tribunales —en Europa se tomaban ciertas cosas más en serio que en México o en la Unión Americana—. Eso daba la oportunidad de escapar forzando motores; aunque no era fácil zafarse de las potentes turbolanchas Hachejota de Aduanas y del helicóptero —el pájaro, decía Santiago— dotado de potentes sistemas de detección, con patrones veteranos y pilotos capaces de volar a pocos palmos del agua, forzándote a llevar el cabezón al límite en peligrosas maniobras evasivas, con riesgo de averías y de ser capturado antes de alcanzar las farolas de Gibraltar. En tal caso, los fardos eran arrojados por la borda: adiós para siempre a la carga, y hola a otra clase de problemas peores que los policiales; pues quienes fletaban el hachís no siempre resultaban ser mafiosos comprensivos, y te arriesgabas a que después de ajustar cuentas sobraran sombreros. Todo eso, descontando la posibilidad de un mal pantocazo en la marejada, una vía de agua, un choque con las lanchas perseguidoras, una varada en la playa, una piedra sumergida que destrozara la Planeadora y a sus tripulantes.

—Ya está. Vámonos.

El último fardo se hallaba estibado. Trescientos kilos justos. Los del bote bogaban ya hacia tierra; y Santiago, tras adujar el cabo, saltó a la bañera y se instaló en el asiento del piloto, junto a la banda de estribor. Teresa fue a un lado para dejarle sitio mientras se ponía, como él, una chaqueta de aguas. Después echó otro vistazo a la pantalla del radar: todo limpio a proa, rumbo al norte y al mar abierto. Fin de las precauciones inmediatas. Santiago encendió el contacto y la débil luz roja de los instrumentos iluminó la consola de mando: compás, tacómetro, cuentarrevoluciones, presión de aceite. Pedal bajo el volante y trimer de cola a la derecha del piloto. Rrrrr. Roar. Las agujas saltaron como si despertaran de golpe. Roaaaaar. La hélice batió una turbonada de espuma a popa, y los siete metros de eslora de la Phantom se pusieron en movimiento, cada vez mas aprisa, cortando el agua oleosa con la limpieza de un cuchillo bien afilado: 2.500 revoluciones, veinte nudos. La trepidación del motor se transmitía al casco, y Teresa sentía toda la fuerza que los empujaba a popa estremecer la estructura de fibra de vidrio, que de pronto parecía volverse ligera como una pluma. 3.500 revoluciones: treinta nudos y planeando. La sensación de potencia, de libertad, era casi física; y al reencontrarla su corazón empezó al latir como al filo de una suave borrachera. Nada, pensó una vez más, se parecía a aquello. O casi nada. Santiago, atento al gobierno, ligeramente inclinado sobre el volante del timón, rojizo el mentón iluminado desde abajo por el cuadro de instrumentos, pisó un poco más el pedal del gas: 4.000 revoluciones y cuarenta nudos. El deflector ya no bastaba para protegerlos del viento, que venía húmedo y cortante. Teresa se subió hasta el cuello el cierre de la chaqueta de aguas y se puso un gorro de lana, recogiéndose el pelo que le azotaba la cara. Luego echó otro vistazo al radar e hizo un barrido de canales con el indicador de leds de la radio Kenwood atornillada en la consola —los aduaneros y la Guardia Civil hablaban encriptados por secráfonos; pero, aunque no se entendieran sus conversaciones, la intensidad de la señal captada permitía establecer si estaban cerca—. De vez en cuando alzaba el rostro a lo alto, buscando la amenazadora sombra del helicóptero entre las luces frías de las estrellas. El firmamento y el círculo oscuro del mar que los rodeaba parecían correr con ellos, como si la planeadora estuviese en el centro de una esfera que se desplazase veloz a través de la noche. Ahora, en mar abierto, la marejadilla creciente imprimía leves pantocazos a su avance, y a lo lejos empezaban a distinguirse las luces de la costa de España.

Qué iguales y qué distintos eran, pensaba. Cómo se parecían en algunas cosas —ella lo intuyó desde la noche del Yamila—, y qué diferentes formas tenían de encarar la vida y el futuro. Como el Güero, Santiago era listo, bragado y muy frío en el trabajo: de los que nunca pierden la cabeza aunque estén rompiéndoles la madre. También la hacía disfrutar en la cama, donde era generoso y atento, siempre controlándose con mucha calma y pendiente de sus deseos. Menos divertido, tal vez, pero más tierno que el otro. Más dulce, a ratos. Y ahí terminaban las semejanzas. Santiago era callado, poco gastador, tenía escasos amigos y desconfiaba de todo el mundo. Soy celta del Finisterre, decía —en gallego, Fisterra significa fin, extremo lejano de la tierra—. Quiero llegar a viejo y jugar al dominó en un bar de O Grove, y tener un pazo grande con un mirador de peuvecé acristalado desde donde se vea el mar, con un telescopio potente para ver entrar y salir los barcos, y una goleta propia de sesenta pies fondeada en la ría. Pero si me gasto el dinero, tengo demasiados amigos o confío en mucha gente, nunca llegaré a viejo ni tendré nada de eso: cuantos más eslabones, menos puedes fiarte de la cadena. Santiago tampoco fumaba ni tabaco ni hachís ni nada, y apenas tomaba una copa de vez en cuando. Al levantarse corría media hora por la playa, con el agua por los tobillos, y luego fortalecía los músculos haciendo flexiones que —Teresa las había contado, incrédula— llegaban a cincuenta cada vez. Tenía un cuerpo delgado y duro, claro de piel pero muy bronceado en los brazos y en la cara, con su tatuaje del Cristo crucificado en el antebrazo derecho —el Cristo de mi apellido, comentó una vez— y otra pequeña marca en el hombro izquierdo, un círculo con una cruz celta y unas iniciales, I. A., cuyo significado, que ella sospechaba un nombre de mujer, no quiso contarle nunca. También tenía una cicatriz vieja, en diagonal y como de media cuarta, en la espalda, a la altura de los riñones. Una navaja, fue lo que dijo cuando Teresa preguntó. Hace mucho. Cuando vendía rubio de batea por los bares, y los otros chicos temieron que les quitara la clientela. Y mientras decía aquello sonreía un poco, melancólico, como si añorase el tiempo de ese navajazo.

Casi habría podido amarlo, reflexionaba Teresa a veces, de no haber pasado todo en el lugar equivocado, en la porción de vida equivocada. Las cosas siempre ocurrían demasiado pronto o demasiado tarde. Sin embargo estaba a gusto con él, como para volarse la barda de puro bien, viendo la tele recostada en su hombro, mirando revistas del corazón, bronceándose al sol con un Bisonte taqueadito de hachís entre los dedos —sabía que Santiago no aprobaba que fumase aquello, pero nunca le oyó una palabra en contra—, o viéndolo trabajar bajo el porche, el torso desnudo y el mar al fondo, en los ratos que dedicaba a sus barquitos de madera. Le gustaba mucho verlo construir barcos porque era de veras paciente y minucioso, requetehábil para reproducir pesqueros como los de verdad, pintados en rojo, azul y blanco, y veleros con cada vela y cada cabito en su sitio. Y era curioso lo de los barcos, y también lo de la lancha; porque, para su sorpresa, había descubierto que Santiago no sabía nadar. Ni siquiera bracear como ella —el Güero la había enseñado en Altata—: con muy poco estilo, pero nadando, a fin de cuentas. Lo confesó una vez, al hilo de otro asunto. Nunca pude tenerme a flote, dijo. Me da raro. Y cuando Teresa le preguntó por qué se arriesgaba entonces en una planeadora, él se limitó a encogerse de hombros, fatalista, con aquella sonrisa suya que parecía salirle después de muchas vueltas y revueltas por los adentros. La mitad de los gallegos no sabemos nadar, dijo al fin. Nos ahogamos resignados, y punto. Y al principio ella no supo si hablaba del todo en broma, o del todo en serio.

Una tarde, tapeando donde Kuki —casa Bernal, una tasca de Campamento— Santiago le presentó a un conocido: un reportero del Diario de Cádiz llamado Óscar Lobato. Conversador, moreno, cuarentón, con un rostro lleno de marcas y cicatrices que le daba aspecto del tipo hosco que en realidad no era, Lobato se movía como pez en el agua lo mismo entre contrabandistas que entre aduaneros y guardias civiles. Leía libros y sabía de todo, desde motores a geografía, o música. También conocía a todo el mundo, no revelaba sus fuentes ni con una 45 apoyada en la sien, y frecuentaba el ambiente desde hacía tiempo, con la agenda telefónica repleta de contactos. Siempre echaba una mano cuando podía, sin importarle en qué lado de la ley militase cada cual, en parte por relaciones públicas y en parte porque, pese a los resabios de su oficio, decían, no era mala gente. Además, le gustaba su trabajo. Aquellos días rondaba la Atunara, el antiguo barrio pescador de La Línea, donde el paro había reconvertido a los pescadores en contrabandistas. Las lanchas de Gibraltar alijaban en la playa a plena luz del día, descargadas por mujeres y niños que pintaban sus propios pasos de peatones en la carretera para cruzar cómodamente con los fardos a cuestas. Los críos jugaban a traficantes y guardias civiles en la orilla del mar, persiguiéndose con cajas vacías de Winston encima de la cabeza; sólo los más pequeños querían desempeñar el papel de guardias. Y cada intervención policial terminaba entre gases lacrimógenos y pelotazos de goma, con auténticas batallas campales entre los vecinos y los antidisturbios.

—Imaginad la escena —contaba Lobato—: playa de Puente Mayorga, de noche, una planeadora gibraltareña con dos fulanos descargando tabaco. Pareja de la Guardia Civil: cabo viejo y guardia joven. Alto, quién vive, etcétera. Los de tierra que se largan. El motor que no arranca, el guardia joven que se mete en el agua y sube a la planeadora. Ese motor que por fin arranca, y allá se va la lancha para Gibraltar, un traficante al timón y el otro dándose de hostias con el picoleto… Imaginad ahora esa planeadora que se para en mitad de la bahía. Esa conversación con el guardia. Mira, chaval, le dicen. Si seguimos contigo a Gibraltar nos vamos a buscar la ruina, y a ti te empapelarán por perseguirnos dentro de territorio inglés. Así que vamos a tranquilizarnos, ¿vale?… Desenlace: esa planeadora que vuelve a la orilla, ese guardia que se baja. Adiós, adiós. Buenas noches. Y aquí paz y después gloria.

Por su doble condición de gallego y de traficante, Santiago desconfiaba de los periodistas; pero Teresa sabía que a Lobato lo consideraba una excepción: era objetivo, discreto, no creía en buenos ni malos, sabía hacerse tolerar, pagaba las copas y jamás tomaba notas en público. También sabía buenas historias y mejores chistes, y nunca cotorreaba gacho. Había llegado al Bernal con Toby Parrondi, un piloto de planeadoras gibraltareño, y algunos colegas de éste. Todos los llanitos eran jóvenes: cabellos largos, pieles bronceadas, aretes en las orejas, tatuajes, paquetes de tabaco con mecheros de oro sobre la mesa, coches de gran cilindrada y cristales tintados que circulaban con la música de Los Chunguitos, o de Javivi, o de Los Chichos, a toda potencia: canciones que a Teresa le recordaban un poco los narcocorridos mejicanos. De noche no duermo, de día no vivo, decía una de las letras. Entre estas paredes, maldito presidio. Canciones que formaban parte del folklore local, como aquellas otras de Sinaloa, con títulos igual de pintorescos: La mora y el legionario, Soy un perro callejero, Puños de acero, A mis colegas. Los contrabandistas llanitos sólo se diferenciaban de los españoles en que había más tipos claros de pelo y piel, y en que mezclaban palabras inglesas con su acento andaluz. En lo demás salían cortados por el mismo patrón: cadenas de oro al cuello con crucifijos, medallas de la Virgen o la inevitable efigie de Camarón. Camisetas heavy metal, chándals caros, zapatillas Adidas y Nike, pantalones tejanos muy descoloridos y de buenas marcas con fajos de billetes en un bolsillo trasero y el bulto de la navaja en el otro. Raza dura, tan peligrosa a ratos como la sinaloense. Nada que perder y mucho por ganar. Con esas chavas, sus novias, embutidas en pantalones estrechos y camisetas cortas que enseñaban las caderas tatuadas y los piercings de los ombligos, mucho maquillaje y perfume, y todo aquel oro encima. A Teresa le recordaban a las morras de los narcos culichis. En cierta forma también a ella misma; y darse cuenta la hizo pensar que había pasado demasiado tiempo, y demasiadas cosas. En aquel grupo estaba algún español de la Atunara, pero la mayor parte eran llanitos; británicos con apellidos españoles, ingleses, malteses y de todos los rincones del Mediterráneo. Como dijo Lobato guiñando un ojo mientras incluía a Santiago en el gesto, lo mejor de cada casa.

—Así que mejicana.

—Órale.

—Pues has venido bien lejos.

—Cosas de la vida.

La sonrisa del reportero estaba manchada de espuma de cerveza.

—Eso suena a canción de José Alfredo.

—¿Conoces a José Alfredo?

—Un poco.

Y Lobato se puso a canturrear Llegó borracho el borracho mientras invitaba a otra ronda. Lo mismo para mis amigos y para mí, dijo. Incluidos los caballeros de aquella mesa y sus señoras.

… Pidiendo cinco tequilas,

Y le dijo el cantinero:

se acabaron las bebidas.

Teresa roleó un par de estrofas con él, y se rieron al final. Era simpático, pensó. Y no se pasaba de listo. Pasarse de listo con Santiago y con aquella raza era malo para la salud. Lobato la miraba con ojos atentos, valorativo. Ojos de saber de qué lado masca la iguana.

—Una mejicana y un gallego. Vivir para ver.

Eso estaba bien. No hacer preguntas sino dar pie a que otros cuenten, si se tercia. Dejándosela ir como con cremita.

—Mi papá era español.

—¿De dónde?

—Nunca lo supe.

Lobato no preguntó si era verdad que nunca lo había sabido, o si le estaba saliendo por peteneras. Dando por zanjado el asunto familiar, bebió un sorbo de cerveza y señaló a Santiago.

—Dicen que bajas al moro con éste.

—¿Quién lo dice?

—Por ahí. Aquí no hay secretos. Quince kilómetros de anchura son poca agua.

—Fin de la entrevista —dijo Santiago quitándole a Lobato la cerveza mediada de la mano, a cambio de otra de la nueva ronda que acababan de encargar los rubios de la mesa.

El reportero encogió los hombros.

—Es bonita, tu chica. Y con ese acento.

—A mí me gusta.

Teresa se dejaba acunar estrechada por los brazos de Santiago, sintiéndose como lechuguita. Kuki, el dueño del Bernal, puso unas raciones sobre el mostrador: gambas al ajillo, carne mechada, albóndigas, tomates aliñados con aceite de oliva. A Teresa le encantaba comer o cenar de aquella forma tan española, a base de botanas, de pie y de barra en barra, lo mismo embutidos que platos de cocina. Tapeando. Dio cuenta de la carne mechada, mojando pan en la salsa. Tenía jaria y no le preocupaba engordar: era de las flacas, y durante algunos años podría permitirse excesos. Como decían en Culiacán, ponerse hasta la madre. Kuki tenía en las estanterías una botella de Cuervo, así que pidió un tequila. En España no usaban los caballitos largos y estrechos frecuentes en México, y ella siempre pisteaba en catavinos pequeños, porque era lo más parecido. El problema era que duplicabas la tomada en cada trago.

Entraron más clientes. Santiago y Lobato, apoyados en la barra, conversaban sobre las ventajas de las lanchas de goma tipo Zodiac para moverse a altas velocidades con mala mar; y Kuki terciaba en la conversación. Los cascos rígidos sufrían mucho en las persecuciones, y hacía tiempo que Santiago acariciaba la idea de una semirrígida con dos o tres motores, lo bastante grande para aguantar la mar, llegando hasta las costas orientales andaluzas y el cabo de Gata. El problema era que no disponía de medios: demasiada inversión y demasiado riesgo. Suponiendo que luego, en el agua, aquellas ideas fuesen confirmadas por los hechos.

De pronto cesó la conversación. También los gibraltareños de la mesa habían enmudecido, y miraban al grupo que acababa de instalarse al extremo de la barra, junto al antiguo cartel taurino de la última corrida de toros antes de la guerra civil —Feria de La Línea, 19, 20 y 21 de julio de 1936—. Eran cuatro hombres jóvenes, de buen aspecto. Uno güerito y con gafas y dos altos, atléticos, con polos deportivos y el pelo corto. El cuarto hombre era atractivo, vestido con una camisa azul impecablemente planchada y unos tejanos tan limpios que parecían nuevos.

—Heme aquí, una vez más —suspiró Lobato, guasón—, entre aqueos y troyanos.

Se disculpó un momento, guiñó un ojo a los gibraltareños de la mesa y fue a saludar a los recién llegados, demorándose un poco mas con el de la camisa azul. A la vuelta se reía por lo bajini.

—Los cuatro son de Vigilancia Aduanera.

Santiago los miraba con interés profesional. Al verse observado, uno de los altos inclinó un poco la cabeza a modo de saludo, y Santiago levantó un par de centímetros su vaso de cerveza. Podía ser una respuesta o no serlo. Los códigos y las reglas del juego al que todos jugaban: cazadores y presas en territorio neutral. Kuki servía manzanilla y tapas sin inmutarse. Aquellos encuentros se daban a diario.

—El guaperas —seguía detallando Lobato— es piloto del pájaro.

El pájaro era el BO-105 de Aduanas, preparado para el rastreo y caza en el mar. Teresa lo había visto volar acosando a las lanchas contrabandistas. Volaba bien, muy bajo. Arriesgándose. Observó al tipo: en torno a los treinta y pocos, prieto de pelo, bronceado de piel. Habría podido pasar por mejicano. Parecía correcto, bien chiles. Un punto tímido.

—Me ha dicho que anoche le tiraron una bengala que le pegó en una pala —Lobato miraba a Santiago—. No serías tú, ¿verdad?

—No salí anoche.

—Igual fue alguno de ésos.

—Igual.

Lobato miró a los gibraltareños, que ahora hablaban exageradamente alto, riéndose. Ochenta kilos les voy a meter mañana, fanfarroneaba alguien. Por la cara. Uno de ellos, Parrondi, le dijo a Kuki que sirviera una ronda a los señores aduaneros. Que es mi cumpleaños y tengo yo, decía con manifiesta guasa, mucho gusto en convidarles. Desde el extremo de la barra, los otros rechazaron la propuesta, aunque uno de ellos levantó dos dedos haciendo la uve de la victoria mientras decía felicidades. El rubio de las gafas, informó Lobato, era el patrón de una turbolancha Hachejota. También gallego, por cierto. De La Coruña.

—En cuanto al aire, ya sabes —añadió Lobato para Santiago—. Reparación, y una semana de cielo libre, sin buitres en la chepa. Así que tú mismo.

—No tengo nada estos días.

—¿Ni siquiera tabaco?

—Tampoco.

—Pues qué lástima.

Teresa seguía observando al piloto. Tan modos y mosquita muerta que parecía. Con su camisa impecable, el pelo reluciente y repeinado, resultaba difícil relacionarlo con el helicóptero que era pesadilla de los contrabandistas. A lo mejor, se dijo, pasaba como en una película que vieron Santiago y ella comiendo pipas en el cine de verano de La Línea: el doctor Jeckyll y míster Hyde.

Lobato, que había advertido su mirada, acentuó un poco la sonrisa.

—Es un buen chaval. De Cáceres. Y le tiran las cosas más raras que puedas imaginar. Una vez le arrojaron un remo, partiéndole una pala, y casi se mata. Y cuando aterriza en la playa, los críos lo reciben a pedradas… A veces la Atunara parece Vietnam. Claro que en el mar es distinto.

—Sí —confirmó Santiago entre dos sorbos de cerveza—. Allí son esos hijoputas los que tienen la ventaja.

Así llenaban el tiempo libre. Otras veces iban de compras o de gestiones al banco en Gibraltar, o paseaban por la playa en los magníficos atardeceres del prolongado verano andaluz, con el Peñón prendiendo sus bombillas poco a poco, al fondo, y la bahía llena de buques con diferentes banderas —Teresa ya identificaba las principales— que encendían las luces mientras se apagaba el sol a poniente. La casa era un chalecito situado a diez metros del agua, en la boca del río Palmones, donde se levantaban algunas viviendas de pescadores justo a la mitad de la bahía entre Algeciras y Gibraltar. Le gustaba aquella zona que le recordaba un poco a Altata, en Sinaloa, con playas arenosas, y pateras azules y rojas varadas junto al agua mansa del río. Solían desayunar café cortado con tostadas de aceite en El Espigón o el Estrella de Mar, y comer los domingos tortillitas de camarones en casa Willy. En ocasiones, entre viaje y viaje llevando cargas por el Estrecho, tomaban la Cherokee de Santiago y se iban hasta Sevilla por la Ruta del Toro, a comer en casa Becerra o parando a picar jamón ibérico y caña de lomo en las ventas de carretera. Otras veces recorrían la Costa del Sol hasta Málaga o iban en dirección opuesta, por Tarifa y Cádiz hasta Sanlúcar de Barrameda y la desembocadura del Guadalquivir: vino Barbadillo, langostinos, discotecas, terrazas de cafés, restaurantes, bares y karaokes, hasta que Santiago abría la cartera, echaba cuentas y decía ya vale, se encendió la reserva, volvamos para ganar más, que nadie nos lo regala. A menudo pasaban días enteros en el Peñón, sucios de aceite y grasa, achicharrados bajo el sol y comidos de moscas en el varadero de Marina Sheppard, desmontando y volviendo a montar el cabezón de la Phantom —palabras antes misteriosas como pistones americanos, cabezas ovaladas, jaulas de rodamientos, ya no tenían secretos para Teresa—, y luego probaban la lancha en veloces planeadas por la bahía, observados de cerca por el helicóptero y las Hachejotas y las Heineken, que tal vez esa misma noche volverían a empeñarse con ellos en el juego del gato y el ratón al sur de Punta Europa. Y cada tarde, los días tranquilos de puerto y varadero, al terminar el trabajo se iban al Olde Rock a tomar algo sentados en la mesa de siempre, bajo un cuadrito que mostraba la muerte de un almirante inglés llamado Nelson.

De ese modo, durante aquel tiempo casi feliz —por primera vez en su vida era consciente de serlo—, Teresa se hizo al oficio. La mejicanita que poco más de un año antes había echado a correr en Culiacán era ahora una mujer fogueada en travesías nocturnas y sobresaltos, en cuestiones marineras, en mecánica naval, en vientos y corrientes. Conocía el rumbo y la actividad de los barcos por el número, color y posición de sus luces. Estudió las cartas náuticas españolas e inglesas del Estrecho comparándolas con sus propias observaciones, hasta saberse de memoria sondas, perfiles de costa, referencias que luego, de noche, marcarían la diferencia entre el éxito o el fracaso. Cargó tabaco en los almacenes gibraltareños, alijándolo una milla más allá, en la Atunara, y hachís en la costa marroquí para desembarcarlo en calas y playas desde Tarifa a Estepona. Verificó, llave inglesa y destornillador en mano, bombas de refrigeración y cilindros, cambió ánodos, purgó aceite, desmontó bujías y aprendió cosas que nunca había imaginado fuesen útiles; como, por ejemplo, que el consumo/hora de un cabezón trucado, como el de cualquier motor de dos tiempos, se calcula multiplicando por 0,4 1a potencia máxima: regla utilísima cuando se quema el combustible a chorros en mitad del mar, donde no hay gasolineras. Del mismo modo se acostumbró a guiar a Santiago con golpes en los hombros en huidas muy apuradas, para que la proximidad de las turbolanchas o el helicóptero no lo distrajeran cuanto pilotaba a velocidades peligrosas; e incluso a manejar ella misma una planeadora por encima de los treinta nudos, meter gas o reducirlo con mala mar para que el casco sufriera lo imprescindible, elevar la cola del cabezón con marejada o regularla intermedia para el planeo, camuflarse cerca de la costa aprovechando los días sin luna, pegarse a un pesquero o a un barco grande a fin de disimular la propia señal de radar. Y también, las tácticas evasivas: utilizar el corto radio de giro de la Phantom para esquivar el abordaje de las más potentes pero menos maniobrables turbolanchas, buscar la popa de quien te da caza, doblarle la proa o cortar su estela aprovechando las ventajas de la gasolina frente al lento gasóleo del adversario. Y así pasó del miedo a la euforia, de la victoria al fracaso; y supo, de nuevo, lo que ya sabía: que unas veces se pierde, otras se gana, y otras se deja de ganar. Arrojó fardos al mar, iluminada en plena noche por el foco de los perseguidores, o los transbordó a pesqueros y a sombras negras que se adelantaban desde playas desiertas entre el rumor de la resaca, metidas en el agua hasta la cintura. Incluso en cierta ocasión —la única hasta entonces, en el transcurso de una operación con gente de poco fiar— lo hizo mientras Santiago vigilaba sentado a popa, en la oscuridad, con una Uzi disimulada bajo la ropa; no como precaución ante la llegada de aduaneros o guardias civiles —eso iba contra las reglas del juego— sino para precaverse de la gente a la que hacían la entrega: unos franceses de mala fama y peores modos. Y luego, esa misma madrugada, alijada ya la carga y navegando rumbo al Peñón, la propia Teresa había arrojado con mucho alivio la Uzi al mar.

Ahora estaba lejos de sentir ese alivio, pese a que navegaban con la planeadora vacía y de vuelta a Gibraltar. Eran las 4.40 de la madrugada y sólo habían transcurrido dos horas desde que embarcaron los trescientos kilos de resina de hachís en la costa marroquí: tiempo suficiente para cruzar las nueve millas que separaban Al Marsa de Cala Arenas, y alijar allí sin problemas la carga de la otra orilla. Pero —decía un refrán español— hasta que pasa el rabo todo es toro. Y para confirmarlo, un poco antes de Punta Carnero, recién entrados en el sector rojo del faro y viéndose ya la mole iluminada del Peñón al otro lado de la bahía de Algeciras, Santiago había soltado una blasfemia, vuelto de pronto a mirar hacia lo alto. Y un instante después, por encima del sonido del cabezón, Teresa oyó un ronroneo diferente que se aproximaba por una banda y luego se situaba a popa, segundos antes de que un foco encuadrase de pronto la lancha, deslumbrándolos muy de cerca. El pájaro, mascullaba ahora Santiago. El puto pájaro. Las palas del helicóptero removían una turbonada de aire sobre la Phantom, levantando agua y espuma alrededor, cuando Santiago movió el trimer de la cola, pisó el acelerador, la aguja saltó de 2.500 a 4.000 revoluciones, y la lancha empezó a correr dando golpes sobre el mar, planeando en rápidos pantocazos. Ni madres. El foco los seguía, oscilante de una banda a otra y de éstas a popa, iluminando como una cortina blanca el aguaje que levantaban doscientos cincuenta caballos a buena potencia. Entre los golpes y la espuma, bien agarrada para no caer por la borda, Teresa hizo lo que debía hacer: olvidarse de la amenaza relativa del helicóptero —volaba, calculó, a unos cuatro metros del agua, y como ellos a una velocidad de casi cuarenta nudos— y ocuparse de la otra amenaza que sin duda rondaba cerca, más peligrosa pues corrían demasiado próximos a tierra: la Hachejota de Vigilancia Aduanera que, guiada por su radar y por el foco del helicóptero, debía de estar en ese momento navegando hacia ellos a toda velocidad, para cortarles el paso o empujar la planeadora contra la costa. Hacia las piedras de la restinga de La Cabrita, que estaban en algún lugar delante y un poco a babor.

Pegó la cara al cono de goma del Furuno, lastimándose la frente y la nariz con los pantocazos, y tecleó para bajar el alcance a media milla. Diosito, Dios. Si en esta chamba no estás a buenas con Dios, ni te metas, pensó. El barrido de la antena en la pantalla le parecía increíblemente largo, una eternidad que aguardó conteniendo el aliento. Sácanos también de ésta, Diosito lindo. Hasta del santo Malverde se acordaba, aquella negra noche de su mal. Iban sin carga que los mandara a prisión; pero los aduaneros eran raza pesada, aunque en las tascas de Campamento te dijeran cumpleaños feliz. A tales horas y por aquellos rumbos, podían recurrir a cualquier pretexto para incautarse de la lancha, o golpearla como por accidente y echarla a pique. La luz cegadora del foco se le metía en la pantalla, dificultándole la visión. Advirtió que Santiago subía las revoluciones del motor, pese a que con la mar que levantaba el viento de poniente ya iban al límite. Al gallego no se le arrugaba el cuero; y tampoco era hombre inclinado a poner las cosas fáciles a la ley. Entonces la planeadora dio un salto más prolongado que los anteriores —que no se gripe el motor, pensó mientras imaginaba la hélice girando en el vacío— y, al golpear de nuevo el casco la superficie del agua, Teresa, agarrada lo mejor que podía, dándose una y otra vez con la cara en el reborde de goma del radar, vio por fin en la pantalla, entre los innumerables pequeños ecos de la marejada, otra mancha negra, distinta: una señal alargada y siniestra que se les acercaba rápidamente por la aleta de estribor, a menos de quinientos metros.

—¡A las cinco! —gritó, sacudiendo el hombro derecho de Santiago—… ¡Tres cables!

Lo dijo pegándole la boca a la oreja para hacerse oír por encima del rugido del motor. Entonces Santiago echó un inútil vistazo hacia allí, entornados los ojos bajo el resplandor del foco del helicóptero que seguía pegado a ellos, y después arrancó de un manotazo la goma del radar para ver él mismo la pantalla. La sinuosa línea negra de la costa se trazaba inquietantemente cerca a cada barrido de la antena, unos trescientos metros por el través de babor. Teresa miró a proa. El faro de Punta Carnero seguía emitiendo sus destellos de color rojo. Con aquel rumbo, cuando pasaran al sector de luz blanca ya no habría modo de evitar la restinga de La Cabrita. Santiago debió de pensar lo mismo, pues en ese momento redujo velocidad y giró el timón hacia la derecha, volvió a acelerar y maniobró varias veces en zigzag de la misma forma, mar adentro, mirando alternativamente la pantalla de radar y el foco del helicóptero, que a cada quiebro se adelantaba, perdiéndolos de vista un momento, antes de pegárseles de nuevo para mantenerlos encuadrados con su luz. Ya fuera el de la camisa azul o cualquier otro, pensó Teresa con admiración, aquel tipo de arriba era de los que no tenían madre. Pa’ qué te digo que no, si sí. Y dominaba su oficio. Volar de noche con un helicóptero y a ras del agua no estaba en manos de cualquiera. El piloto debía de ser tan bueno como el Güero, en sus tiempos y en lo suyo. O más. Deseó tirarle una pinche bengala, si hubieran llevado bengalas a bordo. Verlo caer en llamas al agua. Chof.

Ahora la señal de la Hachejota estaba más próxima en el radar, acercándose implacable. Lanzada a toda potencia con mar llana, la planeadora resultaba inalcanzable; pero con marejada sufría demasiado, y la ventaja era de los perseguidores. Teresa miró atrás y al través de estribor haciendo visera con la mano bajo la luz, esperando verla aparecer de un momento a otro. Agarrada lo mejor que podía, agachando la cabeza cada vez que un roción de espuma saltaba sobre la proa, sentía doloridos los riñones de los continuos pantocazos. A ratos observaba el perfil testarudo de Santiago, sus rasgos tensos goteando agua salada, los ojos deslumbrados atentos a la noche. Las manos crispadas sobre el timón de la Phantom, dirigiéndola con pequeñas y hábiles sacudidas, sacando el máximo partido de las quinientas vueltas extra del motor trucado, del grado de inclinación de la cola, y de la quilla plana que en algunos prolongados saltos parecía volar, como si la hélice sólo tocara el agua de vez en cuando, y otras veces golpeaba con estrépito, crujiendo de manera que el casco parecía a punto de desarmarse en pedazos.

—¡Ahí está!

Y ahí estaba: una fantasmal sombra por momentos gris, por momentos azul y blanca, que se iba adentrando en el campo de luz proyectada por el helicóptero con grandes ráfagas de agua, su casco peligrosamente cerca. Entraba y salía de la luz como un muro enorme o un cetáceo monstruoso que corriera sobre el mar, y el foco que ahora también los iluminaba desde la turbolancha, coronado por un destello azul intermitente, parecía un ojo maligno. Sorda por el rugido de los motores, agarrada donde podía, empapada por los rociones, sin osar frotarse los ojos, que le escocían de sal, por miedo a verse lanzada fuera, Teresa observó que Santiago abría la boca para gritar algo que no llegó a sus oídos, y después lo vio llevar la mano derecha a la palanca de trimado de la cola, levantar el pie del acelerador para reducir gas bruscamente mientras metía el timón a babor, y pisar de nuevo, proa al faro de Punta Carnero. El tijeretazo les hizo esquivar el foco del helicóptero y la proximidad de la Hachejota; pero el alivio de Teresa duró el tiempo brevísimo que tardó en darse cuenta de que corrían directos a tierra casi por el límite entre los sectores rojo y blanco del faro, hacia los cuatrocientos metros de piedras y arrecifes de La Cabrita. No requetechingues, murmuró. El foco de la turbolancha los perseguía ahora desde atrás, a popa, ayudado por el helicóptero que otra vez volaba junto a ellos. Y entonces, cuando Teresa, crispadas las manos en los agarres, todavía intentaba calcular los pros y los contras, vio el faro delante y arriba, demasiado cerca, pasar del rojo al blanco. No necesitaba el radar para saber que estaban a menos de cien metros de las piedras, y que la sonda disminuía rápidamente. Todo bien requetegacho. O afloja o nos estrellamos, se dijo. Y a esta pinche velocidad ni siquiera puedo arrojarme al mar. Al mirar atrás vio el foco de la Hachejota abrirse poco a poco, cada vez más lejos, a medida que sus tripulantes tomaban resguardo para evitar la restinga. Santiago mantuvo el rumbo un poco más, echó un vistazo sobre el hombro hacia la Hachejota, miró la sonda y luego al frente, donde la claridad lejana de Gibraltar silueteaba en oscuro La Cabrita. Espero que no, pensó asustada Teresa. Espero que no se le ocurra meterse por mitad del caño que hay entre las piedras: ya lo hizo una vez, pero era de día y no corríamos tanto como hoy. En ese momento Santiago redujo gas de nuevo, metió el timón a estribor, y pasando bajo la panza del helicóptero, cuyo piloto lo hizo ascender bruscamente para evitar la antena de radar de la Phantom, cruzó no por el caño sino sobre la punta exterior de la restinga, con la masa negra de La Cabrita tan cerca que Teresa pudo oler sus algas y oír el eco del motor en las paredes rocosas del acantilado. Y de pronto, todavía con la boca abierta y los ojos desorbitados, se vio al otro lado de Punta Carnero: la mar mucho más tranquila que afuera, y la Hachejota otra vez a un par de cables a causa del arco que había descrito para abrirse del rumbo. El helicóptero volvía a pegárseles a popa, pero ya no era más que una compañía incómoda, sin consecuencias, mientras Santiago subía el motor al máximo, 6.300 revoluciones, y la Phantom cruzaba la bahía de Algeciras a cincuenta y cinco nudos, planeando sobre la mar llana hacia la embocadura del puerto de Gibraltar. Padrísimo. Cuatro millas en cinco minutos, con una leve maniobra para eludir un petrolero fondeado a medio camino. Y cuando la Hachejota abandonó la persecución y el helicóptero empezó a distanciarse y ganar altura, Teresa se incorporó a medias en la planeadora y, todavía iluminada por el foco, le hizo al piloto un elocuente corte de mangas. Adiós, cabrooooón. Tres veces te engañé, y ahí nos vemos, zopilote. En la tasca de Kuki.