Madre

Philip José Farmer

1

—Mira, madre. El reloj anda hacia atrás.

Eddie Fetts señaló las manecillas de la esfera de la sala de pilotaje.

—El choque debe de haber invertido la marcha —dijo la doctora Paula Fetts.

—¿Cómo es posible?

—No sabría decírtelo. No lo sé todo, hijo.

—¡Oh!

—Bueno, no me mires con tanta decepción. Estoy especializada en patología, no en electrónica.

—No te pongas así, madre. No puedo soportarlo. No ahora.

Salió de la sala de pilotaje. Ella le siguió ansiosa. El entierro de la tripulación y de sus compañeros científicos había sido una dura prueba para él. La visión de la sangre siempre le había producido nauseas y mareos; a duras penas había conseguido controlar las manos en la medida suficiente para ayudarla a ensacar los huesos y entrañas desperdigados.

Su deseo hubiera sido meter los cuerpos en el horno nuclear, pero ella se lo había prohibido. Los contadores Geiger situados en el centro de la nave tictaqueaban ruidosamente, advirtiendo la presencia de la muerte invisible en la popa.

El meteorito que les había golpeado en cuanto la nave salió de la traslación para entrar para entrar en el espacio normal, probablemente había destruido la sala de máquinas.

Eso había deducido de las frases incoherentes y chillonas que pronunció un colega antes de salir huyendo rumbo a la sala de pilotaje. Ella había salido corriendo en busca de Eddie. Temía que la puerta de su camarote continuara cerrada, pues él había estado grabando una cinta del aria Pesado es el vuelo del albatros, del Marinero antiguo de Gianelli.

Por fortuna, el sistema de emergencia había desconectado automáticamente los circuitos de las cerraduras. Ella le había llamado por su nombre al entrar, temiendo que estuviera herido. Yacía en el suelo, semiinconsciente, pero no había ido a parar allí debido al accidente. La causa estaba en un rincón: un termo de medio litro con una tetina de caucho. La boca abierta de Eddie desprendía un olor a whisky de centeno que ni las pastillas Nodor con seguían ocultar.

Con voz tajante, le había ordenado que se levantara y se metiera en la cama. Su voz, la primera que jamás había escuchado él, atravesó la bruma de whisky Old Red Star. Se levantó con dificultad y ella, pese a ser más pequeña, concentró todo su esfuerzo para ayudarle a incorporarse y subir a la cama.

Se acostó allí a su lado y ató los cinturones en torno a los dos. Tenía entendido que el bote salvavidas también estaba averiado y que el capitán tendría que arreglárselas para hacer aterrizar la nave sin problemas sobre la superficie de ese planeta, bautizado pero inexplorado, llamado Baudelaire. Todos los demás habían acudido a sentarse detrás del capitán, atados a las sillas de choque, incapaces de ayudarle como no fuera con su silencioso apoyo.

El apoyo moral no había sido suficiente. La nave había bajado con una ligera inclinación. Demasiado rápido. Los motores heridos no habían podido retenerla. La proa había recibido la peor parte del impacto. Y con ella las personas que ocupaban su interior.

La doctora Fetts estrechaba la cabeza de su hijo contra su pecho y rogaba a Dios en voz alta. Eddie roncaba y mascullaba. Luego se oyó un ruido que hacía pensar en el clamor de las puertas del infierno, un tremendo estampido como si la nave fuera el badajo de una campana gigantesca tañendo el más aterrador mensaje que hayan podido escuchar jamás oídos humanos, un cegador estallido de luz y luego la oscuridad y el silencio.

Segundos más tarde, Eddie comenzó a gritar con una voz infantil:

—¡No me dejes morir, Madre! ¡Vuelve! ¡Vuelve!

Su madre yacía inconsciente a su lado, pero él no lo sabía. Estuvo llorando un rato, luego volvió a sumirse en su estupor lleno de brumas de whisky de centeno —si es que en algún momento había llegado a salir de él— y se durmió. Otra vez la oscuridad y el silencio.

Era el segundo día después del choque, si podía emplearse la palabra «día» para describir el estado crepuscular de Baudelaire. La doctora Fetts seguía a su hijo dondequiera que éste fuese. Sabía que era una persona muy sensible y que se trastornaba fácilmente. Lo había sabido durante toda su vida y siempre había intentado interponerse entre él y cualquier cosa que pudiera causarle problemas. Había tenido bastante éxito hasta tres meses atrás, cuando Eddie se fugó con una chica.

Ella era Polina Fameux, la actriz de cabello rubio ceniza y largas piernas cuya imagen tridimensional, grabada en cinta, había sido remitida a las estrellas fronterizas, donde un escaso talento dramático tenía poca importancia y un pecho grande y bien formado importaba mucho. Puesto que Eddie era un conocido tenor del Metropolitan, la boda causó una gran conmoción cuyos ecos se extendieron por toda la galaxia civilizada.

La escapada le sentó muy mal a la doctora Fetts, pero confiaba en que había ocultado muy bien su dolor bajo una máscara sonriente. No lamentaba tener que dejarle partir: a fin de cuentas, ya no era su niñito, sino un hombre hecho y derecho. Pero, en realidad, aparte de las temporadas en el Metropolitan y de sus giras, desde que tenía ocho años no se había separado nunca de ella.

Entonces fue cuando ella hizo un viaje de luna de miel con su segundo marido. Y en esa ocasión ella y Eddie no habían estado mucho tiempo separados: Eddie se puso muy enfermo y ella tuvo que regresar a toda prisa para cuidarle, pues él insistía en que era la única capaz de lograr que mejorara.

Además, los días que pasaba en la ópera no podían considerarse una verdadera separación, ya que él se videocomunicaba con ella cada mediodía y tenían una larga charla, sin importarles lo elevadas que fuesen luego las cuentas del vídeo.

Los ecos que provocó la boda de su hijo tenían apenas una semana de antigüedad cuando les siguieron otros aún más sonoros. Estos anunciaban la noticia de la separación de Eddie y su esposa. Quince días más tarde, Polina solicitaba el divorcio por razones de incompatibilidad. Eddie recibió los papeles en el apartamento de su madre. Había regresado a su lado el mismo día que él y Polina decidieron que «la cosa no funcionaba» o, como dijo él a su madre, que «no se llevaban bien».

La doctora Fetts sintió, naturalmente, una gran curiosidad por saber el motivo de su separación pero, como les explicó a sus amigos, «respetaba» el silencio de su hijo. Lo que no decía es que estaba convencida de que llegaría un momento en que él se lo contaría todo.

Poco después comenzó la «depresión nerviosa» de Eddie. Éste se había mostrado muy irritable, malhumorado y deprimido, pero su estado empeoró el día en que un supuesto amigo le dijo que Polina se reía largo y tendido cada vez que oía pronunciar su nombre. El amigo añadió que Polina había prometido revelar algún día la verdadera historia de su breve unión.

Esa noche su madre tuvo que llamar a un médico.

Durante los días que siguieron, ella estuvo a punto de renunciar a su puesto de investigadora en patología con De Kruif y dedicar todo su tiempo a ayudarle a «recuperarse». Prueba de la lucha que tenía lugar en su mente era el hecho de que no hubiera logrado decidirse al cabo de una semana. Propensa de natural a considerar rápidamente los problemas y a resolverlos con celeridad, no podía avenirse a renunciar a su grato estudio sobre la regeneración de los tejidos.

Cuando ya estaba a punto de hacer lo que para ella era algo increíble y vergonzoso —arrojar una moneda—, recibió una videollamada de su superior. Este le dijo que había sido seleccionada para formar parte de un grupo de biólogos que partirían en una gira de exploración de diez sistemas planetarios previamente seleccionados.

Con gran regocijo, tiró los papeles que debían servir para confiar a Eddie a los cuidados de un sanatorio. Y, puesto que él era bastante famoso, se valió de su influencia para conseguir que al Gobierno permitiera que él la acompañara. Aparentemente, Eddie debía realizar un estudios sobre el desarrollo de la ópera en los planetas colonizados por los terráqueos. Las oficinas correspondientes parecían haber pasado por alto el hecho de que la nave no visitaría ningún planeta colonizado. Pero no era ésa la primera vez en la historia de un Gobierno en que su mano izquierda ignoraba lo que hacía la derecha.

De hecho, su madre, que se consideraba mucho más capaz de curarle que ninguna de las terapias A, F, J, R, S, K o H en boga, se proponía «reedificarle». Sin duda, algunos de sus amigos daban cuenta de los sorprendentes resultados obtenidos con algunas de las técnicas simbólicas. Por otra parte, dos de sus colegas más íntimos las habían probado todas y no habían apreciado una mejoría en ninguna de ellas. Ella era la madre de Eddie podría hacer mucho más por él que ninguna de esas «alfabetías»; él era carne de su carne, sangre de su sangre. Además tampoco estaba tan enfermo. Sólo se ponía terriblemente azul a veces, pronunciaba teatrales pero insinceras amenazas de suicidio, o bien se limitaba a permanecer sentado con la mirada perdida en el espacio. Pero ella sabía manejarlo.

2

Y ahora ella le siguió en su huida del reloj que andaba hacia atrás, rumbo a su habitación. Y le vio poner un pie en el cuarto, mirar un segundo, para luego volverse hacia su madre con la cara descompuesta.

—Neddie está destruido, madre. Destruido del todo.

Ella echó una mirada al piano. Se había desprendido de los soportes de la pared en el momento del impacto para ir a estrellarse contra la pared contraria. Para Eddie no era simplemente un piano; era Neddie. Les ponía nombres a todas la cosas con las que tenía un contacto algo prolongado. Era como si saltase de un diminutivo a otro, al igual que un antiguo marino que se sentía perdido si no tenía cerca los puntos familiares y de nombre conocido de la línea costera. En caso contrario, Eddie se sentía flotar impotente en un océano caótico, un mar anónimo y amorfo. O, una analogía más característica de él, era como el asiduo de los clubs nocturnos que se siente sumergido, a punto de ahogarse, a menos que salte de una mesa a la siguiente, pasando de un grupo de caras conocida al otro, evitando las falsas figuras sin facciones y sin nombres de las mesas de los desconocidos.

No lloró por Neddie. Ella hubiera deseado que lo hiciera. Estuvo muy apático durante todo el viaje. Nada, ni siquiera el esplendor único de las estrellas desnudas o el carácter inexpresablemente foráneo de los planetas extraños había parecido reanimarle durante demasiado tiempo. Si al menos llorase o riera con fuerza o diera alguna señal de estar reaccionando violentamente ante lo que sucedía. Incluso le hubiera complacido que la golpeara airado o que la insultara.

Pero no, ni siquiera mientras recogían los cuerpos mutilados, cuando durante un rato pareció a punto de vomitar, cedió a las exigencias de expresión de su cuerpo. Ella pensaba que si él vomitase, eso le haría sentirse mucho mejor, le ayudaría a librarse de buena parte del malestar psíquico junto con el físico.

Pero Eddie no lo hizo. Siguió metiendo los trozos de carne y los huesos en grandes bolsas de plástico con una mirada fija de resentimiento y obcecación.

Ahora ella confiaba que la pérdida de su piano haría brotar las lágrimas y le estremecería las espaldas. Entonces podría estrecharle entre sus brazos y ofrecerle su simpatía. Volvería a ser su niñito, asustado de la oscuridad, asustado del perro muerto por un coche, que buscaría entre sus brazos la protección segura, el amor seguro.

—No te preocupes, Baby —le dijo—. Cuando nos rescaten, te compraremos otro.

—¡Cuando nos rescaten…! —Arqueó las cejas y se sentó en el borde de la cama—. ¿Y ahora qué haremos?

Ella adoptó una actitud muy decidida y eficiente.

—La ultrarradio entró automáticamente en funcionamiento en el instante mismo en que recibimos el choque del meteorito. Si ha resistido el impacto, todavía estará mandando señales de socorro. De lo contrario, nada podemos hacer para remediarlo. Ninguno de los dos sabe cómo repararla. Sin embargo es posible que en los cinco años transcurridos desde que fue localizado este planeta, hayan aterrizado aquí otras expediciones. No de la Tierra, sino de alguna de las colonias, o de planetas no humanos. ¿Quién sabe? Vale la pena probar suerte. Ya veremos.

Un simple vistazo bastó para hacer trizas sus esperanzas. La ultrarradio había quedado rota retorcida hasta hacerle perder todo parecido con el aparato que emitía ondas más rápidas que la luz a través del no-éter.

—¡Bueno, no tiene remedio! —exclamó la doctora Fetts con falso optimismo—. ¿Y qué más da? Hubiera sido demasiado fácil. Vamos al almacén a ver qué encontramos.

Eddie se encogió de hombros y la siguió. Una vez allí, ella insistió en que cada uno debía coger una panradio. Si tenían que separarse por cualquier motivo, siempre podrían comunicarse y también localizar al otro con los sintonizadores direccionales incorporados.

Ya habían utilizado antes esos instrumentos y por tanto conocían sus capacidades y sabían lo esenciales que resultaban en los campamentos y excursiones.

Las panradios eran cilindros livianos de aproximadamente medio metro de alto y unos veinte centímetros de diámetro. Muy compactos, contenían los mecanismos de dos docenas de utensilios distintos. Sus baterías tenían un año de duración si no se recargaban, eran prácticamente indestructibles y funcionaban bajo casi cualquier tipo de condiciones.

Sacaron las panradios al exterior, procurando no acercarse a la parte de la nave que tenía un enorme boquete. Eddie exploró las bandas de onda larga mientras su madre movía el mando que abarcaba todas las bandas de onda corta. En realidad, ninguno de los dos tenía esperanzas de oír algo, pero era preferible probar que quedarse sin hacer nada.

Como no localizaba ningún ruido significativo en las frecuencias moduladas, Eddie pasó a las ondas continuas. Quedó estupefacto al oír una transmisión en morse.

—¡Eh, mamá! ¡Hay alguien los mil kilociclos! ¡Algo no modulado!

—Naturalmente, hijo —dijo ella un poco exasperada en medio de su entusiasmo—. ¿Qué otra cosa puedes esperar tratándose de una señal radiotelegráfica?

Localizó la banda en su propio cilindro. Ella miró con ojos inexpresivos.

—No entiendo nada de radio, pero eso no es morse.

—¿Cómo? ¡No puede ser! ¡Debes haberte equivocado!

—N-no lo creo.

—¿Lo es o no lo es? Cielos, hijo, ¡nunca puedes estar seguro de nada!

Subió el volumen. Los dos habían aprendido galacto-morse mediante técnicas de aprendizaje durante el sueño y de inmediato pudo constatar lo que decía su hijo.

—Tienes razón. ¿A ti qué te parece?

Su rápido oído seleccionó los compases.

—No es un morse simple. Hay cuatro compases de distinta duración.

Escuchó un poco más.

—Sin duda tienen un cierto ritmo. Alcanzo a distinguir unas claras agrupaciones. ¡Ah! Es la sexta vez que oigo ésta. Y ahí va otra. Y otra.

La doctora Fetts movió su cabeza rubio ceniza. No lograba distinguir nada más que una serie de sonidos: sst-sst-sst.

Eddie echó un vistazo al indicador de dirección.

—Proceden del nordeste con inclinación este. ¿Crees que debemos intentar localizarlos?

—Naturalmente —replicó ella—. Pero será mejor que comamos primero. No sabemos a qué distancia están, ni qué encontraremos allí. Prepara el material para la expedición, mientras yo cocino algo caliente.

—De acuerdo —dijo con un entusiasmo como no lo había manifestado en largo tiempo.

Cuando volvió se comió todo el contenido del gran plato que su madre había preparado en el hornillo de la cocina, la cual no había sufrido ningún daño.

—Siempre has hecho el mejor puchero del mundo —dijo Eddie.

—Gracias. Me alegra verte comer otra vez, hijo. Estoy sorprendida. Creí que todo esto te pondría enfermo.

El hizo un gesto vago pero enérgico con la mano.

—El desafío de lo desconocido. Tengo una cierta sensación de que esto va a resultar mucho mejor de lo que esperábamos. Mucho mejor.

Ella se le acercó y olfateó su aliento. El olor era limpio, inocente, sin rastros ni siquiera de estofado. Eso significaba que había tomado Nodor, lo cual probablemente era señal de que había estado bebiendo un poco de whisky de centeno a escondidas. ¿Cómo se explicaba si no su temerario desdén ante los posibles peligros? No era propio de él.

La doctora no dijo nada, pues sabía que si él intentaba ocultar una botella entre sus ropas o en su mochila mientras trataban de localizar las señales de radio, ella no tardaría en descubrirla y se la quitaría. El ni siquiera protestaría; se limitaría a dejársela arrebatar de su mano fláccida mientras sus labios se hincharían en un gesto de resentimiento.

3

Emprendieron la marcha. Los dos llevaban mochilas y las panradios. Él llevaba una escopeta al hombro y ella había añadido a su mochila su pequeño y bien provisto botiquín.

El mediodía de finales de otoño aparecía coronado por un débil sol rojizo que apenas conseguía hacerse visible entre la eterna doble capa de nubes. Su compañero, una mancha lila todavía más pequeña, se estaba poniendo en el horizonte noroccidental.

Caminaban en una especie de brillante penumbra, lo mejor jamás logrado en Baudelaire.

Sin embargo, a pesar de la escasa luz, el aire era cálido. Era un fenómeno común a algunos planetas situados detrás de la nebulosa Cabeza de Caballo, un fenómeno que se estaba estudiando pero que aún no se había podido explicar.

El terreno era ondulado con muchas quebradas profundas. De trecho en trecho se alzaban prominencias lo suficientemente elevadas y de laderas lo bastante empinadas como para considerarlas un embrión de montaña. Sin embargo, teniendo en cuenta lo accidentado del terreno, la vegetación era sorprendentemente abundante. Matorrales, enredaderas y pequeños árboles de colores verde claro, rojo y amarillo se aferraban a cada trocito de terreno, horizontal o vertical. Todos tenían hojas anchas que giraban con el sol para captar la luz.

De vez en cuando, mientras los dos terráqueos avanzaban ruidosamente a través del bosque, pequeñas criaturas multicolores parecidas a insectos o mamíferos se deslizaban de un escondrijo a otro. Eddie decidió llevar la escopeta empuñada y luego, después de verse obligados a subir y bajar dificultosamente los barrancos y colinas y a abrirse paso entre una maleza inesperadamente enmarañada, volvió a colgársela al hombro, suspendida de una correa.

Pese al esfuerzo realizado no se cansaron fácilmente. Pesaban unos diez kilos menos de lo que habrían pesado en la Tierra y, aunque el aire era menos denso, también era más rico en oxígeno.

La doctora Fetts seguía el paso de Eddie. Con treinta años más que el joven de veintitrés, hubiera podido pasar por su hermana mayor, incluso después de un detallado examen. De eso se encargaban las pastillas de longevidad. Sin embargo, él la trataba con toda la cortesía y caballerosidad debidas a la propia madre y la ayudaba a subir por las pendientes, aun cuando las subidas, tal vez por la amplitud de su pecho, no parecían obligarla a inspirar mayor cantidad de aire.

Hicieron un alto junto a un barranco para averiguar su posición relativa.

—Han cesado las señales —dijo él.

—Evidentemente —replicó ella.

En aquel momento comenzó a brincar el detector de radar incorporado al aparato. Los dos levantaron automáticamente la vista.

—No hay ninguna nave en el aire.

—No puede proceder de ninguna de esas colinas —puntualizó ella—. Sólo hay una gran piedra en la cima de cada una.

—Sin embargo, viene de ahí, creo. ¡Oh! ¿Has visto lo mismo que yo? Parecía como una larga vara que ha desaparecido detrás de esa roca grande.

Ella concentró la mirada bajo la pálida luz.

—Creo que lo has imaginado, hijo. Yo no he visto nada.

Entonces, mientras aún continuaba la señal del radar, se inició de nuevo el siseo. Poco después se oyó un fuerte ruido al que siguió un total silencio.

—Subamos a ver qué encontramos —dijo ella.

—Algo raro —comentó él.

Ella no le contestó.

Cruzaron la cañada e iniciaron el ascenso. Cuando estaban a mitad del camino les desconcertó un súbito y denso olor que llegó con una ráfaga de viento.

—Huele como una jaula llena de monos —dijo él.

—Monos en celo —añadió ella. Si él tenía el oído más aguzado, el olfato de ella era más penetrante.

Continuaron subiendo. El detector hizo sonar su diminuto gong histérico. Eddie se detuvo, perplejo. El detector indicaba que las pulsaciones del radar no procedían, como antes, de la cima de la colina por la que subían, sino de la colina situada al otro lado.

La panradio se quedó bruscamente muda.

—¿Y ahora qué hacemos?

—Terminar lo que hemos empezado. Explorar esa colina. Luego nos ocuparemos de la otra.

Él se encogió de hombros y luego se apresuró a seguir el alto cuerpo delgado de su madre enfundado en su mono de pantalones largos. El olor la había literalmente calentado, y nada podía detenerla. El le dio alcance justo antes de que llegara a la roca del tamaño de un chalet que coronaba la colina. Ella se detuvo a examinar atentamente la aguja del detector, que osciló frenéticamente antes de detenerse en el punto neutro. El olor a monos era muy intenso.

—¿Crees que podría ser algún tipo de mineral generador de radio? —preguntó ella desilusionada.

—No. Esos grupos de notas eran semánticos. Y este olor…

—Entonces, ¿qué…?

El no sabía si alegrarse o no de que ella le hubiera traspasado tan evidente e inesperadamente todo el peso de la responsabilidad y de la acción. Fue presa al mismo tiempo del orgullo y de un curioso encogimiento. Pero, en todo caso, sintió entusiasmo.

Casi se sentía, pensó, como si estuviera a punto de descubrir lo que venía buscando desde hacía largo tiempo. No hubiera sabido decir cuál había sido el objeto de su búsqueda. Pero se sentía excitado y no demasiado asustado.

Descolgó el arma, una combinación de escopeta y rifle con dos cañones. La panradio seguía callada.

—Tal vez la roca sirva de camuflaje a un equipo de espionaje —dijo Eddie. Sonaba absurdo, incluso a sus propios oídos.

Oyó jadear y gritar a su madre a sus espaldas. Giró en redondo y levantó la escopeta, pero no había nada a lo cuál disparar. Temblorosa y diciendo palabras incoherentes, ella estaba señalando la cima de la colina situada al otro lado del valle.

Él logró, distinguir una larga y fina antena que aparentemente se proyectaba de la monstruosa roca allí agazapada. Simultáneamente, dos pensamientos pugnaron por ocupar el primer lugar en su mente: primero, que era más que una coincidencia que ambas colinas tuvieran estructuras de piedra caso idénticas en su cima; y segundo, que debían haber levantado hacía poco la antena, pues estaba seguro de no haberla visto la última vez que había mirado.

Nunca llegó a comunicar sus conclusiones a su madre, pues algo fino, flexible e irresistible le agarró por detrás. Se sintió elevado en el aire y arrastrado hacia atrás. Dejó caer la escopeta e intentó coger los tentáculos que le aprisionaban y zafarse de ellos con sus manos desnudas. Pero fue en vano.

Alcanzó a divisar por última vez a su madre que huía corriendo colina abajo. Luego cayó una cortina y se encontró sumido en la total oscuridad.