7

Pero Polifema tenía su propio método de recuperación. Este consistía en escupir el contenido de su estómago-puchero, que sin duda se había llenado de toxinas secretadas por su sistema a consecuencia del choque emocional recibido. La expulsión de ese material era la manifestación física de la catarsis psíquica. La oleada fue tan salvaje que su hijo adoptivo casi se vio arrastrado con la corriente caliente, pero ella, en una reacción instintiva, había enrollado sus tentáculos en torno al cuerpo de Eddie y de los Sluggos.

Después del primer vómito siguió vaciando las otras tres bolsas de agua, la segunda caliente, la tercera tibia y la cuarta, que se acababa de llenar, fría.

Eddie soltó un grito al contacto del agua helada.

Los iris de Polifema volvieron a cerrarse. Gradualmente cesaron los temblores del suelo y las paredes; fue subiendo la temperatura; y sus venas y arterias recobraron su color rojo y azul. Se había recuperado. O eso parecía.

Pero cuando, después de veinticuatro horas de espera, él volvió a tocar cautelosamente el tema, descubrió que ella no sólo no estaba dispuesta a hablar de ello, sino que se negaba también a reconocer la existencia del otro móvil.

Eddie, abandonada toda esperanza de entenderse hablando, estuvo reflexionando un buen rato. La única conclusión a que supo llegar, y estaba seguro de comprender lo bastante bien la psicología de la madre como para que aquélla fuera válida, era que el concepto de una hembra móvil le resultaba totalmente inaceptable.

Su mundo estaba dividido en dos categorías: los móviles y su especie, las inmóviles.

Los móviles se identificaban con la comida y el apareamiento. Móvil significaba macho.

Las madres eran hembras.

A las ocupantes de las cimas de las colinas probablemente no se les había ocurrido pensar nunca cómo se reproducían los móviles. Su ciencia y su filosofía se situaban al nivel corporal instintivo. Eddie nunca pudo averiguar si imaginaban que la continuada población de móviles se mantenía a través de algún proceso de generación espontánea o de división semejante a la de las amebas, o si imaginaban que crecían como coles. Desde su punto de vista, ellas eran hembras y el resto del cosmos protoplasmático era macho.

Y no había vuelta de hoja. Cualquier otra idea era más que indecente, obscena y blasfema. Era… inconcebible.

Las palabras de Eddie le habían causado un profundo trauma a Polifema. Y aunque parecía haberse recuperado, en algún punto de esas toneladas de carne inconcebiblemente compleja seguía ocultándose una herida. Esta floreció como una flor oculta, de un color rojo intenso, y su sombra impedía el acceso de determinada memoria; de determinada región, a la luz de la conciencia. Esa sombra dolorosa cubría el tiempo y el suceso que la madre consideraba necesario marcar con las palabras NO TOCAR, por razones inescrutables para el ser humano.

De este modo, aunque Eddie no lo expresó con palabras, en las células de su cuerpo comprendió, percibió y supo lo que luego ocurriría, igual como si sus huesos lo estuvieran anunciando y su cerebro no lo oyera.

Sesenta y seis horas después, según el reloj de la panradio, los labios de entrada de Polifema se abrieron. Sus tentáculos se proyectaron fuera. Cuando volvieron a entrar, sostenían a la madre de Eddie, que se debatía impotente.

Eddie, sobresaltado de un letargo, horrorizado, paralizado, vio cómo ella le arrojaba su equipo de laboratorio y le oyó pronunciar un grito inarticulado. Y luego la vio caer, con la cabeza por delante, en el iris del estómago.

Polifema había escogido el único método seguro para destruir la evidencia.

Eddie permaneció tendido boca abajo, con la nariz aplastada contra la carne cálida y ligeramente palpitante del suelo. De vez en cuando sus manos se cerraban espasmódicamente como si quisiera aferrar algo que alguien pareciera poner continuamente a su alcance para apartarlo luego.

No supo cuánto tiempo pasó allí tendido, pues no volvió a mirar el reloj.

Finalmente, se sentó en la oscuridad y se echó a reír como un loco.

—Madre siempre hizo un puchero estupendo.

Eso le hizo perder el control. Se reclinó apoyándose sobre las manos, dejó caer la cabeza hacia atrás y empezó a aullar como un lobo bajo la luna llena.

Naturalmente, Polifema era sorda como una tapia, pero podía detectar su postura a través del radar, y su fino olfato dedujo del olor de su cuerpo que Eddie sufría un miedo y una angustia terribles:

Un tentáculo se deslizó y le abrazó suavemente.

—¿Qué sucede? —siseó la panradio.

Él introdujo el dedo en el agujero del transmisor.

—¡He perdido a mi madre!

—¿Qué?

—Se ha ido y ya nunca volverá.

—No lo entiendo. Yo estoy aquí.

Eddie dejó de llorar e irguió la cabeza como si estuviera escuchando alguna voz interior. Sollozó todavía un poco, se secó las lágrimas lentamente, se zafó del tentáculo, lo acarició, se acercó a su mochila que estaba en un rincón y sacó la botella con las cápsulas de Old Red Star. Dejó caer una en el termo y le dio la otra a ella con el ruego de que la reprodujera, si era posible. Luego se tendió de costado, se recostó sobre un codo como un romano en sus momentos de sensualidad, chupó el whisky de centeno a través de la tetilla y escuchó una miscelánea de Beethoven, Moussorgsky, Verdi, Strauss, Porter, Feinstein y Waxworth.

Transcurrió el tiempo —si allí existía algo así— alrededor de Eddie. Cuando se cansaba de la música o de las obras de teatro o de los libros, escuchaba las emisiones de la zona.

Cuando tenía hambre, se levantaba y caminaba —o muchas veces sólo se arrastraba— hasta el iris del puchero. En la mochila tenía algunas latas de raciones; había pensado comer de ellas hasta tener la seguridad de que…, ¿qué era lo que le estaba prohibido comer? ¿Veneno? Polifema y los Sluggos habían devorado algo. Pero lo había olvidado en algún punto de su orgía de música y whisky de centeno. Ahora comía con bastante apetito y sin pensar en nada excepto la satisfacción de sus deseos.

A veces se abría la puerta del iris y entraba saltando Billy el Verdulero. Billy parecía un cruce entre un grillo y un canguro. Era del tamaño de un perro pastor y traía un cargamento de verduras, frutas y nueces en una bolsa marsupial.. Los extraía con relucientes garras verdes y quitinosas y se los entregaba a la madre a cambio de una comida de puchero. Feliz en su simbiosis, sorbía alegremente, con sus ojos multifacéticos, que giraban independientemente el uno del otro, fijos el uno en los Sluggos y el otro en Eddie.

Obedeciendo a un impulso, Eddie abandonó la banda de mil kilociclos. Ésa era, aparentemente, su señal natural. Billy transmitía una señal cuando tenía alimentos para la madre. Y Polifema se comunicaba a su vez con él cuando los necesitaba. La actuación de Billy no tenía nada de inteligente; transmitía por mero instinto. Y la madre, fuera de la frecuencia «semántica», estaba limitada a esa sola banda. Pero el sistema funcionaba perfectamente.

8

Todo marchaba estupendamente. ¿Qué más podía desear un hombre? Comida gratis, suministros ilimitados de licor, una mullida cama, aire acondicionado, duchas, música, obras intelectuales (grabadas), conversaciones interesantes (buena parte de ellas sobre su persona), aislamiento y seguridad.

Si no la hubiera bautizado ya, la habría llamado Madre Gracia.

Y no todo se agotaba con la comodidades materiales. Ella le daba una respuesta para todos sus interrogantes, todos…

Excepto uno.

Nunca lo manifestó vocalmente. De hecho, habría sido incapaz de hacerlo.

Probablemente no tenía conciencia de que deseara preguntar algo así.

Pero Polifema lo expresó un día cuando le pidió que le hiciera un favor.

Eddie reaccionó como si le hubieran ultrajado.

—¡Eso no! ¡Eso no!

Se atragantó y luego pensó que era ridículo… Ella no…

—Pues sí —dijo adoptando una expresión de desconcierto.

Se levantó y abrió el estuche con el material de laboratorio. Mientras buscaba un bisturí, descubrió los carcinógenos. Los arrojó muy lejos a través de los labios entreabiertos y salieron rodando colina abajo.

Luego dio media vuelta y, bisturí en mano, se acerco de un salto al abultamiento gris claro de la pared. Y se detuvo, con la vista fija en él, mientras se le escapaba el instrumento de la mano Lo recogió y lo hundió débilmente y ni siquiera hizo un rasguño en la piel. Volvió a soltarlo.

—¿Qué sucede? ¿Que sucede? —balbuceó la panradio que colgaba de su muñeca.

De pronto, una abertura próxima emitió una densa nube de olor humano —sudor de hombre— en su cara. Y se detuvo, con el cuerpo doblado, medio en cuclillas, aparentemente paralizado. Hasta que los tentáculos lo agarraron con furia y lo arrastraron hacia el iris del estómago, que se abría ancho como un hombre.

Eddie gritó y se retorció, hundió el dedo en la panradio y transmitió: «¡De acuerdo! ¡De acuerdo!».

Y cuando se encontró otra vez frente al punto indicado, se abalanzó con repentina y salvaje alegría y lo apuñaló salvajemente.

—¡Toma! ¡Y toma! P… —gritó, el resto se perdía en un alarido sin sentido.

Siguió cortando desenfrenadamente la piel y podría haber continuado hasta extirpar la zona si Polifema no hubiese intervenido y le hubiera arrastrado otra vez hasta el iris de su estómago. Diez segundos permaneció allí suspendido, impotente y sollozando con una mezcla de gloria y terror.

Los reflejos de Polifema casi fueron más fuertes que su cerebro. Por fortuna, una fría chispa de razón iluminó un rincón de la vasta, oscura y ardiente capilla de su frenesí.

Las convulsiones que daban paso a la humeante bolsa llena de carne se cerraron y los pliegues carnosos se reagruparon. Eddie recibió inesperadamente una ducha de agua caliente de lo que él llamaba el estómago «sanitario». El iris se cerró. El tentáculo lo depositó en el suelo. El bisturí volvió a la mochila.

La madre permaneció un largo rato aparentemente perturbada por la idea de lo que podría haberle hecho a Eddie. No se atrevió a transmitir hasta que se hubieron serenado sus nervios. Cuando estuvo calmada, no habló del peligro que él había corrido. Y él tampoco lo mencionó.

Eddie era feliz. Se sentía como si, por algún motivo, acabara de dispararse un resorte que había permanecido apretado contra sus intestinos desde que él y su mujer se habían separado. Había desaparecido el vago dolor sordo de abandono y la insatisfacción, la ligera fiebre y el entumecimiento de sus entrañas y la apatía que a veces le afligía. Se sentía estupendamente.

Entre tanto, algo parecido al afecto se había iluminado, como una minúscula vela bajo el esbelto e imponente techo de una catedral. El caparazón de la madre albergaba algo más que a Eddie; ahora se arqueaba sobre una emoción nueva para su especie. Así lo demostró el próximo suceso que llenó a Eddie de terror.

Pues las heridas del abultamiento se cerraron y éste se hinchó hasta convertirse en una gran bolsa. Luego la bolsa se rompió y diez Sluggos del tamaño de un ratón cayeron al suelo. El impacto produjo el mismo efecto que la palmada de un médico en las nalgas de un recién nacido; la sorpresa y el dolor les hizo inhalar su primera bocanada de aire; sus incontroladas y débiles pulsaciones llenaron el éter de informes SOS.

Cuando Eddie no estaba hablando con Polifema, o escuchando sus transmisiones, o bebiendo, o durmiendo, o comiendo, o pasándose la cinta, jugaba con los Sluggos. En cierto sentido, era su padre. En realidad, cuando adquirieron el tamaño de un cerdo, a su progenitora empezó a resultarle difícil distinguir a Eddie de las crías. Puesto que ya no caminaba casi nunca y con frecuencia estaba gateando entre ellos, la madre no conseguía detectarle demasiado bien. Además, algo en el denso aire húmedo o en su dieta le había hecho perder todo el pelo del cuerpo. Había engordado mucho. En términos generales, era idéntico a las pálidas crías suaves, redondas y pelonas. Tenían un aire de familia.

Pero con una diferencia. Cuando llegó el momento de la expulsión de las vírgenes, Eddie se agazapó, sollozando, en un rincón y no se movió de allí hasta que tuvo la certeza de que la madre no iba a arrojarle al frío, duro y hambriento mundo.

Superada la crisis final, volvió a ocupar el centro de la cámara. El pánico había muerto en su pecho, pero todavía el temblaban los nervios. Llenó el termo y luego estuvo escuchando un rato su propia voz de tenor cantando el aria de las Cosas del mar de ópera preferida, Marinero antiguo de Gianelli. De pronto rompió a cantar y acompañó su propia voz y se sitió más conmovido que nunca por las palabras finales:

Y de mi cuello tan libre cayó el albatros y se hundió como plomo en el mar.

Luego, con la voz muda pero el corazón todavía cantando, cambió de sintonía y escuchó la transmisión de Polifema.

La madre tenía problemas. No conseguía describir exactamente a sus oyentes de todo el continente esa nueva y casi inexpresable emoción que el móvil había despertado en ella. Era un concepto para el cual no estaba preparado su lenguaje. Y los muchos litros de whisky Old Red Star que circulaban por su corriente sanguínea tampoco contribuían a arreglar las cosas.

Eddie chupó la tetilla de plástico y movió perezosamente la cabeza en señal de simpatía hacia sus esfuerzos por encontrar las palabras adecuadas. Finalmente, el termo se desprendió de su mano.

Se durmió tendido de costado, hecho una bola, con las rodillas junto al pecho y los brazos cruzados, la cabeza inclinada hacia delante. Como el cronómetro de la sala de mandos cuyas manecillas habían comenzado a andar hacia atrás después del choque, el reloj de su cuerpo también marchaba hacia atrás, hacia atrás…

En la oscuridad, en la humedad, caliente y seguro, bien alimentado, muy amado.