4
Eddie se sintió girar, todavía suspendido. Aunque no podía saberlo con certeza, le pareció estar mirando exactamente en dirección contraria. De repente se soltaron los tentáculos que le sujetaban las piernas y los brazos. Sólo su cintura continuaba atrapada.
La presión era tan fuerte que gritó de dolor.
Luego, con las puntas de las botas chocando contra algo elástico, le empujaron hacia delante. Inmovilizado, enfrentándose a no sabía qué horrible monstruo, de pronto se sintió asaltado, no por un afilado pico, unos dientes, o un cuchillo o cualquier otro instrumento cortante o desgarrante, sino por una densa nube de aquel mismo olor a mono.
En otras circunstancias, tal vez hubiera vomitado. En ese momento su estómago no tuvo tiempo de decidir si debía hacer limpieza o no. El tentáculo le izó más alto y le arrojó contra algo suave y muelle —algo carnoso y femenino—, casi como un seno por su textura y su suavidad y calor, y por la suave curva que insinuaba.
Alargó las manos y los pies para protegerse, pues por un instante pensó que iba a hundirse y a quedar cubierto, envuelto, absorbido. La idea de una especie de ameba gargantuesca oculta dentro de una roca hueca —o de un caparazón en forma de roca— le hizo retorcerse y gritar y debatirse contra la sustancia protoplásmica.
Pero no ocurrió nada por el estilo. No se hundió en una gelatina lisa y pegajosa que le arrancaría la piel y luego la carne y por fin disolvería sus huesos. Simplemente se vio empujado varias veces contra la suave prominencia. Cada vez la empujó, la pateó o la golpeó. Después de una docena de esos actos aparentemente sin sentido, le mantuvieron suspendido, como si lo que le estuviera moviendo se sintiera desconcertado por su comportamiento.
Había dejado de gritar. Sólo oía su ronco jadeo y los siseos y golpeteos de la panradio.
Apenas tuvo tiempo de advertir su presencia, cuando los siseos cambiaron de ritmo y formaron una pauta identificable: tres unidades que resonaban una y otra vez.
—¿Quién es usted? ¿Quién es usted?
Claro que también podría haberle dicho: «¿Qué es usted?» o «¿Qué diablos pasa?» o «¿No smoz ka pop?» o nada, semánticamente hablando.
Pero no creía que fuera esto último. Y cuando le depositaron suavemente en el suelo y el tentáculo desapareció Dios sabe dónde en la oscuridad, tuvo la certeza de que la criatura se estaba comunicando —o intentaba comunicarse— con él.
Esta idea le impulsó a contenerse y no ponerse a gritar y a dar vueltas por la oscura y fétida cámara, buscando enloquecidamente una salida. Dominó su pánico y abrió una pequeña tapa en un lado de la panradio e introdujo el índice de la mano derecha. Allí lo mantuvo presto sobre el pulsador y, llegado el momento, cuando la cosa dejó de transmitir, repitió, lo mejor que pudo, las pulsaciones que había recibido. No tuvo necesidad de encender la luz y hacer girar el mando para situarse en la banda de mil kilociclos. El instrumento adecuaría automáticamente esa frecuencia a la que acababa de recibir.
El aspecto más curioso de todo el procedimiento fue que todo su cuerpo temblaba de forma casi incontrolable, a excepción de una sola parte: su dedo índice, la única unidad que parecía poseer una función definida en esa situación por lo demás incomprensible.
Era la sección de su cuerpo que le ayudaba a sobrevivir, la única que sabía cómo hacerlo en ese momento. Incluso su cerebro parecía no tener conexión alguna con el dedo. Ese dígito representaba su persona y el resto sólo se hallaba casualmente vinculado a él.
Cuando hizo una pausa, el transmisor comenzó a sonar de nuevo. Esta vez se trataba de unidades imposibles de identificar. Entre tanto, el detector de radar había empezado a sonar. En algún lugar del negro agujero, algo le apuntaba fijamente con un rayo.
Apretó un botón en la parte superior de la panradio y el foco incorporado iluminó la zona situada delante de él. Vio una sustancia como de goma de un color gris rojizo. Sobre la pared había un bulto más o menos circular de color gris pálido y de más de un metro de diámetro. A su alrededor, prestándole un aspecto de medusa, se enroscaban doce tentáculos muy largos y finos.
Aunque temía que si les daba la espalda los tentáculos lo agarrarían de nuevo, su curiosidad le hizo volverse e inspeccionar con el intenso haz de luz el lugar donde se hallaba. Se encontraba en una cámara de forma ovoide de unos diez metros, por cuatro de ancho y casi tres metros de altura en la parte central. Las paredes estaban hechas de un material gris rojizo, liso a excepción de unas franjas irregulares de tubos azules o rojos. ¿Venas y arterias?
Una porción de la pared, del tamaño de una puerta, presentaba una hendidura vertical, rodeada de tentáculos. Supuso que debía ser una especie de iris y que se había abierto para arrastrarle al interior. Grupos de tentáculos en forma de estrella de mar aparecían de trecho en trecho en las paredes o suspendidos del techo. En la pared situada frente al iris había una vara larga y flexible con un collar cartilaginoso en torno al extremo libre. Cada vez que Eddie se movía, la vara también lo hacía, siguiéndole como un punto ciego con una antena de radar sigue la pista del objeto que está localizando. Y eso era. Y si no se equivocaba, la vara era también un transmisor-receptor de ondas continuas.
Recorrió todo el lugar con su luz. Cuando la enfocó sobre el lugar más apartado de él, se quedó sin respiración. ¡Diez criaturas estaban agazapadas muy juntas y le miraban!
Eran del tamaño de un cerdito y a lo que más se parecían era a unos caracoles sin caparazón; no tenían ojos y la antena que crecía en la frente de cada una de ellas era un duplicado en miniatura de la de la pared. No parecían peligrosas. Sus bocas abiertas eran pequeñas y sin dientes y debían avanzar con lentitud, pues se movían como los caracoles, apoyándose en un largo pedestal de carne, un pie muscular.
Sin embargo, si caía dormido podrían reducirle por la fuerza del número y tal vez esas bocas vertieran un ácido capaz de disolverlo, o a lo mejor encerraban un secreto aguijón emponzoñado.
Sus especulaciones se vieron interrumpidas violentamente. Se sintió agarrado, izado en el aire y traspasado a otro grupo de tentáculos quo lo transportaron al otro lado de la vara-antena y le acercaron a las pequeñas criaturas. Justo antes de llegar a su lado, le dejaron suspendido de cara a la pared. Y en ella se abrió un iris hasta entonces invisible.
Lo iluminó con su foco pero no logró distinguir nada excepto convulsiones de carne.
Su panradio emitió una nueva pauta de dit-dot-dit-dats. El iris se ensanchó hasta adquirir la amplitud, suficiente para dejar pasar su cuerpo si lo metían con la cabeza por delante. O con los pies por delante. Tanto daba. Las convulsiones se calmaron y la abertura se convirtió en un túnel. O una garganta. De millares de pequeñas cavidades emergieron miles de dientes diminutos y afilados como cuchillos. Centellearon un momento y volvieron a hundirse y, antes de que desaparecieran, otros miles de perversos punzones asomaron entre las fauces abiertas.
Un triturador de carne.
Detrás del asesino despliegue, al final de la garganta, había una enorme bolsa de agua. De ella se desprendía un vapor, acompañado de un olor que le recordó el puchero de su madre. Oscuros bocados, presumiblemente de carne, y trozos de verdura flotaban sobre la superficie en ebullición, Luego el iris se cerró y le volvieron de cara a las babosas. Un tentáculo le golpeó las nalgas suave pero significativamente. Y la panradio siseó una advertencia.
Eddie no era estúpido. Comprendió que las diez criaturas no eran peligrosas a menos que las importunara. En cuyo caso ya acababa de ver a dónde iría a parar si no se portaba bien.
Nuevamente se sintió levantado y transportado a lo largo de la pared para quedar apretado junto a la mancha gris claro. El olor a monos, que se había desvanecido, volvió a hacerse penetrante. Eddie localizó su lugar de procedencia, un orificio muy pequeño que se veía junto a la pared.
Cuando no reaccionó —todavía no tenía la menor idea de cómo se esperaba que actuase— los tentáculos le soltaron de forma tan inesperada que cayó de espaldas. La carne cedió bajo su peso y se levantó ileso. ¿Qué debía hacer a continuación? Examinar sus recursos. Hizo un rápido inventario:
La panradio. Un saco de dormir, que no necesitaría si la temperatura se mantenía al nivel actual, demasiado cálido. Una botella de cápsulas de whisky Old Red Star. Un termo con una tetina. Una caja de raciones A-2-Z. Un hornillo plegable. Cartuchos para su escopeta, que había quedado abandonada fuera del caparazón en forma de roca de la criatura… Un rollo de papel higiénico. Cepillo de dientes. Dentífrico. Jabón. Toallas. Pastillas: Nodor, hormonas, vitaminas, de longevidad, para los reflejos y somníferos. Y un alambre fino como un hilo, que desenrollado tenía treinta metros de largo y cuya estructura molecular encerraba un centenar de sinfonías, ocho óperas, mil piezas musicales de distintos tipos y dos mil grandes obras literarias que abarcaban desde Sófocles y Dostoievsky hasta el último bestseller. La grabaciones podían tocarse en la panradio.
Eddie introdujo la cinta en el aparato, apretó un botón y ordenó:
—«Che gélida manina» de Puccini en grabación de Eddie Fetts, por favor.
Y mientras escuchaba aprobadoramente su propia magnífica voz, abrió una lata que había encontrado en el fondo de su mochila. Su madre la había llenado con el resto del puchero que habían comido el último día en la nave.
Ignorante de su situación, pero por algún motivo seguro de que de momento estaba a salvo, Eddie masticó con deleite la carne y las verduras. A veces le resultaba muy fácil efectuar la transición de la nausea al apetito.
Vació la lata y terminó la comida con algunas galletas y una barrita de chocolate. Nada de controlar las raciones. Comería bien mientras le quedara comida. Luego, si no encontraba nada, tendría que… Pero para entonces —se tranquilizó chupándose los dedos— su madre, que estaba en libertad, ya habría encontrado alguna manera de sacarle de apuros.
Siempre lo había hecho.
5
La panradio, que había permanecido callada durante un rato, empezó a sonar. Eddie iluminó la antena y vio que apuntaba hacia las criaturas en forma de caracol a quienes, según su costumbre, ya les había puesto un apodo. Las llamó Sluggos.
Los Sluggos se arrastraron hacia la pared y se detuvieron cerca de ella. Sus bocas, situadas en la parte superior de su cabeza, se abrieron como si fueran otros tantos pajaritos hambrientos. El iris se abrió y dos labios formaron como un pitorro. Por él empezó a caer agua hirviendo y trozos de carne y de verduras. ¡Puchero! Puchero que caía exactamente en cada una de las bocas abiertas.
Así aprendió Eddie la segunda frase en la lengua de la Madre Polifema. El primer mensaje había sido: «¿Qué eres?». Éste decía: «¡Ven y cógelo!».
Decidió experimentar y transmitió una repetición de lo que acababa de oír. Al unísono, todos los Sluggos —excepto el que estaba recibiendo su alimento— se volvieron hacia él y avanzaron un par de pasos antes de detenerse, desconcertados.
Dado que Eddie estaba transmitiendo, los Sluggos debían tener una especie de localizador de dirección incorporado. De lo contrario, no habrían podido distinguir sus pulsaciones de las de su madre.
Inmediatamente después, un tentáculo golpeó a Eddie en la espalda y le hizo caer. La panradio siseó su tercer mensaje inteligible: «¡No vuelvas a hacer eso!».
Y luego un cuarto mensaje: «Por aquí, niños», que los diez pequeños obedecieron dando media vuelta y volviendo a sus posiciones anteriores.
Sí, eran los hijos y vivían, comían, dormían, jugaban y aprendían a comunicarse en el vientre de su madre, la Madre. Eran las crías móviles de ese enorme ente inmóvil que había cazado a Eddie como una rana caza una mosca. Aquella Madre…, la misma que un día había sido un Sluggo como los otros hasta que adquirió el tamaño de un cerdo y fue expulsada del vientre de su madre. Y que se dejó caer, hecha una bola, por la ladera de su colina natal, se alargó al llegar abajo, trepó centímetro a centímetro por la otra colina, rodó ladera abajo y así sucesivamente. Hasta encontrar el caparazón vacío de un adulto ya muerto. O, suponiendo que deseara ser un ciudadano de primera clase y no una ocupante sin prestigio, debía buscar una colina alta con la cima desocupada —o cualquier prominencia que permitiera avistar una gran extensión de terreno— e instalarse allí.
Y una vez allí extendía muchos zarcillos finos como un hilo que introducía en el suelo y entre las hendiduras de las rocas, zarcillos que se alimentaban de la grasa de su cuerpo y crecían y se alargaban hacia abajo y se ramificaban en otros zarcillos. En las profundidades subterráneas, las raicillas ponían en práctica si química instintiva; buscaban y encontraban el agua, el calcio, el hierro, el cobre, el nitrógeno, los carbonos, acariciaban lombrices de tierra, gusanos y larvas, sustrayéndoles los secretos de sus grasas y proteínas; descomponían la sustancia extraída en insignificantes partículas coloidales; las succionaban a través de los conductos filiformes de los zarcillos y hasta el pálido y cada vez más delgado cuerpo tendido sobre un espacio plano en la cima de una serranía, una colina, un pico.
Allí, en base a los modelos almacenados en las moléculas del cerebelo, su cuerpo cogía los ladrillos de elementos y con ellos construía un caparazón muy fino del material más abundante, un caparazón protector del tamaño suficiente para que ella pudiera expandirse hasta llenarlo mientras sus enemigos naturales —los astutos y hambrientos predadores que acechaban en la luz crepuscular de Baudelaire— lo olfateaban y arañaban en vano.
Luego, con su mole entumecida siempre creciente, reabsorbía la dura caparazón. Y si ningún diente afilado conseguía localizarla durante ese proceso que ocupaba algunos días, volvía luego a secretar otro, más grande. Y así sucesivamente, hasta haber pasado por una docena o más de caparazones, hasta convertirse en el monstruoso y muy modificado cuerpo de una hembra adulta y virgen. Por fuera estaba recubierta del material que tanto se parecía a una roca, que realmente era piedra: ya fuese granito, diorita, mármol, basalto o tal vez simplemente piedra caliza. O, a veces, hierro, vidrio o celulosa.
Dentro se encontraba el cerebro de localización central, probablemente tan grande como el de un hombre. Y en torno a éste, las toneladas de órganos: el sistema nervioso, el potente corazón, o corazones, los cuatro estómagos, los generadores de microondas y ondas largas, los riñones, los intestinos, las tráqueas, los órganos olfativos y gustativos, el centro de producción de perfumes que elaboraba olores destinados a atraer a los animales y los pájaros hasta una distancia que permitiera su captura, y el enorme útero. Y las antenas: la pequeña antena anterior, para adiestrar y vigilar a los pequeños, y una larga y potente vara exterior, que se levantaba sobre el caparazón y podía retraerse en caso de peligro.
El paso siguiente era la transformación de virgen en madre, el tránsito del estado inferior al superior, como indicaba, en su lenguaje pulsante, una pausa más larga antes de cada palabra. Para ocupar un lugar destacado dentro de su sociedad, primero tenía que ser desflorada. Impúdica, sin remilgos, ella misma tomaba la iniciativa, se declaraba y se entregaba.
Tras lo cual devoraba a su pareja.
El reloj de la panradio de Eddie le indicó que ya estaba en su trigésimo día de reclusión cuando recibió esta información. Se quedó horrorizado, no porque ello fuera contrario a su ética, sino debido a que él mismo había sido seleccionado como pareja. Y como cena.
Su dedo tecleó: «Explícame, madre, a qué te refieres».
Hasta ese momento no se había preguntado cómo podía reproducirse una especie que carecía de machos. Ahora descubría que, para las madres, todas las demás criaturas eran machos. Las madres eran inmóviles y hembras. Los seres móviles eran machos.
Eddie era un ser móvil. Luego era un macho.
Se había acercado a esa madre en concreto durante la época de celo, esto es, en la mitad del desarrollo de una camada de pequeños. Ella le había detectado mientras avanzaba por la hondonada del fondo del valle. Cuando estuvo al pie de la colina, ella captó su olor. Era desconocido para ella. La mejor aproximación que pudo lograr en su almacén de memoria fue el de una bestia semejante a él. Por la descripción que le dio, Eddie dedujo que debía ser un antropoide. De modo que emitió el olor sexual de ese animal, seleccionado entre los muchos que componían su repertorio. Cuando él cayó aparentemente en la trampa, ella le atrapó.
Él debía haber atacado el punto de la concepción, ese abultamiento gris claro de la pared. Una vez abierto y desgarrado en la medida suficiente para iniciar el misterioso proceso del embarazo, habría sido arrojado al iris del estómago.
Afortunadamente, no poseía un pico afilado, unos colmillos, unas garras adecuadas. Y ella había oído repetir sus propias señales a través de la panradio.
Eddie no comprendía por qué era necesario recurrir a un ser móvil para el apareamiento. Una madre poseía la inteligencia suficiente para coger una piedra afilada y lacerarse ella misma ese punto.
Ella le dio a entender que la concepción no podía iniciarse a menos que fuera acompañada de una cierta excitación de los nervios, un frenesí y su satisfacción. La madre no sabia por qué era necesario tal estado emocional.
Eddie intentó hablarle de cosas tales como los genes y los cromosomas y su necesaria presencia en las especies altamente desarrolladas.
La madre no le entendió.
Eddie se preguntó si el número de cortes y rasgaduras en el punto indicado correspondería al número de crías. O si había un gran número de potencialidades contenidas en las cintas hereditarias que se extendían bajo la piel reproductora. Y si la casual irritación y consiguiente estimulación de los genes sería equivalente a la combinación al azar de los genes en el apareamiento entre un macho y una hembra humanos, dando lugar así a una descendencia con características que eran combinación de las de los padres. ¿O el inevitable gesto de devorar al móvil después del acto respondía a algo más que un reflejo emocional y nutritivo? ¿Indicaba tal vez que el móvil recogía nódulos dispersos de genes. como semillas duras, entre sus garras y colmillos, junto con los trozos de piel desgarrada, que estos genes sobrevivían a la ebullición en el estómago-puchero y luego eran expulsados con las heces? ¿Donde los animales y los pájaros los recogían con su pico, sus dientes o sus patas y luego, al ser atrapados por otras madres en ese proceso de violación indirecta, transmitían los agentes portadores de la herencia a los puntos de concepción que atacaban, depositando e implantando los nódulos en la piel y la sangre del abultamiento al mismo tiempo que recogían otros? ¿A continuación, los móviles eran devorados, digeridos y expulsados en ese misterioso, pero ingenioso e interminable ciclo? ¿Se aseguraba así, con la continua aunque azarosa recombinación de genes, la posibilidad de una variación de la descendencia, la oportunidad de que se produjeran mutaciones, etcétera?
La madre le transmitió su desconcierto.
Eddie se dio por vencido. Nunca lo sabría. ¿Y era importante averiguarlo, a fin de cuentas?
Decidió que no y se incorporó de su posición yacente para pedir agua. Ella abrió su iris y vertió un tibio medio litro en el termo de Eddie. El arrojó una pastilla en el agua, la agitó hasta que se disolvió y se bebió una imitación aceptable del Old Red Star. Prefería el whisky de centeno áspero y fuerte, aunque podría haber obtenido otro de calidad más suave. Deseaba un efecto rápido. El sabor era lo de menos, pues le desagradaba el sabor de todos los licores. De modo que bebía lo mismo que bebían los vagabundos e incluso se estremecía como ellos cuando maldecían el destino que les había hecho caer tan bajo y les obligaba a tomar ese mejunje.
El whisky de centeno le quemó el vientre y difundió rápidamente, a través de sus extremidades y hasta su cabeza, su calor atemperado sólo por la noción de que cada vez le quedaban menos cápsulas. Y cuando se le terminaran, ¿qué? En momentos así era cuando más echaba de menos a su madre.
Al pensar en ella le cayeron un par de grandes lágrimas. Sorbió por la nariz y bebió un poco más y cuando el más grande de los Sluggos se le acercó para que le rascara la espalda, en vez de hacerlo le dio un trago de Old Red Star. Un trago para el Sluggo.
Ociosamente, se preguntó qué efecto tendría la afición al whisky de centeno sobre el futuro de la raza cuando esas vírgenes se convirtieran en madres.
En aquel momento le vino inesperadamente a la memoria lo que le pareció una idea salvadora. Esas criaturas podían absorber los elementos que precisaban de la tierra y reproducir con ellos estructuras moleculares muy complejas. A condición, naturalmente, de contar con una muestra de la sustancia deseada para estudiarla en algún críptico órgano.
Bueno, nada más sencillo que darle a la madre una de las preciadas cápsulas. A partir de una de ellas podría obtener un número infinito. ¡Con ellas y el abundante agua que podía succionar del arroyo próximo a través de los zarcillos subterráneos huecos, podría producir un crudo de maestro destilador!
Chasqueó los labios y se disponía a transmitirle su solicitud, cuando lo que ella le estaba diciendo penetró en su cerebro.
En tono bastante rencoroso, la madre le comentaba que su vecina del otro lado del valle empezaba a darse ínfulas porque también ella tenía prisionero un móvil capaz de comunicarse.
6
Las madres poseían una sociedad tan jerárquica como el protocolo de las cenas oficiales en Washington o el orden de picoteo en un corral. El factor de peso era el prestigio, y éste dependía de la potencia transmisora, de la altura de la prominencia sobre la cual estaba instalada la madre, la cual determinaba la extensión del territorio que abarcaba su radar, y de la abundancia y novedad e ingeniosidad de los chismes que difundía. La criatura que había capturado a Eddie era una reina. Tenía preferencia con respecto a treinta y tantos de su clase; todas éstas tenían que dejarla transmitir primero y ninguna se atrevía a iniciar su tecleteo hasta que ella hubiera terminado. Luego le tocaba a la siguiente en el orden de jerarquía y así sucesivamente hasta llegar a la última. La número uno podía interrumpir en cualquier momento a cualquiera de ellas, y si alguna de categoría inferior tenía algo interesante que transmitir, podía interrumpir a la que estuviera hablando en ese momento y solicitar permiso de la reina para contar su historia.
Eddie sabía todo esto, pero no podía escuchar directamente los comadreos de colina a colina. El grueso caparazón de falso granito se lo impedía y le obligaba a depender de la antena del vientre de la madre para recibir información de segunda mano.
De vez en cuando, la madre abría la puerta y dejaba salir a las crías. En el exterior, éstas hacían prácticas de transmisión con los Sluggos de la madre del otro lado del valle.
Ocasionalmente, aquella madre se dignaba transmitir las pulsaciones de sus crías y la guardiana de Eddie hacía otro tanto con las suyas. Era un toma y daca.
La primera vez que las crías se deslizaron por la salida-iris, Eddie intentó, a semejanza de Ulises, hacerse pasar por una de ellas y deslizarse fuera confundido con el resto del grupo. La madre, ciega, pero no un Polifemo, le cogió con sus tentáculos y le metió otra vez dentro.
Ese incidente le sugirió la idea de llamarla Polifema.
Eddie sabía que ella había aumentado enormemente su ya importante prestigio por el hecho de poseer ese objeto único, un móvil capaz de transmitir. Tanto había crecido su importancia que las madres situadas en los bordes de su zona habían transmitido la noticia a otras zonas. Todo el continente estaba al tanto de sus noticias, antes de que Eddie hubiera conseguido aprender su lengua. Polifema se había convertido en una verdadera cronista de sociedad; decenas de miles de ocupantes de las cimas de las colinas escuchaban atentamente sus descripciones de sus relaciones con la paradoja ambulante: un macho semántico.
Todo iba de maravilla. Luego, muy recientemente, la madre del otro lado del valle había capturado una criatura parecida. Y de golpe se había convertido en la número dos de la zona y aguardaba el menor fallo por parte de Polifema para arrebatarle el primer puesto.
La noticia excitó muchísimo a Eddie. Con frecuencia tenía fantasías sobre su madre y se preguntaba qué estaría haciendo. Muchas de estas fantasías acababan de manera bastante curiosa con recriminaciones por lo bajo, en las que le reprochaba casi con voz audible que le hubiera abandonado y no intentara rescatarle. Luego tomaba conciencia de lo que estaba haciendo y se avergonzaba. Pero la sensación de abandono seguía tiñendo sus pensamientos.
Ahora que sabía que ella estaba viva y que había sido capturada, probablemente mientras intentaba rescatarlo, salió del letargo que últimamente le había hecho dormitar de la mañana a la noche. Le preguntó a Polifema si quería abrir la entrada para que él pudiera comunicarse directamente con el otro prisionero. Ella dijo que sí. Ansiosa de escuchar una conversación entre dos móviles, se mostró muy cooperativa. Lo que ambos se dirían le proporcionaría material para un cúmulo de chismorreos. Lo único que empañaba su alegría era que la otra madre también tendría acceso a la conversación.
Luego recordó que seguía siendo la número uno y que sería la primera en transmitir los detalles, lo cual la hizo estremecerse de tal forma, llena de orgullo y de éxtasis, que Eddie sintió temblar el suelo.
El iris se abrió, Eddie lo cruzó y miró hacia el otro lado del valle. Las colinas continuaban cubiertas de verde, rojo y amarillo, como si las plantas de Baudelaire no perdieran sus hojas durante el invierno. Pero algunas manchas blancas revelaban que había llegado el invierno. Eddie se estremeció al contacto del aire frío con su piel desnuda. Hacía tiempo que se había despojado de sus ropas. Las prendas resultaban demasiado incómodas con el calor del vientre; además, Eddie, humano como era, tenía que expulsar sus productos de desecho. Y Polifema, madre como era, tenía que limpiar periódicamente la suciedad con agua caliente procedente de uno de sus estómagos.
Cada vez que las aberturas de los conductos soltaban chorros que arrastraban los elementos indeseables expulsándolos a través del iris, Eddie quedaba empapado.
Cuando se despojó de sus ropas, éstas también salieron flotando. Sólo a base de sentarse sobre su mochila pudo impedir que ésta corriera igual suerte.
Después, una corriente de aire caliente procedente de las mismas aberturas y creada en la poderosa batería de pulmones se encargaba de secarlo a él y a los Sluggos. Eddie se sentía bastante cómodo —siempre le había gustado ducharse—, pero la pérdida de sus ropas había sido otra de las cosas que le impedían escapar. Una vez fuera, no tardaría en morir congelado a menos que localizara rápidamente la nave. Y no estaba seguro de recordar el camino de regreso.
Conque ahora, cuando salió fuera, en seguida retrocedió un par de pasos y dejó que el aire caliente que exhalaba Polifema, cayera como una capa sobre sus hombros.
Luego escudriñó el escaso kilómetro que le separaba de su madre, pero no pudo verla.
La penumbra imperante y la oscuridad del interior no iluminado de su carcelera ocultaban su figura.
Eddie transmitió en morse: «Cambia al talkie; la misma frecuencia». Paula Fetts así lo hizo. Empezó a preguntarle frenéticamente si estaba bien.
Él respondió que estaba perfectamente.
—¿Me has echado mucho de menos, hijo?
—Oh, muchísimo.
Incluso en el momento de decirlo se preguntó vagamente por qué su voz sonaba tan falsa. Probablemente debía ser la desesperación de no poder volver a verla jamás.
—Casi me he vuelto loca, Eddie. Cuando te atraparon, huí tan rápido como pude. No tenía idea de qué clase de horrible monstruo nos había atacado. Y entonces, cuando había descendido la mitad de la ladera, me caí y me rompí una pierna…
—¡Oh, no, madre!
—Sí. Pero conseguí arrastrarme cojeando hasta la nave. Y una vez allí, me entablillé y me puse inyecciones para recomponer los huesos. Pero mi sistema no reaccionó como hubiera debido. A ciertas personas les ocurre, ya sabes, y tardé el doble en curarme. Pero cuando estuve en condiciones de andar, cogí una escopeta y una caja de dinamita. Me disponía a volar lo que creía una especie de fortaleza de roca, una atalaya de alguna clase de ser extraterrestre. No tenía idea de la verdadera naturaleza de estas bestias. Sin embargo, primero decidí reconocer el terreno. Me proponía espiar la roca desde el otro lado del valle. Pero esa cosa me capturó. Escúchame bien, hijo. Antes de que se corte la transmisión, quiero decirte que no debes desesperar. Pronto saldré de aquí y acudiré a salvarte.
—¿Cómo?
—Si recuerdas bien, mi equipo de laboratorio contiene una serie de carcinógenos para estudios de campo. Bueno, sabrás que a veces el punto de concepción de una madre, en vez de procrear crías, después del desgarramiento del apareamiento, experimenta un proceso canceroso, lo contrario del embarazo. He inyectado un carcinógeno en ese punto y se ha desarrollado un bonito carcinoma. Dentro de pocos días habrá muerto.
—¡Mamá! ¡Quedarás sepultada bajo es masa en putrefacción!
—No. Esta criatura me ha dicho que cuando una de su especie muere, un reflejo abre los labios. Se trata de dejar salir a las crías, si las hay. Escúchame bien, yo…
Un tentáculo se enroscó en torno a su cuerpo y le introdujo otra vez a través del iris, luego éste se cerró.
Cuando cambió otra vez a ondas continuas, oyó decir: «¿Por qué no te has comunicado? ¿Qué hacías? ¡Dímelo! ¡Habla!».
Eddie se lo explicó. Siguió un silencio que sólo podía interpretarse como estupefacción.
Cuando la madre hubo recuperado sus sentidos, dijo: «En adelante, hablarás con el otro macho a través de mí».
Evidentemente, envidiaba y detestaba su capacidad para cambiar de onda y, tal vez, se le hacía difícil aceptar la idea.
—Por favor —insistió, sin imaginar cuán peligrosas eran las aguas que estaba vadeando—, por favor; déjame hablar directamente con mi madre…
Por primera vez la oyó tartamudear.
—¿Q-Q-Qué? ¿Tu ma-ma madre?
—Sí. Claro.
El suelo se estremeció violentamente bajo sus pies. Eddie gritó y afianzó los pies para no caer y luego encendió la luz. Las paredes temblaban como gelatina después de una sacudida y las columnas vasculares habían pasado de su color rojo y azul habitual a una tonalidad gris. El iris de entrada colgaba abierto, como una boca fláccida, y el aire se enfrió. Podía percibir en las plantas de los pies el descenso de la temperatura del cuerpo de la madre.
Tardó un rato en comprender lo que ocurría.
Polifema había caído en una especie de estupor.
No llegó a averiguar lo que podría haber ocurrido si ella no hubiera salido de ese estado. Tal vez habría muerto y le habría obligado a salir al mundo invernal antes de que su madre pudiera escapar. En ese caso, y si no hubiera logrado encontrar la nave, habría muerto. Acurrucado en el rincón más tibio de la cámara ovoide, Eddie consideró esa idea y se estremeció de un modo que no justificaba el solo efecto del aire exterior.